Sunday, December 22, 2019

Prohías, Fidel y los bombines

 
A Arístide y Rebeca por la ayuda

Por Enrique Del Risco



Las historias del humor gráfico cubano suelen pasar por alto el incidente. O se refieren a él de manera tan sesgada que parece que se trata de mero mal entendido que el caricaturista Prohías decidió tomarse a la tremenda. En cambio su colega Arístide Pumariega ha sido bastante más claro en entrevistas que le han hecho al respecto:

“En el proceso revolucionario cubano el primero que sufrió la embestida de esa severa intolerancia del triunfante Fidel Castro fue Antonio Prohías, este increíble artista que a fines de la década de 1940 comenzó a trabajar como caricaturista en el periódico El Mundo y entre sus tiras cómicas se encontraba el increíble personaje El Hombre Siniestro, a fines de la década de 1950, era el presidente de la Asociación de Caricaturistas de Cuba. Cuando Castro fue con el primer gabinete de su gobierno a la Sierra Maestra a firmar la Reforma Agraria, Prohías hizo una caricatura que reflejaba al sequito como un grupo de bombines. Eso encolerizó a Castro a tal punto que Prohias debió marcharse a la carrera de Cuba hacia Estados Unidos”

Portada de Zig Zag de febrero de 1959
Hay varias imprecisiones al respecto que vale la pena aclarar: una es que la mencionada caricatura no fue publicó a raíz de la firma de la Ley de Reforma Agraria, ocurrida el 17 de mayo de 1959 sino unos meses antes, el 31 de enero. Y Prohías no se marchó de Cuba “a la carrera” sino quince meses más tarde “el día 1 de mayo de 1960, 3 días antes de que Castro aboliese por completo la libertad de prensa en Cuba”. Imprecisiones aparte Aristide acierta en lo fundamental. El caso de Prohías es, por lo prematuro y visceral, paradigmático en cuanto a la relación establecida entre Fidel Castro con el humor en particular y con la libertad de prensa en general.

Porque no se trató de una mera censura o de la persecución de un caricaturista, sino de establecer las pautas que se seguirían con cualquier discurso levemente crítico o satírico hacia el poder encarnado por el líder. Porque a apenas seis días de la publicación de la caricatura de marras el entonces flamante primer ministro aprovecha un discurso que da ante los trabajadores de la refinería de petróleo Shell para lanzar un ataque en toda regla contra el caricaturista. El propio Castro reconoce que está aprovechando “la circunstancia de que se está trasmitiendo este acto para tocar cuestiones que atañen no solo a los obreros de la Shell sino a todo el país”.

Y al parecer una de las cuestiones que más le escocen es que hay “caricaturas casi continuas que están también llenas de mala intención y de mala fe”. “¡Dios nos libre de querer coartar el humorismo!” exclama para a seguidas pasar a las amenazas no muy veladas:

“yo no creo que nuestros artistas sean tan poco originales, yo no creo que nuestros artistas sean tan poco revolucionarios, que la única manera que tengan de divertir al pueblo sea haciéndole daño al pueblo, que la única manera que tengan de divertir al pueblo sea haciéndole daño a la Revolución, sembrando la intriga y sembrando la insidia contra la Revolución"




Para que no queden dudas y aunque Fidel Castro da una de las primeras muestras de ese estilo desdeñoso en que pocas veces se negaba a mencionar nombres de rivales, sobre todo si actúan a escala local alude a los “bombines” que lo acompañaban en la caricatura de Prohías. Los bombines como un viejo símbolo vernáculo del arribismo y el oportinismo: 

“me pintan a mí rodeado de bombines. Y yo me pregunto: ¿Dónde están los bombines?, porque no tengo ni escolta. Porque todo el mundo me ha visto cómo ando por las calles, todo el mundo me ha visto cómo ando por las calles casi solo a cualquier hora del día y de la noche”.

 Pero si se observa en detalle la caricatura conociendo lo suficiente al personaje con el que lidiamos podría pensarse que el ejército de señores de traje y bombín que lo sigue le molestó menos que la representación de su propia figura. 


Y es que ante las caras recelosas de los barbudos que lo acompañan la figura del propio Fidel aparece representada con un gesto de descuidada altivez que pudo despertar la rabia del representado. Rabia de no verse en estado de alerta máxima, de devoción máxima. De temer incluso que el caricaturista hubiese descubierto su juego: hacerse el desentendido mientras los verdaderos “bombines” del momento, los líderes del partido comunista, iban tomando posiciones en el gobierno a la sombra que constituyó Fidel Castro en el Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA).

Y entonces comienza el ataque en toda regla:


Los bombines que se los pinten a los que los tengan, que se los denuncien de frente a los que tengan bombines y se digan sus nombres, porque eso es lo cívico en el periodista, eso es lo digno en el periodista, eso es lo valiente en el periodista. Pero que no me pinten más bombines porque yo no ando rodeado de bombines, y conmigo no anda ningún bombín y yo no le he dado a nadie un cargo en el Estado. Es justo que lo aclare, porque si quieren pintar a otros con bombines que pinten al ministro que los tenga, pero que no cometan la vileza, la innobleza y la indecencia de venir a pintárselo al que no tiene porque eso no es honrado y eso no es de artista. Y si tienen tan poca imaginación, si tienen tan poco talento que no se pueden valer más que de la calumnia y de la intriga, que entonces no se llamen artistas, que entonces no escriban, que entonces no pinten; porque el artista debe ser para ayudar al pueblo con su talento, para ayudar al pueblo con la verdad, no con la calumnia y con la intriga.

Fidel no pierde la oportunidad de dar una de esas muestras de desprecio por el poder en que insistía por aquellos días afirmando que “Si creen que soy un dictador, que me lo digan para irme, señores”. Va del chantaje moral (“no importa que nos ataquen con los mismos derechos que hemos conquistado nosotros con tantos sacrificios”), a la amenaza con la destrucción de la imagen pública del acusado, con su ejecución moral: “no se olviden que nosotros también tenemos derecho a defendernos y que nosotros nunca aplicaremos la censura, pero aplicaremos algo que es peor que la censura, que es el anatema moral, la denuncia, la descaracterización ante el pueblo”.

No se trata de obligar al gobierno ejerza la censura sino de que el pueblo sea quien renuncie a leer a los herejes:

“Por lo tanto, el pueblo tiene también que castigar a los intrigantes y a los calumniadores, y la recomendación que yo les hago a los obreros de la Shell es precisamente el boicot […] El boicot que le recomiendo al pueblo es que no les presten ningún favor a los que desde ahora se les están viendo sus intenciones malévolas, sus intenciones cobardes y sus intenciones ruines. ¡Lo que le recomiendo al pueblo es que no los lean!”

Se trata de una pauta repetida luego tantas veces en los actos de repudio o las brigadas de respuesta rápita: ante cualquier manifestación opositora será el pueblo, no el gobierno el que se encargará de tomar la justicia por su mano.

Que el pueblo, que es inteligente; que el pueblo, que es despierto; que el pueblo, que es listo; que el pueblo, que sabe dónde están sus intereses y dónde están los intrigantes y los ruines y los enemigos de la Revolución que usan mil pretextos so capa de libertades —de libertades que debieran hacer un uso digno y patriótico de ellas—, que el pueblo se encargue de saber y de discernir quiénes son aquellos a los que no debe leer. ¡Ese será el castigo!

El gran líder imagina un castigo ejemplar. Que sea el desínteres del pueblo en lugar de la represión del gobierno lo que autoregulelo que circula entre este. O que al menos sea esa la apariencia.

Eso es peor que una censura, porque en la censura se quiere escribir, hay interés en lo que uno va a escribir y no lo dejan escribir. Y esto es peor, porque el individuo escribe, habla, y nadie le hace caso.

El discurso tiene lugar precisamente un viernes, el día anterior de la salida a la calle del semanario Zigzag. El pueblo ha sido debidamente informado del boicot que llevará a cabo justo al día siguiente. Imaginar que Fidel contaba solo con la voluntad popular para ahogar las voces disidentes sería conocerlo muy poco. Conocerlo mejor supone imaginar que el discurso es apenas la indicación de que una operación cuidadosamente coreografiada está en marcha y se prefija la manera en que esta deberá ser representada: como la espontánea reacción del pueblo ante el ataque a su líder. Nada que no hayan practicado antes Stalin o Goebbels.




Sobre los resultados del boicot solo he encontrado esta afirmación de Roger Reed: “Aun sin utilizar la censura convencional, las críticas a la publicación [Zigzag] hicieron disminuir las ventas de manera considerable cuando muchos vendedores de periódicos se negaron a ponerla a la venta”. De ahí podemos inferir que la coreografía más que ser confiada al público lector se ecntró en los canales de distribución. Y surtió efecto. De momento Prohías debió abandonar Zig- Zag. A la semana siguiente del discurso aparecía una nota en la propia publicación referida a una reunion en el hotel Habna Hilton entre la dirección del semanario y Fidel. Pese a la furia y la claridad de los ataques del viernes anterior el primer ministro afirmaría que “sus palabras no iban contra ningún periódico en particular sino que aludían a manifestaciones que se habían expresado de variados modos en diversos órganos y que consideraba su deber rebatir por el bien de la revolución”
Zig Zag Libre en el exilio febrero de 1963 con portada de Silvio

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