Wednesday, November 27, 2024

Juan Manuel Salvat (1940-2024)

Juan Manuel Salvat y José Basulto en 1962 

Juan Manuel Salvat, fundador de las Ediciones Universal en Miami en 1965, falleció ayer martes 26 de noviembre en dicha ciudada los 84 años de edad. Salvat había nacido en el 27 de marzo de 1940, en Sagua la Grande, provincia de Las Villas. De acuerdo con el Diario de las Américas Juan Manuel Salvat era hijo "de Manuel Salvat Martínez y Consuelo Roque Olivé" y "creció en una pequeña tienda de víveres en Cuba, en la que ayudaba a su padre a despachar alimentos, arroz, frijoles y azúcar”. “De joven, decidió estudiar Derecho en la Universidad San Juan Bautista de la Salle, en Cuba; sin embargo, terminó solo el primer año y parte del segundo, pues en 1959 se matriculó en la Universidad de La Habana” en la facultad de Ciencias Sociales donde llegó a alcanzar el cargo de vicesecretario general de la Federación Estudiantil Universitaria en dicha escuela.


Sin embargo el 5 de febrero de 1960 su vida cambiaría de manera radical: “’Se había anunciado que el dirigente soviético Anastas Mikoyan, uno de los máximos responsables de la masacre rusa en Hungría, llevaría una corona de flores a la estatua de Martí en el Parque Central. Un grupo de estudiantes nos organizamos para llevar pacíficamente una corona en forma de bandera cubana, como desagravio. Al realizar nuestro acto de protesta, fuimos reprimidos por la Policía del Gobierno y llevados prisioneros al G-2’, dijo Salvat al historiador cubano Rafael Rojas en una entrevista publicada en la revista Encuentro de la Cultura Cubana en los años 90”.

"Luego vino la expulsión de la FEU y de la universidad, en actos públicos en la Plaza Cadenas, donde nos rodearon turbas a los gritos de 'paredón'” explicó en la misma entrevista. A partir de ahí " tomamos el camino de la conspiración, fundando, en la misma tradición de los estudiantes cubanos de los 20 y los 50, el Directorio Revolucionario Estudiantil". El lema de la organización era “"José Antonio Echeverría, con tus ideas en marcha". Miembro del DRE Salvat salió y regresó "en varias ocasiones a la Isla de forma clandestina y con documentación falsa, para realizar campañas de propaganda y otras acciones contra el régimen cubano”. En la nota del Diario de las Américas se menciona que en “1961, luego de ser detenido durante un tiempo en Cuba, organizó su salida forzosa de Cuba a través de la Base Naval de Guantánamo”.

"El compañero del DRE, Julio Hernández Rojo, organizó el viaje. En julio de 1961 logré, con ayuda, saltar la cerca. Ya se había avisado a la Base y un Jeep de los Marines vino a recogerme pues en ese lugar había minas y no podía moverme hasta que ellos llegaran. A los pocos días, junto con Manuel Guillot y Rafael Quintero, nos llevaron en avión a Cayo Hueso, y de allí a Miami donde ya estaban mis padres, hermanos, mi novia y después esposa, Marta Ortiz Iturmendi, el gran amor de mi vida".



De acuerdo con la nota publicada por su fallecimiento por Diario de Cuba en 1965 Salvat “creó en Miami la Distribuidora Universal, y en 1968 comenzó a publicar libros bajo el sello de Ediciones Universal. En sus más de 40 años de historia, Ediciones Universal, considerado el más grande proyecto editorial cubano del exilio, publicó más de 1.000 títulos, la mayoría de autores o temas cubanos, toda vez que Salvat consideró como su misión principal el preservar, a través de los libros, "los valores fundamentales de nuestra cultura".

“Entonces, Miami no era lo que es hoy, ni los cubanos eran la mayoría, pero había un mercado, una inquietud muy grande por leer en español y leer libros relacionados con Cuba. Formábamos parte de un exilio que pensaba en regresar a la isla y que quería estar más cerca de Cuba, a través de los libros”, dijo Salvat en exclusiva a DIARIO LAS AMÉRICAS.

Hasta el 2013 Juan Manuel Salvat conservó la librería Universal en la calle 8 donde, entre un largo catálogo de libros en español ofrecía el largo millar de títulos publicados por su propia editorial. Entre estos se encontraban desde clásicos cubanos como Heredia o Martí, libros testimoniales hasta las primeras ediciones de títulos de autores imprescindibles del exilio como Lydia Cabrera, Enrique Ros, Carlos Montenegro, Enrique Labrador Ruiz, Calixto Masó, Antonio de la Cova, Luis Aguilar León, Eladio Secades, Ramón Chao, Emilio Cueto, Octavio R. Costa, Jorge e Isabel Castellanos, Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Guillermo Rosales, José Abreu Felippe, Nicolás Abreu o Luis de la Paz.

NOTA LUCTUOSA DE PRENSA

 


Nueva York, 26 de noviembre de 2024

La Junta Directiva de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, a nombre de todos sus miembros y colaboradores, se une al luto de la Cuba eterna por el fallecimiento en Miami en el día de hoy de uno de sus más firmes y destacados hijos: Juan Manuel Salvat. Cristiano de fe y práctica cabal, patriota de ideas y acción sin treguas, hombre de armas y almas tomar, deja una huella de amor infinito en todos los que tuvimos el placer y el honor de conocerlo y trabajar con él. Como decano de los editores cubanos del Exilio, su labor incansable por salvaguardar lo mejor de la cultura cubana allende los mares, lo había convertido en puerto seguro de las letras desterradas que de la Patria nunca se han ido del todo. De mente y corazón abiertos, jamás fue sectario más que del amor a Cuba, Dios, la familia, y a todos cuantos tocaban a sus puertas en busca del reposo del guerrero que bien sabía del doloroso peso sublime de llevar en sí el decoro de muchos cuando había muchos sin decoro.

Nuestras condolencias a su familia, que era parte indisoluble de su persona, sus luchas, sus logros y sus tenaces esperanzas por Cuba siempre. Que en la Paz del Señor descanse.

 

Dr. Octavio de la Suarée, presidente.                      Dr. Eduardo Lolo, secretario.

 

Tuesday, November 26, 2024

Un cubano en la OEA (XII)

 Por Guillermo A. Belt

Baena Soares


En el sótano

El año 1988 terminaba y con él mis siete años al frente de la secretaría de los órganos políticos de la OEA. Val McComie sugirió al Embajador Baena la conveniencia de trasladarme a la oficina del Secretario General en vista de las frecuentes ocasiones en que se me llamaba a trabajar directamente con él. No presencié la conversación, pero sí la respuesta de Baena cuando me invitó a su despacho. Llamó por teléfono a McComie para decirle que me trasladaba de inmediato a su oficina, con mi cargo, y además a Gyliane Kalogerakis con el suyo.

Esto significaba la pérdida para McComie de dos cargos permanentes en el siempre escaso presupuesto de la OEA, por lo que el afectado habrá hecho una objeción. Pocas veces había visto a Baena molesto. En esta oportunidad, el tono de su voz me indicó que lo estaba pues se limitó a contestarle secamente que su decisión no estaba sujeta a discusión.

Como asesor especial del Secretario General pasé de tener ciento veinte y tantos funcionarios bajo mi dirección a contar con una sola colaboradora. Con Gyliane debimos mudarnos de nuestras oficinas en la primera planta del Edificio Principal, a diez pasos del Consejo Permanente y con grandes ventanas por las que veíamos el monumento a George Washington, a una en los sótanos del mismo edificio, sin vista alguna al exterior. Esta defenestración me recordó la sufrida a la caída de Betances.

Como en aquella ocasión, la gente comenzó a mirarnos con cara de lástima, en el mejor de los casos. Uno de mis ex funcionarios vino en nuestra ayuda. Víctor Jiménez, jefe de los oficiales de sala, era más amigo que subalterno, y leal como pocos. Se presentó en mi oficina, expresó su opinión contraria a mi salida de la dirección en términos muy suyos, y dijo que él nos mudaría a Gyliane y a mí para asegurar que el traslado físico se hiciera como era debido. De no habérselo impedido, Víctor habría removido hasta el librero empotrado, con documentos oficiales encuadernados, que tenía en mi despacho de director. Insistió en mudarme, eso sí, con mi escritorio de madera, ciertamente más elegante que los de metal gris de uso corriente.

Ya instalado en el sótano recibí mis primeras instrucciones. El jefe de gabinete del Secretario General, Ubiratam Rezende, sucesor de Chohfi, me encargó la redacción de un discurso para el Embajador Baena. Yo sólo había escrito un par de discursos en la universidad, y esos para decirlos yo mismo. Ninguna experiencia tenía en la redacción de discursos para otra persona, mucho menos para un excelente diplomático formado en la famosa escuela fundada por el barón de Rio Branco en Itamaraty.

Más de 30 años después recuerdo claramente cuánto empeño puse en la redacción de aquel primer discurso para mi nuevo jefe. En cambio, no tengo la menor idea del tema o de la ocasión. Pero sí puedo decir que Baena hizo leves cambios de redacción y ninguno de fondo. Cuando me tocó el segundo encargo de este tipo puse el mismo cuidado en el fondo y la forma, esta vez con algún optimismo acerca del resultado de mi trabajo. Al tercer o cuarto borrador tuve mi recompensa. El Embajador Baena me dijo que le había gustado cómo enfocaba los temas, así como el estilo de mi redacción.

Al lector a quien a estas alturas veo como amigo le hago una confesión. Me preocupaba la posibilidad de verme dedicado a tiempo completo a escribir discursos y otros textos para el Secretario General. Las responsabilidades de mi cargo anterior habían demandado cualidades diplomáticas y gerenciales, en contacto diario con los embajadores y colegas de la secretaría. En cambio, ahora se me presentaba un panorama de trabajo en solitario, encerrado en una oficina subterránea, sin mucho contacto con otros funcionarios y ninguno con el Consejo Permanente.

La carencia de recursos financieros, problema recurrente en la OEA, vino a rescatarme. La administración arrendó al Banco Mundial tres pisos del edificio propiedad de la OEA en la calle F, como paliativo para el déficit presupuestario. El Departamento de Recursos Materiales preparó los planos para redistribuir las oficinas de la Secretaría General en los pisos restantes. Rezende me encargó la tarea de informar a los jefes de las dependencias afectadas sobre la nueva ubicación de sus respectivas oficinas, con la consiguiente reducción de espacio.

Al comienzo de estos recuerdos me referí a la importancia de la ubicación de oficinas en el mundo de la burocracia. El lector comprenderá la dificultad que debí enfrentar, por ejemplo, al decirle al Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que sus amplias dependencias serían trasladadas a otro piso, con menor número de ventanas y de pies cuadrados – símbolos de poder burocrático, como sabemos.

Si como director de los servicios de apoyo a los cuerpos políticos gocé en algún momento de la simpatía de mis colegas en otros sectores, poco de ese sentimiento quedaba cuando concluimos la redistribución de oficinas en la calle F. Así, con el tiempo y un ganchito (gracias a Pedro Infante por cantarla muy bien) iniciamos Gyliane y yo una nueva etapa de nuestro destierro, que nos sacaría a ambos de los sótanos del histórico Edificio Principal de la OEA.

Panamá

El presidente de la Reunión de Consulta sobre Panamá, embajador Julio Londoño, ministro de RREE de Colombia, conversa con el Secretario General, embajador Baena Soares. (al fondo, de pie, el autor)

El domingo 7 de mayo de 1989 el pueblo panameño votó masivamente y eligió presidente a Guillermo Endara, con sus compañeros de fórmula Ricardo Arias Calderón, para la primera vicepresidencia, y Guillermo Ford para la segunda. Panamá llevaba varios años bajo el control militar del general Manuel Antonio Noriega, quien se negó a aceptar la derrota de sus candidatos, precipitando manifestaciones populares que fueron reprimidas por la fuerza pública. En una de ellas, Ford fue herido cuando caminaba pacíficamente junto a sus partidarios. La imagen del candidato manando sangre recorrió el mundo y captó la atención internacional.

El Consejo Permanente, en reunión extraordinaria celebrada a pedido del Embajador Edilberto Moreno, de Venezuela, convocó a la Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores para examinar un problema “de carácter urgente y de interés común para los Estados Americanos”, como reza la Carta de la OEA. Los Cancilleres, presididos por el de Colombia, Embajador Julio Londoño Paredes, crearon una Misión integrada por los ministros de Relaciones Exteriores de Ecuador, Guatemala y Trinidad y Tobago, asistidos por el Secretario General, con el fin de promover urgentemente fórmulas de avenimiento para la transferencia del poder “con el pleno respeto de la voluntad soberana del pueblo panameño.”

Al lector interesado (no pierdo la esperanza de encontrarlo) en indagar sobre el tema le recomiendo el libro Síntesis de una gestión, 1984-1994. El Embajador Baena Soares relata a lo largo de 15 páginas las actividades de la Misión en sus cinco visitas a Panamá entre mayo y agosto. Más adelante explicaré el origen de ese libro que recoge las principales actuaciones en la década de Baena Soares. Aquí me limito a contar unas anécdotas personales, excluidas de la obra citada por razones que ya veremos.

Inmediatamente después de su elección para presidir la Reunión de Consulta, celebrada en el imponente Salón de las Américas, el Embajador Londoño me dijo que se alegraba de la oportunidad de trabajar juntos nuevamente. Al contestarle que ya no tenía mis antiguas funciones, resolvió el asunto de un modo práctico. Me indicó sentarme detrás suyo, al lado de uno de sus asesores, y decirle a éste lo necesario para la buena marcha de la presidencia. El asesoramiento triangular funcionó a las mil maravillas, con el asesor repitiendo al presidente mis sugerencias sobre aplicación del reglamento.

Tan pronto se creó la Misión Baena me designó para acompañarlo junto con Edgardo Costa Reis, director del Departamento de Información Pública, Carlos Goldie y Fritz Méndez, funcionarios del despacho del Secretario General. Participé en todas las reuniones de la Misión durante sus viajes a Panamá, y en la primera de ellas asumí por cuenta propia una tarea que por fortuna pude cumplir satisfactoriamente.

Desde el comienzo el Canciller ecuatoriano Diego Cordovez mostró su intención de dirigir a sus colegas y, desde luego, al Secretario General como si le cupiera la responsabilidad de presidir la Misión, lo que no era así. En la primera sesión para organizar nuestro trabajo, al plantearse la conveniencia de hablar con el general Noriega, de inmediato le asignó a Baena la difícil tarea de lograr la entrevista. Este, fiel al protocolo, dijo que la solicitaría por conducto del ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Ritter.

Conocíamos bien a Ritter, hijo del ex embajador de Panamá en la OEA, Eduardo Ritter Aislán. Pero a mí se me ocurrió una vía más rápida y segura. Con un pretexto cualquiera pedí permiso para ausentarme por unos minutos y salí en busca de un personaje que decía apellidarse White, quien oficialmente era el jefe del personal asignado por el gobierno para velar por nuestra seguridad, pero en realidad estaba allí para informar de nuestras actividades.

Lo encontré a pocos pasos del salón donde estaba reunida la Misión. Vale anotar que entre panameños y cubanos nos entendemos bien, por regla general. Saludé a White cordialmente y medio en broma le pregunté si podía comunicarse con el ayudante del general Noriega por el aparato de radio que tenía, o si lo llevaba de adorno para impresionar a los demás. Me echó una mirada medio en serio, presionó un botón, habló brevemente y cinco minutos después apareció un hombre joven, de guayabera como White, y me saludó chocando los talones. Le dije que la Misión deseaba ser recibida por el general Noriega, de ser posible. Se alejó unos pasos y habló por su radio portátil en voz baja. Al cabo de tres o cuatro minutos regresó y se cuadró de nuevo. El general recibiría a la Misión de la OEA en su cuartel del Fuerte Amador al día siguiente, a las 10 de la mañana.

Cuando le dije a Baena en privado que teníamos la reunión concertada se excusó con los demás para apartarse unos pasos y hablarme discretamente. Me preguntó si yo estaba seguro de la cita, y cómo la había logrado. Estaba confirmada por uno de los ayudantes militares de Noriega, le contesté, y le daría los detalles más tarde. Cuando anunció la cita a los miembros de la Misión hubo sorpresa por la rapidez del trámite, y complacencia por el resultado.

En otra visita a Panamá, cuando los Cancilleres tuvieron que regresar a sus países, Baena, que regresaba a Washington con Costa Reis, Goldie y Méndez, me encargó permanecer en el país para celebrar sin interrupción las reuniones entre los partidos de oposición, los del gobierno y representantes del Poder Ejecutivo y las Fuerzas Armadas en el denominado Diálogo Tripartito. De tal suerte, durante varios días encabecé ese diálogo. Para entonces nos conocíamos todos, así que las reuniones fueron cordiales y, como creímos entonces, exitosas.

Consigno aquí mi agradecimiento a Carlos Alberto Montaner, mi distinguido compatriota, quien me llamó por teléfono antes de partir nosotros a Panamá para decirme que había recomendado a sus amigos Ricardo Arias Calderón y Guillermo (“Billy”) Ford ponerse en contacto conmigo. Así lo hicieron y tuve el privilegio de reunirme con ellos privadamente para conversar sobre la situación tan pronto llegamos al país. A su vez, Ricardo y Billy me presentaron a Guillermo Endara. Surgió en ellos tres una relación de confianza conmigo que me resultó sumamente provechosa para mantener al Embajador Baena al tanto de la posición de los candidatos victoriosos en las elecciones.

Los caminos de la OEA, como el del infierno, están empedrados de buenas intenciones. La Misión designada por la Reunión de Consulta trabajó inteligentemente, logrando acuerdos que habrían pavimentado el camino de salida de la crisis desatada por Noriega al anular los comicios que a todas luces había perdido. Pero prevaleció la soberbia del comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa de Panamá. A última hora Noriega se negó a dejar su cargo, acogiéndose al retiro, como se había acordado en principio.

De su quinta visita regresó la Misión el 22 de agosto y presentó el que resultó ser su último informe a la Reunión de Consulta. Esta exhortó a los panameños a continuar buscando una solución y ofreció de nuevo la asistencia de la Misión, siempre que las partes la solicitaran. El pedido nunca llegó. Tras el frustrado ataque al cuartel general de las Fuerzas de Defensa por 200 de sus miembros, algunos de los cuales fueron ejecutados sin juicio, la crisis continuó empeorando. En la madrugada del 20 de diciembre de 1989, tropas de los Estados Unidos invadieron Panamá.

Trágico final de un gran esfuerzo diplomático y político por parte de la OEA, en el cual me honra haber participado. Aprendí mucho de Baena, un poco de los Cancilleres Mario Palencia, de Guatemala, y Sahadeo Basdeo, de Trinidad y Tobago, y bastante de las maniobras de Cordovez. Conocí al asesor del ministro Basdeo, el entonces embajador en Venezuela Christopher Thomas, quien llegaría a ser Secretario General Adjunto y en tal calidad mi jefe directo, en una de esas vueltas que da la vida. Como también las da la OEA de vez en cuando.

Antes de pasar a la próxima misión junto a Baena, me permitiré recordar un aspecto familiar muy doloroso que sería injusto omitir.

Mi padre

La Misión de la Reunión de Consulta en 1989 me colocó ante una situación muy difícil. Tuve que viajar a Panamá varias veces mientras mi padre, gravemente enfermo, vivía sus últimos días. Me costaba trabajo concentrarme en las complejas tareas por delante mientras dependía a diario de las noticias de su estado crítico, enviadas por mi madre, hermanos y amigos desde Washington.

El 15 de junio, horas antes de regresar a la sede al cabo de nuestro segundo viaje, leí en la prensa panameña una nota escrita por un tal Luis Manuel Martínez, antiguo defensor de Batista en Cuba, dedicado a la defensa de Noriega, por dinero ahora como antes. Creyendo que era mi padre quien había venido al país con la Misión, le dedicó las calumnias habituales del Partido Comunista en Cuba: que era “proyanqui” y venía a salvaguardar los intereses de EE.UU.

Me indignó la injusticia de este farsante disfrazado de periodista. Pedí a Carlos Goldie transcribir mi respuesta, dictada a la carrera minutos antes de partir al Palacio de las Garzas para despedirnos del Canciller y del asesor de la presidencia, el exembajador en la OEA Nander Pitty. En el automóvil le mostré el texto a Baena. La última oración era un reto a duelo, opinó, y así era, porque le decía a Martínez que le respondería sus calumnias cara a cara, en Panamá o donde quiera lo encontrase.

El Embajador Pitty me conocía y también a mi padre. Me sugirió no hacer caso a las calumnias del falso periodista. Explicándole la imposibilidad de mi padre para contestarlas, le entregué mi texto. Amablemente me ofreció hacerlo publicar en La Estrella de Panamá. Cumplió su ofrecimiento y el día siguiente me envió a Washington el recorte del diario principal del país.

Dos semanas después, el 2 de julio, mi padre moría en un hospital de Virginia tras una intervención quirúrgica. Faltaban doce días para su cumpleaños, que hasta entonces había celebrado siempre mi madre, en Cuba y luego en el exilio, con una reunión de la familia y los amigos más íntimos.

Me duele hasta hoy que mi padre no haya podido leer mi escrito en su defensa. Le habría complacido que su hijo mayor tiró por la borda las normas de protocolo y los reglamentos para funcionarios internacionales al lanzar un desafío público a uno de los principales defensores del llamado hombre fuerte de Panamá. En el terreno de este último, además.

El trágico legado del faraón


Por Pedro Corzo

Aunque han trascurrido ocho años de su muerte, debemos reconocer que su infausto legado sigue en pie, el régimen totalitario que edificó ha sido exitoso en el único propósito de vida de Fidel Castro, la toma y conservación del poder absoluto.

El dictador cubano gobernó como un faraón del Egipto del Imperio antiguo. Poder dominante, decisión sobre la vida y hacienda de sus súbditos y una proyección imperialista que solo aceptaba el sometimiento de sus vecinos.

La primera constitución del totalitarismo en 1976 fue elaborada para institucionalizar su voluntad, pudiéndose apreciar a plenitud esta consideración cuando los legisladores castristas por orden de su soberano Fidel, ante la gestión exitosa del proyecto Varela que dirigió Osvaldo Paya, decidieron enmendar la Constitución declarando que el socialismo, léase totalitarismo, era irrevocable.
Castro para desgracia del pueblo cubano tuvo una vida larga e improductiva y para que su herencia fuese aún más lastimosa, el totalitarismo le ha sobrevivido por haber sido capaz de transferir a sus seguidores, la maldad e ineficiencia que le caracterizo en vida.
Fidel Castro ha sometido a Cuba y los cubanos, para nuestra vergüenza, por más de seis décadas y media. Su mandato supremo se extendió por 49 años, convirtiéndolo en el gobernante que mas tiempo ha usufructuado el poder en los siglos XX y XXI.
Cierto que el eterno deterioro del sistema se ha profundizado, se aprecia irreversible y con un final anunciado, pero la agonía extendida hará aún más desastroso el final para la ciudadanía.

Quizás el dictador designado, Miguel Díaz Canel, sea el enterrador. Ojalá sistema y trásfugas sean sepultados juntos, pero no podemos desconocer que el futuro de la nación está muy amenazado y corroído por las enseñanzas y prácticas del totalitarismo.
El Totalitarismo se dio nuevas leyes. Las parodias de procesos legales permitían asesinatos públicos. Se fusiló en parques, cementerios y patios de las escuelas. Se militarizó la sociedad. Se implantó el terror. Se impuso un paradigma que promovía el odio y el tableteo de las ametralladoras para resolver las diferencias. Las bases culturales y morales de la nación, como parte de un Plan Nacional que pretendía recrear la conciencia ciudadana, fueron quebradas para introducir nuevos valores y dogmas que han dejado en muchos ciudadanos una falta de principios éticos que los conduce a lidiar con una bancarrota moral.

La crisis de civilidad entre los cubanos es muy profunda. Las normas de convivencia, respeto a las discrepancias y hasta las de urbanidad han sido execradas por el gobierno durante más de 65 años, situación que se aprecia en la gestión de amplios sectores de la población, incluidos algunos de los que rechazan al régimen.

La educación en general fue sustituida por la cultura del barracón, quien posee el garrote mayor tiene la razón. El régimen hizo pública su intención de crear un Hombre Nuevo. Les negó a los padres el derecho a participar en la formación de sus hijos. Impuso la norma de trabajo y escuela, imponiendo la disfuncionalidad de la familia.
Las secuelas de un sistema excluyente como el impuesto en Cuba son muy perniciosas. Los civilistas de la isla tienen un gran trabajo por delante. Tendrán que afanarse muy fuerte para cambiar la mentalidad de una amplia porción de la población. Laborar para que los ciudadanos adquieran conciencia de sus derechos y deberes.
Numerosos ciudadanos, específicamente los que se identifican con la dictadura, tienden a ser violentos con quienes difieren de sus puntos de vista. No aceptan las rivalidades, rechazan el dialogo o el debate, la fuerza es el principal argumento en la promoción del modelo político que defienden, lo que ha incidido en el aumento de la delincuencia, que, a pesar de la brutal represión, no ha sido controlada.

Los partidarios del castrismo actúan como si estuvieran defendiendo una religión. Acertado estuvo el escritor José Antonio Albertini cuando calificó al régimen cubano de ser una autocracia más genuina que la de Irán, ya que conto con un dios viviente en la figura de Fidel Castro y un sacerdote mayor encarnado por su hermano Raúl.
La herencia de Fidel Castro esta compuesta por un inmenso prontuario policial. Sus crímenes de sangre fueron muchos, pero los mas devastadores han sido el daño antropológico a las nuevas generaciones de cubanos como ha denunciado Dagoberto Valdés.

Friday, November 22, 2024

1959 Cuba, el ser diverso y la Isla imaginada

1959  Cuba, el ser diverso y la Isla imaginada  

PREFACIO (Segunda edición)

Por Manuel Gayol Mecías

EL ser humano es impredecible, de él nunca se sabe nada definitivo hasta que no muere. De cierta manera, a los pueblos les sucede algo parecido en cuanto a sus etapas históricas, tiempos en los que han tenido deslumbrantes embelesos y terribles incertidumbres. La Historia asimismo viene a ser impredecible, más cuando se trata de un pueblo oprimido por una dictadura como la cubana, que ha llegado a 65 años de una estupidizante existencia y de una continuidad bochornosa.

No obstante, a pesar de la tardanza, el pueblo, ¡al fin!, se ha quitado la máscara. En efecto, millones ya han dejado a un lado la complacencia y han alzado su voz. Los vientres vacíos, los cuerpos enfermos, cientos de muertos por la pandemia del covid-19 y por las guerras extranjeras. También las juergas y riquezas desmedidas como burla de la casta dominante. ¡Todo esto y mucho más ha llevado a Cuba al desastre total! El castrismo solamente ha dado lugar a las casuchas malolientes; a falsear las escalinatas del Alma Mater; a desechar las pérgolas medievales y crear los solares pestilentes en los viejos palacios coloniales.

En estos últimos cinco años, la represión se ha hecho mucho más cruel contra las manifestaciones pacíficas de los millones que ya piden libertad, comida y electricidad, de los que quieren abrazar una vida de solvencia económica, una vida acorde con los verdaderos derechos humanos… El cubano, entre un sinfín de cosas, solo ha contado con la represión, la discriminación y las más grandes miserias humanas.

Por eso este libro se rehace de nuevo, con la esperanza de que pueda ser consultado y comprendido aún más, de que —en alguna medida— pueda aclarar el fenómeno de lo incierto, al menos llegar a ideas diferentes para intentar articular mejor lo real-imaginario de un absurdo histórico. ¡A veces la Historia es tan ilusoria y ficticia!, ¡Tan injustamente quimérica!, más cuando es envilecida con mitos y emblemas, con promesas que nunca se han cumplido. Ciertamente, el castrismo ha creado un Espejismo, una imaginación desfasada de la realidad corpórea.

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En mucho, este proyecto vuelve a satisfacerme no solo por ser Historia real, sino asimismo porque constituye una especie de vademécum, aun cuando no de poco volumen, que pueda alcanzar su lugar en las bibliotecas y librerías, principalmente, en la Colección Especial de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio (AHCE), y así poner a disposición de los académicos y de los demás investigadores y lectores en general, los aspectos imaginativos y físicos de los cubanos para un análisis más esclarecido y profundo de su identidad, junto a nuevas observaciones que expliquen mucho mejor el fenómeno que ha ocurrido en Cuba a partir de 1959.

Justamente, entre tantas cosas, este libro quiere indagar en el sortilegio de la imaginación de los cubanos; investigar la relación entre la diversidad y la transculturación y al mismo tiempo tratar de crear una fuerza de ideas, un convencimiento de fe, una posibilidad de entendimiento y una esperanza de justicia. Espero que mi intención, ahora, sea un ajuste del buen decir; una ensayística narrada, mejor descrita en su revisión, mejor conformada en su coherencia. ¡Quiero que su lectura así anime el deseo de libertad! ¡Y que ese deseo se haga inquebrantable de una manera definitiva!

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La claridad de las mentes es una certeza de esperanza en toda evolución. Aun cuando el tiempo demore esa su experimentada presencia. Sabía y sé que siempre ha de llegar El justo tiempo humano, como una vez escribió Heberto Padilla, y por su libro Fuera del juego le condenaron. Pero el tiempo camina con nuestro ser y hace que los otros seres y las cosas tomen siempre su lugar. La Historia es así, es la vida misma. Es el exacto y preciso tiempo en la medida de sus cambios.

Todo momento tiene un lugar en la Historia. Tiene una generación presente, como la realidad de los sueños que es factible porque además tiene su instante, su oportunidad y situación.

De aquí que la adición de algunos temas posibilite la manera de fortalecer aún más las sustanciales ideas que he tratado de desarrollar. Entre ellos, espero que el “Exordio”, con su acápite sobre la imagen, se haga más explícito. Que la corrección de los textos y el incremento de las notas, y las citas coadyuven a una mayor claridad y que, en resumen, la ampliación de la bibliografía general proyecte una viabilidad investigativa. En el caso de esta última (la bibliografía, digo), las nuevas entradas añadidas tienen el propósito de ofrecer no solo la posibilidad de profundizar sobre los problemas de Cuba y, de esta manera, que se reconozca el esfuerzo ingente de los miembros de la AHCE, mediante la incorporación de aquellos trabajos que puedan dar un acercamiento nuevo a la problemática de 65 años de dictadura en nuestra Isla, sino que todo ello sea además la evidencia de un embrión en crecimiento y representatividad cada vez mayor de la disidencia, tanto del exilio como de la activa opresión de un nuevo modo de destierro y expatriación dentro de la propia Isla; y que así, este catálogo de obras se convierta en una muestra fehaciente de que la literatura y, por ende, toda la cultura cubana han sido siempre una sola y nunca han estado dividida en dos orillas diferentes. De manera que esta bibliografía ha sido extraída también de los últimos tres anuarios de la Academia (5, 6 y 7), con el propósito de que todo ello apunte a una precisión siempre necesaria, a un logro que, por estas nuevas referencias, haga más útil este trabajo.

De hecho, estoy seguro de que todavía queda mucho por decir. Pero me complacería que este libro pudiera servir de consulta a todo aquel que busque algo que ilumine el camino para la investigación de un fenómeno que realmente tiene su singularidad, algo que dio lugar al aquelarre de un hecho que ha denigrado el alma de la Patria, el comienzo de un año (1959) que trajo la oscuridad a la Historia no solo de Cuba, sino de gran parte del mundo.

Es el hecho de señalar, con rigor crítico, los 65 años de latrocinio que la dictadura castrista ha impuesto —sin misericordia alguna— a un pueblo engañado y explotado hasta la saciedad… Y hasta cierto punto intentar aportar un tanto de luz para acercarnos a lo que pasó, y por qué fue de la manera en que sucedió.

Gracias por leerme,

MGM
 

Wednesday, November 20, 2024

Proyecto 1917


 

Aunque no esté directamente relacionado con la historia cubana queremos compartir con nuestros lectores el Proyecto 1917, un archivo digital abierto dedicado al estudio de la Revolución Rusa. Tanto por su carácter abierto y crítico como por su estructura y organización proyectos como este pueden servir de inspiración y modelo para empresas similares relacionadas con la historia de Cuba. De este proyecto se dice en la página del Jordan Center de NYU:

El Proyecto 1917 – Historia libre, un archivo digital que conmemora la Revolución rusa, ofrece una oportunidad única para un discurso de memoria abierta, que resulta fundamental en vista de la indiferencia del Estado ruso hacia el centenario en 2017. Al adoptar un modo dual de disidencia creativa y educación alternativa, el proyecto facilita una experiencia interactiva e interpretativa de la historia, ilustrada a través de la lente de la vida cotidiana y narrada por una multiplicidad de voces.

En noviembre de 2016, Mihkail Zygar, ex editor en jefe del canal de televisión Dozhd, lanzó el Proyecto 1917 junto con un grupo de 40 historiadores, periodistas y guionistas. Al integrar 1500 fuentes de archivo, incluidas cartas, memorias y recortes de periódicos, en el formato de una plataforma de redes sociales de acceso abierto (que también está disponible en inglés), el objetivo de Zygar era presentar la historia como un conjunto de historias importantes cubiertas desde diferentes ángulos en el contexto de un género familiar.

La colorida página de inicio del sitio ofrece a los usuarios varios modos de navegar por los materiales de archivo. Se puede navegar por cronología, área temática y figura histórica. Los usuarios obtienen acceso a las “páginas de perfil” de casi 1500 personas en varios niveles de prominencia histórica, desde el emperador y sus oponentes políticos, hasta bailarinas y artistas, pasando por mujeres soldados y campesinas. Cada página de perfil presenta un retrato de la figura histórica sombreado en brillantes colores neón que recuerdan el estilo pop-art de Andy Warhol. Al desplazarse por la página, se encuentra un desglose diario (y a veces por hora) de los pensamientos y comportamientos cotidianos del individuo. A través de este formato, las figuras históricas se vuelven cada vez más identificables y los temas complejos más penetrables para los usuarios de hoy en día.

En Project 1917, los sucesos y observaciones comunes coexisten con eventos históricos de estilo de noticias de último momento, similar a un canal de noticias de Facebook. En su libro de 1994 Lugares comunes, Svetlana Boym escribió que la banalidad domina la vida cotidiana: “no escribimos novelas sino notas o entradas de diario que siempre son frustrantemente o eufóricamente anticlimáticas”. El Project 1917 hace muy visible lo aparentemente mundano e insignificante, cuestionando las narrativas maestras monocausales heredadas de la era soviética.

Desequilibrios (Ficciones para leer en bicicleta).


Desequilibrios (Ficciones para leer en bicicleta)
incluye una serie de relatos escritos a lo largo de los años. Varios han aparecido en diversas publicaciones, aunque remozados considerablemente a efectos de esta edición. En los Estados Unidos, el libro puede obtenerse en la Books and Books de Miami (265 Aragon Avenue, Coral Gables, FL 33134; página Web: www.booksandbooks.com; Tel: 1-305-442-4408).

Testimonios sobre el libro:

Aunque el autor subtitula su obra Ficciones para leer en bicicleta, yo no me pude leer ni una de las brillantes viñetas sobre una bicicleta, sino que me las fui disfrutando una a una en el balcón, en el parque, en un avión, y a la orilla del majestuoso río Hudson, mirando el litoral neoyorquino.

Jorge Febles ha logrado equilibrar una serie de textos que, según él, “responden a preocupaciones, actitudes, remembranzas y pavores experimentados por décadas sin ton ni son”. Yo, que de crítico literario no tengo un pelo, me atrevo a decir que este estupendo libro de Jorge Febles está lleno de agradables sorpresas y de mucho ton, son y mambo literario.


Iván Acosta, dramaturgo y cineasta



“…Casi, casi, salvo…” me produjo, no sé, casi, casi, terror, porque a pesar de lo inverosímil de la situación, se acerca demasiado a la realidad y Lisandro habla en cubano. El tipo que quiere ser “capataz de su destino”, como nosotros. Y el hijo que no se entera. Lector inocente que soy, no me di cuenta de que si Lisandro está narrando no hubo muerte. No es un final feliz. Hay una frase que leí y releí: “Quiero ser chispa por unos segundos al menos ya que algún día me imaginé candela y todavía no logro resignarme a ser ceniza”. Y dices que no eres escritor… La candela eres tú.

Gustavo Pérez Firmat, ensayista, poeta, narrador

 



Tuesday, November 19, 2024

Un cubano en la OEA XI

Joao Baena Soares

Por Guillermo A. Belt

La década de Baena Soares


En prenda de agradecimiento al lector paciente por haber llegado hasta aquí copio esta relación en inglés de las personas que ocuparon los cargos de Secretario General y Secretario General Adjunto de la OEA desde el inicio de la Organización hasta el presente (2022). El cuadro ayudará a seguir la pista de mis andanzas en las cercanías de los cinco secretarios generales con quienes me tocó trabajar.

 



 

Al ser electo en la OEA el Embajador Baena Soares ocupaba el segundo cargo en la jerarquía del ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil. Sus obligaciones en Itamaraty reclamaron su presencia en Brasilia hasta junio de 1984. En consecuencia, McComie actuó como Secretario General Interino desde marzo (formalmente el 1 de abril) hasta el 19 de junio.

El interinato de McComie puso las cosas en su lugar, o más bien me puso en el mío, el asiento inmediatamente a la izquierda del presidente del Consejo Permanente, haciendo las veces de Secretario General Adjunto y por ende secretario del Consejo. Desde luego, jamás se reconoció formalmente mi interinato. Continué haciendo el mismo trabajo, pero con más comodidad. Tocó a su fin, eso sí, mi función de ventrílocuo. O, en versión más cruel, aquella a la que alguna vez se refiriera un distinguido colega: “Está usted como Esopo, haciendo hablar a los animales.”

Baena Soares fue el Secretario General con quien trabajé directamente por más tiempo. A lo largo de sus diez años en el cargo lo acompañé, primero desde el Consejo y luego como asesor suyo. A continuación paso a resumir esa década productiva para la Organización, y muy grata en lo personal.

Misión a Costa Rica

El 7 de junio de 1985 el Consejo Permanente recibió al ministro de Relaciones Exteriores de Costa Rica, quien acusó de agresión al gobierno de Nicaragua ante disparos efectuados por sus tropas contra miembros de la Guardia Civil que patrullaban en territorio costarricense la zona limítrofe del río San Juan, en Las Crucitas, con un saldo de dos muertos y siete heridos, cuatro de ellos de gravedad. El Consejo resolvió pedir a los gobiernos de Colombia, México, Panamá y Venezuela que integraran una “comisión de investigación, la cual tendrá el concurso del Secretario General de la OEA, para determinar, en el territorio de Costa Rica, los hechos descritos en la sesión del Consejo Permanente”.

Baena designó a su asesor principal Osmar Chohfi, diplomático brasileño asignado temporalmente a la OEA, y a mí en calidad de director de los servicios de secretaría del Consejo Permanente, para acompañarlo. El sábado 15 llegamos a San José, donde la primera reunión de la Comisión de Investigación contó con la participación de los viceministros de Relaciones Exteriores de los cuatro países que la integraban.

Luego quedaron trabajando sus representantes, y con ellos viajamos en un helicóptero facilitado por Panamá a la zona casi inaccesible del río San Juan donde se había dado el tiroteo. Posteriormente nos trasladamos a Liberia, ciudad fronteriza con Nicaragua, y entrevistamos a funcionarios nicaragüenses para conocer su versión de los hechos. Al cabo de una semana, habiendo escuchado a oficiales de la Guardia Civil de Costa Rica y examinado informes médicos y forenses proporcionados por la Procuraduría General de este país, regresamos a Washington para redactar nuestro informe al Consejo.

La redacción del informe de la comisión investigadora quedó a mi cargo. Hice mi trabajo con la urgencia reclamada por la naturaleza del tema. Resultaba muy claro que se había producido una agresión por parte de tropas nicaragüenses contra miembros de la Guardia Civil costarricense, disparando las primeras desde su territorio contra los segundos en territorio de Costa Rica, sin que mediara provocación alguna. Así lo expuse en el texto y lo sometí a los miembros de la Comisión de Investigación.

En las deliberaciones sobre el informe, llevadas a cabo confidencialmente en el despacho del Secretario General, los representantes de México y Venezuela abogaron por una redacción más favorable para el gobierno de Nicaragua. El Embajador Julio Londoño, experto en temas fronterizos y militares, representaba a Colombia. Hombre de principios, había comprobado la agresión y respaldó con sólidos argumentos el texto presentado por la secretaría. Panamá hizo otro tanto y prevaleció el criterio de estos dos países.

Cuando el Consejo Permanente se reunió el 11 de julio para considerar nuestro informe se produjo un debate entre el Canciller Carlos José Gutiérrez, de Costa Rica, y la viceministra de Relaciones Exteriores de Nicaragua, Nora Astorga. El Consejo aprobó una resolución repudiando los hechos y aprobando el Informe de la Comisión de Investigación, cuyo mandato dio por concluido.

Así, en corto tiempo y con éxito terminó mi primera misión política en la época del Secretario General Baena Soares. Del trabajo en el río San Juan, y aún más del que llevamos a cabo en la redacción del informe surgió con el Embajador Londoño una amistad de la cual disfruté por muchos años, dentro y fuera de la OEA.

Retos en San Salvador

El lector amable recordará la prueba que me presentó Orfila cuando me encomendó resolver diplomáticamente un serio problema político relacionado con la Asamblea General celebrada en Washington en 1982. Seis años después, el órgano supremo de la OEA me presentaría no uno sino varios retos, algunos de naturaleza política y otros de carácter personal.

En 1988 la Asamblea General debía reunirse en San Salvador conforme al ofrecimiento de sede por parte del gobierno de El Salvador. Si bien se trataba del período ordinario de sesiones, esta vez nada habría de ser rutinario en el encuentro de los Cancilleres. El país centroamericano sufría las consecuencias del conflicto entre las guerrillas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN, y las fuerzas armadas del gobierno de Napoleón Duarte, prestigioso dirigente político y fundador del Partido Demócrata Cristiano, quien en 1984 había triunfado en las elecciones para la presidencia.

Hice un viaje preliminar a la capital salvadoreña para iniciar los preparativos de la reunión. El ministro de Relaciones Exteriores Ricardo Acevedo Peralta había reunido a varios de sus embajadores en San Salvador, procedentes de sedes diplomáticas en el extranjero, para aportar su experiencia y asegurar el éxito de la Asamblea.

Uno de ellos, Guillermo Paz Larín, de larga y muy distinguida trayectoria en el servicio exterior, me invitó a cenar en su casa junto con altos funcionarios gubernamentales. Estábamos sentados en la terraza, tomando lo que en Chile se denominan bajativos, cuando se escuchó una explosión. Con elegancia y sangre fría nuestro anfitrión nos sugirió pasar a su biblioteca para ver algunos recuerdos de sus viajes. Antes de entrar a la pieza en el interior de la planta baja de la casa, eché una mirada disimulada a los jardines por donde comenzaban a desplegarse soldados con cascos y fusiles, silenciosamente, en formación de combate.

Poco después los invitados se fueron despidiendo, comenzando por los de más alto rango, entre los cuales había dos o tres ministros de Estado. Yo me quedé casi hasta el final porque en el protocolo de la mayoría de los Estados Miembros de la OEA es ese el lugar que me correspondía. Desde luego, no mencioné a nuestro anfitrión lo que había alcanzado a ver en sus jardines, ni le pregunté sobre la explosión que habíamos oído.

Pero al llegar a mi hotel hice una primera tentativa de averiguación. En el vestíbulo vi al gerente, a quien conocía, conversando discretamente con el dueño del hotel. Me dirigí a ellos y les pregunté por el origen de la explosión. Me contestaron haciendo referencias imprecisas a un volcán cercano donde se daban frecuentes incursiones del FMLN. Di por sentado que esa noche poco o nada lograría averiguar, y en consecuencia me fui a mi habitación a dormir.

A primera hora de la mañana siguiente me di a la busca y captura del gerente, fácil empresa puesto que el personaje se levantaba temprano y solía recorrer el hotel. Le pregunté a boca de jarro qué había sucedido en realidad la noche anterior, contándole que yo había visto el despliegue de tropas en casa del Embajador Paz Larín, cerca del hotel, cuando se oyó la explosión. Por toda respuesta me dijo, “Sígame, por favor.” Me llevó a la azotea del edificio y me mostró un boquete en un aparato metálico del sistema de aire acondicionado, y otro en la pared de lo que, dijo, era el salón de actos. Ambos habían sido causados por una granada antitanque, conocida como RPG. El proyectil no había explotado y sólo perforó el aparato metálico, perdiendo fuerza y quedando incrustado en la pared. De haber explotado los daños habrían sido mucho mayores.

Lo grave del asunto no eran los daños materiales. El gerente había ordenado su inmediata reparación, y en ello estaban varios obreros cuando me mostró lo ocurrido. Lo preocupante era la falta de seguridad. Por la trayectoria que pudimos inferir el gerente y yo, el disparo se había hecho desde un solar yermo contiguo al hotel. Resultaba evidente la falta de vigilancia en los alrededores de lo que pronto sería la sede de la Asamblea General de la OEA.

Pedí al gerente acompañarme al ministerio de Relaciones Exteriores. Fuimos en su automóvil, con él al timón. Llevaba una pistola sobre el asiento, escondida bajo su pierna derecha, y al llegar al ministerio la guardó en la guantera del coche, bajo llave. Pedí ver al ministro, pero el Dr. Acevedo Peralta no se encontraba en su despacho. En su lugar me recibió el viceministro Joaquín Maza Martelli. Le conté lo sucedido, avalado por el gerente del hotel, añadiendo que sin un incremento inmediato en la seguridad de la sede de la Asamblea ésta no podría llevarse a cabo. Me contestó que le trasmitiría mi preocupación al Presidente Duarte y me pidió esperar por la respuesta en su despacho.

Al cabo de unos minutos regresó y me dijo que el presidente había dado las órdenes pertinentes. Al llegar al hotel nos encontramos con soldados pidiendo identificación a quienes querían entrar. Revisaban todos los vehículos, usando un espejo montado sobre ruedas para ver debajo de las carrocerías. Otros patrullaban los alrededores. La orden del presidente de El Salvador había llegado con prontitud, antes que nosotros en nuestro viaje de unos veinte minutos del ministerio a hotel.

Mi ultimátum había surtido efecto. Por supuesto, no pronuncié esta palabra. El lenguaje diplomático admite la firmeza, siempre y cuando la selección de las palabras, el tono de la voz y la expresión del rostro se ajusten a sus cánones.

Mi circunstancia

Apolíticos e imparciales, así debíamos ser en el desempeño de nuestro trabajo los funcionarios de la Secretaría General en virtud de disposiciones reglamentarias comunes a las organizaciones internacionales. Para poner en práctica este noble ideal sería necesario olvidar la conocida afirmación de Ortega y Gasset.

El ofrecimiento de sede por el gobierno salvadoreño despertó preocupación en algunas delegaciones. El factor político incidía en este sentimiento, perceptible por quienes en la secretaría estábamos llamados a tomar el pulso del Consejo Permanente. Algunos gobiernos tenían simpatías por el FMLN, otros apoyaban al gobierno de Duarte. Además, siendo los embajadores, mujeres y hombres, tan susceptibles a las pasiones humanas como cualquier persona, viajar a un país convulsionado por un conflicto armado les resultaba poco atrayente.

En lo que personal me vi cara a cara con el dilema planteado por el eminente filósofo en Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” La experiencia vivida en Cuba en la década de 1950, especialmente en los años 1958, 1959 y hasta mediados de 1960, me llevaba a desconfiar de movimientos revolucionarios prometedores en su retórica, pero que traicionaban los ideales proclamados poco después de tomar el poder. Mis simpatías, aunque no manifestadas públicamente por obediencia a los reglamentos, estaban con el gobierno democráticamente electo del Presidente Duarte.

Al regresar de Relaciones Exteriores me senté a desayunar en una mesa al aire libre cerca de la piscina del hotel, de traje y corbata como pasaría el resto del día de trabajo. A los pocos minutos me avisaron por los altoparlantes que tenía una llamada de Washington. La tomé en un teléfono cercano. El Secretario General me preguntó si eran ciertos los rumores en medios de prensa acerca de una explosión en el hotel la noche anterior, comentando que habían causado preocupación a miembros del Consejo Permanente.

Le contesté que en estos momentos me encontraba desayunando junto a la piscina del hotel, donde muchos turistas disfrutaban tranquilamente de su estadía en el país. Reinaba la calma, agregué, y yo no había oído ninguna explosión en el hotel a pesar de pasar casi todo el día allí en mi oficina temporal, y donde además me alojaba. El Secretario General dijo que así lo informaría al Consejo Permanente. No estaba seguro de haberlo convencido, pero pensé que mi respuesta le serviría para salir del paso, como me había servido a mí.

No resultó tan fácil. Al final de la tarde me llamó McComie. Comenzó con un regaño por mis frecuentes comparecencias en medios de prensa salvadoreños, reproducidos en el boletín de noticias que el Departamento de Información Pública de la OEA preparaba cada día para las delegaciones. Ante el interés en el país por la celebración de la reunión de la OEA, los periodistas salvadoreños me pedían entrevistas por ser yo el encargado de organizarla, lo que era natural, le contesté.

Entonces cambió de tono, y de táctica, para decirme que yo sería muy popular entre los embajadores si al regresar a Washington informaba que no había condiciones para celebrar la Asamblea en San Salvador. Mencionó a dos embajadores, alegando que me quedarían especialmente agradecidos. Uno era amigo personal mío desde hacía varios años, y el otro, muy amable conmigo, era influyente entre sus colegas por su brillantez. Le contesté que los preparativos marchaban satisfactoriamente y, de no haber cambios, así lo informaría a mi regreso a la sede. Por decir lo menos, fue una conversación poco agradable.

Desenlace

En noviembre de 1988 la Asamblea General celebró su décimo octavo período ordinario de sesiones en San Salvador. Sería vanidoso decir que la reunión se llevó a cabo contra viento y marea por haberme tocado desempeñar el mando en su etapa preparatoria. Hubo presiones, eso sí, para impedir lo que se interpretaba como una manifestación de apoyo al gobierno de Duarte. Además, el FMLN había declarado su rechazo a la presencia del máximo órgano de la OEA y algunos de sus pronunciamientos eran amenazadores.

Poco después de iniciada la sesión inaugural surgió un nuevo reto. El coronel encargado de la seguridad de la reunión me informó que una manifestación de ciudadanos bastante numerosa se encontraba muy cerca del hotel, detenida por la policía. Los manifestantes querían entregar un documento al presidente de la Asamblea General. Pedí al coronel que me llevara a hablar con los dirigentes de la marcha. Me adelanté solo hacia los manifestantes pese a los reparos del coronel, que vestía de civil. Ofrecí al dirigente principal entregar personalmente su documento al destinatario, de inmediato, si accedían a retirarse. Aceptó, más por la imposibilidad de avanzar contra la hilera de policías que debido a mis poderes de persuasión. Tras recibir su documento, a la vista de muchas cámaras de la prensa, regresé al hotel para cumplir con obligaciones más rutinarias.

En el temario de la Asamblea figuraba la elección del Secretario General, dado que el mandato de Baena Soares vencería en junio de 1989. La única candidatura oficial hasta el momento era la del propio titular, que contaba con amplio respaldo para su reelección. Tan pronto como llegó a San Salvador Baena me invitó a acompañarlo a Costa del Sol, el balneario donde tendría lugar el diálogo privado de los Cancilleres con el cual se iniciaban las deliberaciones, para redactar allí el discurso inaugural que le correspondía pronunciar.

En eso estábamos cuando me llamaron de la capital para avisarme de la llegada del Secretario General Adjunto esa tarde. Le pregunté a Baena si debería ir al aeropuerto para recibir a mi superior inmediato. No, porque teníamos que continuar trabajando en su discurso, me dijo. Donde manda capitán no manda marinero.

Fue la primera señal, por no decir presagio, del rumbo que seguiría mi carrera profesional en la OEA. La segunda también me la dio Baena, al dar juntos un primer vistazo al salón de las plenarias. El Secretario General me señaló mi puesto en la presidencia, a su derecha. Cuando me aventuré a recordarle que siempre me había sentado a la izquierda del Secretario General Adjunto, me dijo: “Es hora de que aprendas cuál es tu lugar.”


Cuesta abajo (gracias, Gardel) iría la cordialidad en mi relación personal con McComie de aquí en adelante. El Secretario General Adjunto estaba molesto desde mi negativa a pronunciarme desfavorablemente sobre la realización de la Asamblea en San Salvador. Luego, al no verme entre los funcionarios que lo recibieron en el aeropuerto y enterarse que estaba con Baena en Costa del Sol, aumentó su molestia. Y cuando vio la nueva distribución de lugares en la presidencia, su expresión de profundo desagrado rebasó los límites del comportamiento diplomático.

A mayor abundamiento, (aquí las gracias son para mis profesores de Derecho en la Universidad de Villanueva) cuando estábamos a punto de abordar el tema titulado Elección del Secretario General surgió un nuevo conflicto. Oswaldo Vallejo había preparado el libreto, o sea, la guía del presidente, anunciando que el voto sería secreto y a tal efecto se distribuirían las boletas correspondientes. Minutos antes de comenzar la sesión Vallejo había colocado su libreto en el sitio del Canciller Acevedo Peralta, quien presidía la asamblea por elección de sus colegas.

Enterado más temprano de este texto y tras saber por Vallejo que había traído las boletas impresas desde la sede por instrucciones de McComie, yo había preparado mi propia guía. El ministro salvadoreño estaba sentándose cuando me vio retirar el guion que tenía enfrente y reemplazarlo por otro. En el mío, el presidente citaba el artículo pertinente del reglamento y proponía a la sala proceder a la elección por aclamación en vista de que había un solo candidato al cargo. En voz baja le dije, “lea este, presidente”.

A estas alturas yo gozaba de la confianza del Dr. Acevedo, a tal punto que un par de días antes me había invitado a una reunión con sus embajadores para conversar sobre un proyecto de resolución de gran importancia política para su gobierno. De manera que el Canciller, sin titubear y para asombro de McComie y Vallejo, leyó mi texto y propuso la elección del Embajador Joao Clemente Baena Soares por aclamación. Así lo hizo la Asamblea General con un fuerte aplauso.

Con disculpas al lector curioso me voy a reservar el motivo de la maniobra montada por Vallejo bajo instrucciones de McComie. Ellos no están más entre nosotros y por consiguiente no pueden rebatir mi versión. El propósito de someter la reelección de Baena a una votación por escrito lo averigüé poco después. Con renovado agradecimiento a los profesores de Villanueva, me limito a citar este axioma jurídico: a confesión de parte, relevo de prueba.

Cierro este capítulo con un recuerdo feliz, nunca recogido por escrito. Días antes de la inauguración de la Asamblea General el Canciller Acevedo Peralta me dijo que deseaba condecorarme, una vez terminada la reunión, en una ceremonia en la sede de la OEA en Washington. Lamenté no poder aceptar su ofrecimiento sin consultar al Secretario General. Me sugirió hacerlo de inmediato, y así lo hice por teléfono. El Embajador Baena me autorizó a aceptar la condecoración por considerar que sería ofensivo no hacerlo, siempre que la ceremonia tuviera lugar en San Salvador sin mayor publicidad.


El ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador me impuso la Orden de José Matías Delgado, en el grado de Gran Oficial, ante un grupo de sus embajadores en su despacho del ministerio. Recuerdo siempre sus gentiles palabras de agradecimiento por la celebración de la conferencia, cuyo éxito, según dijo, se debía a mis aportes antes y durante la Asamblea General. Nunca más después de esa mañana he tenido ocasión de lucir la condecoración, pero sí la cinta en miniatura, en el ojal de la chaqueta, para honra mía y el agrado de mis amigos salvadoreños.

Tuesday, November 12, 2024

Un cubano en la OEA X

El salón Miranda


Por Guillermo A. Belt 

Una gran sorpresa

En noviembre de 1983 la Asamblea General se reunió nuevamente en la sede de la OEA. Como es de práctica, el Secretario General pronunció el discurso inaugural en la primera sesión plenaria. Para sorpresa de todos Alejandro Orfila manifestó que renunciaba a su cargo ante la falta de voluntad de los Estados Miembros de la OEA para apoyar con los recursos necesarios las múltiples tareas que los gobiernos le encomendaban a la Organización. Lo hizo con mucha elegancia en ese discurso, el mejor de los que le había escuchado.

Orfila había sido electo en mayo de 1975 por un período de cinco años, y reelecto en 1980 por igual período. Faltaba casi un año y medio, hasta mediados de 1985, para el término de su mandato, limitado a una reelección por disposición de la Carta de la OEA. Los Cancilleres estaban ante una situación sin precedentes: la renuncia de un Secretario General que se mostraba insatisfecho por la falta de apoyo financiero a los programas que estaba obligado a desarrollar.

El discurso de Orfila obtuvo un aplauso cerrado, con los Cancilleres y jefes de delegación de pie. Orfila permaneció sentado, por supuesto, agradeciendo la ovación con la cabeza levemente inclinada. Yo quedé perplejo. No tuve el menor indicio de la renuncia de Orfila. Mi relación con él era muy buena, pero yo no era parte del grupo de sus íntimos colaboradores, entre los cuales estaba Salem, quien en alguna ocasión me había hablado del aprecio de Orfila por mí.

Concluida la ovación, el recién electo presidente de la Asamblea General, Fidel Chávez Mena, ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, dispuso un receso para considerar la situación tan inesperadamente planteada. Se acordó nombrar una comisión de cinco Cancilleres para hablar con Orfila privadamente en su despacho e intentar convencerlo de retirar su renuncia, o cuando menos aplazarla por varios meses a fin de tener tiempo para encontrar un sucesor.

Mientras se hacía esta gestión, el presidente invitó a un reducido grupo de Cancilleres a reunirse en un salón pequeño, cercano al Salón de las Américas, indicándome que lo acompañara. Aunque aún no había comenzado la campaña oficial para elegir al sucesor de Orfila, se conocían las aspiraciones del Secretario General Adjunto McComie al respecto. Por esta razón el presidente de la Asamblea no lo invitó a la reunión privada.

De inmediato varios Cancilleres me preguntaron si la Asamblea General podía reunirse a corto plazo para elegir al nuevo Secretario General. Comencé mi respuesta con “la Asamblea General es soberana”, expresión usual en la Secretaría para recalcar los poderes supremos de este órgano, con arreglo siempre a las disposiciones de la Carta de la Organización. Ante la preocupación de los Cancilleres que no querían un interinato largo de McComie, quien debía sustituir al Secretario General en casos de ausencia o incapacidad, les dije que en esta misma sesión ordinaria se podía convocar a una sesión extraordinaria de la Asamblea General para elegir a un nuevo Secretario General, y que ello podría realizarse en la fecha que estimasen conveniente. Avalé mi opinión pidiendo por teléfono el envío inmediato de los antecedentes pertinentes, lo cual se hizo sin demora gracias a la eficiencia de mi personal.

Resuelto el aspecto reglamentario, el presidente dio por terminada la reunión, advirtiendo a sus colegas que debían permanecer en el edificio en espera del informe de la comisión especial, reunida en esos momentos con Orfila. Por mi parte, aproveché unos minutos entre reuniones para acercarme al despacho del Secretario General, que había conocido (lo recordará el buen lector) el primer día de mi trabajo en la OEA. En la antesala donde me estrené como funcionario internacional encontré a Juan Nimo, tan ansioso como yo de adivinar lo que estaría ocurriendo, pared de por medio, en la conversación de los Cancilleres con Orfila. Por supuesto, nada logramos averiguar.

Una hora y minutos más tarde la comisión regresó al Salón de las Américas después de su entrevista con Orfila. La Asamblea continuaba en receso, por lo que no hay actas de estas reuniones. El presidente decidió pasar a sesión privada inmediatamente, en el Salón Miranda, contiguo a la sala de plenarias, con la asistencia de los Cancilleres y jefes de delegación, y nadie más. Los embajadores en la OEA de países cuyos Cancilleres no han podido asistir, por lo general los del Caribe angloparlante, son los jefes de delegación. Las delegaciones de países de mayor tamaño cuentan con cuatro o cinco personas, las demás con dos o tres, de manera que muchos diplomáticos tuvieron que permanecer en el Salón de las Américas, sin duda muertos de curiosidad por saber el resultado de las gestiones de la comisión especial.

Fidel Chávez Mena

Fidel Chávez Mena era un político experimentado, pero nunca había presidido una Asamblea General de la OEA. Me dijo con franqueza que dependería de mí para las cuestiones de procedimiento y en consecuencia debería acompañarlo a todas las reuniones. Agregó que en la reunión recién convocada por él yo sería el único funcionario de la Secretaría General autorizado para asistir. Se hizo una excepción para los intérpretes, a solicitud mía, por ser imprescindibles para los Cancilleres o embajadores angloparlantes que no hablaban español. Vale aclarar que tanto el ministro de Relaciones Exteriores de Brasil como el Canciller de Haití sí lo hablaban, y tuvieron la gentileza de no insistir en la interpretación simultánea al portugués y francés, como era su derecho, ya que en las sesiones y los documentos de la OEA se emplean los cuatro idiomas oficiales.

Como si fuera poca la responsabilidad que se me había dado cuando apenas llevaba yo dos años de director de los órganos políticos, el presidente me encomendó impedir la entrada al Salón Miranda de toda persona con excepción de Cancilleres y jefes de delegación. Cumplí el encargo, no sin dificultad pues hube de decirle a más de un embajador, entre ellos algunos amigos míos, que por decisión del presidente no podían entrar a la sesión.

Si quien lee estos apuntes conoce las interioridades de la OEA, entenderá cuán penoso resulta negar el ingreso a una reunión a los Excelentísimos señores Embajadores, Representantes Permanentes en el Consejo, también Permanente, de la OEA, especialmente cuando el responsable de tan ingrata tarea debe atender casi a diario a esas mismas personas, intentando satisfacer sus requerimientos y exigencias en la medida de lo posible.

En el Salón Miranda se conservan los sillones de madera en cuyo respaldar figura el nombre de cada uno de los 21 países que originalmente integraron la Unión Panamericana, entidad precursora de la OEA. No eran suficientes para los países miembros de la OEA en la década de 1980, de manera que mandé colocar dos sillas corrientes en la cabecera, una para el presidente y la otra para mí, como muestra de modestia y en señal de igualdad con las complementarias de los sillones con nombre. Por supuesto, ningún Canciller se tomó el trabajo de buscar el asiento con el nombre de su pais, y cada cual se sentó donde mejor le vino.

La comisión designada para reunirse con el Secretario General informó de la resistencia inicial de Orfila a posponer su renuncia más allá del 31 de diciembre de ese año, pero ante la insistencia de los comisionados había accedido a permanecer en funciones hasta el 31 de marzo siguiente. Por tanto, los Estados Miembros contaban con cuatro meses y unos días para la campaña electoral. Recuerdo las palabras del Secretario de Relaciones Exteriores de México instando a iniciar de inmediato la búsqueda de candidatos para evitar que el Secretario General Adjunto tomara ventaja de su interinato, una vez producida la salida de Orfila, en beneficio de sus propias aspiraciones. Lo más revelador fue el asentimiento de varios representantes de países del Caribe angloparlante al planteamiento de México.

Los Cancilleres, por unanimidad – no hubo votación, pero tampoco oposición ni reserva alguna – acordaron convocar a una sesión extraordinaria de la Asamblea General en el mes de marzo siguiente, e informar al pleno del acuerdo a que habían llegado con el Secretario General. Antes de entrar a la sesión plenaria que tendría lugar poco después, me dirigí a la oficina del Embajador McComie, a pocos metros de la mía en la planta baja del Edificio Principal, para informarle de lo ocurrido en las dos reuniones de Cancilleres.

Encontré a McComie con expresión deprimida. No era para menos, se le había excluido de reuniones en las que tendría que haber participado como autoridad máxima del departamento bajo mi dirección. Bien sabía la razón, pues no había ocultado su aspiración de suceder a Orfila al término de su mandato de diez años. La renuncia de éste lo había cogido fuera de base, como decimos los cubanos amantes de la pelota, que así también se llama el béisbol en mi tierra.

Lo más difícil para mí fue decirle que la posición de México había tenido el respaldo de varios jefes de delegación del Caribe angloparlante, precisamente los que él esperaba apoyarían su candidatura. No dudo que lo habrían hecho, pero aparentemente les pareció contrario a la noción del fair play que su candidato disfrutara de la ventaja de un interinato hasta noviembre del año siguiente, cuando procedería celebrar otra sesión ordinaria de la Asamblea General.

La caída de Orfila

Alejandro Orfila no le dijo a los Cancilleres que había recibido una oferta de trabajo muy atractiva de Robert Gray, figura importante en aquel entonces en el mundo político de la capital estadounidense. Se trataba de un trabajo en el sector privado al cual Orfila aportaría sus amplios conocimientos y larga experiencia internacional. Por tanto, tampoco les explicó que había aceptado la oferta y estaba obligado a comenzar sus nuevas actividades en enero de 1984.

Años después, conversando con Orfila, supe que él no había previsto la insistencia de los Cancilleres, algunos amigos suyos, en posponer su renuncia del 31 de diciembre de 1983 hasta tres meses después. En su deseo de complacerlos pensó que podría cumplir con las obligaciones de su nuevo trabajo sin perjuicio de atender las de Secretario General. En mi opinión pudo haberlo hecho sin mayores dificultades, pero sólo desde un punto de vista práctico. Si consideramos las percepciones, no es favorable a la imagen de un funcionario internacional de muy alto rango que se encuentre dedicado, siquiera a tiempo parcial, a las actividades privadas.

Otro aspecto no previsto fue la capacidad de resentimiento que tienen muchos seres humanos. El embajador de Bolivia en la OEA, Fernando Salazar Paredes, obtuvo informaciones de funcionarios de la Secretaría General resentidos ante reales o imaginarias injusticias administrativas durante la gestión de Orfila. También las recibió de funcionarios allegados a McComie, adoloridos por lo que vieron erróneamente como el marginamiento de su jefe por parte del Secretario General, especialmente en eventos sociales. Estas personas quizás llegaron a creer que la premura en la búsqueda de su sucesor fue inspirada por Orfila, en perjuicio de las aspiraciones de su jefe. No fue así, como hemos visto.

Comenzó entonces una campaña para destituir a Orfila, impulsada por Salazar, quien propuso crear un grupo de trabajo del Consejo Permanente para investigar su denuncia, recogida en los diarios principales de Washington y Nueva York, y en la prensa de América Latina, sobre el desempeño por Orfila de actividades de cabildeo al mismo tiempo que continuaba como Secretario General. En los Estados Unidos esta situación se conoce como double dipping, con un claro sentido peyorativo.

El Consejo creó el grupo de trabajo y como es costumbre nombró al proponente, el embajador de Bolivia, como uno de sus miembros. Otros países expresaron su deseo de integrarlo, entre ellos México y Chile. El embajador de México, Rafael de la Colina, era el embajador más antiguo en el servicio exterior de su país y un diplomático respetado por todos sus colegas. De inmediato fue elegido para presidir el grupo.

Al salir de la sesión donde se tomó este acuerdo me dirigí a la oficina de McComie. Le dije que yo asistiría a las sesiones del grupo de trabajo. Me contestó que para eso estaban los secretarios de comisión y que designara a uno de ellos. Le contesté que Oswaldo Vallejo redactaría las minutas del grupo de trabajo pero yo contestaría a todas las preguntas, en nombre de la Secretaría General, en vista de lo delicado del tema. Por su expresión advertí su inconformidad, pero a falta de argumentos no dijo una palabra más.

Me quedaba claro el propósito de Salazar: hacerle un juicio político a Orfila con base en las recomendaciones del grupo de trabajo. Requerí el apoyo de los departamentos encargados de los asuntos legales y los administrativos ante la eventualidad de consultas técnicas. Mi asiento en la mesa de la presidencia del grupo de trabajo quedaba a la derecha del Embajador de la Colina. Detrás de mí se sentaban funcionarios de los departamentos mencionados, quienes me asesoraban en voz baja sobre preguntas de su especialidad.

Todas las sesiones se celebraron en el Salón Miranda, el de las reuniones difíciles, como hemos visto. Don Rafael, como le llamaban sus colegas y algunos de nosotros en señal de un respeto que iba más allá de su calidad de embajador, me daba la palabra cada vez que surgía una pregunta o consulta por parte de los miembros del grupo, que según recuerdo eran menos de una docena. Salazar presentaba sus denuncias: Orfila se había inscrito en el registro oficial de personas autorizadas para hacer cabildeo; se daba por sentado que cobraba por su trabajo para Gray, sin haber informado al Consejo Permanente; además, seguía cobrando su sueldo como Secretario General. Los miembros del grupo hacían comentarios y preguntas.

Al final de la primera sesión Oswaldo Vallejo me propuso almorzar juntos, como solíamos hacerlo. Me contó con evidente preocupación que Salazar le había dicho que su carrera y la mía corrían peligro si defendíamos a Orfila en el grupo de trabajo. Le contesté que él nunca hablaría en el grupo, sólo yo hablaría por la Secretaría General, y ya veríamos lo que decidía el grupo. Si Salazar le hablaba de nuevo debía decirle simplemente que me había trasmitido su mensaje.

Cuando tomaba la palabra Salazar intentaba convencer a sus colegas para condenar a Orfila y destituirlo. A pesar de su insistencia no tuvo éxito. Con la ayuda muy sutil y elegante de don Rafael y la colaboración técnica de los colegas de la Secretaría General pude contestar satisfactoriamente todas las preguntas de miembros del grupo. En mis siete años al frente de la secretaría de los órganos políticos tuve algunos roces con embajadores, pero nunca recibí miradas amenazantes y hasta de odio como las que lanzaba Salazar Paredes desde su asiento en el lado opuesto de la mesa, frente a la presidencia.

Triste final

Lo que sí surtió efecto fue la campaña de prensa desatada por el embajador boliviano. Las cosas se pusieron color de hormiga, o mejor dicho, se caldearon los ánimos de los señores Embajadores, Representantes Permanentes en el Consejo Permanente de la OEA. Lo primero que hacía yo al despertar cada día era recoger los ejemplares del Washington Post y New York Times en la puerta de mi casa y ver si la OEA figuraba de nuevo en primera plana, desde luego con enfoque negativo.

No quiero alargar este relato para el lector amable; bastante penoso fue para los que lo vivimos. Orfila envió una carta de disculpas al Consejo, sus miembros debatieron en privado si lo recibían en una sesión como él solicitaba, y finalmente decidieron hacerlo. Reunido el órgano bajo la presidencia del embajador de Colombia Francisco Posada de la Peña, éste me preguntó privadamente quién debería recibir a Orfila en la puerta del Edificio Principal. Sugerí que lo hiciera el jefe de Protocolo. Posada se negó, le parecía demasiada gentileza. Le ofrecí hacerlo yo. Aceptó y declaró abierta la sesión.

Entonces me levanté y fui a la puerta de entrada, saludé a Orfila con un apretón de mano y lo acompañé hasta el salón del Consejo. Entramos juntos, en silencio nosotros y todos en el salón. El presidente había dispuesto sentar a Orfila en el centro mismo de la curva de la U formada por la mesa, en el asiento más alejado de la presidencia. Hasta allí lo acompañé y luego me instalé en mi puesto a la izquierda del presidente, el antiguo lugar del Secretario General Adjunto, quien en esta ocasión ocupaba el sitio a la derecha del presidente, correspondiente al Secretario General.

La sala escuchó en silencio la explicación de Orfila sobre su permanencia en el cargo a pedido de las delegaciones que lo visitaron el día de su renuncia, y su ofrecimiento de devolver los sueldos devengados como Secretario General a partir de enero de 1984. El Consejo no respondió de inmediato, pero posteriormente decidió rehusar el ofrecimiento con base en consideraciones legales. Asimismo, resolvió censurar la conducta de Orfila y remitir su recomendación en tal sentido a la Asamblea General, ya que sólo ella estaba facultada para hacerlo.

Siempre abreviando este triste final, la sesión extraordinaria de la Asamblea General para elegir al sucesor de Orfila se celebró el 13 de marzo, eligiendo por unanimidad al Embajador Joao Clemente Baena Soares, diplomático de carrera en el servicio exterior de Brasil. Val McComie, aferrado al sueño de ocupar el primer cargo en la jerarquía administrativa, retiró su candidatura en el último momento, en la propia sesión de la Asamblea. Prefiero no hacer comentarios sobre lo que para él también fue un final deslucido en esta etapa desagradable de la OEA.

Orfila continuó viviendo en Washington, en su casa de Tracy Place, en el elegante sector residencial de Kalorama, cerca de la residencia oficial del Secretario General en la calle California. Con cierta frecuencia invitaba a almorzar a un pequeño grupo de sus antiguos colaboradores en la OEA: José Luis Restrepo, su ex jefe de gabinete; Luis Lizondo, que continuaba siendo director del Departamento de Programa-Presupuesto; su viejo amigo Juan Nimo, y dos cubanos, Nicky Rivero y yo. Nos acompañaba María Victoria Rodríguez, su secretaria en la OEA. Los comensales éramos siempre los mismos, y el menú también: pasta italiana en salsa roja y vino de las viñas de Orfila en la Argentina.

Unos años después Orfila se mudó a Rancho Santa Fe, precioso sector residencial muy cercano a San Diego, California. Solía visitar Washington una vez al año, y entonces éramos los invitados habituales de Tracy Place quienes lo invitábamos a almorzar, por lo general en un restaurante especializado en comida italiana situado en uno de los suburbios de la capital, en Virginia. Se comía bien, aunque en porciones demasiado abundantes, al menos para mi gusto. De vez en cuando se nos agregaban unos pocos funcionarios, antiguos colaboradores suyos en la OEA.

Recuerdo con especial agrado una ocasión cuando vino con Helga, su mujer, para asistir a las carreras de caballos en Virginia, y me invitó a almorzar en su casa muy cerca de Middelburg. Ese día me acompañó mi hija Nora María, quien recibió muchos cumplidos de Helga por su belleza y elegancia.