Tuesday, November 26, 2024

Un cubano en la OEA (XII)

 Por Guillermo A. Belt

Baena Soares


En el sótano

El año 1988 terminaba y con él mis siete años al frente de la secretaría de los órganos políticos de la OEA. Val McComie sugirió al Embajador Baena la conveniencia de trasladarme a la oficina del Secretario General en vista de las frecuentes ocasiones en que se me llamaba a trabajar directamente con él. No presencié la conversación, pero sí la respuesta de Baena cuando me invitó a su despacho. Llamó por teléfono a McComie para decirle que me trasladaba de inmediato a su oficina, con mi cargo, y además a Gyliane Kalogerakis con el suyo.

Esto significaba la pérdida para McComie de dos cargos permanentes en el siempre escaso presupuesto de la OEA, por lo que el afectado habrá hecho una objeción. Pocas veces había visto a Baena molesto. En esta oportunidad, el tono de su voz me indicó que lo estaba pues se limitó a contestarle secamente que su decisión no estaba sujeta a discusión.

Como asesor especial del Secretario General pasé de tener ciento veinte y tantos funcionarios bajo mi dirección a contar con una sola colaboradora. Con Gyliane debimos mudarnos de nuestras oficinas en la primera planta del Edificio Principal, a diez pasos del Consejo Permanente y con grandes ventanas por las que veíamos el monumento a George Washington, a una en los sótanos del mismo edificio, sin vista alguna al exterior. Esta defenestración me recordó la sufrida a la caída de Betances.

Como en aquella ocasión, la gente comenzó a mirarnos con cara de lástima, en el mejor de los casos. Uno de mis ex funcionarios vino en nuestra ayuda. Víctor Jiménez, jefe de los oficiales de sala, era más amigo que subalterno, y leal como pocos. Se presentó en mi oficina, expresó su opinión contraria a mi salida de la dirección en términos muy suyos, y dijo que él nos mudaría a Gyliane y a mí para asegurar que el traslado físico se hiciera como era debido. De no habérselo impedido, Víctor habría removido hasta el librero empotrado, con documentos oficiales encuadernados, que tenía en mi despacho de director. Insistió en mudarme, eso sí, con mi escritorio de madera, ciertamente más elegante que los de metal gris de uso corriente.

Ya instalado en el sótano recibí mis primeras instrucciones. El jefe de gabinete del Secretario General, Ubiratam Rezende, sucesor de Chohfi, me encargó la redacción de un discurso para el Embajador Baena. Yo sólo había escrito un par de discursos en la universidad, y esos para decirlos yo mismo. Ninguna experiencia tenía en la redacción de discursos para otra persona, mucho menos para un excelente diplomático formado en la famosa escuela fundada por el barón de Rio Branco en Itamaraty.

Más de 30 años después recuerdo claramente cuánto empeño puse en la redacción de aquel primer discurso para mi nuevo jefe. En cambio, no tengo la menor idea del tema o de la ocasión. Pero sí puedo decir que Baena hizo leves cambios de redacción y ninguno de fondo. Cuando me tocó el segundo encargo de este tipo puse el mismo cuidado en el fondo y la forma, esta vez con algún optimismo acerca del resultado de mi trabajo. Al tercer o cuarto borrador tuve mi recompensa. El Embajador Baena me dijo que le había gustado cómo enfocaba los temas, así como el estilo de mi redacción.

Al lector a quien a estas alturas veo como amigo le hago una confesión. Me preocupaba la posibilidad de verme dedicado a tiempo completo a escribir discursos y otros textos para el Secretario General. Las responsabilidades de mi cargo anterior habían demandado cualidades diplomáticas y gerenciales, en contacto diario con los embajadores y colegas de la secretaría. En cambio, ahora se me presentaba un panorama de trabajo en solitario, encerrado en una oficina subterránea, sin mucho contacto con otros funcionarios y ninguno con el Consejo Permanente.

La carencia de recursos financieros, problema recurrente en la OEA, vino a rescatarme. La administración arrendó al Banco Mundial tres pisos del edificio propiedad de la OEA en la calle F, como paliativo para el déficit presupuestario. El Departamento de Recursos Materiales preparó los planos para redistribuir las oficinas de la Secretaría General en los pisos restantes. Rezende me encargó la tarea de informar a los jefes de las dependencias afectadas sobre la nueva ubicación de sus respectivas oficinas, con la consiguiente reducción de espacio.

Al comienzo de estos recuerdos me referí a la importancia de la ubicación de oficinas en el mundo de la burocracia. El lector comprenderá la dificultad que debí enfrentar, por ejemplo, al decirle al Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que sus amplias dependencias serían trasladadas a otro piso, con menor número de ventanas y de pies cuadrados – símbolos de poder burocrático, como sabemos.

Si como director de los servicios de apoyo a los cuerpos políticos gocé en algún momento de la simpatía de mis colegas en otros sectores, poco de ese sentimiento quedaba cuando concluimos la redistribución de oficinas en la calle F. Así, con el tiempo y un ganchito (gracias a Pedro Infante por cantarla muy bien) iniciamos Gyliane y yo una nueva etapa de nuestro destierro, que nos sacaría a ambos de los sótanos del histórico Edificio Principal de la OEA.

Panamá

El presidente de la Reunión de Consulta sobre Panamá, embajador Julio Londoño, ministro de RREE de Colombia, conversa con el Secretario General, embajador Baena Soares. (al fondo, de pie, el autor)

El domingo 7 de mayo de 1989 el pueblo panameño votó masivamente y eligió presidente a Guillermo Endara, con sus compañeros de fórmula Ricardo Arias Calderón, para la primera vicepresidencia, y Guillermo Ford para la segunda. Panamá llevaba varios años bajo el control militar del general Manuel Antonio Noriega, quien se negó a aceptar la derrota de sus candidatos, precipitando manifestaciones populares que fueron reprimidas por la fuerza pública. En una de ellas, Ford fue herido cuando caminaba pacíficamente junto a sus partidarios. La imagen del candidato manando sangre recorrió el mundo y captó la atención internacional.

El Consejo Permanente, en reunión extraordinaria celebrada a pedido del Embajador Edilberto Moreno, de Venezuela, convocó a la Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores para examinar un problema “de carácter urgente y de interés común para los Estados Americanos”, como reza la Carta de la OEA. Los Cancilleres, presididos por el de Colombia, Embajador Julio Londoño Paredes, crearon una Misión integrada por los ministros de Relaciones Exteriores de Ecuador, Guatemala y Trinidad y Tobago, asistidos por el Secretario General, con el fin de promover urgentemente fórmulas de avenimiento para la transferencia del poder “con el pleno respeto de la voluntad soberana del pueblo panameño.”

Al lector interesado (no pierdo la esperanza de encontrarlo) en indagar sobre el tema le recomiendo el libro Síntesis de una gestión, 1984-1994. El Embajador Baena Soares relata a lo largo de 15 páginas las actividades de la Misión en sus cinco visitas a Panamá entre mayo y agosto. Más adelante explicaré el origen de ese libro que recoge las principales actuaciones en la década de Baena Soares. Aquí me limito a contar unas anécdotas personales, excluidas de la obra citada por razones que ya veremos.

Inmediatamente después de su elección para presidir la Reunión de Consulta, celebrada en el imponente Salón de las Américas, el Embajador Londoño me dijo que se alegraba de la oportunidad de trabajar juntos nuevamente. Al contestarle que ya no tenía mis antiguas funciones, resolvió el asunto de un modo práctico. Me indicó sentarme detrás suyo, al lado de uno de sus asesores, y decirle a éste lo necesario para la buena marcha de la presidencia. El asesoramiento triangular funcionó a las mil maravillas, con el asesor repitiendo al presidente mis sugerencias sobre aplicación del reglamento.

Tan pronto se creó la Misión Baena me designó para acompañarlo junto con Edgardo Costa Reis, director del Departamento de Información Pública, Carlos Goldie y Fritz Méndez, funcionarios del despacho del Secretario General. Participé en todas las reuniones de la Misión durante sus viajes a Panamá, y en la primera de ellas asumí por cuenta propia una tarea que por fortuna pude cumplir satisfactoriamente.

Desde el comienzo el Canciller ecuatoriano Diego Cordovez mostró su intención de dirigir a sus colegas y, desde luego, al Secretario General como si le cupiera la responsabilidad de presidir la Misión, lo que no era así. En la primera sesión para organizar nuestro trabajo, al plantearse la conveniencia de hablar con el general Noriega, de inmediato le asignó a Baena la difícil tarea de lograr la entrevista. Este, fiel al protocolo, dijo que la solicitaría por conducto del ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Ritter.

Conocíamos bien a Ritter, hijo del ex embajador de Panamá en la OEA, Eduardo Ritter Aislán. Pero a mí se me ocurrió una vía más rápida y segura. Con un pretexto cualquiera pedí permiso para ausentarme por unos minutos y salí en busca de un personaje que decía apellidarse White, quien oficialmente era el jefe del personal asignado por el gobierno para velar por nuestra seguridad, pero en realidad estaba allí para informar de nuestras actividades.

Lo encontré a pocos pasos del salón donde estaba reunida la Misión. Vale anotar que entre panameños y cubanos nos entendemos bien, por regla general. Saludé a White cordialmente y medio en broma le pregunté si podía comunicarse con el ayudante del general Noriega por el aparato de radio que tenía, o si lo llevaba de adorno para impresionar a los demás. Me echó una mirada medio en serio, presionó un botón, habló brevemente y cinco minutos después apareció un hombre joven, de guayabera como White, y me saludó chocando los talones. Le dije que la Misión deseaba ser recibida por el general Noriega, de ser posible. Se alejó unos pasos y habló por su radio portátil en voz baja. Al cabo de tres o cuatro minutos regresó y se cuadró de nuevo. El general recibiría a la Misión de la OEA en su cuartel del Fuerte Amador al día siguiente, a las 10 de la mañana.

Cuando le dije a Baena en privado que teníamos la reunión concertada se excusó con los demás para apartarse unos pasos y hablarme discretamente. Me preguntó si yo estaba seguro de la cita, y cómo la había logrado. Estaba confirmada por uno de los ayudantes militares de Noriega, le contesté, y le daría los detalles más tarde. Cuando anunció la cita a los miembros de la Misión hubo sorpresa por la rapidez del trámite, y complacencia por el resultado.

En otra visita a Panamá, cuando los Cancilleres tuvieron que regresar a sus países, Baena, que regresaba a Washington con Costa Reis, Goldie y Méndez, me encargó permanecer en el país para celebrar sin interrupción las reuniones entre los partidos de oposición, los del gobierno y representantes del Poder Ejecutivo y las Fuerzas Armadas en el denominado Diálogo Tripartito. De tal suerte, durante varios días encabecé ese diálogo. Para entonces nos conocíamos todos, así que las reuniones fueron cordiales y, como creímos entonces, exitosas.

Consigno aquí mi agradecimiento a Carlos Alberto Montaner, mi distinguido compatriota, quien me llamó por teléfono antes de partir nosotros a Panamá para decirme que había recomendado a sus amigos Ricardo Arias Calderón y Guillermo (“Billy”) Ford ponerse en contacto conmigo. Así lo hicieron y tuve el privilegio de reunirme con ellos privadamente para conversar sobre la situación tan pronto llegamos al país. A su vez, Ricardo y Billy me presentaron a Guillermo Endara. Surgió en ellos tres una relación de confianza conmigo que me resultó sumamente provechosa para mantener al Embajador Baena al tanto de la posición de los candidatos victoriosos en las elecciones.

Los caminos de la OEA, como el del infierno, están empedrados de buenas intenciones. La Misión designada por la Reunión de Consulta trabajó inteligentemente, logrando acuerdos que habrían pavimentado el camino de salida de la crisis desatada por Noriega al anular los comicios que a todas luces había perdido. Pero prevaleció la soberbia del comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa de Panamá. A última hora Noriega se negó a dejar su cargo, acogiéndose al retiro, como se había acordado en principio.

De su quinta visita regresó la Misión el 22 de agosto y presentó el que resultó ser su último informe a la Reunión de Consulta. Esta exhortó a los panameños a continuar buscando una solución y ofreció de nuevo la asistencia de la Misión, siempre que las partes la solicitaran. El pedido nunca llegó. Tras el frustrado ataque al cuartel general de las Fuerzas de Defensa por 200 de sus miembros, algunos de los cuales fueron ejecutados sin juicio, la crisis continuó empeorando. En la madrugada del 20 de diciembre de 1989, tropas de los Estados Unidos invadieron Panamá.

Trágico final de un gran esfuerzo diplomático y político por parte de la OEA, en el cual me honra haber participado. Aprendí mucho de Baena, un poco de los Cancilleres Mario Palencia, de Guatemala, y Sahadeo Basdeo, de Trinidad y Tobago, y bastante de las maniobras de Cordovez. Conocí al asesor del ministro Basdeo, el entonces embajador en Venezuela Christopher Thomas, quien llegaría a ser Secretario General Adjunto y en tal calidad mi jefe directo, en una de esas vueltas que da la vida. Como también las da la OEA de vez en cuando.

Antes de pasar a la próxima misión junto a Baena, me permitiré recordar un aspecto familiar muy doloroso que sería injusto omitir.

Mi padre

La Misión de la Reunión de Consulta en 1989 me colocó ante una situación muy difícil. Tuve que viajar a Panamá varias veces mientras mi padre, gravemente enfermo, vivía sus últimos días. Me costaba trabajo concentrarme en las complejas tareas por delante mientras dependía a diario de las noticias de su estado crítico, enviadas por mi madre, hermanos y amigos desde Washington.

El 15 de junio, horas antes de regresar a la sede al cabo de nuestro segundo viaje, leí en la prensa panameña una nota escrita por un tal Luis Manuel Martínez, antiguo defensor de Batista en Cuba, dedicado a la defensa de Noriega, por dinero ahora como antes. Creyendo que era mi padre quien había venido al país con la Misión, le dedicó las calumnias habituales del Partido Comunista en Cuba: que era “proyanqui” y venía a salvaguardar los intereses de EE.UU.

Me indignó la injusticia de este farsante disfrazado de periodista. Pedí a Carlos Goldie transcribir mi respuesta, dictada a la carrera minutos antes de partir al Palacio de las Garzas para despedirnos del Canciller y del asesor de la presidencia, el exembajador en la OEA Nander Pitty. En el automóvil le mostré el texto a Baena. La última oración era un reto a duelo, opinó, y así era, porque le decía a Martínez que le respondería sus calumnias cara a cara, en Panamá o donde quiera lo encontrase.

El Embajador Pitty me conocía y también a mi padre. Me sugirió no hacer caso a las calumnias del falso periodista. Explicándole la imposibilidad de mi padre para contestarlas, le entregué mi texto. Amablemente me ofreció hacerlo publicar en La Estrella de Panamá. Cumplió su ofrecimiento y el día siguiente me envió a Washington el recorte del diario principal del país.

Dos semanas después, el 2 de julio, mi padre moría en un hospital de Virginia tras una intervención quirúrgica. Faltaban doce días para su cumpleaños, que hasta entonces había celebrado siempre mi madre, en Cuba y luego en el exilio, con una reunión de la familia y los amigos más íntimos.

Me duele hasta hoy que mi padre no haya podido leer mi escrito en su defensa. Le habría complacido que su hijo mayor tiró por la borda las normas de protocolo y los reglamentos para funcionarios internacionales al lanzar un desafío público a uno de los principales defensores del llamado hombre fuerte de Panamá. En el terreno de este último, además.

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