Por Alejandro Gonlez Acosta
El destino –o la historia- tiene caminos insospechados:
Aproximadamente en una misma época vivieron algunos personajes muy diferentes en vida, pero que presentan curiosas y macabras coincidencias después de su muerte.
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Thomas Paine (1737-1809), un inglés muy revolucionario, fue autor de tres obras claves de su época: El sentido común (1776), Los derechos del hombre (1791-1792) y La edad de la razón (1794-1795); y es considerado -a pesar de ser británico- uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, junto con Washington, Jefferson, Adams, Franklin, Jay, Madison y Hamilton: Paine sería el Octavo Padre Fundador. Fue el primero que expuso aquellos principios o verdades evidentes, que aportaron el germen de la Declaración de Independencia de las Trece Colonias, partiendo de la observación natural, desdeñando razones históricas, costumbres y dogmas teológicos.
Vivió intensamente tanto la Revolución Americana como la Francesa, y tuvo una extraña habilidad para ganarse enemigos poderosos, como William Pitt “El Joven”, Maximilien Robespierre “El Incorruptible” y George Washington “El Recto”. Fue un sorprendente autodidacta y uno de los hombres más extraordinarios de su tiempo. Su influyente panfleto Common Sense (1776) fue el primer “best seller” americano, pues cuando lo publicó vendió más de medio millón de ejemplares en un año (algo así como El Libro Rojo de Mao Tse Tung, pero de la Revolución Americana), pero su autor no se enriqueció porque cedió las utilidades al Congreso de la Unión. En realidad, esa obrita fue como el “Preámbulo” de la Declaración de Independencia.
Siendo un hombre tan notable, tuvo al morir el entierro de un perfecto desconocido: sólo seis personas fueron a su sepelio, y de ellos, dos eran negros libertos. Falleció a los 72 años en el número 59 de Grove Street, en pleno Greenwich Village de New York, pero fue llevado hasta New Rochelle donde tenía una finca, mas los melindrosos cuáqueros de allí no permitieron que lo sepultaran en terreno sagrado, y como ya pasaban los días, finalmente lo enterraron debajo de un nogal de su granja con una sencilla lápida encima. Diez años después, en 1819, el periodista inglés William Cobbett, gran admirador suyo, sacó los restos y se los llevó a Inglaterra (en un maletín de mano), para levantarle un monumento digno de su gloria, pero nunca pudo consumarlo y al morir 15 años más tarde, se los dejó a un amigo sastre llamado Benjamin Tilly, quien tampoco pudo construir un mausoleo pero los conservó hasta su muerte en 1860; entonces su ama de llaves los vendió -o regaló- a un ropavejero amigo de la casa, quien empezó a distribuirlos como souvenirs: el cráneo por allí, el maxilar inferior por allá, el brazo derecho por más allá… y así fueron dispersados. Hoy varias personas afirman tener al menos un fragmento de Paine, pero en el monumento que finalmente se le construyó muchos años después de lo previsto, en 1905, al parecer sólo pudo depositarse un pequeño trozo que recuperaron de su cráneo. Sólo eso quedó del hombre eminente que tanto admiraron, entre muchos otros, Lincoln y Edison.
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