Por Eugenio Yáñez
En su texto "El Gato Tuerto", Alejandro Armengol tocaba aspectos de aquella Habana que Guillermo Cabrera Infante magistralmente describió tantas veces.
Entre los comentarios a ese trabajo de Armengol, el de Blanca Acosta sobre Miriam Acevedo cantando Ponme la mano aquí, Macorina, en ese mismo gato con un solo ojo, frente a los de varios comentaristas que demostraban que algunos cubanos no tienen ni idea de aquella época, me pusieron a pensar en esa Habana irreverente, cálida, bohemia, elegante, popular, sofisticada, febril, sencilla, simplemente maravillosa.
Y hoy, como bocanada de aire fresco, al menos para mí, quiero contar un poco de mis recuerdos, sin orden ni concierto, y sin pretensiones intelectuales o literarias, ni de investigación histórica, sino simplemente de ‘descarga’, como se decía entonces. Y aunque mi intención no es politizar el tema, si quiero mencionar algunas cosas que vendrán a la mente de muchos, mostrar los “avances” de la llamada revolución cubana y cómo “perfeccionó” aquella deliciosa vida nocturna y diurna habanera.
No voy a hablar de La Habana anterior a 1959 -no tengo vivencias para ello- sino de la de los primeros años de la década de 1960, cuando La Bodeguita del Medio, en La Habana Vieja, no abría los domingos, y cuando se decía que La Rampa no era una calle en El Vedado, sino un estado de ánimo. Al decir del difunto Luis García, de El Rincón del Filin de Miami, durante los años 50 y 60 del pasado siglo, en una milla a la redonda, a partir de L y 23, La Habana concentraba más bares, night clubs y cabarets que todo el Estado de La Florida en esa misma época.
Y así fue. Siguió siendo la ciudad del vacilón, incluso durante las movilizaciones de enero de 1961, los combates de Bahía de Cochinos, o la Crisis de Octubre de 1962, que no impidieron que bares, night clubs, cafeterías, cabarets y restaurantes funcionaran como de costumbre, y los trasnochadores que salían de madrugada de tales emporios vieran milicianos con las “cuatro bocas” o los cañones antiaéreos con redes de camuflaje emplazados en las aceras del Malecón, desde el Hotel Riviera hasta La Punta.
Aquella Habana única e irrepetible fue capital del ambiente nocturno hasta la execrable Ofensiva Revolucionaria que en 1968 asesinó la ilusión, derribó La Gruta, convirtió a La Zorra y al Cuervo en milicianos, y al Gato Tuerto en militante del partido comunista. Aquella Habana para infantes difuntos, la Ofensiva Revolucionaria la convirtió en una Habana difunta para infantes, adultos y ancianos.
Piensen por un instante en la esquina de L y 23, cuando todavía no existía Coppelia y el actual cine Yara se llamaba Radiocentro. En el lujoso Hotel Habana Libre, antiguo Hilton, podía desayunarse, almorzar o comer en su cafetería de la planta baja, o disfrutar del variado menú en El Polinesio. En el piso 25, el Sugar Bar y el Cañaveral, después de la confiscación pasaron a llamarse Turquino y otro nombre que ahora no recuerdo. Allí se podía beber hasta altas horas de la madrugada oyendo tríos en vivo. En el segundo piso, junto a la piscina, se podía disfrutar de Las Cañitas, tomando cerveza, daiquirí o ron Collins.
O cruzar la calle L hasta el Ember’s Club, antiguo Café de Los Artistas, de Otto Sirgo (posteriormente nombrado Bulerías), y saborear una excelente pizza napolitana por 70 centavos y macarrones con jamón por 80. O bajar por la acera del Radiocentro hasta L y 21, donde estaba el edificio del Retiro Odontológico, con una excelente, iluminada y limpia cafetería-restaurant de autoservicio en la planta baja. Y un poquito más cerca del cine estaba La Cuevita, ideal para un excelente y económico almuerzo.
Bajando por 23, en la acera de enfrente del Habana Libre, estaban El Mandarín, especializado encomida china, la Cafetería CMQ, y el Bar Alaska. De la acera de enfrente, en las instalaciones del Habana Libre, la empresa Cubana de Música Indirecta hacia agradable el ambiente a quienes contrataran sus servicios, con música instrumental todo el tiempo, sin consignas ni “teques”, y otra emisora transmitía en idioma inglés.
Rampa abajo, a un lado de la calle se encontraban los bares-clubes Tikoa, La Zorra y el Cuervo, y La Gruta, este último abierto hasta las cinco de la mañana, los demás hasta las dos o las tres; las cafeterías Wakamba, Karabalí, Balalaika, y el magnífico cine Arte y Cinema La Rampa, al que se podía acceder desde la calle o desde la cafería que hacía esquina a su lado, y que estrenaba películas simultáneamente con el Arenal, en la calle 41, después del Puente Almendares, muy cerca del reparto Kohly. Y por si fuera poco, en 23 y M, al fondo del Habana Libre, la lujosa funeraria Caballero.
Por la acera de enfrente a la funeraria, bajando por La Rampa hacia Malecón, estaban el Pabellón Cuba, otro bar bajando escaleras en 23 y N, y el Club 23 un poco más alante. Después, la Casa de la Cultura Checa -oasis socialista de buen gusto y elegancia frente a la tosquedad de “los bolos”- y al final de la calle el centro comercial La Rampa, con nada que envidiarle a los actuales Malls de Miami. Mientras en calles cercanas, muy cerca del mar, reinaban los hoteles Capri, Nacional, Saint’s John, Vedado y Flamingo, con bares, shows y descargas fabulosas en los cabarets Salón Rojo del Capri, El Parisién del Nacional, El Caribe del Habana Libre y el Copa Room del Riviera.
No pretendo mencionar ahora Tropicana, el paraíso bajo las estrellas; ni caminar por las calles Línea o Calzada, ni subir por 23 hasta 12, pasando por El Carmelo y El Castillo de Jagua; y mucho menos llegar a la zona del Parque Central, en el Prado habanero, y sus hoteles, bares y cabarets circundantes, incluidos el Sevilla, el Sloppy Joe’s y El Floridita. Ni recordar que muchos, tras salir de esos maravillosos centros habaneros que se encontraban por todas partes, iban a tomarse una sopa china, o a un Mar-INIT, a comer camarones con mayonesa y ketchup.
Ni irme por la calle 17 hasta el club Imágenes de Frank Domínguez, o al Cabaret Sierra en Cristina y Luyanó, o al mítico Alí Bar, en las afueras de La Habana, con Benny Moré y las inconfundibles voces que cantaban junto a él, como Fernando Álvarez, Orlando Vallejo o Celeste Mendoza. Ni a las más humildes descargas de la zona de bares y cabarets de la Playa de Marianao, como Pensilvania, Rumba Palace o Panchín, territorio por donde habían deambulado clientes como Marlon Brando, Ava Gardner, Agustín Lara y Errol Flynn, y actuaban leyendas cubanas como el timbalero El Chori.
Sin embargo, si de descargas se trata, es imprescindible mencionar las de Su Majestad Elena Burke, la Señora Sentimiento, con su guitarrista Froilán Amézaga en el Scherezada, a un costado del edificio Focsa, con cojines para sentarse en el piso, pues no había sillas.
Y las de madrugada en el Pico Blanco, en el piso 15 del Saint’s John, donde espontánea e intermitentemente desfilaban y compartían ratos maravillosos y tragos junto al piano figuras de la talla de José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Pacho Alonso y Felo Bergaza, entre más.
O las otras descargas improvisadas en cualquier lugar nocturno de esa Habana vigorosa e incansable, donde podía encontrarse a Marta Valdés, Moraima Secada, Doris de la Torre, Myriam Acevedo, Omara Portuondo, Frank Domínguez, Martha Strada, Soledad Delgado, Marta Justiniani, Meme Solís o Blanca Rosa Gil.
¿Por qué hubo que destruir todo eso? ¿En función de qué? El régimen ha tratado de reconstruir algunos de esos centros emblemáticos, pero, como siempre, cada vez que lo intenta se queda corto y le falta “feeling”.
*Publicado originalmente en Cubaencuentro
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