Por Ingeborg Portales
En el año 2006 trabajaba para el Sentinel del sur de la Florida, y tuve la dicha de poder conversar con Cándido Camero a raíz del documental que sobre él realizara el cineasta cubano Iván Acosta: Cándido manos de fuego.
Digo dicha, y digo suerte, porque conversar con Cándido fue descubrir la verdadera grandeza de este genio de la música, más allá de sus palabras, en su silencio y su sonrisa. Quien conoció la sonrisa y las manos de Cándido sabe de que hablo.
Le celebré su sonrisa, que hacía honor a su nombre, y me contestó regalándome una sonrisa aún más amplia: “es que hago comerciales para la pasta Colgate”. Aunque también recuerdo que no podía apartar mi mirada de sus manos.
No quería quedarme apenas con unos comentarios sobre el recién estrenado documental, sino escuchar mucho más de este caballero chapado a la antigua, “señor dos veces, en el escenario y fuera del escenario”. Insistí en volver a conversar y él aceptó generosamente.
Solo bastaba un pie forzado para quedarme absorta, en silencio ante tanta sabiduría y humildad.
Esta conversación con Cándido pasó a formar parte de una serie de entrevistas que realicé en Miami a artistas cubanos: los músicos Cachao, Bebo Valdés, Generoso Jiménez y Paquito de Rivera, entre otros.
Cándido, ¿usted nació en la Habana?
Yo nací en 1921 en La Habana, en el barrio del Cerro, en la calle Churruca 77, entre Velarde y Washington, un viernes a las 6:30 p.m. Cuando uno pasa por una cosa así, no es fácil que se le olvide. (Risas).
¿Qué recuerdos guarda de su infancia?
Yo tenía como cuatro años, estaba en kindergarten todavía y mi tío materno Andrés Guerra, que era un bongosero profesional, me llevaba con él a todas partes. Él me preguntaba si me gustaba la música y si me gustaría aprender a tocar algún instrumento. Un día cogió dos latitas de leche condensada vacías y un pedazo de cuero y me hizo mis primeros bongos. Cuando yo venía de la escuela me ponía a tocar en la mesa, mientras mi mamá preparaba la comida. Mi papá me decía: “Te van a doler las manos, mira que eso no es cuero, es madera”. Y mi abuelo materno le contestaba: “Déjalo, que algún día él va a ser famoso”. Parece que eso fue de la boca de mi abuelo a los oídos de Dios.
¿Qué recuerdos guarda de sus padres en particular?
Cuando empecé a trabajar como músico, llegaba a la casa y mi papá me preguntaba: “¿Cuánto le pagaron hoy?”. Yo le decía: un peso. Y él me contestaba: “Bueno, de eso, 50 centavos para su mamá y 50 centavos para usted”. Después me olía las manos para saber si había fumado y me decía: “A ver, diga ja”. Y yo decía: ja ja ja. Entonces me contestaba que con uno solo ja bastaba para saber si tenía aliento a bebida.
He trabajado con los más grandes de la música americana y latina, he compartido el escenario con todos ellos y nunca me dio la tentación. Yo digo que lo que no es necesario, no me interesa. Gracias a Dios ya cumplí 85 años.
¿Desde cuándo se interesó por la música?
Desde niño. Yo esta siempre pegado al radio, oyendo música para aprender, y así tenía idea de lo que era bueno, regular y malo. A mi madre, Caridad, le gustaba cantar, y mi padre, Cándido, tocaba el tres. Mi papá me enseñó a tocar el tres cuando yo tenía ocho años, y mi abuelo materno me enseñó a tocar el bajo cuando tenía 14 años. A esa edad empecé a trabajar como músico profesional tocando en el Septeto Gloria Habanera, de Floro Costa.
En ese tiempo te pagaban un peso por tocar, así que tocábamos viernes, sábado y domingo, y ganábamos un peso por día. Floro Costa tocaba la flauta, yo era el bajista. Hacíamos una transmisión de radio para anunciar adónde íbamos a tocar el fin de semana. Por esa transmisión de radio nos pagaban diez centavos, para pagar el pasaje de ida y vuelta a la radio.
¿Qué recuerdo guarda de La Habana que usted conoció?
En La Habana todos los años, en el mes de febrero, eran los carnavales. Todos los barrios tenían su comparsa y competían por el primer, segundo y tercer premio. La comparsa de mi barrio, El alacrán, se llevaba siempre el primer premio. Yo era muy joven, tendría como 18 años, y tocaba el redoblante.
¿Usted era muy buen pelotero?
Cuando yo estaba en la escuela superior jugaba pelota, era cátcher y cuarto bate, eso que llaman limpiabases. Casi siempre que había tres hombres en bases yo bateaba de jonrón y las bases se quedaban limpias. Por eso me decían: “Ahora viene el limpiabases”. Quería decir que esperaban que yo diera un jonrón para que las bases se quedaran vacías.
¿Cuál fue su mayor influencia musical?
La influencia mayor para mí fue mi tío Andrés, al que yo admiraba mucho. Él me inició con cuatro años en el mundo de la música. Luego hay otros músicos cubanos que admiro mucho, como Bebo Valdés. Trabajé con él cuando comencé a tocar en el cabaret El Faraón, que quedaba en la calle Zanja y Belascoaín. Después trabajamos juntos como diez años en el cabaret Tropicana, cuando Armandito Romeu era el director artístico. Bebo era el pianista y yo era el bongosero.
¿Cuándo escuchó jazz por primera vez?
En La Habana, cuando era muy joven y vivía pegado a la radio oyendo música. Recuerdo que fue la Orquesta de Stan Kenton. Luego escuché a todos los demás: Duke Ellington, Louis Armstrong…
¿Y después ha trabajado con todos ellos?
Sí, tuve la suerte de trabajar y grabar con todos los grandes del jazz. Con lo único que soñaba era con verlos tocar algún día en persona. Pero nunca, nunca me imaginé que iba a trabajar con ellos, a grabar con ellos, y a viajar con ellos. Así que todo esto ha sido más que un sueño hecho realidad.
¿Cuándo tiene sus primeras congas profesionales?
En 1940, cuando estaba trabajando en el cabaret El Faraón, acompañando a la pareja de Carmen y Rolando; pero eran unas congas que estaban permanentes en el cabaret, no las llevaba a mi casa. En esos tiempos unas congas costaban como 10 pesos, ahora cuestan como 300 dólares. Las congas con las que llegué a Estados Unidos en 1946 vinieron de Cuba. Luego se las regalé a un aficionado. Aquellas eran fabricadas a mano. Las que tengo ahora son fabricadas por la compañía LP.
¿Cómo era el trabajo en la radio en aquellos años?
Trabajaba en CMQ, en el programa de Gonzalo Roig; él era el director del programa que se llamaba General Electric. Yo era el bongosero de la Orquesta de CMQ y acompañaba también a Cascarita. Por el día iba a tocar a la radio y por la noche al cabaret Tropicana.
En esa época en la radio todo se tocaba en vivo, nada de grabaciones. Ahí ya me pagaban un poco más por quincena, por programas. El programa de Gonzalo Roig era una vez a la semana, y el de Cascarita todos los días. Bebo Valdés también estaba ahí en ese tiempo, tocando el piano.
Cuando sale de Cuba, ¿ya tiene decidido quedarse?
Carmen y Rolando fueron los que me trajeron a los Estados Unidos, el 4 de julio de 1946; yo tenía 25 años. Nos presentábamos el día 7 de julio en el cabaret Habana Madrid. Las estrellas eran los comediantes Steve Martin y Jerry Lewis, y nosotros éramos parte del show. Cuando salí de Cuba pensé: “Si me va bien, me quedo”; y eso fue lo que sucedió.
Después pasamos al cabaret La conga; allí trabajaba Miguelito Valdés. Luego estuve como un año en el Downbeat. Cada dos semanas cambiaban los grupos, pero yo estaba fijo con el grupo de Billy Taylor. Por eso tuve la oportunidad de conocer a los mejores músicos de jazz y grabar con casi todos ellos, con orquestas latinas como la de Machito y sus Afro-Cubans, cuando el director musical era Mario Bauzá.
¿Nunca más regresó a Cuba?
Sí. Regresé en 1948, en 1952, y por último en 1955. Fue la última vez que vi a mis padres. Ellos fallecieron años después. Éramos cuatro hermanos en total: tres varones y una hembra; la única que queda viva en Cuba es mi hermana.
¿Se acostumbró a vivir en Nueva York?
Llega el momento que uno se acostumbra a todo, y más si a uno le gusta. Pero el frío me ha hecho mucho daño con la artritis. Cuando camino tengo artritis en las piernas, pero en las manos no me ha afectado, gracias a Dios. Yo digo que cuando camino es como si tuviera cien años, pero cuando toco estas congas me siento de veinte.
¿Cuál es su rutina diaria en Nueva York?
Cuando no estoy trabajando, estoy leyendo, oyendo música, o mirando televisión. Cuando quiero ensayar alquilo un estudio, para no hacer bulla aquí en la casa. Toco el tres y el bajo por afición, y los sigo tocando hasta hoy día. Cuando se presenta la ocasión, toco por las noches.
¿Conoció al Benny?
Al Benny lo conocí antes de que él llegara a La Habana, cuando cantaba con la Orquesta de Mariano Mercerón en Santiago de Cuba. El que era popular en esa época era Cascarita. Cuando Benny Moré llegó a La Habana estuvo cantando frente al Capitolio, en un restaurante que se llamaba El Floridita. Miguel Matamoros lo oyó y lo llevó a México, y se quedó allí. Después conoció a Pérez Prado y se hizo popular. A Dámaso Pérez Prado yo lo conocí en el cabaret Kursal, era el arreglista de Cascarita. Le cobraba diez pesos por los arreglos musicales. En México se hizo millonario.
¿Usted fue muy amigo de Mongo Santamaría?
Mongo y yo nos hicimos amigos cuando él trabajaba en el correo, de cartero. Yo lo ayudaba a repartir las cartas para que terminara más rápido y así poder empezar los ensayos más temprano. Teníamos un septeto que se llamaba Apolo; Mongo era el bongosero y yo era el tresero. En ese tiempo los conjuntos no usaban congas. El primer conjunto que usó conga fue el de Arsenio Rodríguez, en 1943. Hacíamos una trasmisión de radio y después tocábamos el fin de semana. Fuimos muy amigos hasta que falleció, en 2003.
¿Trabajó con Cachao en Cuba y después en Estados Unidos?
Cuando conocí a Cachao, él y su hermano Orestes López tocaban en la orquesta La Charanga de Arcaño y sus Maravillas. Cachao tocaba el bajo. Yo tocaba el tres con el septeto Bolero. En los bailes alternábamos, él con la orquesta y yo con el septeto.
Cuando Cachao llegó a los Estados Unidos trabajamos juntos en los cabarets Habana Madrid y Liborio. También grabó conmigo en el disco Brujerías de Cándido. Después se fue a vivir para Las Vegas, y de ahí para Miami.
En esa misma época, cuando trabajaba en el cabaret Liborio, también acompañé a Olga Guillot, a Rolando Laserie y varias veces a Celia Cruz. Yo llamaba a Celia señora dos veces: señora en el escenario y señora fuera del escenario.
¿Por qué una tercera conga?
Esa idea se me ocurrió cuando empecé a ir a los conciertos de la orquesta sinfónica aquí en los Estados Unidos. Yo veía al “timpanista” tocando con tres tambores, y hacía un redoble de acuerdo con la última nota de la pieza que estaba tocando. Los tres tambores estaban afinados de acuerdo con esa nota. Ahí fue que se me ocurrió esa idea.
En 1950 introduje la tercera conga; hasta entonces eran dos. Para poder tocar la melodía me faltaba una conga. Las tres congas tienen que estar afinadas en diferentes notas cada una. Las tres congas tocan la melodía, después el ritmo y después la improvisación, que es lo que llaman “el solo de congas”.
El solo puede hacerse en el momento que uno quiera, antes de la melodía o después. En mi caso, casi siempre lo hago después de la melodía, para cerrar, acompañar la nota del final de la pieza y hacer más fuerte el último acorde.
Si pudiera tocar en Cuba, ¿con que músicos le gustaría compartir el escenario?
Me gustaría tocar con los mismos músicos, aunque ya la mayoría han muerto: Bebo Valdes, Chico O’Farril, Chano Pozo, con quien trabajé cuando se inauguró el cabaret Tropicana. El show se llamaba Congo Pantera. Chano era la estrella del show y yo estaba con la orquesta de Armandito Romeu. Yo vine para Estados Unidos en julio de 1946 y Chano llegó ese mismo año, unos meses después.
¿Quién es el músico más grande que ha dado Cuba?
Ernesto Lecuona.
¿Sigue siendo cubano después de vivir 60 años en Nueva York?
Yo digo que un cubano puede estar fuera de Cuba, pero Cuba no puede estar fuera de un cubano. Sigo comiendo mucho arroz con frijoles negros, picadillo, plátanos maduros fritos, aguacate y yuca. Aunque lleve toda la vida viviendo en Nueva York, eso no se puede olvidar.
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