Friday, September 20, 2019

JOSÉ MARTÍ Y EL ALDEANO VANIDOSO*


Por Eduardo Lolo



Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

José Martí

“Nuestra América” (1891)

Martí escribió “Nuestra América” en base a lo observado y vivido (más bien sufrido) en Cuba, México, Guatemala, Venezuela y unos Estados Unidos recién salidos de su última fase de expansión territorial. Según sus conclusiones, el espíritu de aldeano vano como actitud vital presente en nuestros países y la consecuente fragilidad del entramado socio-político de sus naciones en ciernes o a medio hacer, como que servía de magneto y caldo de cultivo para la intervención de cualquier poderoso foráneo aguijoneado por la codicia. Debido a la cercanía territorial, su historia reciente y las intenciones de algunos de sus políticos y aventureros contemporáneos, Martí vio a los Estados Unidos como la amenaza mayor. Y aunque dejó aclarado en el mismo ensayo que “Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente…”, lo cierto es que no pudo prever el pronto fracaso irreversible de esos últimos representantes de la ambición imperial norteamericana. Mucho menos fue capaz de imaginar la conversión del amenazante coloso del norte en una especie de guerrero benevolente que en los siguientes cien años liberaría de diversos yugos opresores a más de una docena de países (comenzando por Cuba) sin anexarse ni una pulgada de los territorios redimidos por el valor y el sacrificio de sus hijos. Igualmente, aunque consciente del peligro de las ideas socialistas, Martí tampoco vaticinó la amenaza de lejanas potencias que germinarían luego adscritas al socialismo tales como la Alemania Nazi y la Unión Soviética, efímeros imperios ideológicamente emparentados que tuvieron a Latinoamérica en el colimador y que él no llegó a conocer. Sí creo que concluyó espantado que la condición de aldeano vanidoso no se disiparía fácilmente (de ahí su desesperado llamado) y se convertiría en una especie de síndrome histórico generalizado, lo cual podemos constatar a inicios del siglo XXI en que es posible y hasta probable que una nueva potencia emboscada en el futuro (China o un todavía inexistente Imperio Árabe, por conjeturar sólo dos ejemplos) trate de aprovecharse impunemente de la debilidad de los países-aldeas de América Latina.
Retrato de Martí por el pintor sueco Herman Norrman, único que le hicieran en vida pintado del natural

Pero en el ínterin, pigmeos que llevan siete pulgadas en las botas se las han ingeniado para ser vistos, a través del falaz cristal de aumento de la demagogia, como gigantes salvadores. Y gracias al engaño resultante se han aprovechado de la dispersión histórica inherente al síndrome del aldeano vanidoso para hacer del conjunto de aldeas mal llamado nación su propio imperio enano. De ahí la caterva perenne y grotesca de dictadores y dictadorzuelos que han mal decidido los destino de nuestros pueblos, convertidos en feudo o capellanía de populistas de toda laya desde el fin de la colonia hasta nuestros días. Martí conoció algunos de cerca, recibió sus zarpazos, tuvo que retirarse compungido al calor y la protección de la democracia norteamericana, y temió su emergencia en la república soñada que le costaría la vida.

Sus temores estaban, desgraciadamente, muy bien fundados. En Cuba el síndrome del aldeano vanidoso permea toda su historia: desde los lejanos tiempos de la colonia hasta las postrimerías del longevo castrismo. Veamos si no:

Durante el período colonial la sociedad cubana fue testigo inerte de hechos verdaderamente bochornosos. Sirvan de ejemplos el fusilamiento de un grupo de estudiantes universitarios inocentes de todo delito, o la larga condena a trabajos forzados de un adolescente y su posterior deportación por la redacción de una carta a un condiscípulo. Si la llamada Reconcentración de Weyler costó la vida por inanición a miles de campesinos (quienes fueron forzados a abandonar sus tierras y a permanecer en condiciones infrahumanas en las ciudades) fue porque en general las instituciones sociales y religiosas de la época se hicieron de la vista gorda al tiempo que en sus umbrales morían de hambre los reconcentrados. La táctica mambisa de la Tea Incendiaria (consistente en la quema intencional de cañaverales) no fue más que una patriótica reacción a la actitud mayoritaria de hacendados y dueños de ingenios azucareros que se negaban a admitir que los campos de Cuba se habían convertido en zonas de combate independentista.

Luego, con la intervención norteamericana, hasta donde tengo entendido no hubo protesta importante alguna por los ignominiosos artículos del Tratado de París que hicieron permanente el robo de medios y haciendas a los mambises, cuyas propiedades confiscadas por el gobierno colonial habían sido distribuidas entre los integristas a manera de recompensa por la lealtad o la traición de los premiados, según el caso. Hasta el empréstito concertado para licenciar a los miembros del Ejército Libertador (convertidos en poco menos que indigentes por las injustas apropiaciones señaladas) tuvo no poco políticos criollos opuestos: el aldeano desagradecido.

Durante la corta etapa republicana el espíritu de aldea se mantuvo incólume, ya que también en Cuba “la colonia continuó viviendo en la república”. Es más, fue dicha anacrónica permanencia, entre otros factores, la que propició su fin. A muy pocos importaba la corrupción de los políticos nativos que suplantaron a las autoridades coloniales españolas, con tal de que el tiburón salpicara mientras se bañaba, en aceptación cónsona con el choteo cubano indagado por Mañach. A los políticos se les dejaba hacer y deshacer (más bien lo último casi siempre) con tal de que no interfirieran con la alcancía de ahorros privada de cada cual, por lo general siempre abierta a las ‘salpicaduras’ de los ‘tiburones’ en ejercicio. La mayoría de los intelectuales emigraban asfixiados, se encerraban en una tropical ‘torre de marfil’, o se ponían al servicio del caudillo de turno a manera de “bribones inteligentes”, como calificara Martí a sus homólogos decimonónicos. El carácter popular de las revoluciones fue siempre escamoteado por los ya señalados pigmeos que llevaban botas de siete pulgadas, convertidos entonces en gigantes de artificio. Recuerdo un injustificado golpe de estado al cual se enfrentaron solamente un puñado de estudiantes valerosos, abandonados a su propia suerte hasta por el mismo Presidente constitucional por el que arriesgaban la vida. Los ejemplos son numerosos.

El advenimiento del castrismo fue una consecuencia directa del síndrome del aldeano vanidoso ‒ya endémico‒ que de la colonia pasó a la intervención norteamericana y de esta a la república. El nuevo ‘héroe redentor’, transformado en el Máximo Truhán, supo hacer de su orden el orden universal del aldeano sobre cuyos hombros se alzara, aunque después lo despachara, una vez inservible, de un puntapié. Cuando comenzaron las ‘intervenciones’ (léase incautaciones inapelables) de las compañías norteamericanas, algunos empresarios criollos como que hasta se alegraron al verse libres de tamaña competencia. Me viene a la memoria el caso de un magnate industrial que invirtió una fortuna comprando vacas de alto rendimiento lechero en el Canadá como su ‘aportación voluntaria’ a la Reforma Agraria, entonces el juguete preferido del tirano de estreno. Me imagino que con ello pretendía congraciarse con el nuevo patrón nacional y, consecuentemente, mantener su lucrativa empresa a salvo. Durante semanas estuvieron las reses abandonadas en los predios cercados con urgencia de su fábrica, en el corazón de La Habana, llenando de pestilencias el medio alrededor, pues el objeto de la onerosa dádiva no se dignaba recogerlas. Finalmente llegaron unos camiones en los cuales unos barbudos cargaron con apremio y sin cuidado los sorprendidos animales. La torpe manipulación de un personal no calificado para semejante tarea dio como resultado que algunas vacas tuvieran que ser sacrificadas de inmediato, sin importar su valor. Pero aun así supongo que el famoso empresario habrá suspirado aliviado al ver partir las costosas reses aunque fuera para el matadero (al menos los vecinos de su fábrica respiraron más a gusto), pensando que la aceptación del dispendioso presente por parte del nuevo pigmeo-agigantado-por-artimaña le garantizaba indemnidad en medio del caos. Su alivio, sin embargo, fue fugaz: poco después, sin previo aviso, al llegar una mañana a la puerta del edificio de la administración de su industria, lo esperaba un grupo de milicianos armados. El que parecía de más autoridad simplemente le pidió la llave de entrada al inmueble y, sin más explicación que su empresa había sido intervenida por la Revolución, lo mandó de vuelta a casa: en el orden particular del atrabiliario dictador emergente no había espacio para el orden universal del aldeano vanidoso
.

Así, mediantes las llamadas “reformas” ‒en realidad deformas‒ pasaron al Estado (ya convertido en señorío del Máximo Truhán) las grandes industrias y fincas agrícolas o de recreo pertenecientes a empresarios criollos. Bancos, comercios importantes, medios de prensa, centros de enseñanza, y otras empresas de envergadura fueron fácil presa de la ‘nacionalización’ a decreto de bayoneta. Pero aún así el síndrome del aldeano vanidoso no disminuyó; simplemente saltaba de un estrato social a otro, de cada peldaño de la escala económica al inferior. Dueños de propiedades y negocios de menor cuantía nunca imaginaron que les tocaría a ellos. ¿Quién podía pensar que a un Jefe de Estado le interesaría hacerse dueño de una ‘bodega’ de barrio, de un ‘conuco’ y hasta de un ‘puesto de fritas’? Pero uno a uno fueron sintiendo todos sobre el cuello el peso de la bota de siete pulgadas, que en realidad se sentía como de siete leguas por aquellos que habían duramente laborado toda una vida para levantar su hacienda ‒por muy humilde que fuese‒, perdida de un demagógico plumazo inesperado.

Un tanto igual pasó con la penalización de la homosexualidad. Las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (más conocidas como la UMAP, por sus siglas) no eran más que inhumanos campos de concentración donde eran mantenidos prisioneros por años jóvenes varones homosexuales únicamente por su condición de tales. Hasta donde tengo entendido, las pocas instituciones no gubernamentales todavía existentes en el país tales como las iglesias y logias masónicas nada hicieron para, al menos, denunciar públicamente semejante atrocidad. Era, simplemente, un problema de ‘los mariquitas’ que algo malo tenían que haber hecho, pues ¿acaso no eran harto conocidos los homosexuales del ámbito gubernamental que permanecían libres y disfrutando, como siempre, de sus prebendas? Para el aldeano vanidoso heterosexual, la UMAP era un elemento fuera de su orden universal y, por lo tanto, del todo lejano, cuando no intrascendente.

La reacción de los aldeanos vanidosos frente a otros hechos aún más trágicos no fue diferente. Sirven de ejemplo la mudez, la ceguera y la sordera que se autoimpusieran ‒como una versión pusilánime de la conocida máxima pictórica japonesa‒ ante los crímenes de los eficientes pelotones de fusilamiento, los denominados “Pueblos Cautivos”, las cárceles atestadas de presos políticos, los infaustos llamados a filas en las “misiones internacionalistas”, etc. etc. El aldeano vanidoso, rehusándose a admitir la realidad o fingiendo desconocerla, se encerraba a cal y canto en su ridículo orden universal y, como en la historia o leyenda judía, aguardaba quedo para que la muerte pasara de largo frente a su casa, estampada por una no siempre indeleble marca de inmunidad comprada con su silencio, en la mayoría de los casos más temeroso que cómplice.

En la actualidad, imprevistas circunstancias adversas tales como la debacle económica resultante de la pérdida o disminución de los subsidios extranjeros con que parasitaba el régimen y la catálisis del involuntario cambio ejecutivo del Máximo Truhán al Mínimo Tahúr, han obligado a la gerontocracia en el poder a relajar ligeramente el dogal asfixiante con que mal ha sobrevivido el pueblo cubano por más de 5 décadas. Y de nuevo el síndrome del aldeano vanidoso anda de plácemes: un laureado dramaturgo señalaba con alegría que ya en Cuba había libertad porque podía decir que era homosexual sin que se lo llevaran preso; un zapatero remendón agradecía a la Revolución la ‘actualización del socialismo’ que le permitía ganarse unos pesos reparando los calzados raídos de sus vecinos sin tener que hacerlo en la clandestinidad; y la alta jerarquía católica rezaba por la salud del Máximo Ateo y consideraba un acto de misericordia gubernamental propiciado por la Iglesia la conmutación de penas carcelarias por el destierro forzado a algunos presos políticos, sin que el aldeano vanidoso con sotana hiciera referencia alguna a que eran reos inocentes, encarcelados durante años sin razón alguna. La larga noche del castrismo parece haber provocado en algunos la mutación del Síndrome del Aldeano en el Síndrome de Estocolmo.

Lo anterior no implica que en todas las etapas de la historia de Cuba no haya habido hombres y mujeres inmunes al síndrome del aldeano y lo hayan enfrentado con dignidad, constancia y sacrificios. Siguiendo la fórmula martiana, siempre han existido cubanos que han llevado en sí el decoro de muchos. En la etapa colonial los mambises constituyen el ejemplo máximo. En efecto, aunque siempre en franca minoría dentro de la población y atacados por integristas, anexionistas y autonomistas, los enérgicos independentistas no cejaron en su lucha redentora a pesar de saberse discriminados, marginados o simplemente ignorados por la mayoría de aldeanos vanidosos. La Colonia los despojó de todos sus bienes materiales y la Intervención Norteamericana sancionó inapelablemente el indigno pillaje; pero no pudieron hurtarles su patriotismo.

Más adelante, durante la república, no fueron pocos los que denunciaron y se enfrentaron a la corrupción, el compadrazgo y el caudillismo que a la postre ‒entre otros factores‒ diera al traste con el sistema republicano. Cierto que sus esfuerzos fueron vanos; pero no los principios que los motivaron. Sirvan de ejemplo los jóvenes estudiantes universitarios, quienes no dudaron en más de una ocasión en empuñar bisoños las armas cuando todas las puertas civiles les fueron cerradas.

Los decenios del castrismo dieron como resultado un incremento del síndrome del aldeano vanidoso, catalizado por la institucionalización de la represión y el miedo como método de (des)vida permanente. Pero, incluso en las peores circunstancias de la Historia de Cuba, siempre ha habido personas que llegaron a desarrollar una dignidad y un valor que los hicieron inmunes, retando briosos al seudogigante y sus botas de horror. Los métodos de lucha han sido diversos; el fracaso, desafortunadamente, compartido. Unos blandieron armas; otros esgrimieron ideas; miles padecieron la cárcel injusta; muchos ofrendaron sus vidas; más de un millón terminó en el exilio. Y no veo en la actualidad ni siquiera un indicio de alivio efectivo en la tensión del dogal que nos permita avizorar al menos un lejano destello de esperanza de mejora real proveniente de la monarquía gerontocrática. En Cuba, a pesar de los pronósticos halagüeños de arúspices oficialistas y nigromantes ingenuos o mercenarios, nada sustancial ha cambiado con las recientes reformas del Mínimo Tahúr. Y si algo llegara a cambiar sería, siguiendo la fórmula de Lampedusa, para que todo siga siendo igual.

Mas, aunque ni un ápice de libertad y prosperidad podemos esperar de la dinastía castrista y su séquito bufo, no todo está perdido. En medio del mar de temerosos aldeanos vanidosos de la Cuba actual, existen islas del decoro que nos salvan como pueblo. Aunque penetrados por indignos agentes gubernamentales en su papel de bribones inteligentes o víctimas de la señalada mutación de síndromes, cubanos de más recientes generaciones aportan novedosos elementos y energías a una lucha que parecía perdida. Organizados en grupos de defensores de los derechos humanos o embriones de partidos políticos democráticos, actuando como periodistas o bibliotecarios independientes, dedicando clandestinamente sus noches frente a una computadora de harapos cibernéticos como novatos ‘blogueros’ o experimentados cibernautas, lo cierto es que hoy está tan viva como siempre la resistencia al gigante de atrezo y sus herederos en la falacia. Humildes curas de pueblo que llevan sus sotanas con dignidad siguen el ejemplo de sacerdotes tales como Félix Varela y Eduardo Boza Masvidal, aunque en el intento corran el riesgo de acabar como sus modelos y de hecho tengan que terminar enfrentándose a la jerarquía eclesiástica a la cual deben obediencia.

Pero, más allá de consideraciones políticas coyunturales, el Síndrome del Aldeano Vanidoso tiene curación. Incluso me atrevo a aseverar que existe una vacuna infalible al alcance de todos: el ideario martiano. Quién sufrió toda su vida del ataque o la indiferencia de los aldeanos vanidosos de su época, supo desarrollar en su corta vida un elíxir infalible desperdigado en toda su obra. La República fracasó por lo que no tuvo de Martí. Si queremos ser totalmente inmunes a tan nefasto síndrome, hay que estudiar su obra. Verdadera y profundamente. Y hay que leer a quienes se han encargado en libertad de estudiarla, dedicándose a la interpretación, sistematización y ordenamiento de su pensamiento. Junto a las Obras Completas de José Martí deben ocupar un sitial de honor en los libreros de las casas de cada cubano los estudios martianos de Jorge Mañach, Medardo Vitier, Félix Lizazo, Roberto Agramonte, Humberto Piñera, Rosario Rexach y Carlos Ripoll, por poner los ejemplos más emblemáticos. Sus trabajos actúan como llaves para abrir de par en par las arcas martianas.

Porque es el caso que el pensamiento martiano, por su carácter imperecedero, es tan válido hoy como lo fuera ayer: Trincheras de ideas siguen valiendo más que trincheras de piedra. No podemos continuar con la colonia viviendo en la república, a las órdenes de gamonales famosos con palabras de colores aupados por petimetres prebendados, pensadores canijos y bribones inteligentes. Ya bastante hemos purgado en las tiranías nuestra incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país. Si en una futura etapa postcastrista la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere de nuevo. Lo que quede de aldea en Cuba ha de despertar, ciertamente y para siempre. O nunca tendremos esa república con todos soñada y para el bien de todos jamás alcanzada. De nuestro horno es la hora. Y no ha de verse más que luz, más luz.





*(Tomado de la Introducción a: Eduardo Lolo, Lo que quede de aldea. Más sobre José Martí, Segunda edición. Miami: Alexandria Library, 2014.)

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