Juan Manuel Salvat (Foto: Cortesía)
Por William Navarrete
MIAMI, Estados Unidos. – De Sagua la Grande, ciudad de la provincia central de Las Villas, eran el gran Antonio Machín y Rodrigo Prats (eminentes de la música), el urólogo Joaquín Albarrán, el pintor Wifredo Lam, el escritor Jorge Mañach y… el librero y editor cubano que durante más años ha ejercido esta profesión, Juan Manuel Salvat. Cincuenta y siete años al servicio del oficio, publicando a autores cubanos en Miami y 82 años desde que vio la luz en la llamada Villa del Undoso. “A los que nacimos en ese pueblo nos anima un sentimiento gregario porque siempre terminamos reencontrándonos y ayudándonos”, enfatiza.
La imagen del “Gordo Salvat” ―como siempre todo el mundo lo ha llamado cariñosamente desde joven sin que a él le resulte molesto ni ofensivo― será siempre la del afable amigo, sonriente y bonachón, vestido con la elegancia cubana de otros tiempos, sudando la gota gorda bajo el implacable verano floridano con las manos ocupadas por cajones de libros, pero con tiempo para detenerse, interrumpir su trabajo y ponerse a conversar con cualquiera de los clientes, amigos o conocidos que penetraba por la puerta de la librería que él mismo construyó en la esquina de la Calle Ocho y la 31 Avenida del South West de Miami.
Durante dos décadas fui visitante fiel y asiduo, además de contertulio, de su librería Universal. Cuando cerró en 2013 fue como si un pedazo ―otro más― de mis vínculos afectivos con esa ciudad y, por ende, con Cuba, desapareciera para siempre. Aquel espacio, creado en medio de la aspereza de una calle que se pobló con la premura de quienes pensaban permanecer solo de paso, representaba para mí lo que oía contar a los mayores sobre las librerías de La Habana. Es decir, un lugar de encuentros sorpresivos con amigos que no pensábamos ver pero que no por eso dejaban de ser amigos o, simplemente, con personas desconocidas que desde aquel primer encuentro nos acompañarían durante toda la vida. Perderse entre los muebles y anaqueles de la librería de Salvat era un viaje al corazón de Cuba (parafraseando el título del excelente libro de Carlos Alberto Montaner, recientemente retomado junto a Miguel Sales).
No por sonriente y bonachón, Salvat no ha sido “de armas tomar”. Nunca mejor dicho, porque antes de convertirse en el editor de la memoria de la otra Cuba, revólver en mano, intentó derribar la dictadura que todavía padecemos. Ni lo pensó dos veces para infiltrarse en la Isla, ni se le aflojaron las piernas cuando, en más de una ocasión, encaró públicamente al régimen que empezaba a violar las libertades individuales más elementales. Confieso que sabía algo de esto, pero que desconocía los detalles de esa etapa antes de convertirse en editor de Lydia Cabrera, Reinaldo Arenas, Enrique Labrador Ruiz, Rosario Hiriart, Luis Mario, Luis Aguilar León, Hilda Perera y muchos autores más.
―Como con todos los entrevistados vamos a viajar a los primeros pasos de tu vida en Cuba: la infancia, tus padres, la familia y los primeros recuerdos…
―La infancia fue una etapa de felicidad absoluta. En Sagua la Grande, el pueblo grande en el que nací, todo el mundo se conocía. Tenía unos 36 000 habitantes cuando terminé el bachillerato en 1957. Mi padre, Manuel Salvat Martínez, era del caserío de Sierra Morena, no muy lejos. Mi madre, Consuelo Roque Olivé, era de Quemado de Güines. Ambos tenían bisabuelos catalanes, pero desde varias generaciones éramos todos muy cubanos. Como mis abuelos paternos tuvieron nueve hijos, mi padre tuvo que empezar a trabajar desde la edad de siete años. O sea, que desde niño trabajó en la finca El Uvero, cargando caña en los vagones y las carretas con el güinche. Digo “empezó” porque al final terminó como administrador de aquella finca. Y cuando se casó con mi madre, montó una bodega, La Casa Salvat, sita en el Mercado de Sagua, que llamábamos “La Plaza”, en cuya planta baja se encontraban las tiendas de víveres y viandas y, en la segunda, los puestos de carnes y pescados.
La imagen del “Gordo Salvat” ―como siempre todo el mundo lo ha llamado cariñosamente desde joven sin que a él le resulte molesto ni ofensivo― será siempre la del afable amigo, sonriente y bonachón, vestido con la elegancia cubana de otros tiempos, sudando la gota gorda bajo el implacable verano floridano con las manos ocupadas por cajones de libros, pero con tiempo para detenerse, interrumpir su trabajo y ponerse a conversar con cualquiera de los clientes, amigos o conocidos que penetraba por la puerta de la librería que él mismo construyó en la esquina de la Calle Ocho y la 31 Avenida del South West de Miami.
Durante dos décadas fui visitante fiel y asiduo, además de contertulio, de su librería Universal. Cuando cerró en 2013 fue como si un pedazo ―otro más― de mis vínculos afectivos con esa ciudad y, por ende, con Cuba, desapareciera para siempre. Aquel espacio, creado en medio de la aspereza de una calle que se pobló con la premura de quienes pensaban permanecer solo de paso, representaba para mí lo que oía contar a los mayores sobre las librerías de La Habana. Es decir, un lugar de encuentros sorpresivos con amigos que no pensábamos ver pero que no por eso dejaban de ser amigos o, simplemente, con personas desconocidas que desde aquel primer encuentro nos acompañarían durante toda la vida. Perderse entre los muebles y anaqueles de la librería de Salvat era un viaje al corazón de Cuba (parafraseando el título del excelente libro de Carlos Alberto Montaner, recientemente retomado junto a Miguel Sales).
No por sonriente y bonachón, Salvat no ha sido “de armas tomar”. Nunca mejor dicho, porque antes de convertirse en el editor de la memoria de la otra Cuba, revólver en mano, intentó derribar la dictadura que todavía padecemos. Ni lo pensó dos veces para infiltrarse en la Isla, ni se le aflojaron las piernas cuando, en más de una ocasión, encaró públicamente al régimen que empezaba a violar las libertades individuales más elementales. Confieso que sabía algo de esto, pero que desconocía los detalles de esa etapa antes de convertirse en editor de Lydia Cabrera, Reinaldo Arenas, Enrique Labrador Ruiz, Rosario Hiriart, Luis Mario, Luis Aguilar León, Hilda Perera y muchos autores más.
―Como con todos los entrevistados vamos a viajar a los primeros pasos de tu vida en Cuba: la infancia, tus padres, la familia y los primeros recuerdos…
―La infancia fue una etapa de felicidad absoluta. En Sagua la Grande, el pueblo grande en el que nací, todo el mundo se conocía. Tenía unos 36 000 habitantes cuando terminé el bachillerato en 1957. Mi padre, Manuel Salvat Martínez, era del caserío de Sierra Morena, no muy lejos. Mi madre, Consuelo Roque Olivé, era de Quemado de Güines. Ambos tenían bisabuelos catalanes, pero desde varias generaciones éramos todos muy cubanos. Como mis abuelos paternos tuvieron nueve hijos, mi padre tuvo que empezar a trabajar desde la edad de siete años. O sea, que desde niño trabajó en la finca El Uvero, cargando caña en los vagones y las carretas con el güinche. Digo “empezó” porque al final terminó como administrador de aquella finca. Y cuando se casó con mi madre, montó una bodega, La Casa Salvat, sita en el Mercado de Sagua, que llamábamos “La Plaza”, en cuya planta baja se encontraban las tiendas de víveres y viandas y, en la segunda, los puestos de carnes y pescados.
Juan Manuel Salvat de niño en la bodega de su padre en Sagua la Grande (Foto: Cortesía del entrevistado)
En casa éramos tres hermanos: Gabriel (quien ya falleció en Miami), Teresa (que vive aún en Miami) y yo. De aquella época tengo recuerdos muy gratos, sobre todo de las temporadas de vacaciones en que pasamos los veranos en la playa El Salto. Pero también de las tertulias interminables en el parque principal del pueblo, de sus retretas y de la manera en que le dábamos la vuelta según nuestro estatus civil, casados o solteros.
―¿Dónde cursaste tus primeros estudios y qué recuerdos conservas de esta etapa?
―El preescolar y el primer grado en el colegio de las monjas del Apostolado. A partir del segundo me matricularon en el Colegio de los Jesuitas y ahí estuve hasta que terminé el sexto grado, pues en Sagua no tenían enseñanza secundaria. En el colegio jesuita recuerdo muy bien a profesores como el hermano Parada y el hermano Ibáñez, pero sobre todo al padre Altamira, que era un joven habanero que influyó mucho en todos nosotros, al punto que cuando dejamos la escuela primaria fundamos, gracias a su influencia, la Agrupación Católica de Sagua, para mantener los vínculos con el colegio. Teníamos incluso un programa radial dominical llamado “Justicia Social”. Fue él quien nos enseñó a no perder nunca la fe.
En casa éramos tres hermanos: Gabriel (quien ya falleció en Miami), Teresa (que vive aún en Miami) y yo. De aquella época tengo recuerdos muy gratos, sobre todo de las temporadas de vacaciones en que pasamos los veranos en la playa El Salto. Pero también de las tertulias interminables en el parque principal del pueblo, de sus retretas y de la manera en que le dábamos la vuelta según nuestro estatus civil, casados o solteros.
―¿Dónde cursaste tus primeros estudios y qué recuerdos conservas de esta etapa?
―El preescolar y el primer grado en el colegio de las monjas del Apostolado. A partir del segundo me matricularon en el Colegio de los Jesuitas y ahí estuve hasta que terminé el sexto grado, pues en Sagua no tenían enseñanza secundaria. En el colegio jesuita recuerdo muy bien a profesores como el hermano Parada y el hermano Ibáñez, pero sobre todo al padre Altamira, que era un joven habanero que influyó mucho en todos nosotros, al punto que cuando dejamos la escuela primaria fundamos, gracias a su influencia, la Agrupación Católica de Sagua, para mantener los vínculos con el colegio. Teníamos incluso un programa radial dominical llamado “Justicia Social”. Fue él quien nos enseñó a no perder nunca la fe.
Colegio de los Jesuitas de Sagua la Grande (Foto: Tintín Collection)
Luego vinieron los años de estudios secundarios hasta finalizar bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de Sagua la Grande. De esa etapa recuerdo que tuve a un profesor de literatura extraordinario. Se llamaba Manuel Gayol y había conocido a Federico García Lorca cuando, tras su paso por Sagua, camino de Santiago de Cuba, se encontró con él. Nos contaba que Lorca le había dicho que usara sombrero para no quedarse calvo, y como nunca le hizo caso siguió sin usarlo y por eso era calvo.
En Sagua entonces había dos librerías, pero yo siempre iba a la llamada La Peña, en la calle Carmen Ribalta 115, cuyo dueño se llamaba Osvaldo Évora. Como era un gran lector me llevaba los libros y luego el dueño le enviaba la factura a mi padre. Tenía, además, a un gran amigo: Marcelino García, quien luego fue rector por 25 años del colegio de Belén en Miami pues se hizo jesuita. Marcelino leía sin parar e influyó mucho en mi aprendizaje como lector y como amigo.Panorámica de los alumnos y profesores del Colegio Jesuita de Sagua la Grande, 1951
―Llegas a La Habana en 1957 para estudiar Derecho. El ámbito estudiantil era entonces un hervidero. ¿Cómo fueron esos dos años de tu vida en la capital antes de que triunfara la Revolución de 1959?
―Fíjate si todo estaba entonces en ebullición que la Universidad había cerrado. Por esa razón empecé mis estudios en la universidad de los Hermanos de La Salle que recién acababa de ser inaugurada. Tuve que esperar hasta 1959, cuando volvió a abrir la Universidad de La Habana, para entrar en la Facultad de Derecho, aunque en primer año pues no quisieron reconocer lo que habíamos cursado en La Salle. En esa época de estudiante vivía en la residencia que la Agrupación Católica Universitaria de La Habana tenía en las calles Mazón y San Miguel, muy cerca de la Colina.
Recuerdo perfectamente el primer discurso de Fidel Castro. La gente estaba entusiasmadísima con lo que había escuchado, pero a mí no me gustó en lo absoluto. Tengo que decir que, siendo estudiante en Sagua, había tenido la oportunidad de escuchar las conferencias que sobre el marxismo dio un sacerdote rumano llamado Stefanich. Aquello fue determinante porque enseguida me enteré de la realidad de esa corriente y de lo que padecían los pueblos que habían basado en ella sus gobiernos.
Entonces, desde nuestro grupo de estudiantes católicos, Alberto Muller, Ernesto Fernández Travieso y yo decidimos comenzar a publicar un periodiquito llamado Trinchera. Poco después, cuando las elecciones de la FEU ―a las que yo aspiraba como vicesecretario de nuestro grupo y que ganamos― empezamos también a publicar otro periódico llamado Manicato, que era un término taíno. Desde la Agrupación Católica intentamos contrarrestar a los comunistas, cada vez más fuertes dentro de la Universidad. En las elecciones ganamos en algunas facultades, como las de Ciencias Sociales y Derecho Público, la de Ciencias y otras.
Luego vinieron los años de estudios secundarios hasta finalizar bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de Sagua la Grande. De esa etapa recuerdo que tuve a un profesor de literatura extraordinario. Se llamaba Manuel Gayol y había conocido a Federico García Lorca cuando, tras su paso por Sagua, camino de Santiago de Cuba, se encontró con él. Nos contaba que Lorca le había dicho que usara sombrero para no quedarse calvo, y como nunca le hizo caso siguió sin usarlo y por eso era calvo.
En Sagua entonces había dos librerías, pero yo siempre iba a la llamada La Peña, en la calle Carmen Ribalta 115, cuyo dueño se llamaba Osvaldo Évora. Como era un gran lector me llevaba los libros y luego el dueño le enviaba la factura a mi padre. Tenía, además, a un gran amigo: Marcelino García, quien luego fue rector por 25 años del colegio de Belén en Miami pues se hizo jesuita. Marcelino leía sin parar e influyó mucho en mi aprendizaje como lector y como amigo.Panorámica de los alumnos y profesores del Colegio Jesuita de Sagua la Grande, 1951
―Llegas a La Habana en 1957 para estudiar Derecho. El ámbito estudiantil era entonces un hervidero. ¿Cómo fueron esos dos años de tu vida en la capital antes de que triunfara la Revolución de 1959?
―Fíjate si todo estaba entonces en ebullición que la Universidad había cerrado. Por esa razón empecé mis estudios en la universidad de los Hermanos de La Salle que recién acababa de ser inaugurada. Tuve que esperar hasta 1959, cuando volvió a abrir la Universidad de La Habana, para entrar en la Facultad de Derecho, aunque en primer año pues no quisieron reconocer lo que habíamos cursado en La Salle. En esa época de estudiante vivía en la residencia que la Agrupación Católica Universitaria de La Habana tenía en las calles Mazón y San Miguel, muy cerca de la Colina.
Recuerdo perfectamente el primer discurso de Fidel Castro. La gente estaba entusiasmadísima con lo que había escuchado, pero a mí no me gustó en lo absoluto. Tengo que decir que, siendo estudiante en Sagua, había tenido la oportunidad de escuchar las conferencias que sobre el marxismo dio un sacerdote rumano llamado Stefanich. Aquello fue determinante porque enseguida me enteré de la realidad de esa corriente y de lo que padecían los pueblos que habían basado en ella sus gobiernos.
Entonces, desde nuestro grupo de estudiantes católicos, Alberto Muller, Ernesto Fernández Travieso y yo decidimos comenzar a publicar un periodiquito llamado Trinchera. Poco después, cuando las elecciones de la FEU ―a las que yo aspiraba como vicesecretario de nuestro grupo y que ganamos― empezamos también a publicar otro periódico llamado Manicato, que era un término taíno. Desde la Agrupación Católica intentamos contrarrestar a los comunistas, cada vez más fuertes dentro de la Universidad. En las elecciones ganamos en algunas facultades, como las de Ciencias Sociales y Derecho Público, la de Ciencias y otras.
La familia Salvat reunida en Sagua la Grande, en 1959 (Foto: Tintín Collection)
―¿Era la época en que Rolando Cubela dirigía la FEU? ¿Qué papel desempeñó entonces?
―Nosotros cometimos el gran error de apoyar a Rolando Cubela en las elecciones, en lugar de a Pedro Luis Boitel. Como todos saben sucedió lo contrario de nuestras previsiones. El que resultó ser un verdadero patriota fue Boitel, del que pensábamos tenía ideas marxistas pues había militado en el Movimiento 26 de Julio y que finalmente murió, tras una larga huelga de hambre, en 1972, a pesar de ya había cumplido su pena de prisión de diez años desde 1961.
En cambio, Rolando Cubela, al que apoyamos por haber sido del Directorio Revolucionario, fue quien terminó expulsándonos de la Universidad y colaborando ciegamente con el castrismo. Aunque a él también lo sacrificaron porque en 1966 fue acusado de participar en un complot para asesinar a Fidel Castro y lo condenaron a 30 años de prisión, de los cuales cumplió 13 hasta que lo liberaron en 1979 y salió rumbo a España donde vive todavía.
Sucedió que el Gobierno recibió en febrero de 1960 a Anastas Mikoyán, el viceprimer ministro de la Unión Soviética. Entonces, el Gobierno organizó una ceremonia en la que Mikoyán depositaría una ofrenda floral en la estatua de José Martí en el Parque Central. Nosotros no podíamos permitir algo así y respondimos con una protesta, la primera organizada contra el castrismo en Cuba, en la que unos 50 miembros de nuestra agrupación y otros estudiantes universitarios nos dirigimos al Parque Central con una corona que representaba una bandera cubana. La policía castrista intervino inmediatamente y nos encarceló. Recuerdo que Alberto Muller se tiró para que no me llevaran preso y resultó que también lo cogieron a él. Nos llevaron para las oficinas de la Seguridad del Estado, en Quinta Avenida y 14, en donde estuvimos toda una noche. A mí me interrogó Abelardo Colomé Ibarra, el tal “Furry”, y me defendí argumentando que yo no era comunista y que por eso me había manifestado, algo que todavía en aquella época podía decirse.
Recuerdo que vino a vernos entonces Octavio de la Concepción de la Pedraja “Tavito”, que había sido compañero nuestro en la asociación, y quien había estado en la Sierra donde había obtenido el grado de teniente. En esa época ya él había dejado nuestro grupo, e incluso estuvo con el Che en Bolivia después en donde murió en 1967. Pero en ese momento creo que tuvo cierta incidencia en que nos soltaran porque él vino a hablar con los mandos del G-2 durante nuestra detención.
―¿En qué momento y cómo Rolando Cubela los expulsa de la Universidad?
―Esto ocurrió de la forma más arbitraria del mundo, como todo lo que tiene que ver con el castrismo. Hubo una primera asamblea pública en la Plaza Cadenas de la Universidad en la que Cubela, al ver cuánta gente de los nuestros nos rodeaba, no se atrevió a amonestarnos. Pero en la siguiente, en que ya éramos menos numerosos, aprovechó para vociferar en público que no merecíamos estudiar en la Universidad. Entonces el grupo comunista empezó a pedir paredón para nosotros y nos cercaron gritando a voz en cuello que nos fusilaran. Quedamos acorralados y nunca más pudimos volver a la Universidad. Esta fue la primera vez, hubo otras en que vi la muerte de cerca, pues en la Cuba de ese momento ya se fusilaba al tutiplén, para usar un cubanismo, a todo el que les molestara.
―¿Qué hicieron entonces?
―Como sabía que iban a venir a buscarme tuve que esconderme. Me refugié primero en el Convento de San Francisco, en La Habana Vieja. Eso sucedió en mayo de 1960. De allí pasamos un grupo a casa de Alberto Alejo Munguía, el administrador de La Polar, casado con la hija de Nicolás Sierra, quien era el presidente de esa cervecera cubana que ya ni siquiera existe en la Isla pues creo que se la llevaron para Venezuela. La casona de ellos tenía la particularidad de que la mitad estaba ocupada por la embajada de Brasil, con lo cual nos era muy fácil hacer los trámites para salir de la Isla directamente en la embajada. El embajador brasilero de entonces, el Sr. Vasco Leitão da Cunha, nos dio enseguida los permisos que necesitábamos y nos escoltó personalmente hasta el aeropuerto de Rancho Boyeros en donde tomé el vuelo, junto a Alberto Muller y Ernesto Fernández Travieso, en aquel verano de 1960, rumbo a Miami.
―Pero tengo entendido que regresan todos a los pocos meses. ¿Cómo era posible?
―En aquella época todavía se podía regresar infiltrándose. Teníamos además la certeza de que podíamos acabar con el régimen y había mucha inestabilidad. Si tanta gente no hubiera apoyado al castrismo lo hubiéramos podido vencer en sus inicios. El caso fue que, ya en Miami, compramos un barquito de 30 pies para entrar en Cuba y empezar a luchar desde dentro. En ese momento habíamos fundado en Miami el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE), anticomunista y anticastrista.
Viajamos a Cuba en diciembre de 1960 y entramos por el Náutico, al oeste de La Habana. Viajábamos Rolando Martínez, al que llamábamos “Musculito”; Manuel Guillot Castellanos (que fue fusilado un tiempo después, en 1962, con 26 años de edad), Miguel García Armengol y yo. El piloto era Kikío Llansó. Ya Muller se había infiltrado un mes antes, de modo que nos reunimos todos en la Universidad de Villanueva y creamos las diferentes células del Directorio para empezar la lucha clandestina. A mí me tocó la sección de Propaganda, mientras que Alberto Muller y Luis Fernández Rocha eran los secretarios generales. En ese momento comenzamos a publicar nuevamente el periódico Trinchera que se imprimía en un “multilí” que manejaba Bernardo Peña. Por otra parte, Mario Albert, un judío cubano amigo nuestro, inventó unos aparatos pequeños y fáciles de manipular que lograban interferir el audio de los canales de televisión y nos permitían pasar nuestros mensajes al pueblo.
En esa época teníamos lo que llamábamos “casas de seguridad”, o sea, lugares en los que podíamos permanecer escondidos. A mí me llevaba de un lado para otro María Odoardo, miembro del Directorio, que se había destacado combatiendo a Machado, a Batista y, en ese momento, a Fidel Castro. Ella tenía auto, y yo no manejaba entonces. Creamos entonces un ejército clandestino a lo largo de la Isla y manteníamos contacto con la UR, el MRP, el MRR y otras organizaciones. Nuestra idea era realizar alzamientos en toda Cuba antes de que llegara la esperada invasión.
―Y la invasión llegó…
―Sí, lastimeramente. Y lo digo porque la idea era que nosotros recibiéramos previamente las armas y que fuéramos avisados con antelación al día de la invasión. Y no sucedió lo uno ni lo otro. Nos enteramos de la invasión como todo el mundo: por la radio y la televisión. Fue cuando ya estaban invadiendo que recibimos el mensaje telegráfico desde Estados Unidos. Se diría que lo habían hecho adrede, para que todo se frustrara.
En ese momento yo vivía bajo otra identidad, la de un tal Juan Sánchez Portela, en la casa de Rufino Moreno y de Julia del Valle, en Nuevo Vedado. Julia era de Sagua y como ya te dije los sagüenses somos muy gregarios y solidarios. Ellos tenían muy buena posición económica y conservaban todavía algo del estatus de antes. El 18 de abril de 1961 vinieron a hacerles un registro. Encontraron mi pistola y cuando intenté escapar me cercaron. Así llegué escoltado por los esbirros del castrismo a La Cabaña. Por suerte, en medio de la confusión, los del G-2 no lograron atar cabos y darse cuenta de que “Juan Sánchez Portela” era en realidad Juan Manuel Salvat. A mí me salvó el hecho de ser gordo y de que todo el mundo me llamara cariñosamente así. En La Cabaña, entre los presos, muchos me conocían, pero como me llamaban “Gordo” y no Salvat, entonces los oficiales no podían hacer la relación. Si no fuera porque para todos era “El Gordo” no estaría aquí haciéndote el cuento.
―¿Cómo logras salir de Cuba por segunda vez?
―La única vía segura era la Base Naval de Guantánamo. Me escondí primero en la Nunciatura Apostólica hasta que vino Julio Hernández Rojas a buscarme para llevarme a Santiago de Cuba. Allí él tenía contacto con los Kindelán que me consiguieron la persona que me llevara hasta la Base para brincar la cerca. Procedimos entonces así. Cuando vi la cerca me dije que no podía brincarla, pero con enorme esfuerzo y raspándome por todas partes, lo logré. Del otro lado había que quedarse quieto hasta que vinieran los marines en jeep a buscarte pues todo el terreno estaba minado y solo ellos sabían por dónde se podía pasar. Me llevaron a una de las galeras y, casualmente, allí me encontré con Rafael Quintero y Manuel Guillot, amigos del Directorio, quienes por su cuenta también habían tomado la misma iniciativa sin que los demás lo supiéramos. Así fue como, a los tres días, viajábamos en un avión militar rumbo a Key West.
―Pero tengo entendido que volviste a intentar infiltrarte en Cuba y llevar a cabo acciones para desestabilizar al régimen…
―En diciembre de 1961 intenté regresar por Pinar del Río. Nuestro enlace en Cuba era Juan (Juanín) Pereira Varela, quien era coordinador del Directorio en la Isla. Le correspondía enviarnos las señales luminosas desde la costa para que procediéramos al desembarco, pero al no recibirlas decidimos regresar a Florida. Juan había estudiado en el Colegio Baldor y era una de las personas más buenas que he conocido en mi vida. A nuestro regreso nos enteramos que lo habían capturado y, con apenas 18 años, lo fusilaron.
Entre tanto, me daba cuenta de que tenía que sentar cabeza pues me había casado con mi esposa, Marta Ortiz Iturmendi, quien también era de Sagua la Grande y con quien tenía noviazgo desde los 15 años (ella 13). Ella había venido para Miami con mi hermana a verme, pero regresó a Cuba antes de mi intento de infiltración, y volvió a salir después de la invasión de Girón, ya definitivamente. Estuvo viviendo con mis padres en Miami hasta que nos casamos.
Aun así, seguí con las actividades del Directorio y conseguimos donaciones para comprar un yate de 31 pies al que le pusimos “Juanín”, el nombre de nuestro amigo fusilado. Nuestra primera misión era infiltrar a Luis Fernández Rocha, pero la operación tuvo un final trágico porque teníamos a un espía dentro de la organización que se ocupó de desmantelarla. El espía era Jorge Medina Bringuier, llamado “Mongo”, quien, por cierto, vive todavía en España, después de haberse ido primero a Berlín Oriental. Era un infiltrado del G-2 pero nuestro compañero Julio Hernández Rojas lo había aupado y lo había metido de lleno en el Directorio dentro de la Isla. Aquello representó el fin de la organización.
―Sin embargo, participas después en una operación militar contra los rusos en Cuba, según he leído en una Cronología cubana hecha por Leopoldo Fornés-Bonavía. ¿Puedes hablarnos de esto?
―En efecto. Un día vienen a vernos José Basulto y Carlos Hernández, a quien llamábamos “Batea”, y nos cuentan que sabían de buena tinta que iba a tener lugar una fiesta de militares rusos en el hotel Rosita Hornedo, que ya habían confiscado y le habían puesto el nombre de Sierra Maestra, sito en la calle Primera de Miramar, cerca de La Puntilla. Entonces conseguimos un cañón de 20 mm y preparamos el viaje con el objetivo de ametrallarlos durante la fiesta. Recuerdo que el 24 de agosto de 1962, día de la operación, dijimos a nuestras esposas que nos íbamos a West Palm Beach. En el barco íbamos Enrique Torres “Quiquito”, Bernabé Peña, Albor Ruiz, Isidro Borja de capitán, Julián y yo. En ruta hacia a Cuba se nos acabó la gasolina, pero por suerte llevábamos un tanque extra. Nos acercamos al hotel y Basulto y Carlos hicieron fuego. Enseguida vimos como apagaron todas las luces. Durante el ataque yo tenía la misión de leer una declaración en la que denunciábamos la presencia de cohetes rusos en Cuba, pero con el nerviosismo no apreté el botón correcto y no pude amplificar la voz.
Regresamos a Cayo Marathon y nos reunimos en el restaurante Minerva, en el Downtown, probablemente el único restaurante cubano en aquel tiempo, y desde allí oímos por la radio que Castro acusaba a Kennedy de aquel ataque, cuando en realidad lo habíamos organizado nosotros solos sin ninguna intervención de la CIA ni del Gobierno estadounidense. En el exilio la gente recibió con mucha efusividad la noticia, e incluso el semanario Zig-Zag Libre, que se publicaba en Miami, nos dedicó varios artículos elogiosos.
―¿Esto puso fin a tus incursiones en el tema del activismo militar contra el castrismo?
―Los estadounidenses hicieron todo lo posible por pararnos. Incluso trataron de quitarnos el “Juanín”. Como nos tenían fichados y no podíamos hacer nada en Florida, entonces montamos una base en la isla Catalina, en República Dominicana, para que muchos del Directorio pudieran entrenarse. Aun así aquello no pudo durar mucho porque Washington presionó al Gobierno dominicano para que nos sacara de allí. A mí me pusieron entonces una orden de restricción que no me permitía salir del Dade County. Con esto, todos nuestros esfuerzos de derrotar al castrismo cayeron al agua y en 1965 cesaron las actividades de nuestro Directorio.
―¿Y qué hiciste?
―Yo tenía ya tres hijos y un hogar que atender. Estaba ya casado con Marta, quien desde entonces sigue siendo mi esposa 60 años después. Fue en ese momento, año 1965, que se me ocurrió vender libros por correspondencia. Y fundar una pequeña casa editorial que se llamó Universal. Mandaba libros a los amigos y les pasaba la factura, pero como ellos tenían mejor situación que yo no se disgustaban, aunque le pusieron a mis ediciones “La Cañona”. Al principio teníamos la oficina en el edificio José Martí, que está (o estaba, porque el otro día pasé por allí y miré sin poder encontrarlo), al comienzo de la Calle Ocho del otro lado de la I-95. Preparábamos desde ese sitio los paquetes para los envíos. Los encargos aumentaban pues teníamos entre nuestros clientes a La Rosa Mística, que hacía muchos pedidos y nos dimos cuenta de que necesitábamos un local.
―¿Era la época en que Rolando Cubela dirigía la FEU? ¿Qué papel desempeñó entonces?
―Nosotros cometimos el gran error de apoyar a Rolando Cubela en las elecciones, en lugar de a Pedro Luis Boitel. Como todos saben sucedió lo contrario de nuestras previsiones. El que resultó ser un verdadero patriota fue Boitel, del que pensábamos tenía ideas marxistas pues había militado en el Movimiento 26 de Julio y que finalmente murió, tras una larga huelga de hambre, en 1972, a pesar de ya había cumplido su pena de prisión de diez años desde 1961.
En cambio, Rolando Cubela, al que apoyamos por haber sido del Directorio Revolucionario, fue quien terminó expulsándonos de la Universidad y colaborando ciegamente con el castrismo. Aunque a él también lo sacrificaron porque en 1966 fue acusado de participar en un complot para asesinar a Fidel Castro y lo condenaron a 30 años de prisión, de los cuales cumplió 13 hasta que lo liberaron en 1979 y salió rumbo a España donde vive todavía.
Sucedió que el Gobierno recibió en febrero de 1960 a Anastas Mikoyán, el viceprimer ministro de la Unión Soviética. Entonces, el Gobierno organizó una ceremonia en la que Mikoyán depositaría una ofrenda floral en la estatua de José Martí en el Parque Central. Nosotros no podíamos permitir algo así y respondimos con una protesta, la primera organizada contra el castrismo en Cuba, en la que unos 50 miembros de nuestra agrupación y otros estudiantes universitarios nos dirigimos al Parque Central con una corona que representaba una bandera cubana. La policía castrista intervino inmediatamente y nos encarceló. Recuerdo que Alberto Muller se tiró para que no me llevaran preso y resultó que también lo cogieron a él. Nos llevaron para las oficinas de la Seguridad del Estado, en Quinta Avenida y 14, en donde estuvimos toda una noche. A mí me interrogó Abelardo Colomé Ibarra, el tal “Furry”, y me defendí argumentando que yo no era comunista y que por eso me había manifestado, algo que todavía en aquella época podía decirse.
Recuerdo que vino a vernos entonces Octavio de la Concepción de la Pedraja “Tavito”, que había sido compañero nuestro en la asociación, y quien había estado en la Sierra donde había obtenido el grado de teniente. En esa época ya él había dejado nuestro grupo, e incluso estuvo con el Che en Bolivia después en donde murió en 1967. Pero en ese momento creo que tuvo cierta incidencia en que nos soltaran porque él vino a hablar con los mandos del G-2 durante nuestra detención.
―¿En qué momento y cómo Rolando Cubela los expulsa de la Universidad?
―Esto ocurrió de la forma más arbitraria del mundo, como todo lo que tiene que ver con el castrismo. Hubo una primera asamblea pública en la Plaza Cadenas de la Universidad en la que Cubela, al ver cuánta gente de los nuestros nos rodeaba, no se atrevió a amonestarnos. Pero en la siguiente, en que ya éramos menos numerosos, aprovechó para vociferar en público que no merecíamos estudiar en la Universidad. Entonces el grupo comunista empezó a pedir paredón para nosotros y nos cercaron gritando a voz en cuello que nos fusilaran. Quedamos acorralados y nunca más pudimos volver a la Universidad. Esta fue la primera vez, hubo otras en que vi la muerte de cerca, pues en la Cuba de ese momento ya se fusilaba al tutiplén, para usar un cubanismo, a todo el que les molestara.
―¿Qué hicieron entonces?
―Como sabía que iban a venir a buscarme tuve que esconderme. Me refugié primero en el Convento de San Francisco, en La Habana Vieja. Eso sucedió en mayo de 1960. De allí pasamos un grupo a casa de Alberto Alejo Munguía, el administrador de La Polar, casado con la hija de Nicolás Sierra, quien era el presidente de esa cervecera cubana que ya ni siquiera existe en la Isla pues creo que se la llevaron para Venezuela. La casona de ellos tenía la particularidad de que la mitad estaba ocupada por la embajada de Brasil, con lo cual nos era muy fácil hacer los trámites para salir de la Isla directamente en la embajada. El embajador brasilero de entonces, el Sr. Vasco Leitão da Cunha, nos dio enseguida los permisos que necesitábamos y nos escoltó personalmente hasta el aeropuerto de Rancho Boyeros en donde tomé el vuelo, junto a Alberto Muller y Ernesto Fernández Travieso, en aquel verano de 1960, rumbo a Miami.
―Pero tengo entendido que regresan todos a los pocos meses. ¿Cómo era posible?
―En aquella época todavía se podía regresar infiltrándose. Teníamos además la certeza de que podíamos acabar con el régimen y había mucha inestabilidad. Si tanta gente no hubiera apoyado al castrismo lo hubiéramos podido vencer en sus inicios. El caso fue que, ya en Miami, compramos un barquito de 30 pies para entrar en Cuba y empezar a luchar desde dentro. En ese momento habíamos fundado en Miami el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE), anticomunista y anticastrista.
Viajamos a Cuba en diciembre de 1960 y entramos por el Náutico, al oeste de La Habana. Viajábamos Rolando Martínez, al que llamábamos “Musculito”; Manuel Guillot Castellanos (que fue fusilado un tiempo después, en 1962, con 26 años de edad), Miguel García Armengol y yo. El piloto era Kikío Llansó. Ya Muller se había infiltrado un mes antes, de modo que nos reunimos todos en la Universidad de Villanueva y creamos las diferentes células del Directorio para empezar la lucha clandestina. A mí me tocó la sección de Propaganda, mientras que Alberto Muller y Luis Fernández Rocha eran los secretarios generales. En ese momento comenzamos a publicar nuevamente el periódico Trinchera que se imprimía en un “multilí” que manejaba Bernardo Peña. Por otra parte, Mario Albert, un judío cubano amigo nuestro, inventó unos aparatos pequeños y fáciles de manipular que lograban interferir el audio de los canales de televisión y nos permitían pasar nuestros mensajes al pueblo.
En esa época teníamos lo que llamábamos “casas de seguridad”, o sea, lugares en los que podíamos permanecer escondidos. A mí me llevaba de un lado para otro María Odoardo, miembro del Directorio, que se había destacado combatiendo a Machado, a Batista y, en ese momento, a Fidel Castro. Ella tenía auto, y yo no manejaba entonces. Creamos entonces un ejército clandestino a lo largo de la Isla y manteníamos contacto con la UR, el MRP, el MRR y otras organizaciones. Nuestra idea era realizar alzamientos en toda Cuba antes de que llegara la esperada invasión.
―Y la invasión llegó…
―Sí, lastimeramente. Y lo digo porque la idea era que nosotros recibiéramos previamente las armas y que fuéramos avisados con antelación al día de la invasión. Y no sucedió lo uno ni lo otro. Nos enteramos de la invasión como todo el mundo: por la radio y la televisión. Fue cuando ya estaban invadiendo que recibimos el mensaje telegráfico desde Estados Unidos. Se diría que lo habían hecho adrede, para que todo se frustrara.
En ese momento yo vivía bajo otra identidad, la de un tal Juan Sánchez Portela, en la casa de Rufino Moreno y de Julia del Valle, en Nuevo Vedado. Julia era de Sagua y como ya te dije los sagüenses somos muy gregarios y solidarios. Ellos tenían muy buena posición económica y conservaban todavía algo del estatus de antes. El 18 de abril de 1961 vinieron a hacerles un registro. Encontraron mi pistola y cuando intenté escapar me cercaron. Así llegué escoltado por los esbirros del castrismo a La Cabaña. Por suerte, en medio de la confusión, los del G-2 no lograron atar cabos y darse cuenta de que “Juan Sánchez Portela” era en realidad Juan Manuel Salvat. A mí me salvó el hecho de ser gordo y de que todo el mundo me llamara cariñosamente así. En La Cabaña, entre los presos, muchos me conocían, pero como me llamaban “Gordo” y no Salvat, entonces los oficiales no podían hacer la relación. Si no fuera porque para todos era “El Gordo” no estaría aquí haciéndote el cuento.
―¿Cómo logras salir de Cuba por segunda vez?
―La única vía segura era la Base Naval de Guantánamo. Me escondí primero en la Nunciatura Apostólica hasta que vino Julio Hernández Rojas a buscarme para llevarme a Santiago de Cuba. Allí él tenía contacto con los Kindelán que me consiguieron la persona que me llevara hasta la Base para brincar la cerca. Procedimos entonces así. Cuando vi la cerca me dije que no podía brincarla, pero con enorme esfuerzo y raspándome por todas partes, lo logré. Del otro lado había que quedarse quieto hasta que vinieran los marines en jeep a buscarte pues todo el terreno estaba minado y solo ellos sabían por dónde se podía pasar. Me llevaron a una de las galeras y, casualmente, allí me encontré con Rafael Quintero y Manuel Guillot, amigos del Directorio, quienes por su cuenta también habían tomado la misma iniciativa sin que los demás lo supiéramos. Así fue como, a los tres días, viajábamos en un avión militar rumbo a Key West.
―Pero tengo entendido que volviste a intentar infiltrarte en Cuba y llevar a cabo acciones para desestabilizar al régimen…
―En diciembre de 1961 intenté regresar por Pinar del Río. Nuestro enlace en Cuba era Juan (Juanín) Pereira Varela, quien era coordinador del Directorio en la Isla. Le correspondía enviarnos las señales luminosas desde la costa para que procediéramos al desembarco, pero al no recibirlas decidimos regresar a Florida. Juan había estudiado en el Colegio Baldor y era una de las personas más buenas que he conocido en mi vida. A nuestro regreso nos enteramos que lo habían capturado y, con apenas 18 años, lo fusilaron.
Entre tanto, me daba cuenta de que tenía que sentar cabeza pues me había casado con mi esposa, Marta Ortiz Iturmendi, quien también era de Sagua la Grande y con quien tenía noviazgo desde los 15 años (ella 13). Ella había venido para Miami con mi hermana a verme, pero regresó a Cuba antes de mi intento de infiltración, y volvió a salir después de la invasión de Girón, ya definitivamente. Estuvo viviendo con mis padres en Miami hasta que nos casamos.
Aun así, seguí con las actividades del Directorio y conseguimos donaciones para comprar un yate de 31 pies al que le pusimos “Juanín”, el nombre de nuestro amigo fusilado. Nuestra primera misión era infiltrar a Luis Fernández Rocha, pero la operación tuvo un final trágico porque teníamos a un espía dentro de la organización que se ocupó de desmantelarla. El espía era Jorge Medina Bringuier, llamado “Mongo”, quien, por cierto, vive todavía en España, después de haberse ido primero a Berlín Oriental. Era un infiltrado del G-2 pero nuestro compañero Julio Hernández Rojas lo había aupado y lo había metido de lleno en el Directorio dentro de la Isla. Aquello representó el fin de la organización.
―Sin embargo, participas después en una operación militar contra los rusos en Cuba, según he leído en una Cronología cubana hecha por Leopoldo Fornés-Bonavía. ¿Puedes hablarnos de esto?
―En efecto. Un día vienen a vernos José Basulto y Carlos Hernández, a quien llamábamos “Batea”, y nos cuentan que sabían de buena tinta que iba a tener lugar una fiesta de militares rusos en el hotel Rosita Hornedo, que ya habían confiscado y le habían puesto el nombre de Sierra Maestra, sito en la calle Primera de Miramar, cerca de La Puntilla. Entonces conseguimos un cañón de 20 mm y preparamos el viaje con el objetivo de ametrallarlos durante la fiesta. Recuerdo que el 24 de agosto de 1962, día de la operación, dijimos a nuestras esposas que nos íbamos a West Palm Beach. En el barco íbamos Enrique Torres “Quiquito”, Bernabé Peña, Albor Ruiz, Isidro Borja de capitán, Julián y yo. En ruta hacia a Cuba se nos acabó la gasolina, pero por suerte llevábamos un tanque extra. Nos acercamos al hotel y Basulto y Carlos hicieron fuego. Enseguida vimos como apagaron todas las luces. Durante el ataque yo tenía la misión de leer una declaración en la que denunciábamos la presencia de cohetes rusos en Cuba, pero con el nerviosismo no apreté el botón correcto y no pude amplificar la voz.
Regresamos a Cayo Marathon y nos reunimos en el restaurante Minerva, en el Downtown, probablemente el único restaurante cubano en aquel tiempo, y desde allí oímos por la radio que Castro acusaba a Kennedy de aquel ataque, cuando en realidad lo habíamos organizado nosotros solos sin ninguna intervención de la CIA ni del Gobierno estadounidense. En el exilio la gente recibió con mucha efusividad la noticia, e incluso el semanario Zig-Zag Libre, que se publicaba en Miami, nos dedicó varios artículos elogiosos.
―¿Esto puso fin a tus incursiones en el tema del activismo militar contra el castrismo?
―Los estadounidenses hicieron todo lo posible por pararnos. Incluso trataron de quitarnos el “Juanín”. Como nos tenían fichados y no podíamos hacer nada en Florida, entonces montamos una base en la isla Catalina, en República Dominicana, para que muchos del Directorio pudieran entrenarse. Aun así aquello no pudo durar mucho porque Washington presionó al Gobierno dominicano para que nos sacara de allí. A mí me pusieron entonces una orden de restricción que no me permitía salir del Dade County. Con esto, todos nuestros esfuerzos de derrotar al castrismo cayeron al agua y en 1965 cesaron las actividades de nuestro Directorio.
―¿Y qué hiciste?
―Yo tenía ya tres hijos y un hogar que atender. Estaba ya casado con Marta, quien desde entonces sigue siendo mi esposa 60 años después. Fue en ese momento, año 1965, que se me ocurrió vender libros por correspondencia. Y fundar una pequeña casa editorial que se llamó Universal. Mandaba libros a los amigos y les pasaba la factura, pero como ellos tenían mejor situación que yo no se disgustaban, aunque le pusieron a mis ediciones “La Cañona”. Al principio teníamos la oficina en el edificio José Martí, que está (o estaba, porque el otro día pasé por allí y miré sin poder encontrarlo), al comienzo de la Calle Ocho del otro lado de la I-95. Preparábamos desde ese sitio los paquetes para los envíos. Los encargos aumentaban pues teníamos entre nuestros clientes a La Rosa Mística, que hacía muchos pedidos y nos dimos cuenta de que necesitábamos un local.
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Bautizo de la primera librería Universal. En la foto aparecen Marta y Juan M. Salvat, el padre Barbeito, Miguel Suárez Fernández, Ana Remos y Ángel Fernández Varela (Cortesía del entrevistado)
Fue entonces que nos mudamos para la Calle Ocho, entre las avenidas 24 y 25, con un alquiler de $100 mensuales. Ese local es donde se encuentra hoy El Dorado de Manuel Capó, que en aquella época compró los edificios para levantar su negocio allí. De modo que nos mudamos por un tiempo para otro local frente al anterior. Poco tiempo después, mi padre recibió un seguro que había suscrito en Canadá y como acababa de cobrarlo me dio $3 000 y, por otra parte, Rufino Morales y Julia del Valle, aquella pareja en cuya casa de Nuevo Vedado había estado escondido, me prestaron $10 000. Con eso pude comprar el terreno de la Calle Ocho y la 31 en donde mandé a construir el edificio de la librería Universal que todos conocen.
Fue entonces que nos mudamos para la Calle Ocho, entre las avenidas 24 y 25, con un alquiler de $100 mensuales. Ese local es donde se encuentra hoy El Dorado de Manuel Capó, que en aquella época compró los edificios para levantar su negocio allí. De modo que nos mudamos por un tiempo para otro local frente al anterior. Poco tiempo después, mi padre recibió un seguro que había suscrito en Canadá y como acababa de cobrarlo me dio $3 000 y, por otra parte, Rufino Morales y Julia del Valle, aquella pareja en cuya casa de Nuevo Vedado había estado escondido, me prestaron $10 000. Con eso pude comprar el terreno de la Calle Ocho y la 31 en donde mandé a construir el edificio de la librería Universal que todos conocen.
La primera librería Universal, de Miami, Calle Ocho y avenida 24 (Foto: Cortesía del entrevistado)
―¿Entonces el local que yo conocí desde mi primer viaje a Miami a principios de los 1990, el de la Calle Ocho y la 31, vino después?
―En efecto, antes de que encargara a principios de la década de 1980 al arquitecto Juan Antonio Rodríguez Jomolga, alias “El Guajiro” (pues era del pueblo villaclareño de Rancho Veloz) y que conocía de mis años de estudiante en el Instituto de Sagua la Grande que me construyera la librería en ese terreno, que pude comprar gracias a un préstamo para negocios pequeños. En realidad, él construyó un edificio de una sola planta, pero como luego necesitamos ampliarnos le encargamos el segundo piso y la ampliación a Miguel Font.
Fue allí en donde comencé a publicar libros por consejo de Ana Rosa Núñez (quien realmente concibió el Fondo Cubano de la Biblioteca de la Universidad de Miami junto a Rosita Abella, y luego Lesbia O. Varona, Esperanza Bravo de Varona y Gladys Blanco). Incluso era ella quien me sugería el nombre de las diferentes colecciones. En aquella época recuerdo que trabajábamos hasta las 10:00 p.m.
―¿Qué o a quiénes publicaste primero?
―Lo primero que publiqué fue una Encíclica del papa Pablo VI y una antología titulada Poesía en éxodo de la propia Ana Rosa Núñez. Agradeceré eternamente a los abogados cubanos quienes, al llegar al exilio, comenzaron a trabajar como profesores de español en muchas universidades de todos los Estados Unidos. Fueron mis mejores clientes durante los primeros años del negocio. Por citar solo un ejemplo, a uno de ellos, José Sánchez Boudy, quien era profesor en la Universidad de Greensboro, Carolina del Norte, y a quien publiqué unos 100 títulos, entre ensayos, diccionarios, manuales de español, etc.
Al principio imprimía con mi tío Oscar Echevarría, que tenía una imprenta en Miami, en la 22 Avenida, y después conseguí con Francisco Gordo Guarinos publicar en su imprenta en Barcelona, un contacto que le debo a Carlos Alberto Montaner, que lo conocía. Esto fue antes de seguir imprimiendo en Miami.
En aquella época Lydia Cabrera, que vivía en Miami desde 1960, me llamaba “El bodeguero de la Calle Ocho”. Tenía mucho sentido del humor y vivía en un apartamento en Coral Gables, cerca de la 37 Avenida, con Titina Rojas. Ella también fue de las primeras que publiqué e iba mucho a visitarla con Celedonio González. En esa época publiqué a escritores, investigadores e historiadores como Rosario Hiriart, a Calixto Masó (que era profesor en Chicago), a Matías Montes Huidobro y Yara Montes (que eran profesores en Hawái), al historiador Enrique Ross, a la propia Ana Rosa Núñez, al coleccionista y crítico de arte José Gómez Sicre, antologías de Julio Hernández Miyares y Hortensia Ruiz del Vizo, a Rita Geada, Armando Álvarez Bravo, César Mena, Josefina Inclán, Luis Mario, Rogelio de la Torre, José Ángel Buesa, Amelia del Castillo, Guillermo de Zéndegui, Guillermo Cabrera Infante, Manuel Fernández Santalices, Luis Aguilar León, Jorge Mañach y más tarde a Cristóbal Díaz Ayala, Ofelia Martín Hudson, Olga Rosado, Uva de Aragón, René Touzet, al padre Miguel Ángel Loredo, Severo Sarduy etc.
―¿Entonces el local que yo conocí desde mi primer viaje a Miami a principios de los 1990, el de la Calle Ocho y la 31, vino después?
―En efecto, antes de que encargara a principios de la década de 1980 al arquitecto Juan Antonio Rodríguez Jomolga, alias “El Guajiro” (pues era del pueblo villaclareño de Rancho Veloz) y que conocía de mis años de estudiante en el Instituto de Sagua la Grande que me construyera la librería en ese terreno, que pude comprar gracias a un préstamo para negocios pequeños. En realidad, él construyó un edificio de una sola planta, pero como luego necesitamos ampliarnos le encargamos el segundo piso y la ampliación a Miguel Font.
Fue allí en donde comencé a publicar libros por consejo de Ana Rosa Núñez (quien realmente concibió el Fondo Cubano de la Biblioteca de la Universidad de Miami junto a Rosita Abella, y luego Lesbia O. Varona, Esperanza Bravo de Varona y Gladys Blanco). Incluso era ella quien me sugería el nombre de las diferentes colecciones. En aquella época recuerdo que trabajábamos hasta las 10:00 p.m.
―¿Qué o a quiénes publicaste primero?
―Lo primero que publiqué fue una Encíclica del papa Pablo VI y una antología titulada Poesía en éxodo de la propia Ana Rosa Núñez. Agradeceré eternamente a los abogados cubanos quienes, al llegar al exilio, comenzaron a trabajar como profesores de español en muchas universidades de todos los Estados Unidos. Fueron mis mejores clientes durante los primeros años del negocio. Por citar solo un ejemplo, a uno de ellos, José Sánchez Boudy, quien era profesor en la Universidad de Greensboro, Carolina del Norte, y a quien publiqué unos 100 títulos, entre ensayos, diccionarios, manuales de español, etc.
Al principio imprimía con mi tío Oscar Echevarría, que tenía una imprenta en Miami, en la 22 Avenida, y después conseguí con Francisco Gordo Guarinos publicar en su imprenta en Barcelona, un contacto que le debo a Carlos Alberto Montaner, que lo conocía. Esto fue antes de seguir imprimiendo en Miami.
En aquella época Lydia Cabrera, que vivía en Miami desde 1960, me llamaba “El bodeguero de la Calle Ocho”. Tenía mucho sentido del humor y vivía en un apartamento en Coral Gables, cerca de la 37 Avenida, con Titina Rojas. Ella también fue de las primeras que publiqué e iba mucho a visitarla con Celedonio González. En esa época publiqué a escritores, investigadores e historiadores como Rosario Hiriart, a Calixto Masó (que era profesor en Chicago), a Matías Montes Huidobro y Yara Montes (que eran profesores en Hawái), al historiador Enrique Ross, a la propia Ana Rosa Núñez, al coleccionista y crítico de arte José Gómez Sicre, antologías de Julio Hernández Miyares y Hortensia Ruiz del Vizo, a Rita Geada, Armando Álvarez Bravo, César Mena, Josefina Inclán, Luis Mario, Rogelio de la Torre, José Ángel Buesa, Amelia del Castillo, Guillermo de Zéndegui, Guillermo Cabrera Infante, Manuel Fernández Santalices, Luis Aguilar León, Jorge Mañach y más tarde a Cristóbal Díaz Ayala, Ofelia Martín Hudson, Olga Rosado, Uva de Aragón, René Touzet, al padre Miguel Ángel Loredo, Severo Sarduy etc.
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Librería Universal. En la foto: Marta, Juan Manuel y Martica Salvat con Guillermo Cabrera Infante y Myriam Gómez (Cortesía del entrevistado)
El catálogo fue creciendo con el tiempo, como sabes, pues incluso después del Mariel publiqué a Reinaldo Arenas, Lourdes Casal, Heberto Padilla, Nivaria Tejera, Carlos Victoria, Armando Chávez Rivera, Vicente Echerri, Carlos M. Luis, Carmelo Mesa-Lago, Rafael Rojas, Gustavo Pérez-Firmat, María Elena Cruz Varela, Esteban Luis Cárdenas, José Miguel González-Llorente, Concepción Alzola, Gladys Zaldívar, Ángel Cuadra, Roberto Valero, Luis de la Paz, José y Nicolás Abreu Felippe, y muchos más. Incluso saqué a la luz los últimos tres tomos inéditos de los nueve que conforman la valiosísima Historia de Familias Cubanas, de Francisco Xavier Santa Cruz y Mallén, conde de San Juan de Jaruco, y varios tomos de apuntes para la historia de la farándula en Cuba del compositor y presentador de radio y televisión Rosendo Rosell. Sin contar la gran cantidad de clásicos cubanos como La Edad de Oro y otras muchas obras de José Martí, Cecilia Valdés, Espejo de paciencia, Contrabando (de Enrique Serpa), Mi lucha (de Gerardo Machado), las poesías completas de Julián del Casal, la Condesa de Merlín, la Avellaneda, El Cucalambé, Carlos Loveira, Alfonso Hernández Catá, Emilio Bacardí, Luis Felipe Rodríguez, Virgilio Piñera y cientos más…
El catálogo fue creciendo con el tiempo, como sabes, pues incluso después del Mariel publiqué a Reinaldo Arenas, Lourdes Casal, Heberto Padilla, Nivaria Tejera, Carlos Victoria, Armando Chávez Rivera, Vicente Echerri, Carlos M. Luis, Carmelo Mesa-Lago, Rafael Rojas, Gustavo Pérez-Firmat, María Elena Cruz Varela, Esteban Luis Cárdenas, José Miguel González-Llorente, Concepción Alzola, Gladys Zaldívar, Ángel Cuadra, Roberto Valero, Luis de la Paz, José y Nicolás Abreu Felippe, y muchos más. Incluso saqué a la luz los últimos tres tomos inéditos de los nueve que conforman la valiosísima Historia de Familias Cubanas, de Francisco Xavier Santa Cruz y Mallén, conde de San Juan de Jaruco, y varios tomos de apuntes para la historia de la farándula en Cuba del compositor y presentador de radio y televisión Rosendo Rosell. Sin contar la gran cantidad de clásicos cubanos como La Edad de Oro y otras muchas obras de José Martí, Cecilia Valdés, Espejo de paciencia, Contrabando (de Enrique Serpa), Mi lucha (de Gerardo Machado), las poesías completas de Julián del Casal, la Condesa de Merlín, la Avellaneda, El Cucalambé, Carlos Loveira, Alfonso Hernández Catá, Emilio Bacardí, Luis Felipe Rodríguez, Virgilio Piñera y cientos más…
La librería Universal en Miami (1980-2013), Calle Ocho y avenida 31 (Foto: Cortesía del entrevistado)
―Vendes el edificio de la librería en 2013. ¿Sientes nostalgia de esos 47 años como librero? ¿Sigues publicando?
―Mucha nostalgia. La librería de la Calle Ocho y la 31 acogía además del espacio para la venta de libros y las oficinas, el almacén y un salón en la planta alta para las presentaciones. Por allí desfilaron, como sabes por haber sido tú mismo uno de los que presentó y fue presentado allí, todos los autores de paso por Miami, no solo los cubanos, sino también latinoamericanos y españoles. Fueron años de muy lindos encuentros, en que bajaba a la librería y me encontraba siempre con dos o tres amigos que venían a hacer tertulia.
Por allí pasaba todo el mundo porque estaba en un lugar muy céntrico. Un día, por ejemplo, estaba con Armando Couto, al autor de las muy famosas aventuras de Los tres Villalobos que empezó a transmitir Radio Cadena Azul en Cuba, en la década de 1940 y también de las historietas de Tamakún, el vengador errante, cuando vimos pasar por la acera a la gran poetisa cubana santiaguera Pura del Prado. El exilio y la ausencia de Cuba la habían afectado mucho, de modo que ya en esa época cometía algunas excentricidades involuntarias pues no estaba bien de los nervios y se paseaba sola por las aceras de la Calle Ocho de modo que no pasaba desapercibida.
―¿Qué hace Juan Manuel Salvat hoy día?
―Sigo publicando libros, no la misma cantidad que antes, pero en este año ya llevamos siete. Además de distribuirlos, según los pedidos, a universidades, instituciones y privados. También mantengo la conexión con la gente del Directorio, pues quedan como unos 150 vivos. Sirvo de enlace, enviándoles noticias de Cuba y, en ocasiones, firmamos un documento (como cuando la represión del 11 de julio de 2021 llevada a cabo por el régimen cubano, momento en que lanzamos un manifiesto). Según mi esposa me paso el día trabajando. También me reúno con grupos de amigos, ahora vamos a Casa Cuba, que acaba de abrir Felipe Valls, cerca de Sunset Drive. Sin contar que con mis cuatro hijos (Marta María, María Cristina, Juan Manuel y Miguel Ángel) la familia ha crecido, tanto en nietos como en bisnietos. En realidad, no me queda mucho tiempo libre y el poco del que dispongo lo empleo en leer, algo que siempre he hecho y haré hasta que Dios me llame.
―Vendes el edificio de la librería en 2013. ¿Sientes nostalgia de esos 47 años como librero? ¿Sigues publicando?
―Mucha nostalgia. La librería de la Calle Ocho y la 31 acogía además del espacio para la venta de libros y las oficinas, el almacén y un salón en la planta alta para las presentaciones. Por allí desfilaron, como sabes por haber sido tú mismo uno de los que presentó y fue presentado allí, todos los autores de paso por Miami, no solo los cubanos, sino también latinoamericanos y españoles. Fueron años de muy lindos encuentros, en que bajaba a la librería y me encontraba siempre con dos o tres amigos que venían a hacer tertulia.
Por allí pasaba todo el mundo porque estaba en un lugar muy céntrico. Un día, por ejemplo, estaba con Armando Couto, al autor de las muy famosas aventuras de Los tres Villalobos que empezó a transmitir Radio Cadena Azul en Cuba, en la década de 1940 y también de las historietas de Tamakún, el vengador errante, cuando vimos pasar por la acera a la gran poetisa cubana santiaguera Pura del Prado. El exilio y la ausencia de Cuba la habían afectado mucho, de modo que ya en esa época cometía algunas excentricidades involuntarias pues no estaba bien de los nervios y se paseaba sola por las aceras de la Calle Ocho de modo que no pasaba desapercibida.
―¿Qué hace Juan Manuel Salvat hoy día?
―Sigo publicando libros, no la misma cantidad que antes, pero en este año ya llevamos siete. Además de distribuirlos, según los pedidos, a universidades, instituciones y privados. También mantengo la conexión con la gente del Directorio, pues quedan como unos 150 vivos. Sirvo de enlace, enviándoles noticias de Cuba y, en ocasiones, firmamos un documento (como cuando la represión del 11 de julio de 2021 llevada a cabo por el régimen cubano, momento en que lanzamos un manifiesto). Según mi esposa me paso el día trabajando. También me reúno con grupos de amigos, ahora vamos a Casa Cuba, que acaba de abrir Felipe Valls, cerca de Sunset Drive. Sin contar que con mis cuatro hijos (Marta María, María Cristina, Juan Manuel y Miguel Ángel) la familia ha crecido, tanto en nietos como en bisnietos. En realidad, no me queda mucho tiempo libre y el poco del que dispongo lo empleo en leer, algo que siempre he hecho y haré hasta que Dios me llame.
*Tomado de Cubanet
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