Por Richard Harding Davis. New York Journal. Febrero,1897
Adolfo Rodríguez era el único hijo varón de un campesino cubano que vive a nueve millas de Santa Clara, más allá de las lomas que rodean la ciudad por el norte.
Al estallar la revolución el joven Rodríguez se unió a los insurgentes, dejando a su padre, madre y dos hermanas en la finca. En diciembre de 1896, cuando fue arrestado por un destacamento de la Guardia Civil, unidad selecta del ejército español, se defendió con el machete hiriendo a tres guardias.
Fue juzgado por un tribunal militar por alzarse en armas contra el gobierno y condenado a ser fusilado una mañana de tantas, antes del amanecer.
Lo recluyeron en la prisión militar de Santa Clara junto con otros treinta insurgentes, todos condenados a morir, uno tras otro, en mañanas sucesivas a partir del fusilamiento de Rodríguez.
El fusilamiento se llevó a cabo en la madrugada del 19 de enero, a media milla de la ciudad, en la llanura que se extiende desde las fortificaciones hasta las lomas tras las cuales había vivido Rodríguez por diecinueve años. Al morir había cumplido los veinte.
Fui testigo de su fusilamiento, y lo que sigue es el relato de cómo enfrentó la muerte. Los amigos del joven no pudieron estar presentes porque habría sido temerario presentarse en medio de aquella multitud. Quiero pensar que aunque Rodríguez no pudo saberlo hubo allí, en el momento de su muerte, un espectador involuntario y compasivo que se consideró su amigo.
Aunque eran más de las cinco de la mañana cuando el pelotón de soldados emprendió la marcha de salida del pueblo, la luna llena de la noche anterior aún brillaba, penetrando la bruma. Iluminaba las dos millas de llanura interrumpida por crestas y barrancos, y cubierta de matorrales, cactos y palmitos. La neblina se asentaba en las hondonadas de las crestas, como anchos lagos, y a un costado de la llanura se veían las murallas de la ciudad antigua. Del otro lado se alzaban lomas cubiertas de palmas reales, tan blancas a la luz de la luna como centenares de columnas de mármol. Entre las fortificaciones se extendía a intervalos regulares una hilera de fogatas prendidas por los centinelas durante la noche, que resplandecían.
Pero a medida que avanzaba el día y palidecía la luz de la luna se iban apagando los fuegos, y cuando creció el número de soldados la luna era ya una bola blanca en el cielo, sin brillantez alguna. De las fogatas sólo quedaban cenizas, y el sol no acababa de nacer.
De tal suerte que aún después de formar filas a lo largo de tres lados de un cuadrado hueco, los hombres apenas podían verse unos a otros en la luz incierta del amanecer.
Eran unos trescientos soldados, miembros del Cuerpo de Voluntarios. Se desplegaron en la llanura detrás de su banda, que tocaba una garbosa marcha a tiempo doble mientras los oficiales galopaban sobre la hierba de un lugar a otro en busca de un lugar idóneo para el fusilamiento. Más allá de las filas de soldados la banda militar continuaba tocando alegremente.
Unos cuantos hombres y muchachos, que habían abandonado el lecho atraídos por la música, se movían en las crestas de las lomas, detrás de los soldados y a medio vestir, sin afeitar, soñolientos, bostezando y estirándose nerviosamente mientras titiritaban en el aire frío y húmedo de la mañana.
Por disciplina, o dada la naturaleza de su cometido, o porque sólo estaban medio despiertos, los soldados no hablaban en las filas y permanecían inmóviles, apoyados en los rifles, de espaldas a la ciudad, mirando hacia las lomas allende la llanura.
Detrás de los soldados el grupo de hombres también guardaba un adusto silencio. Sabían que cualquier cosa que dijesen sería tergiversada en palabras de apoyo al condenado o de protesta contra el gobierno. Así que nadie habló; hasta los oficiales daban órdenes en hoscos susurros, y los hombres insertos en la multitud no se juntaban sino que se miraban con sospecha unos a otros, guardando distancia.
Aumentaba la luz y con ella llegaba a la carrera un grupo grande de personas encabezado por dos figuras vestidas de negro. Los soldados se colocaron en posición de atención, y parte de la doble fila se replegó abriendo el cuadrado.
En nuestro país el condenado a muerte camina una distancia corta desde su celda al cadalso o hasta la silla eléctrica, y los muros de la prisión lo ocultan de la vista de los demás. Aún así suele ocurrir que el corto viaje resulta demasiado largo para sus fuerzas y su coraje.
Pero esta mañana los españoles misericordiosos obligaron al prisionero a caminar por más de media milla sobre un escabroso campo abierto. Yo pensé que vería a este hombre, sea cual fuese su fortaleza en otros momentos, dando traspiés y vacilando en su cruel trayectoria. Pero al acercarse pude ver que iba al frente de todos los demás, que los sacerdotes a cada lado de él daban dos pasos por cada uno de los suyos, tropezando con sus vestimentas y en los hoyos en su afán por mantenerse a la par del condenado, y que caminaba erecto con aire marcial, a paso rápido a la cabeza de ellos.
Buen mozo, de cara amable al estilo campesino, tenía barba puntiaguda y leve, grandes ojos melancólicos y una amplia cabellera negra y ensortijada. Era demasiado joven para tamaño sacrificio, y parecía más napolitano que cubano. Bien podrías imaginártelo sentado cómodamente al sol en los muelles de Nápoles o Génova, mostrando con la risa su blanca dentadura. Llevaba al cuello un escapulario nuevo, por sobre su camisa de lino.
Aunque parezca una ligereza en un momento como este, confieso que sentí gran satisfacción cuando vi que el cubano, al pasar por mi lado, llevaba un cigarrillo entre los labios, sin arrogancia ni bravuconería pero sí con el aire despreocupado de un hombre que marcha hacia el castigo sin miedo, haciendo saber a sus enemigos que lo pueden matar pero no asustarlo.
Todo terminó muy pronto, bruscamente, con misericordiosa rapidez salvo por un terrible error. La multitud se detuvo al llegar a las filas de soldados que formaban el cuadrado. El condenado, los sacerdotes y el pelotón de fusilamiento de seis jóvenes voluntarios entraron al cuadrado y la fila se cerró tras de ellos.
El oficial que sujetaba la cuerda que ataba las manos del cubano a la espalda y pasaba por su pecho la dejó caer en la hierba y desenvainó la espada. Rodríguez dejó caer el cigarrillo de los labios, se inclinó y besó el crucifijo que el sacerdote le ofrecía.
El sacerdote de mayor edad se hizo a un lado y rezó rápidamente en un alto susurro mientras que el otro, más joven, se alejó hasta colocarse detrás del pelotón de fusilamiento, se cubrió la cara con las manos y se volvió de espaldas. Ambos habían pasado las doce horas anteriores junto a Rodríguez en la capilla de la cárcel.
El cubano caminó hasta el sitio que le indicó el oficial, dio la espalda al cuadro de soldados y volvió la cara hacia las lomas y el camino entre ellas que conducía a la finca de su padre.
Cuando el oficial dio la primera voz de mando el reo se enderezó hasta donde lo permitían sus ataduras, levantó la cabeza y fijó la vista inmóvil en la luz matinal que acababa de asomar por sobre el lomerío.
Su aspecto era de tanta indefensión patética, pero al mismo tiempo de tanto valor y dignidad que al instante me hizo recordar la estatua de Nathan Hale que se alza en el parque del ayuntamiento por encima del ruido de Broadway, brindando una lección diaria a las multitudes que en pos del dinero pasan bajo ella.
Los brazos del cubano, como los de la estatua, estaban atados, y estaba parado en firme con el peso del cuerpo descansando sobre los talones como soldados en formación, con la cara levantada y sin temor, como en la estatua. Pero con esta diferencia: aunque probablemente estaba tan dispuesto a dar seis vidas por su patria como lo estuvo el rebelde americano, a Rodríguez, por ser sólo un campesino no se le ocurrió decirlo, y por ende no vivirá en bronce durante muchas vidas de otros hombres, sino que será recordado simplemente como uno de los treinta cubanos fusilados en Santa Clara al amanecer de cada día.
El oficial había dado la orden, los hombres habían levantado los fusiles, el condenado había oído el sonido del cerrojo de las armas y había permanecido inmóvil. Entonces ocurrió un acto de tortura del más cruel refinamiento imaginable, aunque fue accidental. Cuando el oficial levantaba la espada lentamente y se preparaba para dar la señal, uno de los oficiales cabalgó hasta él y en silencio le señaló algo que yo había observado con cierta satisfacción, y era que el pelotón de fusilamiento, debido a su colocación, al disparar haría blanco en varios de los soldados apostados en el extremo opuesto del cuadro que habían formado.
El capitán de la tropa hizo una señal a sus hombres para que bajasen los fusiles, caminó por la hierba y puso la mano sobre el hombro del prisionero que aguardaba.
No resulta agradable pensar en el choque emocional del condenado. El hombre se había armado de valor para recibir una descarga de balas por la espalda. Creía que en un instante se encontraría en otro mundo. Había escuchado la orden y el sonido al montar los rifles Máuser, y en ese momento supremo una mano humana se posó en su hombro y una voz le habló al oído.
Uno esperaría que cualquier hombre arrancado así de regreso a la vida se sobresaltara, temblando ante el aplazamiento de la condena, o se desmoronara del todo. Pero este joven volvió la cabeza sin vacilación, siguiendo con la vista la dirección que el oficial le indicaba con la espada, y entonces asintió solemnemente con la cabeza, se cuadró de hombros, se colocó en el nuevo lugar, y enderezó la espalda manteniéndose erecto.
Esta demostración de dominio de sí mismo supera sin duda alguna los actos de heroísmo en combate, alentados por miles de compañeros. Este hombre estaba solo, mirando hacia sus lomas tan conocidas, con sólo enemigos a su alrededor y sin ninguna fuente de la que tomar más fuerzas que las que había en su fuero interno.
El oficial al mando del pelotón de fusilamiento, molesto por su metida de pata, desenvainó la espada apresuradamente, los soldados apuntaron con los fusiles, el oficial alzó la espada, la bajó y el pelotón disparó. La cabeza del cubano cayó súbitamente hacia atrás, casi entre los hombros, pero el cuerpo cayó lentamente, como si alguien lo hubiese empujado suavemente por detrás y el hombre hubiera tropezado.
El joven cayó de costado sobre la hierba mojada, sin un solo movimiento ni sonido, y quedó inmóvil.
Costaba creer que él se proponía quedarse allí, que todo terminaba así, sin una palabra, que el hombre vestido de lino no se levantaría y continuaría caminando en dirección a las lomas, como parecía haber comenzado a hacerlo, hasta su casa. Costaba creer que no había alguna equivocación en todo esto, o cuando menos que alguien lo lamentaría, o diría algo, o correría a levantarlo del suelo.
Pero, afortunadamente, él no necesitaba ayuda, y los sacerdotes regresaron – el más joven con lágrimas bañándole el rostro – se pusieron sus vestiduras y leyeron un breve responso por su alma, mientras el pelotón de fusilamiento permanecía de pie con las cabezas descubiertas, los soldados que formaban el cuadro hueco arreglaban sus arreos, cambiaban las armas de posición y se alistaban para la orden de marchar, en tanto que la banda comenzaba a tocar de nuevo a doble tiempo tras la interrupción causada por la descarga de fusilería.
El cuerpo continuaba sobre la hierba, sin que nadie lo tocara, y nadie parecía recordar que había llegado allí por sus propios pies, ni se dieron cuenta que el cigarrillo seguía encendido como un pequeño círculo de fuego vivo en el lugar donde el hombre se había parado desde el principio.
Ese cuerpo pertenecía ya al pasado, y el pelotón se sacudió como una serpiente enorme, se deshizo en pedazos pequeños y comenzó a marchar alegremente, tropezando en la hierba alta y tratando de mantener el paso al compás de la música.
Los oficiales dirigieron a los soldados al pasar cerca del cuerpo en el traje de lino, tan cerca que los que cerraban la marcha tuvieron que separarse de la columna para no pisarlo. Cada soldado al pasar volteaba a ver el cuerpo, algunos estirando el cuelo con curiosidad, otros mirándolo despreocupadamente y algunos sin ningún interés, como si estuviesen viendo una casa a la vera del sendero, o una carreta que pasaba por allí, o un hoyo en el camino.
Un joven soldado tropezó con una enredadera y cayó hacia adelante justo frente al cuerpo. Enrojeció visiblemente ante la risa burlona de sus compañeros. Los espectadores soñolientos emprendieron la marcha a ambos lados de la banda militar. Ellos también habían olvidado lo sucedido. Los sacerdotes guardaron sus vestiduras en una bolsa, se arroparon en sus pesadas capas y se apresuraron a seguir a los demás.
Todos parecían haber olvidado el cuerpo con excepción de dos hombres que venían lentamente hacia él desde el pueblo conduciendo una carreta con un ataúd sin cepillar, cada uno con un cigarrillo entre los labios y el cuello envuelto contra las brumas de la mañana.
En ese momento el sol, cuya salida prometía un brillo que se advertía ya sobre las lomas, apareció de repente en todo el esplendor del trópico, como una esfera roja y feroz, llenando el aire de luz y de calor.
Las bayonetas de la columna de soldados en retirada refulgían, un gallo cantó con brío en una finca vecina, una docena de trompetas contestó el reto con las alegres notas del toque de diana, y desde toda la ciudad las campanas de las iglesias llamaron a las primeras misas del día. La ciudad de Santa Clara y su mundo todo parecía desperezarse y despertar para dar la bienvenida al nuevo día.
Pero al unirme al final de la procesión y mirar hacia atrás, la figura del joven cubano que ya no formaba parte del mundo de Santa Clara dormía sobre la hierba mojada, con los brazos inmóviles aún atados fuertemente a la espalda, el escapulario torcido sobre la cara y la sangre de su pecho derramándose en el suelo que él quiso liberar.
*Traducido por Guillermo A. Belt, miembro de nuestra academia.
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