La jaula |
Luis Ruiz: «Desde comienzos de la Revolución en 1959, con apenas trece años, me alisté en la AJR (Asociación de Jóvenes Rebeldes) y a mediados del año siguiente, junto a otros miles de jóvenes de todo el país me marché a la Sierra Maestra a pasar la llamada prueba de los “Cinco Picos”, que consistía en escalar cinco veces el pico Turquino, nuestro Everest nacional.
Pasé unos diez meses en la sierra, “subiendo y bajando picos”, y haciéndole la vida un poco imposible a los campesinos de la zona. Fui enviado más tarde a pasar una formación como artillero en la base Granma de Pinar del Río y posteriormente fui ubicado en una unidad de artillería durante tres años hasta mi desmovilización de las Fuerzas Armadas a finales de 1963. Me contrataron a principios de 1964 como dibujante en la revista Mella, el órgano de la AJR en aquel entonces.
Mi afición por el dibujo remonta a mi infancia. Como es lógico: Batman, Superman, Dick Tracy, The Spirit, Tarzán y tantos otros titanes de los cómics de aquella época me apasionaban. Pero también mis padres, familiares, amigos y profesores del colegio de Los Hermanos de La Salle, del Cerro, tuvieron mucho que ver para que mi sueño de llegar a ser dibujante profesional se materializara.
Ya como parte del equipo del Mella y ayudado por algunos artistas de talento y de gran experiencia como Virgilio Martínez, el creador del conocido personaje Pucho y del historietista español Juan José López (de regreso a su país, él crearía el célebre personaje Superlópez), logré ir alcanzando el nivel profesional necesario para poder desempeñarme en lo adelante como dibujante de prensa.
Un año después, como resultado de la fusión de la revista Mella con el diario La Tarde surgió el cotidiano Juventud Rebelde y su suplemento humorístico El Sable, (más tarde el DDT), dirigido por Marcos Behmaras. Un semanario con pretensiones “críticas” –que realmente duraron muy poco- del que formé parte junto a otros caricaturistas como Virgilio, el gallego Posada, Juan Padrón, y Manuel entre otros, y en el que me mantuve trabajando, al mismo tiempo que colaboraba con otras publicaciones como el Caimán Barbudo, Prensa Latina, el Instituto del Libro, etc., hasta principios del año 69, cuando una nueva dirección de corte estalinista tomó las riendas del periódico y una parte del equipo decidió partir. Entre ellos yo.
Fue durante ese período en el que conocí a Nilda, mi bella y siempre solidaria esposa. En 1970, el año de “Los diez millones (no) van”, nació nuestro primer hijo, Corisco. Al año siguiente nos llegó el segundo, Marlon.
Fueron años convulsos. El plan mordaza ya se había instalado definitivamente y la “dictadura del proletariado,” continuaba, a golpe de hoz y de martillo, su obra de demolición nacional.
El éxodo de Camarioca, la creación de los campos de concentración conocidos como las UMAP (Unidades militares de ayuda a la producción), el caso Padilla y por extensión la represión ya generalizada en toda la isla, sin olvidar la desastrosa “Ofensiva Revolucionaria”, que hundió el país en una escasez y miseria irreversible, fueron algunos de los acontecimientos más relevantes que jalonaron toda esa década y que me marcaron definitivamente. A partir de ahí decidí aislarme, aunque continué trabajando para algunas publicaciones ministeriales y como profesor de ilustración y dibujo en la Escuela de Diseño del Vedado.
Fue a mediados de los años setenta cuando comencé a realizar una serie de caricaturas con el objetivo de publicar un libro en Estados Unidos junto con José Vives, un amigo poeta que más tarde trabajaría como periodista en Radio Martí y un primo mío, escritor, Manuel Matías, quién luego continuaría su obra literaria en los EE.UU.
Otro amigo, Edmigio López Castillo, ex diplomático cubano se encargaría de sacar nuestros trabajos del país por vía diplomática a través de una tercera persona nombrada Isis Caballero.
Lamentablemente, Edmigio fue “servido” por esta buena señora y días después sería arrestado por la policía política en plena calle, en posesión de algunos documentos “comprometedores” de su propiedad y de un sobre con una veintena de mis dibujos.
El gran inquisidor
Tres días después, el 28 de marzo de 1980, la Seguridad del Estado desembarcó en mi casa. Luego de un minucioso registro que duró mas de dos horas, en presencia de mis dos hijos pequeños – mi esposa se encontraba en los funerales de su abuela esa mañana – de una pariente y de José Vives, que estaba de visita en casa en ese momento, fui arrestado, metido en uno de los carros policíacos, junto con varias cajas que contenían mis libros y dibujos, y de ahí a… Villa Marista.
Una vez allí, el ritual de rigor: tuve que desnudarme, ponerme el clásico overol beige y me llevaron en dirección a las tapiadas. Me tocó la número trece. Una celda liliputiense, cuatro planchas de madera sostenidas por cadenas a la pared [hacían de literas], una pequeña ventana sin vista al exterior y como toilettes, un hueco en el piso con una ducha encima y basta. Ese fue el hábitat que tuve que compartir con otros detenidos por espacio de dos meses, durante los cuales, como es lógico fui sometido a incesantes interrogatorios, amenazas de represalias contra mi familia y amigos, etc. Finalmente, y ante la evidencia de que mis dibujos, todos firmados, eran una prueba más que suficiente para encausarme. Decidieron enviarme para la prisión de la Cabaña.
Desde mi llegada fui confinado durante tres días en un minúsculo e inmundo calabozo con el piso cubierto de orine y de excrementos y poblado de cucarachas y de otros bichos. Mención especial para las ratas que me acompañaron durante esos tres días infernales.
Sin palabras |
Mi entrada en la prisión coincidió con el éxodo del Mariel. La Cabaña se convirtió en el centro de recepción para miles de presos comunes que llegaban de diferentes cárceles del país. Fueron «empaquetados» y enviados hacia los EE.UU. por esa vía. ¡Huelgan mis comentarios! Finalmente fui enviado con el resto de los presos políticos o los “contra” (léase contrarrevolucionarios) como nos llamaban los carceleros. Nuestra galera era la última del pasillo. Entre setenta y ochenta hombres permanecimos enlatados en esas mazmorras mal ventiladas y en condiciones higiénicas deplorables alrededor de un año. Fue un año también de conflicto con las autoridades del penal que trajo como consecuencia que una parte del grupo que nos negamos a aceptar ciertas reglas carcelarias fuéramos tapiados y privados de ciertos “beneficios” como la salida al patio y las visitas familiares durante varios meses.
Edmigio López, mi compañero de causa, Elizardo Sánchez, Raudel Rodríguez. y Eduardo Delgado (esos dos jóvenes universitarios de gran valor personal, poco después serían condenados a muerte. Valladares hace referencia a ellos en su libro Contra toda esperanza,) fueron algunos de los que formaron parte de ese grupo, entre otros muchos compañeros de infortunio.
Estaba la Cabaña, la de los fusilamientos expeditivos, cuando mi compañero de causa Edmigio López y yo fuimos juzgados por “propaganda enemiga” y condenados a ocho y seis años de prisión respectivamente. El caricaturista René de la Nuez y Juan Ayús, director artístico de Juventud Rebelde, dos viejos conocidos, fueron llamados a testimoniar en mi contra, algo que hicieron sin escatimar ataques ideológicos.
Fue también en la Cabaña donde vimos partir hacia las tapiadas de la conocida prisión El Combinado del Este a Rodolfo Alonso, Abilio González y a Emilio Reloba que habían sido condenados a muerte por incendiar un par de ómnibus vacíos en un paradero en La Habana, los dos primeros, y una casa de tabaco en Pinar del Río, el tercero. Meses después los tres serían asesinados en los fosos de esa misma prisión de la Cabaña.
Estaba en esa prisión cuando me llegó la noticia de la muerte de mi padre al que, gracias a Dios, pude ver antes de partir. Él jamás soportó a Fidel Castro.
Más tarde vendría nuestro traslado para el Combinado del Este, una prisión más moderna y funcional que la vetusta prisión de la Cabaña, pero tan brutal y deshumanizada como ésta y que además contaba con un equipo de renombrados carceleros como: Guanajay, Fidalgo, Caridad, los Tenientes Calzada, Evaristo, Mejías…El capitán Ferreiro y tantos otros profesionales que se divertían en aterrorizar, humillar y apalear a la población penal y en particular, a los presos comunes.
Afortunadamente durante todos esos años siempre pude contar con la presencia de mi esposa, mi madre, mis hermanos y mis hijos durante las visitas familiares al penal, algo muy importante en esas circunstancias.
En esta prisión estuve hasta mi liberación a finales de 1985. En esa misma época fui adoptado por Amnistía Internacional como prisionero de conciencia.
Finalmente pude regresar con los míos. El reencuentro con la familia y los pocos amigos que aún me quedaban fue emotivo. No así la readaptación. El hecho de no tener un empleo, salvo unos meses que pasé como peón en la construcción. Sin dinero, a pesar de los desvelos de mi mujer, que desde mi arresto trabajó en casa como costurera para poder salir adelante. Con dos hijos ya muy pronto en edad militar y el control policíaco permanente durante casi dos años, se convirtieron en razones más que suficientes para decidirnos a abandonar el país. Gracias a mi condición de ex preso político y a las gestiones de Amnistía Internacional y de algunos amigos en el exterior, logramos salir de Cuba con destino a Francia en septiembre de 1987.
En el Aeropuerto de Orly fuimos recibidos por representantes de France Terre d’Asile y por un grupo de cubanos, entre ellos dos buenos amigos, Lázaro Jordana y Salvador Blanco [presentador del programa televisivo Para bailar] ex prisioneros también. Vale decir que esa acogida y las muestras de amistad y de solidaridad que recibimos de la parte de todos esos cubanos fue una inyección de confianza que nos ayudó a preparar el despegue para comenzar una nueva vida.
Y ese fue el caso. Luego de una estancia en Normandía aprendiendo los rudimentos del francés regresamos cerca de París en donde compartimos techo con Jordana y familia unos meses hasta que vinimos a instalarnos en Courbevoie, en región parisina. Durante ese tiempo mi esposa comenzó a trabajar en el Hotel Hilton, mis hijos se conectaron en la moda y en el dibujo animado y yo, luego de trabajar durante un tiempo para la publicidad y como dibujante de prensa, decidí pasar al dibujo animado para dedicarme a la creación de personajes y de story- boards para diferentes estudios de animación, lo que me ha permitido trabajar a domicilio durante todos estos años y, a diferencia de Cuba donde yo “pagué” por mis dibujos, aquí soy pagado por ellos.
Lamentablemente, estando acá falleció mi vieja. Por suerte que, un año antes de su muerte pudimos traerla de visita a París y se pasó un lindo mes con nosotros.
Hoy los muchachos están casados y tienen hijos. Uno vive en Miami y el otro en Barcelona y nos vemos regularmente. En cuanto a mi esposa y yo llevamos una vida normal: viajamos, vamos a restaurantes, a museos y exposiciones, frecuentamos a los amigos, paracticamos un poco de deporte, y de vez en cuando participamos en alguna actividad política: En fin, disfrutamos de la vida y de la oportunidad que nos proporcionó este País de Libertad al abrirnos sus puertas y al cual le estaremos eternamente agradecidos por ese gesto.»
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