Por Sergio Andricaín y Antonio Orlando Rodríguez
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
(Reinaldo Arenas, Voluntad de vivir manifestándose)
A manera de pórtico
En La Habana de 1937, la autora Emma Pérez dio a conocer un libro de poemas para niños titulado Niña y el viento de mañana. Vinculada a la corriente de la poesía social que, dentro de la poesía para adultos, habían cultivado autores de la isla como Regino Pedroso y Nicolás Guillén, esta obra denunciaba la pobreza, la discriminación y la desigualdad de los grandes sectores desposeídos en la Cuba de aquellos años.
Nada impidió a Emma Pérez, quien por entonces trabajaba como mecanógrafa en la Universidad de La Habana, escribir su libro, publicarlo en los Talleres de P. Fernández y Ca. –pagando ella la edición– y difundirlo, del mismo modo que nadie le impedía participar activamente en la defensa de la República Española y apoyar las reivindicaciones del movimiento sindical.
Pese a la indiferencia de las escasas empresas editoriales por las publicaciones para niños que no estuvieran destinadas expresamente a su uso en el ámbito escolar, los poemas de Emma Pérez Téllez se imprimieron y disfrutaron de la discreta, pero libre, circulación a que podía aspirar en el país, en aquellos años, la escasamente valorada literatura para niños.
Cuatro décadas más tarde, en la Cuba de 1976, la publicación de forma individual de ese u otro libro, utilizando los Talleres de P. Fernández y Ca. o cualquier otra imprenta, habría sido del todo imposible. Las razones son sencillas: para entonces, las condiciones sociopolíticas y la situación de las libertades individuales habían cambiado sustancialmente en el país.
Es cierto que existían ya políticas gubernamentales para fomentar la creación de obras de literatura infantil y juvenil (LIJ) y subvencionar su publicación a través de editoriales oficiales; pero la decisión de qué publicaba o no un autor no era tomada por este de modo autónomo, sino por representantes de las instituciones educativas, culturales e incluso de la seguridad del estado. Como parte de sus acciones de la década de 1960, el gobierno había nacionalizado y monopolizado todas las imprentas del país –desde las grandes poligráficas hasta los más modestos talleres tipográficos– con el fin de tener la garantía de que nadie pudiera publicar libros, periódicos, revistas, folletos o hojas sueltas de forma independiente, sin requerir de la aprobación y la supervisión de una instancia oficial (1). De lo que se desprende que, si por cualquier motivo la obra literaria que se pretendía publicar no era del gusto de los representantes del estado, o si la persona que la había escrito no inspiraba suficiente confianza en materia de lealtad a los principios revolucionarios, no existía ninguna posibilidad de que se pudiera imprimir de forma privada ni de que alcanzara siquiera la mínima circulación que tuvo, en 1937, Niña y el viento de mañana, un libro combativo y contestatario, cuestionador del status quo de la burguesía y las clases dominantes del país.
Para 1977, el nombre de Emma Pérez había sido borrado con esmero de los anales oficiales de la literatura y la educación en Cuba: sus valiosos aportes a la cultura nacional eran desconocidos para una nueva generación que nunca había escuchado hablar de ella ni tenido acceso a sus libros. Al igual que toda la producción literaria de esta autora, Niña y el viento de mañana estaba relegado al más completo olvido, a pesar de tratarse de una obra que –como la Revolución que, muchos años después de su escritura, había llegado al poder– abogaba por la igualdad social y por una vida mejor para el pueblo.
¿Cómo sucedió esto? ¿Qué lo propició? ¿Y por qué se hizo?
LIJ en Cuba: de la censura a la macrocensura
Escribir sobre la censura de la literatura y el arte para niños en Cuba es una tarea sumamente difícil. Se trata de una problemática que no ha sido estudiada ni documentada suficientemente y cuya existencia ha negado de forma sistemática y categórica por el gobierno que rige el destino del país desde el año 1959.
En el caso cubano, a diferencia de lo que sucede cuando se estudia la censura en otros países, el investigador no tiene a su alcance documentos oficiales que den noticia o expliquen, desde el punto de vista de los censores, los motivos por los que se vetan determinados libros o publicaciones. Se trata de una censura ejercida, esencialmente, desde un ejercicio del poder totalitario y abusivo, que no tiene necesidad de informar o de dar explicaciones de sus designios a nadie, y que en algunos casos se escuda en la interpretación libre y arbitraria de lineamientos y políticas gubernamentales escritas o no.
La censura de la literatura y el arte para niños en Cuba se inserta, como un elemento más, dentro de una censura mayor que ha afectado a toda la cultura del país: la macrocensura propia de las dictaduras totalitarias, que no se restringe a la creación artística, sino que actúa también cotidianamente sobre las ideas filosóficas, sociales, políticas y religiosas de las personas, su libertad de asociación y, en general, sobre toda forma de expresión de pensamiento y una conducta individuales e independientes que se salgan de lo preestablecido.
En este breve acercamiento a la censura de la literatura y el arte para niños en Cuba nos enfocaremos en el período 1960-1985 y haremos referencia a ejemplos que servirán para ilustrar sus peculiaridades. Nuestras notas deben verse como una contribución a estudios futuros, profundos y más abarcadores, que seguramente emprenderán otros investigadores.
A lo largo del cuarto de siglo que hemos tomado como marco de referencia, la censura de la LIJ en Cuba ha transitado, como es lógico, por diferentes etapas y matices: desde su ejercicio más implacable y férreo hasta desembocar, a partir de los años finales del siglo XX, en cierta “permisividad discrepante”, en la que algunos textos dejan traslucir una ilusión de libre expresión creadora al abrirse a motivos de la contemporaneidad impensables en las publicaciones de las décadas que van de 1960 a 1980 y reflejar diferentes aspectos de la crisis de valores familiares y sociales que se acentúa en el país a partir de la debacle económica de principios de los años 1990 (etiquetada, eufemísticamente, con el nombre de “Período Especial”).
La censura es un fenómeno que ha estado presente, de diversas maneras, a lo largo de la historia de la LIJ en Cuba. En la época colonial, las autoridades españolas avalaban con su recomendación el uso de determinados libros para niños como lectura para las escuelas y mantenían a raya cualquier obra que aludiera a ideas independentistas o fomentara el sentimiento de nación. En el siglo XX, la iglesia y la enseñanza privada ejercieron la censura, negándose a darle cabida en sus espacios, a aquellos materiales que contradecían determinados principios religiosos, morales y sociales: cada centro educativo escogía libros escolares que respondieran a su filosofía y desconocía –una discreta forma de censura– otros. Es difícil concebir, por ejemplo, que en los salones de clase de un colegio privado católico se haya usado alguna vez como material de lectura el suplemento Hoy Infantil, que el periódico comunista Hoy, órgano de Partido Socialista Popular, publicaba a inicios de los años 1950.
Sin embargo, durante las décadas iniciales del siglo XX los contenidos literarios, la publicación y la distribución de las obras de LIJ no estuvieron controlados por el estado, que en general prestaba una muy escasa atención a ese tipo de literatura.
El panorama cambió de forma radical a partir de 1959, gracias al inicio de una estimulante y sin precedentes política gubernamental de democratización del acceso a la lectura y de la subvención estatal a la literatura y el arte para niños. Lo que previeron pocos fue que ese apoyo del estado al arte para niños y jóvenes, y a las demás manifestaciones del arte y la literatura, fuera selectivo y exigiría a cambio compromisos por parte de los creadores, en especial el abordaje de determinados temas y la subordinación y la fidelidad a los principios políticos. La censura, en especial la ideológica, pasó en lo adelante a tener un protagonismo insospechado.
Es conveniente hacer un breve recuento de cuáles fueron las condiciones políticas y sociales que favorecieron la práctica sistemática de la censura de la LIJ en Cuba en el transcurso del período objeto de nuestra atención.
Recuento
El triunfo de la Revolución el primero de enero de 1959, como resultado de la lucha armada que derrocó la dictadura de Fulgencio Batista, fue celebrado de forma casi unánime por diversos sectores de la sociedad cubana: desde los campesinos y los trabajadores hasta la alta burguesía. El nuevo gobierno encabezado por Fidel Castro –que dos años después de hacerse del poder reconoció públicamente su carácter socialista– trajo consigo importantes transformaciones para el país: desde la nacionalización de la banca y de empresas cubanas y extranjeras hasta las reformas urbana y agraria. La creación de un nuevo ejército y de un aparato de seguridad y represión, ambos en 1961, integrados por combatientes y seguidores de la Revolución, garantizaron un progresivo control de la población civil.
Desde sus primeros años, el nuevo gobierno dedicó especial atención y generosos recursos financieros a la cultura y trabajó para llevar el arte a todos los rincones de la isla, con una magnitud hasta ese momento inédita en la historia de Cuba como república (2). Las antiguas asociaciones culturales privadas fueron desapareciendo para dar paso a otras, subvencionadas y controladas por el estado, como la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), creada en 1961 y que proclama como uno de sus objetivos centrales “rechazar y combatir toda actividad contraria a los principios de la Revolución” (vid. Web de Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en línea). La oficialización de la cultura se complementó con la fundación ese mismo año del Consejo Nacional de Cultura y de la Casa de las Américas.
La preocupación de los creadores por su libertad de expresión y por el fantasma del “realismo socialista” –acrecentada por la censura del corto cinematográfico P.M., dirigido por Sabás Cabrera Infante y Orlando Jiménez-Leal– motivó que durante los días 16, 23 y 30 de junio de 1961, con la Biblioteca Nacional José Martí como sede, Fidel Castro se reuniera con un grupo de destacados escritores e intelectuales. En su intervención en el cierre de estas jornadas, conocida como Palabras a los intelectuales, Castro expresó: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada” (Castro, 2011: 12) (paráfrasis de la consigna fascista “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, del italiano Benito Mussolini). La frase seguramente haría preguntarse a más de uno de los presentes, con inquietud, quiénes se encargarían de decidir, y de qué manera, qué estaba dentro y qué estaba contra de la Revolución cubana (palabra que ya era utilizada como sinónimo de gobierno en el lenguaje oficial y que, posteriormente, fue asociada con el concepto de nación).
Previamente, Castro había hecho referencia a “el caso de muchos escritores y artistas que no eran revolucionarios, pero que sin embargo eran escritores y artistas honestos; que además querían ayudar a la Revolución; que además a la Revolución le interesaba su ayuda; que querían trabajar para la Revolución y que a su vez a la Revolución le interesaba que ellos aportaran sus conocimientos y su esfuerzo en beneficio de la misma” (íd., 2011: 10) y había asegurado a estos creadores que encontrarían dentro de la Revolución “un campo para trabajar y para crear; y que su espíritu creador, aun cuando no sean escritores o artistas revolucionarios, tiene oportunidad y tiene libertad para expresarse” (ib.; 2011: 12). Posibilidad que, al parecer, no interesó o no funcionó en el caso de numerosos artistas e intelectuales que tomaron la decisión de abandonar el país a medida que el proceso social se radicalizaba.
El campo educativo conoció también tempranamente cambios radicales y de extraordinario impacto social. Aunque la Constitución de Cuba promulgada en 1940 había establecido el carácter obligatorio de la educación infantil, lo cierto es que los gobiernos anteriores a 1959 no habían garantizado ese derecho a un gran número de niños de los sectores pobres –se estima que alrededor del 40% de la población entre seis y dieciséis años no estaba escolarizada cuando la revolución llega al poder) (Castilla, 1971: 15) (3)–. La Ley de Nacionalización General y Gratuita de la Enseñanza, firmada el 6 de junio de 1961, dio la posibilidad de que miles de nuevos estudiantes llegaran a las aulas. En su primer por cuanto, esta ley establecía: “La función de la enseñanza es un deber a cargo del Estado Revolucionario que este no debe delegar ni transferir”. Esta legislación trajo como resultado la adjudicación al estado de todos los centros educativos pertenecientes a personas naturales o jurídicas privadas y el control absoluto de los contenidos impartidos por los programas de enseñanza del país a todos los niveles, de modo que respondieran cabalmente “a las necesidades culturales, técnicas y sociales que impone el desarrollo de la Nación”. (Web del Sistema de Información de Tendencias Educativas de America Latina, Ley de Nacionalización General y Gratuita de la Enseñanza, en línea).
Si bien el resultado inmediato de esta política fue meritorio, al garantizar el acceso popular y gratuito a la instrucción, “sin distinción ni privilegios”, también permitió al gobierno imponer un modelo único de educación, laico y sumamente politizado, al servicio de su ideología y propósitos. No en balde otro de los por cuanto de la Ley de Nacionalización General y Gratuita de la Enseñanza alude de forma directa a rechazar la posibilidad de modelos de enseñanza alternativos y con pluralidad ideológica, al señalar: “Es evidente y notorio que en muchos centros educacionales privados, especialmente los operados por órdenes religiosas católicas, los directores y profesores han venido realizando una activa labor de propaganda contrarrevolucionaria con gran perjuicio de la formación intelectual, moral y política de los niños y adolescentes a cargo de los mismos”. (Web de la Organización de Estados Iberoamericanos, Ley de Nacionalización General y Gratuita de la Enseñanza, en línea).
Como parte de estos cambios del sistema educativo, el gobierno no tardó en crear y publicar masivamente libros de texto que fueron de uso obligatorio en todas las escuelas primarias del país y cuyos contenidos estaban en consonancia con los intereses y la filosofía del régimen.
Herminio Almendros, conocido pedagogo español que había llegado a Cuba en 1939, como exiliado de la guerra civil española, tuvo a su cargo la tarea de crear y dirigir, en ese año 1961, un proyecto editorial del Ministerio de Educación: la Serie Martí, colección de folletos concebidos como material de lectura complementaria para las escuelas primarias, que dio cabida tanto a obras narrativas y poéticas como a textos de divulgación científica.
La Campaña Nacional de Alfabetización desarrollada, así mismo, en 1961, fue otro destacado logro del gobierno en su etapa inicial en el poder. Alrededor de 270 mil maestros, trabajadores y estudiantes de la enseñanza media y universitaria se trasladaron a zonas montañosas y pequeños pueblos campesinos para alfabetizar a niños, jóvenes y adultos. Según se afirma, más de 700 mil personas que no habían tenido antes acceso a la educación elemental aprendieron a leer y a escribir gracias a esta gran acción (Hart Dávalos, 2010: en línea).
Los alfabetizadores tenían a su alcance dos publicaciones para desarrollar su labor: el manual Alfabeticemos y la cartilla ¡Venceremos! (esta última incluía lecturas de contenido político y propagandístico, lo cual puede apreciarse con solo leer algunos de sus títulos: “La Revolución”, “Fidel es nuestro líder”, “La tierra es nuestra”…) (vid. Comisión Nacional de Alfabetización, 1961). De imprimirlas masivamente se hizo cargo la Imprenta Nacional de Cuba, constituida en marzo de 1959 como un primer paso para establecer el dominio gubernamental de la industria poligráfica y editorial.
La Imprenta Nacional de Cuba, dirigida por Alejo Carpentier, había despegado con un valioso proyecto de ediciones masivas, a precios populares, de importantes obras de autores de literatura universal (comenzando con El Quijote, de Miguel de Cervantes), pero inicialmente no se ocupó de la LIJ. En 1962, la institución se convirtió en la Editorial Nacional de Cuba y, como parte de su reorganización, surgió al año siguiente la Editora Juvenil, a cargo de Herminio Almendros: la primera editorial cubana dedicada por completo a la producción de libros para la infancia y la juventud. La Edad de Oro, de José Martí, dio inicio a un hermoso catálogo en el que tuvieron cabida obras como Ivanhoe, de Walter Scott; La isla misteriosa, de Julio Verne; Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, y Nobi, de Ludwig Renn, y que propició también la aparición de títulos de autores nacionales, como Nachito, de Antonio Vázquez Gallo, y Becados, de Anisia Miranda –surgidos del concurso de cuentos infantiles convocado en 1963 por el Consejo Nacional de Cultura–; Dos niños en la Cuba colonial y Relatos heroicos, de Renée Méndez Capote, y Nuestro Martí, del propio Almendros. Una mirada a estos últimos cinco libros permite detectar dos de las vertientes temáticas que el gobierno impulsó como prioritarias dentro de la LIJ: el reflejo de los cambios sociales revolucionarios y la exaltación de las luchas por la independencia nacional y sus próceres. Con la creación en 1967 del Instituto Cubano del Libro, la Editora Juvenil desapareció para dar paso a Gente Nueva, que desde entonces ha sido la principal entidad productora de libros para niños y jóvenes del país. Una segunda editorial dedicada a la publicación de libros y revistas para este público, la Casa Editora Abril, de la Unión de Jóvenes Comunistas, surgió en 1980.
Como parte de esta agitada y un tanto confusa dinámica social, todos los medios de comunicación (prensa plana, canales de televisión y emisoras radiales) pasaron progresivamente a manos del estado y se pusieron también al servicio de la ideología y la propaganda revolucionarias. Los medios, al ser estatizados, comenzaron a conceder especial atención al público infantil, mediante la creación de suplementos en los periódicos y de programas como Tía Tata cuenta cuentos (en la radio y la televisión) y Amigo y sus amiguitos (en la televisión).
En el marco de la creación por parte del gobierno de diversas organizaciones políticas (Unión de Jóvenes Comunistas) y de masas (Comités de Defensa de la Revolución, Federación de Mujeres Cubanas, Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, etc.), en noviembre de 1961 se funda la Unión de Pioneros Rebeldes. Esta organización infantil, que poco después pasó a denominarse Unión de Pioneros de Cuba, tuvo inicialmente una membresía de carácter voluntario y selectivo, pero, a partir de 1966, la membresía se volvió obligatoria y masiva para involucrar a la totalidad de los niños del país y acentuar su carácter de instrumento de adoctrinamiento ideológico (muestra de ello es que su lema inicial “Pioneros, siempre listos” pasó a ser, a partir de 1968, “Pioneros por el comunismo: ¡seremos como el Che!”). Al calor de esta organización nació en 1961 la primera revista infantil de la Revolución: El Pionero, de periodicidad mensual, que cuatro años más tarde empezó a circular en forma de tabloide, como suplemento semanal del periódico Juventud Rebelde, órgano oficial de la Unión de Jóvenes Comunistas. En 1980 surgirían dos revistas para los niños más pequeños: Zunzún y Bijirita, de la Casa Editora Abril, que entremezclan contenidos literarios, científicos, recreativos, históricos e ideológicos.
Otra acción de los años 1960 fue la creación del Departamento Juvenil de la Biblioteca Nacional José Martí y la constitución de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas, que pusieron numerosos libros al alcance de los lectores infantiles y juveniles y estimularon la narración oral de cuentos. Las obras que conformaban sus colecciones eran objeto de una cuidadosa selección. Por ejemplo, a mediados de los años 1970 en una oficina del Departamento Juvenil de la Biblioteca Nacional, fuera del alcance de los usuarios, había una estantería que algunos empleados denominaban “El Infiernillo”, donde estaban reunidos los libros vetados por alguna razón. Entre ellos estaba un ejemplar de Tutú Marambá, de la escritora argentina María Elena Walsh. ¿Qué impedía que esa importante obra de la LIJ latinoamericana circulara entre los niños cubanos? Pues que en sus páginas finales incluía tres villancicos navideños con alusiones al Niño Dios (“Zamba del niñito”, “Tralalá de Nochebuena” y “Coplas para Navidad”). Cualquier referencia a la religión católica era motivo de censura en la literatura y demás manifestaciones artísticas dirigidas a la infancia.
En la década de 1970, el papel censor de las instituciones oficiales del gobierno se hace más evidente. En 1971, diez años después de las Palabras a los intelectuales, en otro discurso que pronuncia Fidel Castro, este en la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, su mensaje a los escritores y artistas cambia de matiz. Los efectos del “caso Padilla” (4) se dejan entrever en más de un momento de esta intervención: “Por cuestión de principio, hay algunos libros de los cuales no se debe publicar ni un ejemplar, ni un capítulo, ni una página, ¡ni una letra!” (Fidel Castro, 1971: 164). (Nuevamente: ¿quién dictamina cuáles son esos libros?, ¿quién tomará la decisión de cuáles obras verán la luz y cuáles no, y con qué criterios, para impedir el libre flujo del pensamiento?). El “pecado original” de no ser “auténticamente revolucionarios”, atribuido a muchos de los intelectuales y artistas cubanos por Ernesto “Che” Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba (1985: 380) sale a relucir una vez más. “Y para volver a recibir un premio, en un concurso nacional o internacional, [se] tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad. Eso está claro. Y más claro que el agua”, afirma el líder de la Revolución: “Tendrán cabida ahora aquí, y sin contemplación de ninguna clase, ni vacilaciones ni medias tintas, ni paños calientes, tendrán cabida únicamente los revolucionarios” (Castro: 1971, 167).
El Congreso Nacional de Educación y Cultura, realizado del 23 al 30 de abril de 1971 en La Habana, analizó la situación de la enseñanza y el arte en Cuba, y precisó las exigencias del régimen a los creadores artísticos. Uno de los temas a los que más importancia concedió el cónclave fue la necesidad de poner las expresiones artísticas al servicio de la formación ideológica de la niñez.
La declaración final del congreso aborda un amplio espectro de temas, que van desde la función de la cultura en el socialismo, el deber ser de la enseñanza y el papel de los medios de comunicación hasta la religión, la delincuencia juvenil y las modas, costumbres y extravagancias. Acerca de las “desviaciones homosexuales”, se estableció “su carácter de patología social” y se explicitó “el principio militante de rechazar y no admitir en forma alguna estas manifestaciones ni su propagación” enfatizando que los homosexuales “no deben tener relación directa en la formación de nuestra juventud desde una actividad artística y cultural” (S/A, 1971: 140-141).
El auge de la literatura infantil cubana a partir de la década de 1970 fue consecuencia directa de este evento: “Los maestros profesores anhelan una literatura y un arte que se correspondan con los objetivos de la moral socialista y rechazan toda expresión de reblandecimiento y corrupción”, aseveró Belarmino Castilla, ministro de Educación, en su discurso inaugural. “Ellos han expuesto su preocupación ante el hecho de que no se han desarrollado cabalmente una literatura y un arte infantiles; han demostrado gran celo ante las deformaciones del idioma, las alteraciones de la historia y la introducción de ideas ajenas y contrarias a nuestras concepciones revolucionarias a través de determinadas manifestaciones artísticas” (Castilla, 1971: 19-20).
En las conclusiones del congreso, que de inmediato se convierten en lineamientos oficiales en materia de educación y cultura, se lee:
El congreso estima necesario que intelectuales revolucionarios escriban sobre temas de literatura infantil y de la revolución cubana en su lucha contra el subdesarrollo, como lectura para jóvenes y adultos. Esto constituyó una sentida reclamación de los educadores (S/A, 1971: 126).
Herminio Almendros |
La literatura infantil salió a relucir de nuevo en la clausura, cuando Fidel Castro comentó: “es lógico que nos falten libros de literatura infantil. Unas minorías privilegiadas escribiendo cuestiones de las cuales no se derivaba ninguna utilidad, expresiones de decadencia” (Castro,1971: 169). Esta observación aludía, aparentemente, a los autores exiliados, pero ignoraba importantes publicaciones aportadas a lo largo de la década de 1960 por creadores muy cercanos a la revolución, como Herminio Almendros (Estupendas excursiones de animales, 1964); Dora Alonso (En busca de la gaviota negra, 1966; El caballito enano, 1968), Onelio Jorge Cardoso (Tres cuentos para niños, 1967), Renée Méndez Capote (Episodios de la epopeya, 1968; Un héroe de once años, 1968) y Félix Pita Rodríguez (Niños de Viet Nam, 1968), además de los poemas para niños de Mirta Aguirre, que gozaban de gran popularidad por haber sido convertidos en canciones por las compositoras Olga de Blanck y Gisela Hernández.
Este congreso situó como prioridad de la cultura nacional el incremento de las publicaciones para niños y pidió el surgimiento de nuevos autores e ilustradores (“un movimiento en la literatura cubana con respecto al campo infantil y juvenil, de modo que se estimule a nuestros escritores a crear para niños y adolescentes y se editen libros en formato atractivo, con ilustraciones de calidad”); también instó, de forma explícita, al ejercicio de la censura de la LIJ por parte de educadores, bibliotecarios, editores y funcionarios al reclamar “que se tenga el mayor cuidado en la selección de los libros, tanto los que se compran a editoriales extranjeras como los de publicaciones nacionales, para garantizar que estén acordes con nuestra ideología y contribuyan eficazmente a la formación del educando” (S/A, 1973: p. 5).
Un año después del congreso, en 1972, se convoca por primera vez el concurso nacional de cuentos infantiles La Edad de Oro, certamen que en ediciones sucesivas empezó a dar cabida a otros géneros (poesía, teatro, relato histórico, divulgación científica, literatura para preescolares).
Del 14 al 16 de diciembre de 1973, también como consecuencia del interés por la literatura infantil que puso de manifiesto el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, el Ministerio de Educación realizó el Primer Fórum sobre Literatura Infantil y Juvenil, evento que contó con la participación de educadores, escritores, editores, funcionarios de las instituciones culturales y representantes de los medios de comunicación y de distintas organizaciones de masas.
Uno de los temas incluidos en el programa del fórum fue “El libro infantil y juvenil sobre la base de nuestra ideología”. La lectura atenta de las ponencias presentadas y de los comentarios expresados por los participantes revela que una de las cuestiones más debatidas fue la validez del empleo de la fantasía y la posición que se debía adoptar ante ella. Además, fueron objeto de discusión la vigencia de los cuentos maravillosos de autores clásicos y de las novelas clásicas de aventuras, la presencia de elementos religiosos en la LIJ (condenada unánimemente) y la necesidad de que los creadores cubanos pusieran sus obras al servicio de la ideología marxista-leninista y reflejaran en ellas la realidad del país. Los siguientes fragmentos de la ponencia presentada por la investigadora literaria Cira Romero y el novelista Manuel Cofiño, representantes del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, son reveladores de la censura que padecieron determinados personajes, temas y contenidos en estos años, al considerarse que la LIJ debía subordinarse a la educación ideológica y a la transmisión de valores socialistas:
…nos oponemos a las situaciones sobrenaturales oscuras y truculentas, al lobo asesino, al ogro que devora niños, a la bruja que mete miedo, a los maleficios, a la madrastra cruel, a las apariciones, a los malos agüeros, a los muertos que resucitan. (Romero y Cofiño, 1973: 165-166).
Nuestra literatura infantil y juvenil debe formar y desarrollar a los niños partiendo de una base científica. A ellos debe dárseles verdad, no mentira; luz, no oscuridad; progreso, no oscurantismo. Es deber de la literatura infantil y juvenil adentrarlos en la recta visión del mundo y el real sentido de la vida y su belleza. Nuestra ideología es científica, materialista y atea. Y tenemos que educar a nuestras nuevas promociones sobre esa base. Creemos que se debe eliminar de la literatura infantil y juvenil todo lo que tienda a confundir y a deformar al niño y al joven. Nada de mentalidad animista-religiosa. Nada de espíritus y otra vida. Nada de diablos ni Dios. Nada de infiernos y cielos. El cielo de nuestros niños y jóvenes no debe estar lleno de querubines ni de ángeles de la guarda, sino de sputniks, naves espaciales y cosmonautas, y de la belleza de nuestros astros y estrellas. No debe ser la morada de Papá-Dios, sino el espacio del hombre luchando por el progreso. Estamos en contra de toda manifestación religiosa en nuestros libros de literatura infantil y juvenil (íd.,1973: 166).
En otra de las ponencias, escrita por Bernardo Callejas en representación de la Universidad de La Habana, insiste en la revisión crítica del uso de la fantasía en la LIJ:
Por lo tanto, nada de príncipes salvadores, nada de reyes por encima de los demás mortales, de castillos portentosos y tesoros que adquirirá el joven aldeano cuando derrote al inevitable gigante y se case con la bella (y orgullosa) princesa. (…) Hablemos mejor de otros malvados con poder, y de los jóvenes héroes que saben vencerlos, guiados por el amor al pueblo (Callejas, 1973: 203-204).
El derecho de hadas y duendes a la supervivencia en los cuentos de la tradición popular y en las versiones clásicas de Perrault y los hermanos Grimm, entre otros, así como en las nuevas obras creadas dentro de una sociedad socialista, fue uno de los temas más discutidos. Ricardo García Pampín, director del semanario Pionero y representante de la Unión de Pioneros de Cuba, señaló: “En Pionero nos hemos armado con una escopeta para cazar hadas, duendes y gnomos”, para indicar a continuación la conveniencia de analizar cada caso, por considerar que “son personajes válidos pero en determinadas dosis, en determinados cuentos, en manifestaciones aisladas” (García Pampín, 1973: 240).
Ahora bien, sí tenemos una posición definida en cuanto al cuento de hadas como creación actual. Nosotros consideramos que las hadas tuvieron su momento, su época, y como tradición cultural manejada discretamente le reconocemos vigencia; lo que no es lo mismo que considerar apropiada la insistencia en el tema, mediante la creación, en los momentos actuales (íb., 1973: 240).
En su ponencia García Pampín expresó, además, su posición sobre las adaptaciones y enmiendas a los cuentos clásicos por “problemas ideológicos”:
¿Es que hay que respetar al autor a toda costa? Algunos piensan que si la obra no se publica tal como fue escrita por el autor, mejor no publicarla. Yo creo que cuando se trata de literatura para adultos la situación toma otro carácter, que no vamos a entrar a analizar en este momento. Ahora, cuando se trata de literatura para niños, no vamos a correr el riesgo, por supuesto, del respeto absoluto del autor y publicar la obra conscientes de que contiene problemas ideológicos. (…) En consecuencia, si en una obra hay una trama interesante acompañada de gracia y belleza y podemos eliminarle pasajes de contenido inapropiado desde el punto de vista ideológico, somos partidarios de hacerlo. (íb.,1973: 241-242)
En la ponencia “Verdad y fantasía en la literatura para niños”, Mirta Aguirre opta por recomendar un balance entre lo real y lo fantástico en las lecturas infantiles y juveniles, pero indica:
En este terreno, sin dudas resbaladizo y riesgoso, en el cual como en todo lo que roza a la cultura, debe huirse de la estrechez de criterio como de la estampa del diablo, lo que resulta indispensable –como en todo lo que roza a la cultura– es una vigilante delimitación de los campos que determine, con seguro criterio marxista, hasta dónde se puede llegar y qué es lo que resulta inadmisible (Aguirre, 1973: 176).
Aguirre, una de las más relevantes personalidades de la educación y la cultura cubana –y autora de Juegos y otros poemas, uno de los libros emblemáticos de LIJ de la isla, publicado en 1974–, realiza también en este fórum académico una declaración de gran importancia para comprobar la existencia de la censura en Cuba, ya que en ella reconoce, de forma explícita, esta práctica y exhorta a su utilización:
Se dirá que de todas maneras, hace falta aplicar la censura. No hay que tener temor a declarar que eso es totalmente cierto. Lo es para los niños y los jóvenes y lo es para los adultos. Un país que construye el socialismo no puede permitirse la tontería de dejarse penetrar por el diversionismo ideológico por caminos literarios ni por ningún otro camino; y la vigilancia que ejerza en ese sentido es tan justa y tan indispensable que ni siquiera tiene que justificarse con la denuncia de que tal censura se practica, si bien en dirección opuesta y perjudicial al progreso del mundo, aun en los países que más presumen de respetar la libre emisión del pensamiento y demás zarandajas atribuidas a la democracia burguesa. Ahora bien: lo decisivo para el futuro cultural de un pueblo constructor del socialismo es que esa censura sea ejercida, para todas las edades y en todos los terrenos, por cuadros políticos suficientemente desarrollados, tanto desde el punto de vista de la teoría marxista como de la práctica dirección revolucionaria y desde el punto de vista artístico y literario (íd.,1973: 176-177).
En una intervención adicional, Mirta Aguirre insistió en la defensa de la censura de lo que está en contradicción con los principios de la Revolución: “Eso hay que barrerlo venga de quien venga, con la firma de quien venga; es más, a veces tenemos que barrer firmas, como aquí se ha dicho, no por la obra en sí, sino por quien viene, porque a un escritor que es un buen escritor pero es un mal hombre, no le vamos hacer la propaganda de gratis, porque como ciudadano a esta hora del mundo merece la condenación”. (Aguirre, 1973: 258). (“Mal hombre”, se deduce del contexto en que se enmarca este comentario, era aquel que no escribía ajustándose los principios de la Revolución, ya francamente totalitaria y excluyente).
La realización del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura y del Primer Fórum sobre Literatura Infantil y Juvenil hizo que los más prestigiosos premios literarios nacionales e internacionales convocados en Cuba (el premio UNEAC, el premio Casa de las Américas y el premio 26 de Julio, auspiciado este último por el Ministerio de las Fuerzas Armadas) se apresuraran a incluir la literatura para niños y jóvenes en sus convocatorias, con el mismo rango de importancia que la dedicada a los adultos, concediéndole de esta manera una gran relevancia y contribuyendo a la aparición de nuevas obras y autores de LIJ.
Los premios que ofrecían los concursos (sustanciosas dotaciones económicas y viajes a los países socialistas) fueron un acicate adicional para que distintos creadores, experimentados o noveles, se acercaran a esta modalidad literaria. La editorial Gente Nueva comenzó a recibir un tratamiento especial dentro los planes de producción del Instituto Cubano del Libro: aumentaron los títulos publicados anualmente y se multiplicó el número de ejemplares de las ediciones. Pero la calidad promedio de las obras de los autores nacionales era otra historia. Entre un buen libro “aséptico” y uno de dudosa factura, pero de obvio contenido patriótico y revolucionario, la balanza a menudo se inclinaba por el segundo, para corresponder a las exigencias emanadas del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. Esa selección que realizaban algunos editores y jurados de los concursos debe ser considerada otra forma de censura.
A principios de los años 1980 comienzan a aparecer los primeros estudios sobre la LIJ cubana, que, respetando los lineamientos oficiales, ignoran los aportes histórico-genéticos de autores exiliados como Hilda Perera y Emma Pérez (o “borran sus firmas”, para usar la expresión de Mirta Aguirre). No es de sorprender; se trata de una política que debía ser respetada y que fue seguida a pie juntillas. Lo mismo hicieron los investigadores del Instituto de Literatura y Lingüística, quienes tampoco dieron cabida en las entradas de los dos tomos del Diccionario de literatura cubana (1980) a esas “apátridas”, ni a creadores tan relevantes como Jorge Mañach, Lydia Cabrera, Eugenio Florit, Gastón Baquero, Lino Novás Calvo, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, entre otros.
El conjunto de circunstancias expuestas hasta aquí permite entender por qué la censura y la autocensura se convirtieron, a partir de la década de los años 1960, en parte insoslayable de la creación y la difusión de la literatura y el arte para niños y jóvenes en Cuba. Es paradójico que algo tan significativo como el crecimiento y la consolidación de la LIJ cubana haya sido el resultado directo de dos eventos que –como puede constatarse leyendo sus memorias– se caracterizaron por su dogmatismo ideológico, por sus restricciones a la pluralidad de pensamiento y creación y por su exhortación al ejercicio de la censura.
A continuación se hará referencia a algunos casos específicos, acontecidos entre 1959 y 1989, de censura de libros, de censura de autores y de la más excluyente forma de censura: la desaparición del nombre de un creador y de sus obras de los anales culturales de un país.
Emma Pérez
La escritora, ensayista, periodista y pedagoga Emma Pérez, nacida en España, en 1900, llegó a Cuba a los seis años de edad. Se graduó de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana y, a partir de la segunda mitad de la década de 1920, ejerció un periodismo comprometido con las causas sociales del país y, durante varios años, hasta que se decepcionó de él, fue una entusiasta propagandista del régimen comunista soviético (en 1944 publicó un poemario para adultos titulado Canciones a Stalin). Como profesora de Historia de la Pedagogía y de Administración y Organización de Escuelas, en la Universidad de La Habana, formó a sus estudiantes en una concepción renovadora del magisterio y de la escuela (“Es necesario que construyamos la escuela niña. Que dejemos a los escolares, mejor dicho, en libertad y en alegría de construirla ellos mismos”) (Pérez, 1945: IX), y como resultado de su trabajo docente e investigativo en 1945 dio a conocer Historia de la pedagogía en Cuba. Desde los orígenes hasta la guerra de independencia, una obra imprescindible que ratificó su talla intelectual.
Pérez fue una destacada pionera de la literatura infantil en Cuba. Al inicio de estas páginas se mencionó su cuaderno de poesía de contenido social Niña y el viento de mañana (1937), cuya aparición celebró Nicolás Guillén con una elogiosa reseña en la revista Mediodía, en la que aseguraba que esa obra ubicaba a la autora “como una revolucionaria de la poesía revolucionaria” y que “lo revolucionario figura en este libro tan unido al hecho lírico, que no es fácil desintegrar ambos elementos” (vid. Casado Fernández, 2013: en línea).
A ese título hay que añadir el ambicioso libro Isla con sol. Poesía en la escuela, de gran importancia no solo en el ámbito nacional, sino también en el contexto latinoamericano. Dado a conocer en 1945, con ilustraciones de J. Socarrás Pérez, este poemario fue concebido con el propósito de fomentar la lectura de poesía en las escuelas y contiene 224 composiciones que la autora creó pensando en destinatarios de un amplio rango de edades: desde párvulos hasta adolescentes.
Isla con sol nació, como sugiere Pérez en su prólogo, con el ánimo de paliar “una pobreza que es ya indigencia” (Pérez, 1945: VI) en el campo de la lírica para niños en Cuba y con el convencimiento de que “la poesía engendra en el niño creador (y todo niño es creador esencialmente) un sentimiento de belleza y de entusiasmo transferible a cualquier tarea que puedan depararle la escuela y la vida”. (íd.,1945: VIII).
Los versos de Isla con sol no tardaron en ser reproducidos en libros de lectura escolar, antologías poéticas y revistas para niños de distintos países de Iberoamérica. “¿Qué otro poeta, de aquí y de allá, puede mostrar un tan fresco, lleno de aciertos y nutrido libro de poemas para la infancia?”, comentó Herminio Almendros en una carta dirigida a la autora. (vid. Espinosa Domínguez, 2003: en línea).
Emma Pérez se fue de Cuba en julio de 1960; esto provocó que su nombre y sus obras se convirtieran en objeto de una férrea censura que se propuso –y, en gran medida, logró– que las nuevas generaciones no tuvieran acceso a su valioso legado educativo y cultural. Sin embargo, información proveniente de su Historia de la pedagogía en Cuba ha sido utilizada en trabajos firmados por diferentes investigadores del ámbito de la pedagogía, sin hacer referencia a la fuente de donde fue tomada.
En un artículo publicado en el año 2003, Carlos Espinosa Domínguez, investigador literario y profesor de la Universidad de Mississippi, condenó la “ingratitud con una mujer que, además de ser figura clave en la renovación del sistema educacional cubano, dejó una obra poética de singular valor”. En este trabajo, alude a Isla con sol como una obra que “de ningún modo merece el olvido en el que, más de medio siglo después de su publicación, se le sigue manteniendo”. Y añade: “Sería una insensibilidad lamentable que a Emma Pérez Téllez no se le acabe de reconocer el derecho a ser tenida en cuenta por tan significativo aporte a la literatura cubana para niños” (vid. Espinosa Domínguez, 2003: en línea).
Los poemas de Isla con sol no se han vuelto a editar en Cuba y durante décadas la firma de Emma Pérez no ha significado nada para varias generaciones de lectores, escritores y educadores. Desde su exilio en Miami, Estados Unidos, esta relevante intelectual desarrolló durante años una activa labor periodística denunciando la situación política de Cuba. Falleció en esa ciudad, en 2008, a los 88 años de edad.
Navidades para un niño cubano
El primer libro para niños publicado por la Revolución se termina de imprimir en La Habana el 15 de diciembre de 1959. Se trata de Navidades para un niño cubano, una colección de cuentos, estampas y teatro sobre el tema de la Navidad, escritos por autores nacionales (5), que prepara la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación. La cuidada edición incluye una ilustración de cubierta que presenta a los tres Reyes Magos en un paisaje campesino, creada especialmente por René Portocarrero, una de las grandes figuras de las artes plásticas cubanas, y en sus páginas interiores da cabida a siete dibujos a línea del artista, fechados en 1955.
Según la nota introductoria de Vicentina Antuña, entonces directora general de Cultura del Ministerio de Educación, Navidades para un niño cubano se publica “para que los niños cubanos tuvieran, como los niños de otros países, su librito al que acudir, hecho para ellos por escritores de su propio país”. Antuña tiene palabras de agradecimiento para los colaboradores: “De aquellos a quienes nos acercamos, que se saben su Martí y saben que los niños son la verdadera esperanza y los que disfrutarán mañana de esta Patria que con tanto sacrificio vamos ganando; de aquellos a quienes nos acercamos, solo hemos recibido respuesta generosa y caluroso apoyo”. Y después de afirmar que el proyecto “lleva amor grande y muchos deseos de llegar hasta todos los niños de Cuba” señala: “En años futuros trataremos de que ningún artista que se interese por la infancia, deje de poner su granito de arena”. (Antuña, 1959: 5).
Las palabras de Antuña son reveladoras del espíritu romántico e inclusivo con que fue concebido y creado Navidades para un niño cubano, característico del clima de entusiasmo y optimismo por el nuevo orden social que se vivió de forma casi generalizada entre los intelectuales y artistas de Cuba durante los meses iniciales de la Revolución. Pero a medida que esta comenzó a dictar leyes de reformas económicas radicales y a crear mecanismos de control de la sociedad civil, algunas personalidades cambiaron sus posturas y tomaron la decisión de abandonar el país. Entre ellas, varias de las que habían dado su “caluroso apoyo” a este libro.
El objetivo de que Navidades para un niño cubano tuviera una amplia circulación entre los niños del país se cumplió, pero poco tiempo después la obra fue censurada por razones ideológicas y sus ejemplares dejaron de tener cabida en las escuelas y en las bibliotecas públicas. Esto se debió, por una parte, a la exclusión de cualquier contenido religioso de los proyectos educativos y culturales para la niñez y la juventud, pues las autoridades consideraron que debían formarse en el más estricto ateísmo. (Las tensiones entre iglesia católica y estado dieron lugar a la expulsión del país de 130 sacerdotes). Ni siquiera el hecho de que algunos de los textos del libro establecieran una analogía entre la Navidad y la victoria del Ejército Rebelde lo salvó de ser sacado de circulación.
Al tratamiento de motivos religiosos se sumó otra razón contundente para la censura de la obra: Anita Arroyo, Hilda Perera, Concepción T. Alzola, Ruth Robés Masses y María Julia Casanova marcharon al exilio y fueron tildadas de contrarrevolucionarias (“gusanas”) al no estar de acuerdo con el rumbo político tomado por el gobierno.
Navidades para un niño cubano fue víctima de la determinación de las autoridades de impedir que los libros de los “enemigos de la revolución” continuaran circulando y también de la voluntad de borrar de la literatura nacional a esos creadores y a sus obras.
Detengámonos brevemente en cuatro autoras incluidas de Navidades para un niño cubano que, por su condición de exiliadas, fueron “invisibilizadas” a partir de los años 1960.
Hilda Perera
Desde su primera edición en 1947, el libro Cuentos de Apolo, de Hilda Perera (La Habana, 1926), se convirtió en un referente de la mejor narrativa cubana para niños. Se trata, además, de una de las más significativas obras de la LIJ iberoamericana publicada en la década de 1940, comparable, por su importancia histórica, a títulos como Cocorí, del costarricense Joaquín Gutiérrez; Papelucho, de la chilena Marcela Paz, y Rutsí, el pequeño alucinado, de la peruana Carlota Carvallo.
En 1960, circuló una segunda edición de Cuentos de Apolo, realizada por la propia autora, que incluía en su página final elogios dedicados a la obra por relevantes intelectuales latinoamericanos (Juana de Ibarbourou, Germán Arciniegas, Eugenio Florit, entre otros). En ese mismo año, apareció el segundo libro para niños de Hilda Perera: Cuentos de Adli y Luas, con ilustraciones del reconocido artista plástico Jorge Rigol, publicado (al igual que Navidades para un niño cubano) por la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación.
Es oportuno señalar que también en 1960 Perera publicó, en una edición propia, la novela para adultos Mañana es 26, donde la autora recrea, “llena de entusiasmos juveniles y esperanzas” y con “expresión eufórica que anticipa la realización de sus ideas sociales” (Romeu, 2000: 124), la lucha por la Revolución y su triunfo.
En 1963 se imprime la adaptación para lectores infantiles realizada por Perera del libro autobiográfico Una niña bajo tres banderas, de la maestra Flora Basulto de Montoya (publicado originalmente en La Habana, en 1954); este trabajo fue un encargo de Herminio Almendros para la Editora Juvenil y se publicó con ilustraciones de Oliva Robain.
En 1964, Hilda Perera se exilia en Miami, donde continuará escribiendo una importante obra narrativa tanto para adultos como para niños y jóvenes. Dentro esta última, se destacan títulos como Cuentos para grandes y chicos y Podría ser que una vez (ganadores del Premio Lazarillo, de España, en 1975 y 1978, respectivamente), Kike, Mai, La jaula del unicornio y Perdido. Su desacuerdo con el régimen y su determinación de abandonar el país trajo como consecuencia que en Cuba se impidiera el acceso de nuevos lectores a Cuentos de Apolo y Cuentos de Adli y Luas. Durante más de tres décadas, no se permitió ningún tipo de referencia a estas obras, ni a su autora, en artículos y estudios sobre la historia de la LIJ de la isla.
Concepción Teresa Alzola
La escritora e investigadora Concepción (“Concha”) Teresa Alzola, nacida en Marianao, en la capital cubana, en 1930, se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana y fue profesora de Gramática Histórica de la Lengua en la Universidad Central de Las Villas.
Desde muy joven, inspirada por el trabajo folclórico y literario de Lydia Cabrera, Alzola se interesó en la investigación y el rescate de las tradiciones orales. En 1955 la Editorial Libro Cubano publicó su recopilación Cuentos populares infantiles, con viñetas del pintor Manuel Vidal. En la nota introductoria, la autora explica que se trata de relatos provenientes del “patrimonio cultural de nuestros niños, cada día más exiguo (…) Tal y como van, en sus mismas palabras, se cuentan aún en nuestros hogares. ¿Nos asegura algo que mañana todavía van a contarse?” (Alzola, 1955: 6).
Después del triunfo de la Revolución, Alzola dio a conocer Mariquita la linda y Mariquita la fea, versión para la escena del cuento “Las hadas”, de Charles Perrault, una sencilla obra publicada por el Guiñol Nacional de Cuba, que pasó a formar parte del repertorio de distintos grupos de teatro infantil creados.
La Dirección de Investigaciones Folklóricas de la Universidad Central de Las Villas publicó en los años 1961 y 1962 los dos primeros tomos de su Folklore del niño en Cuba. El primer volumen de esta obra incluye una recopilación de romances y romancillos, canciones, arrullos, villancicos, coplas y otras expresiones de la tradición popular, precedidos por el estudio “Naturaleza y práctica del folklore”, mientras que el segundo está dedicado a los juegos tradicionales infantiles.
Esa serie iba a completarse con otros dos volúmenes, que ya estaban escritos, pero en 1962 Alzola decidió abandonar Cuba y dejó en la isla los manuscritos, que nunca más pudo recuperar. Su periplo como exiliada comenzó en Inglaterra, donde le fue negado el asilo político, y continuó en Francia y en España, país este último en el que vivió desde 1964 hasta 1968, cuando decidió irse a Estados Unidos; después de residir en Nueva York y Maryland, finalmente se asentó en Miami desde 1975. En esta ciudad, la autora se dedicó al periodismo, presidió la Asociación de Hispanistas de las Américas y publicó nuevas obras de ficción, folclor, etnología, lingüística e historia, como La más fermosa. Leyendas cubanas (1975), El léxico de la marinería en el habla de Cuba (1981), Habla tradicional de Cuba: Refranero familiar (1987), Las conversaciones y los días (1997), Algunos extranjerismos, tecnicismos y cultismos documentados en Cuba (2001), Nombres de Cuba (2005) y Trayectoria de la mujer cubana (2009).
En 1966, “Concha” Alzola tuvo la satisfacción de que la especialista Carmen Bravo Villasante incluyera su narración “Historia del niño que tenía el corazón frágil” en el primer tomo de Historia y antología de la literatura infantil iberoamericana, obra publicada por la editorial Doncel en Madrid. Merecido reconocimiento a una destacada intelectual que, por entonces, había sido condenada al olvido en su país natal y que murió en Miami, en 2009, a los 79 años de edad.
Ruth Robés Masses
Esta pedagoga cubana desarrolló, a partir de la década de 1940, una meritoria labor en el campo de la literatura infantil. Dos de sus más conocidos proyectos creativos fueron realizados en colaboración con Herminio Almendros: a fines de 1941, ambos comenzaron a publicar la revista infantil Ronda, que tuvo corta vida, pues dejó de aparecer al año siguiente. En 1945 entregan Había una vez; cuentos y poemas para el hogar y la escuela, una selección de adaptaciones de narraciones populares y de cuentos maravillosos. Aunque en un principio se publicó como una obra de lectura escolar para niños de segundo grado, en ediciones posteriores perdió su carácter de herramienta pedagógica para convertirse en un “libro de culto” de varias generaciones de niños cubanos.
En 1948, Ruth Robés Masses publicó los libros biográficos “Pepe” Martí, el niño estudioso, el muchacho heroico y Benjamin Franklin. Junto a las bibliotecarias María Teresa Freyre de Andrade y María del Villar Buceta, formó parte, en los años 1950, del equipo que impartió cursos sobre narración oral, literatura infantil y bibliotecas escolares en la sede del Lyceum, asociación cultural femenina creada en La Habana, en 1928.
Ya en la etapa de la Revolución, como resultado del exilio de Robés Masses, su nombre fue eliminado de las diversas ediciones de Había una vez realizadas en la isla después de 1971; no así de las realizadas en México, Guatemala y España. A causa de esta manifestación de censura, para muchos lectores cubanos el único autor de este popular libro es Herminio Almendros.
Anita Arroyo
Nacida en Milán, Italia, en 1915, de padre puertorriqueño y madre cubana, Anita Arroyo desarrolló una importante labor como educadora, narradora y ensayista en Cuba, donde se graduó de doctora de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. En 1946 publicó la colección de cuentos El pájaro de lata, su incursión inicial en la narrativa para niños. Una década más tarde, en coautoría con el periodista y narrador Antonio Ortega (Gijón, 1903-Caracas, 1970), quien había llegado a Cuba como exiliado tras su participación en la guerra civil española, da a conocer El caballito verde, un libro de “cuentos para chicos y grandes”, con ilustraciones de Jorge Rigol. Tanto Arroyo como Ortega abandonarán el país a principios de los años 1960.
Anita Arroyo retomó en la Universidad de Puerto Rico, país donde se radicó, su carrera como educadora e investigadora literaria. Allí reeditó El pájaro de lata, en 1973, y publicó en 1984 un tercer libro para niños titulado El grillo gruñón. También escribió y dio a conocer diversas obras para adultos, de ficción y de investigación literaria, como América en su literatura (1967), Raíces al viento (1974), Narrativa hispanoamericana actual (1980), José Antonio Saco: su influencia en la cultura y en las ideas políticas de Cuba (1989), Cuentos del Caribe (1992) y Las pequeñas muertes (1992). Falleció en San Juan, Puerto Rico, en 1995, a los 80 años de edad, muy reconocida en el mundo académico de ese y otros países, pero relegada al olvido en Cuba
Rompiendo el silencio: primeras grietas
Los nombres de Hilda Perera, Emma Pérez, Anita Arroyo y Concepción Alzola volverán a ser mencionados en publicaciones especializadas de Cuba a partir de finales de la década de 1980, después de un largo período de silencio, por diferentes investigadores.
En 1989, la revista Letras Cubanas publica el ensayo “Literatura infantil cubana antes de 1959 (algunas piezas del rompecabezas)”, de Antonio Orlando Rodríguez, y por primera vez, después de años de marginación oficial, una publicación cultural de la isla hace referencia a las obras de Perera, Pérez y Arroyo, reconociendo el carácter fundacional de sus aportes al desarrollo de la LIJ cubana.
Asímismo, en su libro La narrativa femenina cubana. 1923-1958, publicado por Editorial Academia en La Habana, en 1989, Susana A. Montero no escatima elogios para la durante muchos años proscrita Hilda Perera: “En Cuentos de Apolo, nuestra literatura para niños tiene una obra maestra”, afirma sobre un libro retirado de las bibliotecas públicas un cuarto de siglo atrás.
Cambios en las políticas editoriales del país, que en los últimos lustros han permitido la publicación de algunas obras de y sobre autores exiliados, posibilitaron que en el año 1999 el relato “Pedrín y la garza”, de Hilda Perera, circulara en Cuba como parte de la antología ¡Mucho cuento!, preparada por Enrique Pérez Díaz para Ediciones Unión. En su Diccionario bibliográfico de escritores españoles en Cuba. Siglo XX, publicado por la editorial Letras Cubanas en el año 2010, el investigador Jorge Domingo Cuadriello dedica una entrada a Emma Pérez.
En el 2015, el Diccionario de autores de la literatura infantil cubana, de los investigadores Ramón Luis Herrera y Mirta Estupiñán González, publicado por Ediciones Unión, incluye amplias entradas sobre Hilda Perera y Emma Pérez Téllez, y también referencias a Anita Arroyo y Concepción Teresa Alzola. Es importante destacar que ninguna de estas autoras había sido incluida en el Diccionario de la literatura cubana (1984) ni en la Historia de la literatura cubana (2010), proyectos desarrollados por el Instituto de Literatura y Lingüística. Su aparición en este diccionario de literatura infantil –elaborado por dos investigadores de la Universidad de Ciencias Pedagógicas Capitán Silveiro Blanco, de Sancti Spíritus– pudiera interpretarse como una señal de rectificación y justicia, proveniente, más que de una política oficial, de iniciativas individuales.
Reconocimientos de esta naturaleza –grietas en un prolongado silencio– constituyeron pasos iniciales y alentadores en el proceso de reinserción en el cuerpo de la literatura nacional de importantes personalidades de la diáspora intelectual cubana, un proceso aún tímido e imperfecto.
Censura de cómics
Como resultado del agudo antagonismo ideológico con los Estados Unidos, en los años 1960 dejaron de publicarse y comercializarse en Cuba los cómics estadounidenses (conocidos como “muñequitos”), de gran arraigo dentro de la población infantil de la isla, y comenzaron a crearse otros, de producción nacional, con contenidos revolucionarios, para sustituir a Superman, Batman, el Pato Donald y otros personajes acusados de fomentar el diversionismo ideológico y de estar al servicio del imperialismo (en consonancia con las ideas defendidas por Ariel Dorffman y Armand Mattelart en su libro Para leer al Pato Donald, que se convirtió en una suerte de biblia para muchos intelectuales y dirigentes de la cultura). El escritor cubano Aramís Quintero evoca esta transición –que puede considerarse una de las primeras manifestaciones de censura de materiales de lectura de niños y jóvenes– en un testimonio incluido en el libro La aventura de la palabra, de Sergio Andricaín (2014: 30):
…cuando tenía diez años triunfó la Revolución y, como tantas cosas, los muñequitos desaparecieron de un día para otro. Un día yo estaba enfermo y mi papá recorrió medio Matanzas buscándome muñequitos; y cuando yo esperaba a la pequeña Lulú, la Zorra y el Cuervo o El Llanero Solitario, él se apareció con uno de nuevo tipo, sin historieta, que hablaba del trabajo en el campo y la reforma agraria. Fue un duro golpe. (Más tarde me enteré de que los otros muñequitos eran “deformantes”, pero nunca pude olvidar que me hicieron feliz en la infancia).
Posteriormente, los contenidos de estos cómics de producción nacional se apartaron, en algunos casos, de la vertiente del explícito agit-prop político –representada, por propuestas como Pucho y Supertiñosa, del dibujante Virgilio Martínez Gaínza; Playa Girón, de Luis Wilson Valera, o Los siete samurais del 70, de Juan Betancourt (guion) y Francisco Blanco Ávila (dibujos)–, lo cual puede apreciarse leyendo historietas como Gugulandia, de Hernán Henríquez; Hindra, de Tulio Raggi, y Los misterios de la Luna, de Sergio Hernández (guion) y Raggi (dibujos); Matías Pérez y Kombei, de Luis Lorenzo Sosa; Historias de Chamaco, de Fidel Morales Vega (guión) y Alfredo Calvo Montalvo (dibujos); Guabay, de Roberto Alfonso Cruz; Una familia cualquiera, de Karla Barro (guion) y Felipe García Rodríguez (dibujos), y Kashibashi y las primeras aventuras de Elpidio Valdés, de Juan Padrón, cómics que comenzaron a aparecer en publicaciones periódicas de los años 1960, como el suplemento infantil del periódico Revolución, el semanario Pionero y las revistas Aventuras, Fantásticos, Din Don y Muñequitos.
El popular personaje del mambí Elpidio Valdés, creado por Juan Padrón en 1970, es un buen ejemplo de radicalización ideológica en el campo de las historietas, respondiendo a las demandas de entidades oficiales. En sus primeras apariciones en la prensa era un personaje humorístico, que protagonizaba tramas fantasiosas con toques de absurdo (al estilo de Elpidio Valdés contra los ninjas), pero rápidamente fue puesto al servicio de la educación infantil y devino símbolo patriótico del enfrentamiento de Cuba contra el imperialismo estadounidense.
Literatura infantil en Ediciones El Puente
En la Cuba de 1961, el joven escritor José Mario Rodríguez (Güira de Melena, 1940-Madrid, 2002) creó y dirigió Ediciones El Puente, un proyecto literario y cultural que gozó de relativa autonomía “en aquellos años en que el nuevo Estado extendía también su monopolio editorial e ideológico” (García Méndez, 2011: en línea), alrededor del que se nucleó un grupo de intelectuales noveles, en su mayoría veinteañeros.
El proyecto nunca recibió ayuda financiera estatal, pues los libros eran costeados por José Mario, en algunos casos con aportes monetarios de los autores. La nacionalización de las imprentas hizo indispensable que a partir de 1964 el director de esta editorial tuviera que recurrir al apoyo de la UNEAC para acceder a los servicios de impresión y para que le fuera concedido el papel que requerían sus publicaciones.
En febrero de 1962, como parte de sus creaciones publicadas bajo este sello, José Mario dio a conocer el libro 15 obras para niños, una selección de textos suyos de teatro infantil (6). La aceptación fue tal, que en agosto de 1963 salía de las prensas una segunda edición de 2.000 ejemplares.
Varias de las piezas incluidas en este libro alcanzaron una notable difusión en un momento en que la dramaturgia para niños era muy incipiente y, como consecuencia de haberse fundado grupos profesionales de teatro infantil en todas las provincias del país, la necesidad de un repertorio era apremiante. Como indica la contracubierta de la segunda edición “casi todas [las obras] han sido adquiridas para su puesta en escena por el Consejo Nacional de Cultura” (Mario, 1963).
José Mario |
Sin embargo, las obras de este autor no continuaron escenificándose por mucho tiempo. Ediciones El Puente fue clausurada en 1965, como resultado del creciente control estatal de la cultura; entre otras, las causas del fin de este proyecto fueron la “falta de compromiso” de su literatura con los principios de la revolución y la homosexualidad de algunos de sus escritores, entre ellos José Mario. Según el testimonio de Manuel Ballagas, uno de los escritores cercanos a El Puente, la orden de clausurar la editorial provino del propio Fidel Castro, quien, en una reunión con estudiantes y profesores de la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana, exclamó: “Ese Puente lo vuelo yo”. (vid. Hernández, 2012, en línea).
Al igual que muchos artistas, religiosos y homosexuales de su generación, considerados “lacras” de la sociedad, el autor de 15 obras para niños fue recluido en 1966 en uno de los campos de trabajo forzado conocidos como Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Su libro de teatro infantil, como toda su literatura, resultó censurado y sus obras dejaron de representarse; el tomo II nunca vio la luz.
José Mario no fue el único creador vinculado a la editorial que fue censurado y perseguido. En el libro Un puente contracorriente. Ediciones El Puente: Un esfuerzo literario dentro y fuera de Cuba, Marlies Pahlenberg realiza un recuento de represalias a los “puenteros” que incluye desde la negativa a publicar en editoriales y revistas culturales hasta interrogatorios y prisión. También hace alusión a los tratamientos de electrochoques que recibió Silvia Barros en una institución psiquiátrica (Pahlenberg, 2014: 55-56).
La poeta y dramaturga Silvia Barros (Las Villas, 1939) estuvo entre los primeros autores que publicaron con El Puente, pues en 1961 dio a conocer con esta editorial el poemario para adultos 27 pulgadas de vacío. En diciembre de 1964 otro título suyo se sumó al catálogo de El Puente: Teatro infantil, volumen en el que reunió doce piezas breves (7). Después del cierre de la editorial, esta obra también se convirtió en objeto de censura y sus ejemplares no tardaron en desaparecer de las bibliotecas públicas.
Barros fue una autora muy representada en los años 1960. Para el Guiñol Nacional de Cuba escribió una adaptación de El gato con botas, presentada en 1965; el Guiñol de Camagüey llevó a escena su obra Copito y una versión de Peter Pan, y el Teatro de Muñecos de La Habana le estrenó la pieza En un país con sol. Entre 1965 y 1966 colaboró con una revista de corta existencia: Cuadernillos del Teatro Infantil y de la Juventud, publicada por el Consejo Nacional de Cultura; pero no tardó en abandonar Cuba y radicarse en Nueva York, lo que trajo como consecuencia que sus obras dejaran de escenificarse y que no hayan sido incluidas en antologías.
Los nombres de José Mario y Silvia Barros han sido excluidos en diversos estudios sobre la dramaturgia y el teatro para niños en la Revolución, pese a los importantes aportes que realizaron en la década de 1960. A manera de excepción, el citado Diccionario de literatura infantil cubana de 2015 da cabida a una brevísima entrada sobre José Mario.
“Parametración” y dramaturgia para niños
En 1971 comienza un período de la cultura cubana que ha sido denominado el “Quinquenio Gris” y que fue resultado directo de las resoluciones del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. Entre las más dañinas acciones llevadas a cabo en estos años estuvo la “parametración”, que afectó a numerosos artistas e intelectuales que no cumplían los “parámetros” reclamados por la Revolución. Los investigadores Rubén Darío Salazar y Norge Espinosa Mendoza califican esta política como “un severo proceso de depuración en el mundo artístico” y la describen así:
Según un telegrama enviado al grupo teatral, danzario, musical, o al centro de estudios donde trabajaba alguno de los sospechosos, esa persona carecía de los “parámetros” adecuados para erigirse como figura moral que pudiera guiar a la nueva generación de cubanos, y por ende, debía cesar en sus funciones, relegándose a una oscuridad que no calibraba el peso de esa pérdida. Homosexuales, religiosos, personas con conducta extravagante o de dudosa posición política, recibieron los malhadados trozos de papel que parecían dictar el” final de sus distintas existencias.
(…) La parametración fue corroborada legalmente al aprobarse, en la Gaceta oficial, la ley 1267 que se proclamó el 12 de mayo de 1974, mediante la cual la ley 1166 añadía un inciso a su artículo 2, acerca de “homosexualismo ostensible y otras conductas socialmente reprobables que proyectándose públicamente incidan nocivamente en la educación, conciencia y sentimientos públicos y en especial en la niñez y la juventud por parte de quienes desarrollen actividades culturales o artístico-recreativas…”. Bajo esos incisos se justificó lo injustificable (Salazar y Espinosa, 2014: 227-232).
El movimiento teatral fue especialmente afectado por esta cacería de brujas y, dentro de este, el Teatro Nacional de Guiñol, uno de los colectivos más prestigiosos de la escena cubana de esos años, devino objeto de un particular ensañamiento contra sus directores, dramaturgos, actores, escenógrafos y diseñadores.
Este grupo, creado por los hermanos Carucha (La Habana, 1927-Nueva York, 2012) y Pepe Camejo (La Habana, 1929-Nueva York, 1988) surgió en el año 1949 con el nombre de Guiñol de los Hermanos Camejo. Más adelante se sumó a ellos Pepe Carril (Mayarí, 1930- Miami, 1992) y el grupo adopta el nombre de Guiñol Nacional de Cuba. Con el triunfo de la Revolución, y el apoyo que recibió del nuevo gobierno, el colectivo se situó, con sus imaginativos espectáculos para niños y adultos, a la vanguardia de la escena de títeres internacional. Los Camejo y Carril impartieron numerosos cursos para titiriteros en las distintas provincias y como resultado de estos fueron creados en ellas grupos profesionales de teatro para niños.
De izquierda a derecha los hermanos Pepe y Carucha Camejo y Pepe Carril |
Durante los años 1960, los fundadores del Teatro Nacional de Guiñol realizaron también una notable contribución a la dramaturgia para niños. Carucha Camejo escribió y dirigió recreaciones de clásicos de la LIJ como El flautista prodigioso (1963), inspirada en el poema de Robert Browning; La Cenicienta (1964), sobre el cuento recogido por Charles Perrault y los hermanos Grimm; El pequeño príncipe (1965), adaptación de la obra de Antoine de Saint-Exupéry; Blancanieves y los siete enanitos (1966), versión del texto de los hermanos Grimm, y El patito feo (1967), versión del cuento de Hans Christian Andersen.
Pepe Camejo publicó Los dos leñadores (1961), obra que formó parte del repertorio de muchos de los recién constituidos grupos de teatro. En colaboración con el folclorista Rogelio Martínez Furé dio a conocer en 1969 la obra Ibeyi añá, inspirada en un cuento yoruba recogido por Lydia Cabrera, uno de los primeros acercamientos de la LIJ cubana al universo de la mitología afrocubana. Cabe destacar el carácter transgresor de este proyecto, que incluía cantos litúrgicos afrocubanos y un diablo entre sus personajes, en una etapa en que las expresiones culturales de raíz negra fueron consideradas por algunos importantes funcionarios culturales como expresiones de brujería, “cosas de negros, atraso” (vid.: Cino Álvarez, 2013: en línea).
También la obra Las bodas del ratón Pirulero, de Pepe Carril, fue llevada a escena por los grupos de teatro infantil fundados a inicios de los años 1960. La labor de Carril como dramaturgo para niños incluyó, además, versiones de Pedro y el lobo (1963), de Serguei Prokofiev; La margarita blanca (1963), sobre la adaptación de Ruth Robés Masses y Herminio Almendros incluida en el libro Había una vez, y Pinocho (1967), sobre la obra de Carlo Collodi.
Tanto Pepe Camejo como Pepe Carril se convirtieron en víctimas de la parametración, fueron destituidos (el primero de su cargo como director general del Teatro Nacional de Guiñol y el segundo de sus funciones como director artístico) y apartados del trabajo creador para los niños. Carucha Camejo no fue separada del grupo, pero sí relegada a tareas de menor importancia, no volvió a dirigir ningún espectáculo y terminó siendo enviada a trabajar como obrera en un taller de construcción de muñecos. La dirección del colectivo fue encomendada a “personas de alto nivel político”, la calidad de sus propuestas mermó ostensiblemente y se impuso “un teatro para niños de tendencia doctrinaria, con fábulas dirigidas a subrayar la moraleja social” (Salazar y Espinosa, 2012: 241).
Pepe Camejo intentó hacer teatro desde su casa, por cuenta propia, pero fue denunciado y esto, sumado a su condición de homosexual y al hecho de no haber denunciado los planes de salida ilegal del país de un amigo, hizo que fuera encarcelado durante un año. Alejado de la escena profesional, en 1974 comenzó a trabajar en un hospital psiquiátrico y exploró las posibilidades del teatro como terapia para los enfermos mentales.
A partir de 1976, con la creación del Ministerio de Cultura y como resultado de numerosos reclamos, progresivamente algunos “parametrados” pudieron reinsertarse en la vida cultural del país. Ese fue el caso de Pepe Carril.
Pepe Camejo emigró a Estados Unidos en 1978; Pepe Carril siguió sus pasos en 1980 y Carucha Camejo en 1984. El quehacer de estos tres grandes artistas, silenciado en la isla durante años, comenzó a ser reconocido y estudiado a fines de los años 1990 por una nueva generación de artistas y teatrólogos. Resultado de largas pesquisas y de la voluntad de recuperar a estas figuras clave de la cultura cubana, Salazar y Espinosa publican el libro Mito, verdad y retablo: El Guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril, ganador el premio Rine Leal de Investigación Teatral convocado por la editorial TablasAlarcos en el año 2012.
Otro importante dramaturgo para niños que fue víctima de los efectos de la parametración fue René Fernández Santana (Matanzas, 1944), quien entre 1964 y 1971 dirigió el Guiñol de Matanzas. Formado en los primeros años de la década de 1960 en el Seminario de Dramaturgia impartido en el Teatro Nacional de Cuba por el argentino Osvaldo Dragún y otros profesores, Fernández se convirtió en el prolífico autor de numerosas obras llevadas a escena por distintos grupos de teatro infantil del país, entre ellas La amistad es la paz (1963), El día que se robaron los colores (1965), El cerdo carretero (1965), El sembrado de frijoles (1965), Gran misión científica de encontrar la redonda pelota (1965), El que no trabaja no come (1965), La moneda (1965), El burro y el perro (1965), La locomotora amarilla y vieja (1967), El papalote que llegó a la Luna (1968) e Historia de la alta montaña con su cima llena de nieve (1969). Lo curioso es que durante el largo período en que este creador estuvo apartado del teatro para niños, y sus obras censuradas, algunas de ellas siguieron llevándose a escena, eliminando su crédito de los programas.
René Fernández Santana |
En un revelador testimonio –que pone de manifiesto la efervescencia creadora y el idealismo que caracterizó a los jóvenes creadores del teatro cubano para niños de los años 1960 y cómo su trabajo fue truncado por la persecución política y cultural–, Fernández Santana alude a la pérdida del manuscrito de una de sus obras para la infancia, Choquezuela para botones, cuando las autoridades lo obligaron abandonar el Guiñol de Matanzas:
Destruyeron ese texto y otros muy valiosos junto con cientos de títeres. He convocado también a cientos de fantasmas para reescribir esas obras, pero no aparecen, parece que están negados al pasado. En realidad, pienso como ellos, no tengo las mismas motivaciones para reconstruirlas. No sería aquella obra llena de voluntad crítica, alegría, esperanzas y luchas de aquel grupo de jóvenes airados, inquietos, que soñábamos con una absurda justicia. Nos reuníamos ingenuamente en la Biblioteca, en nuestras casas, en los portales del Teatro Sauto, en el parque de La Libertad, para hacer nuestras cartas-reclamos, combatir, hacer denuncias al sindicato y a nuestras organizaciones sobre ese “proceder” de la cultura cubana. Nos acusaron de amotinarnos y también de otra palabra muy dura, atrincherarnos en nuestro teatro, en nuestro muro, en nuestra sede artística. Nos señalaron de conflictivos, negativos, artistas con problemas. Pero nunca nos dijeron con claridad cuáles eran nuestros problemas. Eran problemas de monstruos, problemas nacidos de las cabezas inútiles. Fueron momentos muy duros para todos los que trabajamos el teatro de títeres en Matanzas.
(…) nos sentimos desorientados, trataron de desunirnos, nos ubicaron en diferentes centros de trabajo: fábrica de fósforos, de refrescos, en servicios técnicos, como si el trabajo fuera un castigo. Nos citaban para intimidarnos, y nos movían de un lugar a otro. Pero seguimos en el combate hasta que logramos que algunos fueran ubicados en el Conjunto Dramático de la provincia. A mí me ofrecieron trabajo de tramoyista en Servicios Técnicos de Cultura, los trabajadores de esa unidad no entendieron por qué yo estaba allí y se solidarizaron conmigo. Más tarde nos informaron a todos que no podíamos hacer teatro dirigido a los niños. Para nosotros era una pena sin nombre, luego supimos que éramos artistas parametrados. Lograron dispersarnos. Vimos todo sin poder hacer nada. Ese teatro que llevaba el nombre de El Papalote fue desmantelado. Todos sus archivos artísticos, escenografías, volúmenes de fotos, los títeres de todo el repertorio, fueron sacados en camiones y botados en las afueras de la ciudad en un campo de basura. Éramos tan jóvenes, con tantas motivaciones, con tanto amor a la vida, con tantas ilusiones de ser artistas… Fue un largo silencio, no sé cuántos años pasaron para que se hiciera justicia.
(…) En ese tiempo, creé el libro Método de manipulación y trabajo del actor en el teatro de títeres, publicado por la editorial Pueblo y Educación, en 1989, tras la tormenta. (vid., Salazar, 2012: en línea).
A principios de la década de 1980, Fernández Santana fue “rehabilitado” y retomó su carrera como autor y director teatral al frente del prestigioso Teatro Papalote de Matanzas, para el que ha escrito desde entonces un gran número de textos para niños y jóvenes. En el año 2007, como reconocimiento a su brillante trayectoria, se le otorgó el Premio Nacional de Teatro.
Otro dramaturgo que escribió y teatro para la infancia en la década de 1960 y que quedó incluido en el index como resultado de la parametración, fue René Ariza (La Habana, 1940-San Francisco, 1994), autor de La lección del Gato Feo, quien marchó a Estados Unidos en 1980.
Semanario Pionero: expulsados del paraíso
A partir de su creación en 1964, el semanario Pionero se convirtió en uno de los principales materiales de lectura recreativa de la niñez cubana, ya que se distribuía con carácter gratuito, primero como suplemento del periódico Hoy, órgano del Partido Socialista Popular, y al año siguiente, como parte del proceso de reorganización de la prensa nacional, del recién surgido periódico Juventud Rebelde, órgano de la Unión de Jóvenes Comunistas.
El período que va de agosto de 1967 a agosto de 1968 fue muy significativo en la historia del tabloide, por el alto nivel de calidad estética que se alcanzó y por la búsqueda y materialización de novedosos contenidos y formas que logró un valioso equipo de jóvenes redactores e ilustradores. Durante esa etapa, en la que su tirada llegó a ser de 130 mil ejemplares, Onelio Jorge Cardoso, uno de los más relevantes narradores de Cuba, y destacado autor de cuentos para niños, fungió como jefe de redacción de la publicación. La labor de Ubaldo Ceballos como director artístico trajo como consecuencia una renovación formal gráfica en las ediciones de este período. El equipo de redactores lo conformaban Ivette Vian, Mercedes Mármol, Froilán Escobar, Félix Contreras, David García, Elio Ortega y, como asidua colaboradora, Renée Méndez Capote; en el diseño figuraban Juan José, Fran Valdés y Luis Lorenzo, con colaboradores de la calidad de José Luis Posada, Chamaco y Harry Reade.
Pionero incluía cuentos y poemas de autores nacionales y extranjeros, historietas y distintos géneros periodísticos (artículo, crónica, entrevista, reportaje, fotorreportaje). Los contenidos patrióticos aparecían junto a textos humorísticos y de libre fantasía. Onelio Jorge Cardoso comentó:
Era un periodismo que trataba de abarcar todos los intereses del niño en sus diferentes edades, y tocar esos temas con sencillez, pero sin paternalismo, preocupándonos por la belleza del lenguaje. La belleza es una necesidad humana y por eso muchos de los trabajos que publicábamos, sin dejar de ser periodísticos, estaban muy emparentados con la poesía (Rodríguez, 1986: 38).
Esta época dorada de Pionero dio paso, al concluir la década de 1960, a una nueva dirección que se encargó de dar inmediatamente a la publicación un acentuado carácter político y propagandístico, en el que ya no tuvieron cabida la sección fija “El duendecillo cuenta” ni tampoco narraciones de carácter lírico o absurdo.
Como parte de la radicalización ideológica del semanario y de su cruzada contra la fantasía, varios redactores e ilustradores fueron separados de sus puestos, entre ellos la escritora Ivette Vian Altarriba, entonces de 25 años de edad, quien describió en un testimonio recogido para esta investigación los mecanismos y los efectos de aquel implacable proceso de censura:
La nueva dirección de la revista señalaba que se escribía mucha fantasía vinculada con el idealismo. Nos acusaron de europeizantes y de que nuestra forma de escribir para los niños era muy intelectual. En una asamblea me acusaron de ser religiosa porque había escrito sobre temas del folclor vinculados con la religión afrocubana. Argumenté que se trataba de leyendas y fábulas de nuestro folclor, pero fue inútil. Me acusaron de ser extravagante e hipercrítica, de hippie y de rebelde, de no reconocer las jerarquías y de oponerme a las directivas de la Unión de Jóvenes Comunistas. Yo estuve todo el tiempo de pie, nadie me sugirió que me sentara, me sentí muy lastimada. Intenté rebatir las acusaciones de los dirigentes, encabezados por Ángel Guerra y Ricardo García Pampín, pero fue inútil.
Aquella asamblea fue larga y terminó cuando la directiva me dijo que no discutiéramos más, que la reunión no era más que una formalidad, porque la decisión sobre mi caso ya estaba tomada y era expulsarme de Pionero. Poco a poco, a todos los del equipo los fueron expulsando. Nos tenían miedo, desconfiaban de nosotros. Esto sucedió un mes después de que mi marido se fue del país, dejándome sola con un niño de cinco años.
No tardaron en expulsarme también de la Unión de Periodistas de Cuba y de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Empecé a buscar trabajo en otras publicaciones, sin resultado, hasta que un amigo me dijo que no lo intentara más, que en Cuba lo controlaba todo el estado, que era el estado quien me había vetado y que por tanto no hallaría empleo en ninguna parte.
Con el tiempo, empecé a trabajar cuidando niños con trastornos de conducta (autismo, agorafobia, timidez extrema, etc.) en el círculo infantil Kásper. Allí escribí, sobre esos temas, como quince obras de teatro para niños. Un día llegó un grupo de psicólogos, abrieron mi armario y cogieron mis obras. Dijeron que las había escrito sin pedir autorización y que por eso se las llevaban. Ante mis reclamos, me respondieron que a mí no me pagaban por escribir, sino por cuidar a los niños. No me las devolvieron. Solo se salvó una. De inmediato me citaron a una reunión y me dijeron que, como había sido expulsada de Pionero, no se me permitía trabajar en un puesto donde podía influir en la formación de los niños. El funcionario Ricardo García Pampín los había llamado para informarles sobre mi sanción. ¿Resultado? Me pusieron a limpiar el piso y me prohibieron tener contacto con los niños.
Esa vez sí me deprimí. Sentí injusto aquel castigo. Entonces fui a hablar directamente con Pampín para preguntarle cuándo me perdonarían. Me contestó que nunca, porque siempre llamaría para informar sobre mí, que para lograr el perdón tenía que proletarizarme. Me dijo que yo era una cucaracha y que si quería podía aplastarme, pero que no lo hacía porque la Revolución era generosa conmigo (Vian Altarriba, 2015).
Ivette Vian tuvo que esperar hasta 1977 para regresar a la escena literaria del país. Ese año obtuvo el premio de literatura infantil del concurso 13 de marzo, de la Universidad de La Habana, con el libro Como te iba diciendo… (una selección de sus cuentos publicados en el semanario Pionero). Con posterioridad a esa fecha su bibliografía para niños se ha enriquecido con numerosos títulos, ha recibido importantes galardones y ha sido reconocida como una de las grandes figuras de la LIJ cubana. En el volumen Todos mis cuentos, publicado en 2012 por la editorial Gente Nueva como parte de la colección Homenaje, se reunió el conjunto de la narrativa escrita por Ivette Vian entre 1966 y 2011. La autora encabezó el relato “El eco de la montaña” con un significativo epígrafe: “…a pesar de todos los pampines…”.
Concursos literarios: otra forma de censura
Una parte considerable de los libros para niños y jóvenes que vieron la luz en las editoriales cubanas a partir de 1972 –año en que, como consecuencia del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, distintas instituciones del país se comprometieron con el fomento de la LIJ– fueron premiados en concursos nacionales como La Edad de Oro, UNEAC, Casa de las Américas, 26 de Julio y 13 de marzo. Estos certámenes se convirtieron, en la práctica, en otra instancia de censura.
Los jurados, por lo general, favorecían las obras que respondieran a los temas y contenidos comprometidos con la revolución y evitaban reconocer aquellas que se apartaran de esas premisas. A ese filtro se añadía otro: las actas que los jurados redactaban después de escoger las obras merecedoras de premios y menciones no tenían validez hasta que los representantes del Ministerio del Interior, en cada una de las organizaciones convocantes, verificaban que los autores de esos libros cumplían con las exigencias que se esperaba de un artista revolucionario y que, por tanto, podían ser premiados.
Esta forma de censura se llevó a la práctica sistemáticamente no solo en los certámenes nacionales e internacionales más importantes, sino también en aquellos creados para dar a conocer autores emergentes de los talleres literarios. El movimiento de talleres literarios, coordinado y supervisado por el Sistema Nacional de Casas de Cultura del Ministerio de Cultura, fue muy pujante en las décadas de 1970 y 1980. Cada año se realizaban en todo el país concursos municipales y provinciales para los talleristas, y los creadores que resultaban premiados asistían como invitados a un gran Encuentro-Debate Nacional de Talleres Literarios. En este evento, escritores de reconocida trayectoria actuaban como jurados de los distintos géneros literarios; los trabajos eran leídos en alta voz por los concursantes y finalmente se escogían los premios, que durante varios años se publicaron en un libro-memoria de estos encuentros.
El escritor y dramaturgo Eddy Díaz Souza se dio a conocer a mediados de los años 1980, antes de cumplir los 20 años de edad, en el marco de los talleres literarios y experimentó la censura en uno de estos encuentros nacionales. Su narración para niños en competencia, titulada “Papá y yo”, había sido muy elogiada por el jurado y todo parecía indicar que sería la premiada.
El cuento trata sobre la relación de un padre y su hijo. El padre está enfermo y antes de morir crea en siete días un universo para legárselo a su hijo antes de abandonarlo. Uno de los miembros del jurado me comentó: “Debió haber sido duro perder a tu padre, porque me imagino que el cuento está basado en una experiencia personal”. Mi respuesta fue muy ingenua, propia de un joven proveniente de un pueblo de provincia y sin ninguna experiencia en el mundo literario: “No, el cuento no se inspira en nada personal”, aclaré: “Es una recreación del ‘Génesis’ del primer libro de la Biblia. Esa declaración consternó a los integrantes del jurado, que entraron en pánico y empezaron a hacerme de inmediato preguntas que se salían del contexto literario y que pasaron a ser muy personales, acerca de mi familia y mi educación religiosa. Dedujeron que yo provenía de un hogar católico, pues era inusual y preocupante que un joven cubano de ese momento fuera lector de la Biblia. Para evitarse problemas, el jurado prefirió premiar un cuento inocuo y pasar por alto ese que resultaba “conflictivo” y que podía ocasionarles problemas” (Díaz Souza: 2016).
Algún tiempo después, el cuento en cuestión fue incluido en una muestra de literatura infantil cubana difundida por la revista Unión, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Excilia Saldaña y Antonio Orlando Rodríguez, responsables de ese dossier, decidieron publicarlo con el propósito de avalar al joven autor y de diluir los posibles efectos negativos que aquel episodio del Encuentro-Debate Nacional de los Talleres Literarios pudiera tener sobre su prometedora carrera. Más adelante, Díaz Souza ganó el premio nacional La Edad de Oro, en 1989, con su libro Cuentos de brujas y un año más tarde abandonó la isla, radicándose primero en Venezuela y después en Estados Unidos, países donde ha continuado su trayectoria como narrador y dramaturgo para niños.
A modo de colofón (provisional)
Como puede apreciarse en los ejemplos expuestos, entre los años 1960-1985 la censura de la LIJ en Cuba se puso de manifiesto de formas diferentes, en distintos espacios, circunstancias y condiciones. En años más recientes se ha ido transformando en consonancia con la situación social y política del país, haciéndose más radical o más laxa, pero sin desaparecer nunca, pues la censura de todas las expresiones del pensamiento y del arte es una condición inherente a todos los regímenes totalitarios.
Muestra de esa evolución de la censura es el hecho de que algunos de los autores que fueron borrados de la historia oficial de la cultura del país, hayan sido “rescatados” o “reivindicados” en el transcurso de las últimas décadas, en el caso de Hilda Perera a través de la publicación de algunos textos suyos en libros y revistas, y en otros al convertirlos en objeto de estudios académicos de diversa índole o al incluir referencias mínimas que dejan constancia de su existencia y de su quehacer artístico. Por otra parte, temas que en los años 1960, 1970 y 1980 se consideraban tabúes (como la discriminación racial, la marginalidad, la familia disfuncional, las salidas ilegales del país, el abuso infantil, la precariedad del sistema educativo, etc.) han aparecido en libros publicados en la isla a partir de los años 1990, por autores que reflejan de forma crítica aspectos de su realidad social contemporánea.
Las informaciones y testimonios reunidos en estas páginas constituyen apenas algunos de los hilos de los que habrán de tirar los investigadores en el futuro para que podamos tener una visión más clara, abarcadora y rigurosa de los procedimientos y de las consecuencias de la censura ejercida sobre la LIJ en Cuba. Mientras llega ese momento, sirvan estas notas como un acercamiento básico a un complejo y traumático tema.
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Nuestro agradecimiento al querido y admirado Pedro C. Cerrillo (1951-2018) por su confianza en nuestro trabajo, por su voluntad de vincular a la Fundación Cuatrogatos y al CEPLI en diversos proyectos investigativos y editoriales; por la propuesta, que mucho nos honró —y retó— de realizar un acercamiento a la censura de la literatura infantil en Cuba, nuestro país de origen, e invitarnos a exponer sus resultados en el congreso Censuras y LIJ en el siglo XX, realizado por la Universidad de Castilla-La Mancha, en Cuenca, en el año 2016, con la participación académicos, investigadores y estudiosos de España, Argentina, Chile, Colombia, Cuba, Guatemala, México y Venezuela.
También damos las gracias a Daína Chaviano, Carlos Espinosa Domínguez y Eddy Díaz Souza por su atenta lectura de este trabajo y sus valiosas observaciones.
Esta ponencia fue presentada en el congreso Censuras y LIJ en el siglo XX, organizado por el CEPLI de la Universidad de Castilla-La Mancha, España.
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Notas:
- “En Cuba lo que se lee y lo que no se lee tiene como fundamento la existencia del Estado como único propietario de bienes públicos. A diferencia de cualquier otro país latinoamericano, allí las grandes editoriales de la lengua castellana no venden sus libros ni existen impresoras privadas que editen textos antiguos, clásicos o modernos, de literatura o pensamiento. Esa función la han cumplido, desde 1959, las editoriales del Estado con mayor o menor flexibilidad ideológica a lo largo de cinco décadas”. (Rojas, 2009: 9)
- Aunque las autoridades cubanas hayan insistido, en una amplísima bibliografía en medios oficiales, en presentar como un completo páramo el apoyo gubernamental a la cultura antes del año 1959, lo cierto es que con anterioridad a esa fecha se llevaron a cabo importantes acciones, aun cuando estas no puedan compararse con la gran cobertura geográfica, los recursos financieros y la sistematicidad que aportó a este campo la Revolución. Un ejemplo de esas acciones anteriores a 1959 fue la labor desplegada entre 1949 y 1951, cuando, durante el mandato de presidente Carlos Prío Socarrás, los escasos fondos dedicados a la cultura se incrementaron en un 400 por ciento. Con Raúl Roa, connotada figura del marxismo en la isla, al frente de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, esta entidad desarrolló un importante plan de publicaciones de obras significativas, organizó ferias provinciales del libro, otorgó becas a creadores y recorrió el país llevando a pequeños pueblos y caseríos obras de teatro, conciertos, exposiciones de artes plásticas y otras actividades artísticas como parte de las Misiones Culturales. Para ampliar esta información, consúltese el estudio “Actores gubernamentales de la política cultural cubana entre 1949 y 1961”, de Jorgelina Guzmán, investigadora del Instituto de Historia de Cuba, publicado en Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, en su edición de enero-junio de 2012.
- Estadísticas consultadas indican que, según el censo de 1953, en Cuba existían 7.560 escuelas primarias y 670.000 estudiantes matriculados en ellas. De acuerdo con datos recogidos en la primera mitad de los años 1950, estas cifras solamente eran superadas, en América Latina, por cinco países: Brasil, México, Argentina, Colombia y Perú, todos con una población y una extensión geográfica muy superiores a las de la isla. Estas cifras de la educación en Cuba aventajaban, en número de escuelas y de estudiantes de primaria, a las reflejadas para Bolivia, Chile, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Uruguay y Venezuela, e incluso superaban a las de países de otras latitudes, como Austria, Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Islandia, Israel, Luxemburgo, Países Bajos y Nueva Zelanda. Las estadísticas de Cuba acerca de la enseñanza secundaria o media, reportadas también por el empadronamiento de 1953, indican un número marcadamente menor de escuelas de este nivel y de alumnos matriculados en ellas. Fuente: “Comparative International Statistics”, en Statistical Abstract of the United States: 1958, U.S. Bureau of the Census, 1958: 945-946.
- En 1971, el poeta Heberto Padilla fue encarcelado en Cuba, acusado de realizar actividades subversivas al servicio de la CIA, y obligado a leer una autocrítica en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. El proceso contra este escritor trajo como consecuencia el distanciamiento con la Revolución Cubana de importantes intelectuales del mundo, como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Nathalie Sarraute, Jorge Semprún, Susan Sontag, Italo Calvino, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, José Revueltas, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, José Agustín Goytisolo, Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma, entre otros. Acerca del caso Padilla y su repercusión existe una amplia bibliografía, que incluye los estudios incluidos en libros como La Revolución cubana: miradas cruzadas, 1959-2006, editado por Dominique Gay-Sylvestre (Ediciones Idea, 2007), y Cuba, el socialismo y sus éxodos, de Armando Navarro Vega (Palibrio, 2013).
- Navidades para un niño cubano incluye un conjunto de textos. Cuentos: “Jesusito”, de Anita Arroyo; “Infancia de Jesús”, de Concepción T. Alzola (proveniente de Cuentos populares infantiles, 1955); “Los rábanos de Jesús”, de Dora Carvajal; “Las Navidades de Higinio”, de Ruth Robés Masses; “Caballito de Navidad”, de María Álvarez Ríos; “El Aguinaldo” y “Las barbas del héroe”, de Anita Arroyo; “El guamo”, de Renée Potts; “Los Reyes de Apolo”, de Hilda Perera; “Emilia”, de Aurora Villar Buceta; “Mensaje a los Reyes”, de María Julia Casanova; “El pequeño milagro”, de Isabel Fernández de Amado Blanco; “Mi vida en el país de Nunca-Nunca”, de Rosa Hilda Zell (publicado originalmente en la revista Bohemia, 1947); “De cómo Baltasar entró en el Ejército Rebelde”, de Marinés Mederos, y “Pasaron unos reyes”, de Rosario Antuña. Estampas: “La Pascua campesina”, de Samuel Feijóo; “Navidades en Placetas, 1934”, de Blanca Emilia Rodríguez, y “Reflejos”, de Anita Arroyo. Teatro: “La marímbula mágica”, de María Álvarez Ríos, y “El niño inválido”, de Antonio Vázquez Gallo.
- Las obras de José Mario incluidas en este tomo son El pez dorado, La paja en el ojo ajeno, El caracol y el rosal, Lo que no se puede comprar, Reyes de barbas negras, El rey desnudo, El buey poeta, Lo justo y lo injusto, Los sueños de la tierra, La jaula y el prisionero, ¿Por qué los conejos tienen las orejas largas?, Cristóbal y el monstruo, La hormiga codiciosa, Todos somos iguales y El niño que lo dio todo.
- Las obras de Silvia Barros que aparecen en el libro son las siguientes: Copito, Todos los pícaros son tontos, Por qué el elefante tiene la trompa tan larga, A la rueda-rueda, Un cuento de Hada Salud, Así fue como nací, La verdad completa, En un país con sol, El arcoíris y los pájaros, Lo que va creciendo, Farsa de la gallina y la lombriz y Perrín y la flor.
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*Tomado del sitio web de la Fundación Cuatrogatos con autorización de los autores.
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