Por Alejandro González Acosta
Uno de los personajes más novelescos –y novelados- de la historia novohispana fue el inquieto fraile protoindependentista fray Servando Teresa de Mier (Monterrey, 1765 – Ciudad de México, 1827). Fue un andariego incontrolable en su breve vida de 62 años, uno de los considerados “precursores” de la independencia y también uno de los pocos que llegó a verla consumada. Niño prodigio, se doctoró en Teología apenas a los 27 años y alcanzó pronta fama como orador sagrado, la cual al final lo perdió. Precisamente fue desde el púlpito religioso y no desde la tribuna política, donde tuvo su problema inicial que marcó el resto de su vida: nada menos que el año 1794 en la Real e Insigne Colegiata de Guadalupe, ante el sagrado ayate milagroso, frente al Arzobispo Alonso Núñez de Haro y el Virrey Miguel de la Grúa y Talamanca, y con toda la corte presente, fue donde soltó que aquella imagen considerada milagrosa (“non fecit talliter omni nationi”) no era el resultado de la impresión prodigiosa de las rosas del Tepeyac por contacto directo con la Madre de Dios, sino que era el propio manto de la Virgen María, que trajo 18 siglos antes a América el mismo apóstol Santo Tomás (aquel osado discípulo de Jesús, el dubitativo seguidor que metió los dedos en las llagas de Cristo), y por tanto, México no debía su evangelización a los españoles sino directamente a la Virgen.
Parece que en ese momento no se percataron bien de todo lo que había dicho el fraile con su encantador y encendido verbo, pero una semana después se desató la tormenta: lo excomulgaron y mandaron a la cárcel, primero a San Juan de Ulúa en Veracruz (con una breve escala en el gélido Cofre de Perote), luego al mismo Castillo de los Tres Reyes del Morro de La Habana –construido con “el situado de México”- y de ahí directo a una cárcel en Cádiz.
Tuvo una vida agitada, llena de contrastes: fue excomulgado y después formó parte de la prelatura personal del Papa. Fue católico fervoroso y heterodoxo semiherético; combatió por España contra Napoleón Bonaparte y a favor de Fernando VII cuando la Guerra de Independencia, y después luchó por la independencia mexicana. Primero fue ferviente amigo y luego enemigo feroz de Lucas Alamán. Tuvo otras amistades importantes, como Simón Rodríguez, el viejo maestro de Simón Bolívar, y el Vizconde de Chateaubriand. Luchó contra España, aunque la Corona le otorgó una pensión sustanciosa. Fue liberal al principio de su vida, y al final de ella medio conservador; fue federalista, pero no demasiado, y hasta tuvo atisbos de iluminación futurista, como mostró en su célebre Discurso de las Profecías, donde previó los males futuros –y no muy lejanos- de México. Fue, en toda la extensión de la palabra, un personaje y esto también literariamente, pues Reinaldo Arenas lo tomó como el protagonista de su primera gran novela El mundo alucinante.
Una vida tan intensa no podía tener un fin común.
Murió en el Palacio Nacional, antigua residencia de los Virreyes. Unos días antes, parece que sintió la cercanía de la muerte, e invitó sus mejores amigos a una suculenta comida, donde prácticamente hizo su propio panegírico, explicando las obras y acciones de toda una vida, y al terminar se despidió ceremoniosa y cariñosamente de cada uno. Cuando murió fue enterrado en el Convento de Santo Domingo, donde había profesado y del cual se escapó varias veces. Allí, junto con otros dominicos, estuvo en descanso hasta que, en 1861, con las Leyes de Reforma, y la confiscación de los bienes eclesiásticos (“y de las tierras comunales”, segunda parte del título completo que no suele mencionarse), fueron abiertas las criptas del convento y su cuerpo se encontró momificado de forma natural, junto con otros doce correligionarios. Parece que nadie lo recordó, porque los liberales furibundos exhibieron estos cuerpos amojamados como antiguas víctimas de la terrible Inquisición. Otros, más religiosos, quisieron ver en aquellos trece cuerpos a Jesús con sus Apóstoles. Pero un avispado cirquero italiano que andaba por allí entonces, compró las momias para exhibirlas como curiosidades y portentos, llevándolos de feria en feria, y finalmente se perdieron.
Una leyenda cuenta que, al parecer, su cuerpo logró fugarse de su tumba circense, para volver a recorrer los caminos como hizo sin cansancio en vida, y finalmente está sepultado en una de las 365 capillas que se encuentran en la mágica ciudad de Cholula (tan mágica, que es la única cuyo nombre oficial hace homenaje a un personaje que ni nació allí ni nunca estuvo, Bernardino Rivadavia, presidente argentino). Pero esto no es más que una suposición sin pruebas.
Aunque sí es cierto que hoy Cholula es la ciudad en toda las Américas con una vida ininterrumpida más dilatada, pues los primeros asentamientos humanos allí tienen más de 30 siglos, y conserva además la pirámide más voluminosa del planeta, pero realmente la Gran Pirámide de Cholula no es una, sino siete superpuestas, y coronadas por una iglesia dedicada a la Virgen de los Remedios, patrona de los españoles conquistadores. Cholula no tendrá esas 365 iglesias según la tradición, pero cuenta con algunas tan bellas que valen cada una por cien, como Santa María Tonanzintla y San Francisco Acatepec.
Gran pirámide de Cholula |
Si finalmente pudo escapar de la carpa trashumante donde lo exhibían junto con sus doce colegas, sin dudas la bella Cholula sería el mejor sitio para que se detuviera el andariego fraile y aceptara fundirse con la leyenda del sitio, resignado por fin a descansar en la inmóvil paz del sepulcro.
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