Tuesday, November 5, 2024

LA MÚSICA EN LA OBRA DE ALEJO CARPENTIER


Por Antonio Gómez Sotolongo

Muy pocas veces en la historia de la literatura nos encontramos con autores tan obstinados en la descripción del sonido y la piedra. Alejo Carpentier, a través de toda su obra utilizó, cual banda sonora de un filme, la referencia musical para reforzar las imágenes creadas. En su narrativa, los personajes se mueven en espacios rodeados de música y arquitectura.

Nacido por pura casualidad en La Habana, el 26 de diciembre de 1904, hijo de una rusa y un francés –a quien según su propio decir le reventaba Europa y fue por eso por lo que vino a dar a América- iba a ser el primer cubano en su genealogía, pero no el primer músico. El padre de Alejo, alumno de Pablo Casals, había sido violonchelista mucho antes de ser arquitecto, y la abuela, alumna de Cesar Franck, fue pianista, por lo que el Arte Musical formaba parte de las tradiciones familiares.

Con tales antecedentes, la música se le dio a Carpentier como algo natural. La estudió en sus técnicas, la aprehendió en sus esencias y la describió de un modo perfecto. Lector precoz, tuvo a su alcance una biblioteca paterna espléndida en la que descubrió a Verne, Salgari y Dumas, y ya a los doce años escribía novelas imitándolos. Luego, estas lecturas fueron reemplazadas por otras, hasta llegar a los veinte años cuando encontró en las páginas de Rolland y Marcel Proust nuevos paradigmas. En 1922, el periódico La Discusión le recibió abriéndole una sección que, bajo el rótulo de Obras Famosas, publicó los comentarios del joven Alejo sobre El Corsario, Cartas de mi Molino y muchas otras novelas y relatos.

En 1927, mientras publicaba en la revista Social sus criterios sobre la obra de Stravinski, sobre los ballets rusos y temas de actualidad estética en aquellos días, sus posiciones políticas en contra de la dictadura de Gerardo Machado fueron puestas también a la luz, por lo que sufrió los rigores de la prisión junto a otros intelectuales cubanos que se nuclearon en el llamado Grupo Minorista. Por aquellos días de cárcel comenzó a escribir su primera novela.

En 1928, en un escape sin pasaporte, de esos que se ven a menudo en las películas, Carpentier fue a dar a Francia y entonces vivió en París por más de diez años. La revista Carteles, que se editaba en La Habana y de la cual él fue uno de sus directores, no dejó de publicarle. Joséphine Baker, La Ópera y la Decadencia del Jazz y otros trabajos entraron en las páginas de aquella legendaria revista cultural durante el largo exilio. Fue la época en la que también Carpentier coqueteó con el surrealismo y pareció integrarse a un bando de artistas que estuvieron encabezados por el poeta André Bretón y el pintor Salvador Dalí; incluso, escribió algunos relatos en francés en los que se involucraba estéticamente con los postulados de aquella tendencia. Sin embargo, pronto se apartó y en 1937, en Madrid, vio la luz su primera novela: Ecué-Yamba-O, obra en la cual aún no está el verdadero estilo del escritor. Se pone a buena distancia de todos los modelos y, aunque él mismo dijera que aquel libro fue escrito «a como salga», es sin dudas el anuncio de un escritor genial, de un escritor a quien el surrealismo le permitió salir del pintoresquismo de Ecué y descubrir lo real maravilloso americano.

Su oído estuvo siempre atento a cuanta expresión musical se producía en su entorno. Sus trabajos de crítica y musicología llenaron toda una época y son un lugar de referencia obligada. A través de toda su vida, publicó cientos de artículos en los que enjuició de modo certero la obra de compositores e intérpretes de todas las épocas, fue amigo personal de muchos de los grandes artistas que cambiaron el panorama sonoro durante la primera mitad del siglo XX y testigo excepcional de los profundos cambios estéticos producidos por las Vanguardias.

Cuba, desprovista de cualquier elemento musical aborigen y de un pobre desarrollo en la plástica popular, pudo forjar, junto a los elementos que la hicieron surgir como Nación y que integran su Nacionalidad, una música distintiva, colocada en el centro mismo de su Cultura.

Mucho antes de que la isla conociera el periódico y antes de que se construyera el primer teatro ya tenía la Catedral de Santiago de Cuba un compositor como Esteban Salas, quien fuera, al decir de Carpentier, «el verdadero punto de partida de la práctica de la música seria en Cuba», quien llegó a constituir una orquesta de catorce músicos, una pequeña orquesta clásica que se empleó a tiempo completo en los oficios religiosos y que hizo sonar en suelo cubano las sinfonías de Haydn, Gossel y Pleyel; además, de mucha de la música religiosa escrita por Paisiello, Porpora y Righini.


Compuso Salas un extenso catálogo integrado por Misas, Letanías, Himnos y Salmodias muchas de las cuales se daban por perdidas y que Carpentier, en un exhaustivo trabajo de investigación, pudo hallar, trayéndolas nuevamente a conformar el bagaje musical cubano. En La Habana, a fines del siglo XVIII, eran conocidas las obras de Pergolesi y Gretry. En este cruce de caminos, se recibieron muy a menudo las compañías francesas de ópera que iban rumbo al norte y se les escuchaba interpretar lo más avanzado del repertorio de la época.

Manuel Saumell, quien en su obra anunció lo que más tarde se definiría como nacionalismo, fue, en la primera mitad del siglo XIX, uno de los grandes cultores de la música en Cuba y otros como Villate, Cervantes y Espadero fueron bien conocidos en Europa. Es en este escenario, en el que la música ocupa tanto espacio, en el que Alejo Carpentier crea su obra literaria, es en el que actúan sus personajes.

En sus crónicas, que abarcaron desde finales de los años veinte y no se detienen hasta bien entrados los setenta, aprendemos a escuchar, a entender y a disfrutar con inteligencia tanto la obra de Erik Satie como la de Joseph Haydn, la de Honegger o la de Beethoven. Sus crónicas, escudriñan desde Orfeo de Monteverdi hasta Porgy and Bess de Gershwin.

En la década del cuarenta, la música cubana había llegado a un alto grado de desarrollo en todos los géneros; sin embargo, su estudio sistemático y metodológicamente dirigido aún era cosa del futuro. Fue Alejo Carpentier quien abrió la puerta por la que luego pasarían muchos otros estudiosos del devenir musical de la mayor de las Antillas.

En el prólogo de su obra La Música en Cuba, firmado en noviembre de 1945 en Caracas, Carpentier advierte que ésta debía ser la primera de muchas otras investigaciones. «Esta historia de la música cubana –apuntó-, primera que se escribe, no pretende agotar el tema. Mucho podrá añadirse cuando se haya emprendido, científicamente, el estudio de las raíces africanas de la música del continente».

Él descubrió la obra de Esteban Salas que se consideraba perdida; sin embargo, han vuelto otros sobre sus pasos para enriquecer su hallazgo, interpretando las partituras del músico dieciochesco. Muchos otros documentos han sido encontrados, pero hay que volver siempre a La Música en Cuba y muy probablemente sea porque ésta también es una novela.



Todo ese gran sedimento musical, pasa a formar parte integrante del universo maravilloso en el que se mueven los personajes de su narrativa de ficción y no solamente como un elemento de contenido, sino que Carpentier se vale de las formas musicales para estructurar sus textos.

En la novela El Acoso, la III sinfonía de Beethoven es, además de un elemento del contenido, el motivo que da unidad a todo el conjunto. Es la música la que nos lleva del taquillero al acosado; del refugio del uno a la sala de conciertos del otro. Más aún, en la estructura, el escritor utilizó de un modo genial la forma sonata para erigir sobre ella el texto.

Sinfonía eroica, composta per festeggiare il souvvenire di un grand´Uomo, e dedicata a sua Alteza Serenissima il Principe di Lobokwitz, da Luigi Van Beethoven, Op.53, No.III delle sinfonie...

Y es con la dedicatoria de la obra musical con la cual el autor se atreve a iniciar su novela, una obra literaria en la que todo sucederá alrededor de aquellos sonidos. En ella, como una grandísima prueba de su maestría descriptiva, Carpentier hace que la pieza musical nos llegue en dos versiones: una, la del taquillero, quien es un diletante conocedor y estudioso de lo que escucha; y la otra, la del acosado, personaje que por obra del azar deberá, primero, esconderse en un lugar al que llegan los sonidos de «eso», y luego, evadir a sus perseguidores entrando a la sala de conciertos donde le asalta la extraña, sorprendente e inexplicable sensación de conocer «eso» que estaban tocando.

Cuando el taquillero escucha dos acordes secos, y un tema de trompas cantado por los violonchelos, bajo el estremecimiento de los trémolos y advierte que una tenue frase de flautas y primeros violines se alza; el acosado, siente un estruendo en el escenario... y otro gran estrépito y unos instrumentos que le golpean y siente que alguien golpea sobre calderos y los violines parecen aserrar las cuerdas, desgarrando, rechinando sus nervios y dos mazazos con los que termina todo. Carpentier hace aquí que su personaje cometa el más común error de quien nada sabe de música: aplaudir entre movimientos.

Paralelamente, uno y otro, va reflejando, cada cual, a su manera, el ritual que constituye la audición de obras musicales. Ambos personajes, encarnan la multitud de estímulos a los que se expone quien escucha. Los dos interpretan las infinitas sensaciones que puede trasmitir el Arte Musical.

Es en la Marcha Fúnebre, donde el acosado recuerda que «eso» estaba en la casa de al lado y que durante días y días, mientras permaneció escondido, sonó en sus sueños pobló sus vigilias y contempló sus terrores; se dio cuenta, que casi podía tararear la melodía y entrar en algo donde dominaba el canto de sonido ácido y luego la flauta, y después unos golpes muy fuertes, como si todo terminara para volver a empezar; al concluir el segundo movimiento, pudo recordar que a aquello le seguiría algo como una danza, luego, la música a saltos, alegre, con un final de largas trompetas como las que embocaban los ángeles de su primera comunión.

El diletante, quien quince días antes de la audición se había regalado a sí mismo la sinfonía, en discos de mucho uso pero que todavía sonaban bien, escuchó la obra hasta la saciedad, mas, al llegar el momento del concierto, decidió, apenas comenzada la obra, abandonar la sala e ir a satisfacer otros placeres.

El diletante, nos lee fragmentos de una Biografía en la que se describe la obra en términos especializados y finalmente, de vuelta a la sala para escuchar el Final, nos da su criterio sobre la interpretación: «El Director es infecto –dice-; llevó la sinfonía de tal modo que no debe haber durado sus cuarenta y seis minutos».

Los descubrimientos y el profundo trabajo investigativo que realizó Carpentier le sirvieron para crear el ámbito sonoro e histórico de sus obras. En El Reino de este Mundo, Concierto Barroco, o La Consagración de la Primavera, obras vinculadas con formas musicales, los personajes están situados en escenarios poblados de sonidos; en un reino de mestizaje de todo tipo, en el que no sólo se mezclan los colores de la piel, sino que también, y con la misma lujuriosa intensidad, infinitos timbres. Infinitas gamas tímbricas que colman todos los espacios.

Espacios en los que el arma, la cruz, la herramienta y el canto duermen juntos y recorren todos los caminos. Himnos mágicos de Makandal, la flauta traversa y el pífano de Carlos, saquebuches, cajas, el arpa de Sofía, las casas de bailes donde al compás de tambores, flautas y violines bailan las parejas en desaforo el ritmo de guaracha, La Heroica, tiendas donde se ofrecen papeles de contradanzas y sonatas, la orquesta del Tivolí bordando un trío de minué con oboe, la llegada a Santiago de Cuba del paspié y la contradanza.

Todo mezclado, todo distinto y nuevo, real, maravilloso, americano. (Santo Domingo, Cariforum Nº 1, ene. 2000, / Mundoclasico.com, 11 jun. 2001) (Revisado para el blog de la AHCE 5 nov. 2024)

 

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