Aurelio era al morir uno de los más famosos compositores de música culta moderna a nivel internacional. Fue igualmente destacado como musicólogo y pedagogo. Nacido en La Habana en 1925, inició sus estudios musicales en Cuba y los continuó en California en los años 40. De regreso a su país natal, ocupó importantes cargos tanto en el mundo musical como en el académico y escribió en los más importantes medios de prensa cubanos de la época. Con la llegada de Fidel Castro al poder, y al percatarse del rumbo totalitario al que el nuevo dictador conducía al país, Aurelio parte al exilio tan temprano como en 1959 y se hace ciudadano norteamericano en 1966. Como siguiendo el ejemplo de Ernesto Lecuona, nunca más regresó a Cuba.
Y, a manera de homenaje de despedida, reproducimos su muy peculiar (como todo lo suyo) ensayo titulado “La época que quisieron borrar: Una conversación conmigo mismo”, que publicáramos en el Anuario Histórico Cubanoamericano #2 (2018).
E.L.
LA ÉPOCA QUE QUISIERON
BORRAR
Una conversación
conmigo mismo
Aurelio de la Vega
Desde hace algún tiempo, una
parte de mí, desdoblada, me pregunta con insistencia sobre hechos musicales que
ocurrieron en Cuba en la primera mitad del pasado siglo, época en que la República
cubana nació (1902) y murió (1959). Este otro “yo” reitera la idea de que la
memoria no debe jugarnos jugarretas, y que las vivencias de aquellos tiempos
tienen que mantenerse vivas y presentes. Como estoy de acuerdo con ese “otro
yo”, converso hoy con él, objetivizado cuando lo coloco en el papel de
entrevistador -que de pronto considero ajeno, con interés inquisidor-, y lo
elevo a la categoría de extraño amable, que entra en mi estudio de visita y me
insta a revivir cosas que fueron muy reales e interesantes. Llamemos al “otro” Interlocutor, afirmando que sabe mucho
sobre la historia de la que fui protagonista, y que pregunta tanto porque
quiere aclarar aspectos musicales de la República cubana.
Esta conversación comienza una
tarde de invierno en mi casa de Northridge, y concluye un día después, al
crepúsculo, sentados ambos –el Interlocutor
y yo- en los farallones de Pacific Palisades, que miran al Océano Pacífico con
la misma persistencia con que lo hacían al menos desde 1947, en que por vez
primera supe de esa relación tierra del oeste norteamericano-océano. En suelo
estadounidense, fueron testigos de muchas visitas de aquel primer grupo de
refugiados europeos que, huyendo de la Segunda Gran Guerra, se habían acomodado
en Santa Mónica, California, a partir de 1938, y que por años incluyó a Arnold
Schoenberg y a Thomas Mann, a Ernest Bloch y a Bertolt Brecht, a Richard Neutra
y a Ernst Toch, a Hanns Eisler y a Lion Feuchtwanger, a Bruno Walter y a Jascha
Heifetz, a Franz Werfel y a Alma María Mahler. Algunos se quedaron hasta la
muerte por estos lares (como fue el caso de Heinrich Mann, hermano mayor de
Thomas, y el de Schoenberg), y en tardes, mañanas y domingos se sentaban en los
bancos de esos mismos acantilados que yo empecé a conocer de pura visita hace
setenta y un años y que ahora revisito, como exiliado, con permanencia. Allá
lejos queda Cuba, a la cual no he regresado por seis décadas, pese a mi amor
por ella, porque a unos egolátricos “camaradas”, con un desenfrenado argentino
Nietzschiano metido en la comparsa, vestidos de redentores y repletos de ansias
de poder, se les ocurrió cambiarla, acusarla y llevarla a una destrucción
ético-física casi total que, sin guerra ni bombardeos, la empujó a un bajo
escaño del Tercer Mundo.
Interlocutor: Se afirma que desde que Cuba fue proclamada como territorio
marxista-leninista la maquinaria gubernamental cubana, que sin elecciones
libres y honestas se ha mantenido en el poder por casi sesenta años, insiste en
afirmar que en la Cuba republicana, anterior al poderío total del castrismo, la
cultura era casi inexistente, el pueblo, humillado y desamparado, no tenía
acceso a la educación superior, la clase media era reducidísima, la medicina
era pobrísima y primitiva, y la subyugación política de la Isla al imperialismo
estadounidense sumía a la nación en una inercia total. También se dice que se
multiplican otras muchas más falsedades, hoy repetidas ad infinitum por “las cotorras liberales” del planeta y por los
“tontos útiles”, que tanto proliferan y quienes contribuyen a crear un grueso
diccionario de mentiras y distorsiones. Finalmente se apunta que ambas
–mentiras y distorsiones- pueden ser desmontadas y destruidas fácilmente por
cualquier mente no comprometida y objetiva, con sólo leer toda clase de estadísticas
publicadas por instituciones mundiales socio-económicas e historiográficas. Como
tú eres compositor, hacedor de música clásica específicamente, que ocupaste
importantes posiciones musicales y educativas en la Cuba-BC, y que fuiste parte, en las décadas de los 40 y 50, del
desarrollo de esa música de arte cubana (que por esa época comenzaba a tomar
auge, marcando con su presencia un tiempo de gran efervescencia
artístico-cultural), ¿qué grado de evolución y madurez había alcanzado ese tipo
de música que tú representas durante el periodo republicano cubano?
Aurelio de la Vega: Ya hemos dicho muchas veces que
el gran florecimiento de la música popular cubana, que explota por vez primera
en la escena internacional en la década de los 20, eclipsa rápidamente la
percepción de una música clásica cubana que en el siglo XIX había producido a
un Manuel Saumell, a un Ignacio Cervantes, a un Gaspar Villate, o a un José
Manuel (“Lico”) Jiménez. Sólo Guillermo Tomás, en las primeras décadas del
siglo XX, había tratado de expandir al terreno sinfónico de gran formato la
música pianística del siglo XIX, que era el principal modo de expresión de la
incipiente música cubana clásica. Enseguida, Eduardo Sánchez de Fuentes trata
de continuar la tradición lírico-dramática de Villate y de José Mauri, y
durante las primeras décadas de la República escribe varias óperas. Es la época
en que Ernesto Lecuona compone sus más conocidas piezas pianísticas y sus
zarzuelas, antes de sucumbir, en los 40 y 50, a la atracción comercial (de
Broadway a Hollywood) que abarató su música. Habrá que esperar a la aparición
de la figura importantísima de Amadeo Roldán para enfrentarnos al primer
compositor relevante cubano de música clásica que se viste de contemporaneidad.
Enseguida se suceden Alejandro García Caturla y José Ardévol –el catalán que
llega a Cuba y funda el Grupo de
Renovación Musical, primer intento orgánico por establecer una verdadera
escuela de compositores cubanos de música clásica, que de Harold Gramatges a
Edgardo Martín, de Serafín Pro a Gisela Hernández, de Argeliers León a Virginia
Fleites, de Hilario González a Julián Orbón, llenan con sus creaciones dos
décadas de producción. Pronto Orbón abandona el Grupo de Renovación y comienza su fecunda carrera de importante
compositor que se nutre de Cuba y de España, y une el son al Canto Gregoriano,
y la tonadilla a los ritmos africanos. Fuera de esta órbita, neoclásica primero
y más tarde nacionalista, de corte tonal, cuyos dioses tutelares eran
Stravinsky, Falla, Bartók y García Caturla, aparezco yo con mis deseos de
universalizar la música clásica cubana. Para ello adopto primero un
pan-tonalismo cromático, que pronto desemboca en el primer atonalismo que nace
en suelo cubano, para pasar enseguida a las primeras obras dodecafónicas
creadas por un hijo de Cuba. Mis dioses no eran franceses, ni españoles, ni
italianos, sino alemanes. Con esto vienen formas complejas, grandes
estructuras, poco interés en lo natamente vernáculo. Esta doble proyección de
lo que es la música clásica cubana de las dos últimas décadas de la República
–nacionalismo neotonal versus
universalismo atonal- crea una fascinante, activísima y contrastante atmósfera
musical que en lo creativo produce múltiples y variadas obras. Son también los
tiempos en que Alfredo Diez Nieto, Paul Csonka (un vienés que se radica en Cuba
a partir de los años iniciales de la Segunda Guerra Mundial), Carlo Borbolla,
Natalio Galán y Félix Guerrero producen sus composiciones, independientes del
desarrollo del Grupo de Renovación.
Principalmente, la década de los
50 es concretamente un tiempo musical jugoso, intenso, fructífero y más
transcendental que cualquier otro momento antecedente. Son años en que la música
clásica cubana entra en contacto con el gran público a través de innumerables
conciertos (de las presentaciones de la Orquesta Filarmónica de La Habana a las
veladas de la Sociedad de Conciertos y de la Sociedad de Música de Cámara de
Cuba) y, asimismo, de transmisiones radiales. Ahora sí hay música cubana
clásica de envergadura (de piezas sinfónicas a obras de cámara sólidas, de
ballets a óperas), y aunque también se componen obras para piano se va más allá
de danzas, de piezas características descriptivas, de música amable de salón, y
se escriben sonatas, suites,
preludios y variaciones. Si observamos de nuevo la década de los 50
–postrimerías de la República- podemos anotar varias obras importantes: las Tres Versiones Sinfónicas y el Concerto
Grosso de Julián Orbón, los Tres Preludios a modo de Tocata y la Sinfonietta
para orquesta de cuerdas de Harold Gramatges, las Fugas para cuerdas y las Soneras de Edgardo Martín, el Cuarteto
de Cuerdas No. 3 de José Ardévol, y mi Introducción
y Episodio, para una orquesta enorme, y mi dodecafónico Cuarteto de Cuerdas
en Cinco Movimientos (In Memoriam Alban
Berg).
Los conciertos con obras mías y
de mis colegas se sucedían rápidamente, y hay numerosos estrenos que proclaman
toda clase de estilos y de personalidades creativas. La Habana bulle con
acelerada actividad musical. La música clásica cubana, que comienza a ser
reconocida más allá de las fronteras nacionales, obtiene su mayoría de edad.
Interlocutor: Se proclama por las autoridades cubanas que el número de orquestas
sinfónicas, tras el triunfo de la revolución castrista, se elevó rápidamente a
través de la Isla, y que la educación musical profesional alcanzó metas muy
superiores a la instrucción que se impartía durante la era republicana. ¿Qué me
dices sobre esto?
Aurelio de la Vega: Como toda propaganda que emana
continuamente, a modo de barraje justificativo, de todo estado totalitario, la
verdad es a medias, y está muy teñida de proselitismo. Puede afirmarse que el
número de orquestas sinfónicas se elevó considerablemente. Lo que no se dice es
que el nivel técnico-interpretativo de las mismas era, y es, posiblemente con
la excepción de la Orquesta Sinfónica Nacional, inferiorísimo al que alcanzó
durante los 40 y 50 la antigua Orquesta Filarmónica de La Habana, que llegó a
ser una de las tres mejores de toda América Latina y que alcanzó perfil musical
semejante al de conjuntos orquestales norteamericanos de segunda línea,
comparándose con (y hasta superando a) orquestas como las de New Orleans, San
Francisco, Seattle, Denver, Indianápolis, Phoenix, Dallas y Houston (por
aquella época, antes de llegar a ser conjuntos de primer orden), Tulsa,
Cincinnati, Atlanta o Miami, por nombrar unas cuantas. La calidad de los grupos
de cámara en la Cuba actual es también muy desigual, y si bien el Cuarteto de
La Habana es, sin lugar a dudas, un grupo excelente, otros conjuntos de cámara
no llegan al nivel de este. Hay grupos que hacen grandes esfuerzos, de su
director a los jóvenes integrantes, pero los instrumentos que tocan estos son
de mala calidad, con el fatídico aval de “Made in China”. Lo que siempre hay
que recordar es que el mundo musical occidental de libre mercado ha avanzado en
todos los órdenes, de lo económico a lo artístico, con el decursar de los años.
No se puede especular con total certeza lo que hubiese logrado una continuada
Cuba republicana en el terreno de la música clásica, por ejemplo, medio siglo
más tarde. Lo que sí es muy importante es pasar revista a lo que existió en la
Isla hace ya más de seis décadas, antes de la llegada del castrismo.
Si bien es cierto que la
actividad de La Habana era mil veces superior a la que tenía lugar en el resto
de la Isla, no hay por ello que negar que la capital llegó a ser, en las dos
últimas décadas republicanas, una de las ciudades más deslumbrantes de las
Américas en lo tocante a música, bien fuese popular o clásica. Como esta última
es lo que nos concierne en este curioso diálogo, enfrentémonos con los datos
históricos reales.
En lo tocante a los conjuntos
musicales de música clásica que operaban en la Cuba republicana, apuntemos que
siempre hablamos de las décadas de los 40 y 50, con incursiones a los últimos
años de los 30, porque es en esa época que la Isla avanza rápidamente desde un
punto de vista musical. De 1902 a 1918, año éste en que se funda en La Habana
la magnífica y prestigiosa Sociedad Pro-Arte Musical, pueden apuntarse los
esfuerzos ingentes que realizó la Banda Municipal de la capital, dirigida por
Guillermo Tomás, el verdadero pionero de la música sinfónica cubana. Tomás y su
banda tocaron por vez primera en Cuba música de Wagner, de Max Reger y de
Richard Strauss, en transcripciones laboriosas que realizaba Tomás como tarea
de amor. Tomás compuso, asimismo, poemas sinfónicos de corte alemán que fueron
las verdaderas primeras obras sinfónicas cubanas, tras la única Sinfonía de
Ignacio Cervantes. No hay que olvidar que ya en las décadas de los 10 y de los
20 se hacía ópera en La Habana con buen nivel artístico, y nada más y nada
monos que Enrico Caruso fue persuadido (tras una oferta monetaria gigantesca
para su época, proveniente en su totalidad de la vilipendiada burguesía
habanera), para que cantase en la capital.
Primero hablemos de Pro-Arte
Musical. Esta increíble sociedad, fundada por María Teresa Giberga y dirigida
por ella y por mujeres cubanísimas que la ayudaron y prosiguieron luego su
labor inicial –mujeres cubanas que también establecieron más tarde la Sociedad
de Conciertos, la Sociedad de Música de Cámara de Cuba, la Coral de La Habana,
el Lyceum (y Lawn Tennis Club), y Pro-Arte Musical de Santiago de Cuba- se
convirtió en las décadas de los 30, 40 y 50 en una entidad ejemplar que,
capeando toda clase de alti-bajos socio-económico-políticos, trajo a La Habana
lo más notable del mundo musical internacional –de Rubinstein a Horowitz, de
Heifetz a Isaac Stern, de Gigli a Mario del Mónaco, de Rachmaninoff a Schnabel,
de Rosa Ponselle a Helen Traubel, de Milstein a Piatigorsky, pasando por
temporadas de ópera, por la presentación de la Orquesta Sinfónica de
Filadelfia, con Eugéne Ormandy a la cabeza, y por las actuaciones de los
Ballets Rusos de Montecarlo, con Leonid Massine y Michel Fokine bailando y
diseñando coreografía. Pro-Arte tenía socios que asistían a un promedio de tres
conciertos mensuales (abonos de tarde y de noche) mediante el pago de una
irrisoria cuota, y lo más asombroso de todo es que construyó su propio y
elegante edificio en la esquina de Calzada y D, en El Vedado. Este local
dignísimo tenía la mejor sala de conciertos de Cuba, el icónico Auditorium, que
tanto recordarían cantantes, instrumentistas y directores de orquesta, famosos
todos, como uno de los templos musicales más acogedores y significativos de las
Américas. Además del Auditorium, el edificio de Pro-Arte Musical contenía una
hermosa biblioteca que poseía una de las colecciones más completas de
partituras de ópera de todo el continente americano, y una sala de conferencias
y salón de actos en donde el Grupo de
Renovación Musical dio conciertos y yo pronuncié, en 1946, una conferencia
sobre Schoenberg y la Segunda Escuela Vienesa. Para coronar su lista de
aportaciones, Pro-Arte musical creó una Escuela de Ballet que se hizo pronto
famosa, donde se forjaron Alicia Alonso (neé Maríínez) –vocera luego del
régimen castrista- , Fernando Alonso y Alberto Alonso. Este último salió de
Cuba poco después del triunfo de la Revolución marxista, y vivió y actuó en
Puerto Rico hasta su muerte prematura. Esta Escuela de Ballet de Pro-Arte,
luego Ballet Alicia Alonso y posteriormente Ballet Nacional de Cuba, ocupó un
edificio adyacente al del Auditorium, que era una amplia casona en Calzada
adquirida por Pro-Arte a fines de los 40. De esa Escuela, dirigida por
excelentes profesores rusos, salieron muchos de los mejores bailarines de
ballet que ha dado Cuba. Asimismo, Pro-Arte Musical presentó a numeroso
cantantes e instrumentistas cubanos, de Ángel Reyes (violinista) a Ivette
Hernández (pianista), de María Teresa Sardiñas (soprano) a Jorge Bolet (uno de
los más grandes pianistas del siglo XX). Tanto Bolet como Hernández fueron en
sus años tempranos becados por Pro-Arte para realizar estudios en los Estados
Unidos. Pro-Arte presentó, además, el estreno de los ballets Forma, de José Ardévol (sobre un libreto
de Lezama Lima) e Ícaro, de Harold
Gramatges, así como la ópera S.O.S.
de Csonka. El Auditorium, y todo el interior del edificio de Pro-Arte Musical,
fue consumido por un fuego piromaníaco en los primeros tiempos del castrismo. La
hermosa biblioteca desapareció para siempre, a la par del teatro. El gobierno
marxista cubano, que había rebautizado al Auditorium con el nombre de Teatro
Amadeo Roldán (y lo vendía así, como erigido por la Revolución, a los
“socialistas del Este” y a los norteamericanos, por lo general jóvenes de ojos
asombrados que lograban burlar las leyes existentes y visitaban la Isla), tardó
muchos años en reconstruirlo.
Aparte de Pro-Arte Musical, la
Sociedad de Conciertos, fundada en La Habana por Rosa Rivacoba de Marcos, y que
realizaba sus actividades en el Lyceum del Vedado, ofrecía conciertos
numerosos, presentando principalmente instrumentistas y cantantes nacionales, y
en sus temporadas se estrenaron varias obras de compositores cubanos de música
clásica (incluyendo mi Trío para Violín, Cello y Piano de 1949). La Sociedad de
Conciertos llegó a tener su propio Cuarteto de Cuerdas, que alcanzó un
excelente nivel profesional. A la par de la Sociedad de Conciertos, también
desarrollaba en el Lyceum sus actividades la Sociedad de Música de Cámara de
Cuba, cuyo principal promotor, el violinista Carlos Agostini (quien falleció en
Canadá hace años), también había fundado el Cuarteto de Cuerdas de esta
Sociedad.
¿Y qué decir del Lyceum de La Habana, institución creada y dirigida por
entusiastas y valiosísimas mujeres cubanas que bajo la égida de Elena Mederos
habían concebido esta maravillosa asociación? El Lyceum contaba en las últimas
décadas de la República con un atractivo edificio propio, situado en la esquina
de Calzada y Ocho, en El Vedado, y poseía una biblioteca de gran uso público,
una íntima y agradable sala de conciertos y una sala de exposiciones, donde
aquella pléyade espléndida de pintores cubanos, que en las décadas de los 40 y
50 dieron a Cuba, por vez primera, un perfil pictórico internacional, colgaron
sus cuadros estupendos. Allí expusieron, entre otros, Mario Carreño, René
Portocarrero, Carlos Enríquez, Eduardo Abela, Wifredo Lam, Amelia Peláez, Cundo
Bermúdez, Mariano Rodriíguez, Víctor Manuel, Luis Martínez Pedro, Hugo
Consuegra y Daniel Serra Badué.
También estaba activa la
Sociedad Cultural Nuestro Tiempo,
dirigida por el compositor Harold Gramatges, que, más allá de su agenda secreta
comunista, ofreció excelentes conciertos en la década de los 50. Finalmente hay
que señalar la existencia del magnifico Coro Polifónico Nacional, bajo la
tutela de Serafín Pro, uno de los compositores que fundaron, con Ardévol, el ya
mencionado Grupo de Renovación Musical.
El Lyceum, Pro-Arte Musical y la
Sociedad de Conciertos, entre otras, eran instituciones –repetimos una vez más-
timoneadas por mujeres de la comunidad habanera, de burguesas a intelectuales,
de profesionales a educadoras, de ricas a representantes de la clase media, de
mayores de edad a jóvenes entusiastas. Todas muy independientes, todas
desmanteladoras de otro mito “revolucionario” que asegura al mundo que la mujer
cubana sólo se liberó al triunfo del castrismo. Algún día, también se escribirá
pausadamente sobre estas mujeres republicanas que tanto hicieron por la cultura
de Cuba.
Interlocutor: Sí, todo esto es muy bonito y loable pero, ¿qué me dices, insisto,
acerca de las orquestas al servicio de la música clásica y qué me explicas con
respecto a la enseñanza musical?
Aurelio de la Vega: Tomemos primero el caso de la
enseñanza de líneas y bolitas. En la Cuba republicana existían cientos de
conservatorios esparcidos a lo largo de la Isla. Con la excepción notable del
Conservatorio Municipal de Música de La Habana, fundado por Roldán, donde sí se
impartía una instrucción musical intensa, orgánica y cabal, y donde se
enseñaban todos los instrumentos y se oían conciertos interpretados por sus
grupos instrumentales y vocales, es cierto que muchos conservatorios de la era
republicana, que graduaban alumnos como fábricas activísimas de embutidos,
dejaban mucho que desear. Dentro de esa serie grande de conservatorios, que
sólo enseñaban pobremente piano, y teoría y solfeo, podían detectarse, sin
embargo, algunas instituciones más serias: los Conservatorios Orbón, Falcón,
Ada Iglesias, Peyrellade y Hubert de Blanck, con distintos niveles de
efectividad, que incluían en sus planes de estudio Historia de la Música,
Armonía, un poco de Conrapunto y de Orquestación, y que, en el caso del de Ada
Iglesias, que yo recuerde, hasta Estética de la Música. El hecho de que
posteriormente las escuelas de música creadas por la revolución marxista hayan
llevado la enseñanza musical a planos más técnicos y desarrollados, no excluye
la parte mejor de la acción de los mejores conservatorios republicanos, los
cuales abonaron el terreno para que muchos cubanos se lanzaran a proseguir
estudios fuera de Cuba con una noción más o menos sólida de los juegos y
misterios del arte musical. No hay que olvidar que en el Conservatorio
Municipal de Música de La Habana –institución establecida en plena República-
impartían clases casi todos los compositores del Grupo de Renovación, quienes luego, quedados en Cuba tras la
revolución castrista, vinieron a fundamentar y dirigir la enseñanza musical en
Cuba a partir de 1959. Debe mencionarse, asimismo, que en los 50, las
Universidades de La Habana y de Las Villas mantenían Escuelas de Verano dentro
de las cuales se insertaron cursos de Apreciación Musical.
Capítulo aparte merece el establecimiento
de la Sección de Música de la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, que
fue fundada por mí en 1953, por encomienda de la propia Universidad, y que
funcionaba dentro de la Facultad de Filosofía. Era la primera escuela de música
a nivel universitario que se inauguraba en Cuba y la segunda de toda América
Latina, habiéndose establecido la de la Universidad de Tucumán, Argentina,
antes, en 1947. Esta escuela de música de la Universidad de Oriente creó una
Licenciatura (4 años) y una Maestría (2 años adicionales). Los planes para un
Doctorado fueron esbozados. Se contrataron profesores especializados de primera
línea y, antes de yo abandonar definitivamente la tierra natal, graduamos el
primer contingente de alumnos que cursaron la Licenciatura en Música. Posteriormente
a 1959, en el afán anti-histórico del castrismo, se borró mi existencia del
ámbito musical de Cuba, y mi nombre desapareció como fundador de esta escuela
universitaria de música, para ser reemplazado por el de dos de los profesores
que yo había traído a la Universidad. Mi ostracismo biográfico se unió al de
otros que dentro del campo de la música clásica cubana habían contribuído en la
era republicana al desarrollo de la misma –de Julián Orbón a Alberto Bolet; de
las damas de Pro-Arte Musical, de la Sociedad de Conciertos y del Lyceum, a los
mecenas de la Orquesta Filarmónica.
Ahora hablemos de las orquestas.
En La Habana existieron desde la década de los 30 dos orquestas activas: la
Sinfónica, fundada y dirigida por Gonzalo Roig, que tocaba mucha música de este
compositor y de Lecuona -y que acompañó en algunas ocasiones al montaje de
óperas del repertorio italiano- , y la Filarmónica, fundada y dirigida por
Amadeo Roldán y por el director de orquesta español Pedro Sanjuán, la cual
pronto se convirtió en conjunto altamente profesional y a través de la cual La
Habana escuchó por vez primera mucha música contemporánea internacional, de
Stravinsky a Bartók, de Hindemith al propio Roldán, de Prokofieff a García
Caturla. En la década de los 40 la Orquesta Filarmónica cayó providencialmente
en manos del famosísimo director de orquesta alemán Erich Kleiber, alejado del
teatro musical europeo a causa de la horrísona Segunda Guerra Mundial. Kleiber
transformó radicalmente la Orquesta, y en seis años la convirtió en un aparato
sinfónico notable, capaz hasta de llegar a interpretar muy bien el difícil
laberinto atonal del Wozzeck de Alban
Berg. Por esta época, la Orquesta estaba financiada en su casi totalidad por el
mecenas cubano Agustín Batista, prominente y acaudalado hombre de negocios que
le permitió a Cuba tener su primer y activísimo gran conjunto sinfónico. La
Filarmónica pasó luego a ser dirigida por la flor y nata de los más prominentes
directores de orquesta del mundo: Bruno Walter, Arthur Rodzinski, Manuel
Rosenthal, Herbert von Karajan, Efrem Kurtz, Erich Leinsdorff, William
Steinberg, Serge Koussevitzky, Sir Thomas Beecham, Juan José Castro, Charles
Münch Pierre Monteux y Sergiu Celibidache, entre otros. Incidentalmente, la
Filarmónica, en los 50, tocó música de Ardévol y de los cubanos Edgardo Martín,
Pablo Ruiz Castellanos y Gilberto Valdés. Hay que apuntar que la Orquesta
ofrecía conciertos populares a medianoche en el Teatro Nacional (antes Teatro
del Centro Gallego) al precio de 50 centavos la entrada, platea y palcos
incluidos.
Además de estas dos orquestas
sinfónicas, existían en la Cuba republicana la Orquesta de Cámara de La Habana,
fundada y dirigida por José Ardévol, la Orquesta de Cuerdas del Instituto
Nacional de Cultura, que regía Alberto Bolet, y la Orquesta Sinfónica de
Santiago de Cuba, bajo la dirección de Antonio Serret. Con la Orquesta de
Cámara de La Habana, Ardévol hizo oír por vez primera en Cuba, música de
Malipiero, Villa-Lobos, Chávez, Milhaud y otros muchos compositores
importantísimos dentro del campo de la música clásica contemporánea, y estrenó
obras de él mismo, de Roldán, de Edgardo Martín y de Harold Gramatges. La
Orquesta de Cuerdas del Instituto Nacional de Cultura (fundado por Guillermo de
Zéndegui a mediados de la década de los 50, y que sustituía y ampliaba en sus
funciones a la antigua Dirección de Cultura del Ministerio de Educación) tenía
por sede el Palacio de Bellas Artes, situado directamente al sur del Palacio
Presidencial de La Habana, y efectuaba sus conciertos en su propia sala
decorada con murales de José Mijares. Allí se oyó por vez primera en Cuba mi Elegía para orquesta de cuerdas (1954),
que Bolet había estrenado en Londres con la Royal Philarmonic Orchestra.
Finalmente debe anotarse el
hecho de que la radioemisora CMQ había fundado una orquesta sinfónica propia,
bajo la dirección de Enrique González Mantici, militante del Partido Socialista
Popular, y buen director, al que nunca se le preguntó su filiación política. Mantici,
además de tocar varias obras sinfónicas cubanas, estrenó en 1951, con esta
Orquesta, mi Obertura a una Farsa Seria,
compuesta un año antes.
Interlocutor: ¿Y eso era todo?
Aurelio de la Vega: No. Además de los conjuntos
musicales mecionados anteriormente, sufragados casi todos por individuos y
entidades comerciales privadas (ya que salvo en el caso de la Orquesta de
Cuerdas del Instituto Nacional de Cultura, las subvenciones gubernamentales
eran mínimas), existían, desde la década de los 30, la Ópera Nacional, que
presentó muchas óperas en La Habana y que en la década de los 50 organizó
varias presentaciones notables en el Palacio de los Deportes; los conciertos
gratuitos de la Plaza de la Catedral, costeados por el Estado (que culminan a mediados
de los 50 en una magnífica puesta en escena del oratorio de Honegger Juana de Arco en la Hoguera, obra
estrenada en Zürich, en este formato, en 1942); los también gratuitos
conciertos de verano en el Estadio del Cerro y, sobre todo, las trasmisiones
radiales de varias emisoras cubanas que, a finales de los 40 y en la década de
los 50, incrementaron su apoyo a la música clásica. La CMQ llegó a trasmitir,
en horas de gran audiencia, a través de la televisión (Cuba fue el primer país
de América Latina que en plenos tiempos republicanos tuvo televisión en
colores), ballets clásicos y zarzuelas, como la Lola Cruz de Lecuona, y llegó a crear historia al montar, en
estreno mundial escénico, el ballet La
Rebambaramba de Amadeo Roldán. La música clásica se difundía desde los 40
por la cadena radial CMZ, fundada por Fulgencio Batista durante su primer
período presidencial constitucional, y también por la emisora de filiación
comunista Radio Mil Diez, siendo sin embargo las trasmisiones más populares las
de los conciertos diurnos dominicales de la Orquesta Filarmónica en el
Auditorium, patrocinados por la General Electric en la CMBF y por la General
Motors en la RHC.
Interlocutor: Basta ya de recuentos. Una última observación: ¿es cierto que toda
esta actividad musical que has mencionado era de carácter elitista, y tú mismo
has sido tildado de esto?
Aurelio de la Vega: Si ser elitista es sinónimo de
buen gusto, de refinamiento estético y cultural, y de aspiración al saber y a
la defensa de la cultura occidental, a la cual yo -y creo que la gran mayoría
de los que tomaron parte en la gran aventura de la música clásica cubana
durante la República, pertenecíamos y pertenecemos-, me alegro de sustentar el
calificativo. Pero si se usa éste negativa y peyorativamente para indicar
discriminaciones, falta de generosidad, egoísmo cultural y cerrazón de puertas
a las clases más pobres, rechazo totalmente, en mi nombre y en el de tantos
otros, que esto tuviese nada que ver con la realidad histórica del desarrollo
de la música clásica en Cuba. He apuntado que había en la Isla, sobre todo en
La Habana, un sinnúmero de continuos conciertos de gran calidad con entrada
gratis, la matrícula del Conservatorio Municipal de Música en la capital era
casi inexistente, los abonos a los conciertos de Pro-Arte y a los dominicales
de la Filarmónica eran de costo minúsculo, y un par de estaciones de radio
trasmitían música clásica de continuo. Ahora pregunto yo: ¿cuántas veces hay
que alertar al mundo para que vea la verdad histórica más allá de la cortina de
humo “oficial” alimentada diariamente por el actual gobierno cubano?, ¿cuánta
más paciencia hay que esgrimir para tratar de convertir al dudoso? Frente al
malvado me encojo de hombros o escupo en el suelo, frente al marxista
doctrinario y furibundo exhibo una sonrisa enmarcada en silencio, frente al
imbécil de todos colores me largo a tomar un buen vino. Los datos reales,
querido, quedan fundamentados en libros, memorias, ensayos, opúsculos,
revistas, diccionarios, publicaciones de organismos económicos internacionales
y, sobre todo, en la verdad que proclamamos los que fuimos testigos y
partícipes de una etapa magnífica, donde Cuba llegó a ocupar, pese a la
corrupción política imperante y al enlodamiento cívico, una posición económica
envidiable, y a poseer una vida intelectual y artística realmente asombrosa. Conmovedor
es recordar aquellos tiempos. Para los que quieren oír, diles, “Interlocutor”,
lo que hemos hablado.
Discurso de Investidura como Miembro
Numerario de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp. Publicado
en el Anuario Histórico Cubanoamericano #2
(2018): 15-31.
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