Enrico Mario Santí, (Santiago de Cuba, 1950), por si hace falta presentarlo, es uno de los críticos literarios cubanos más reconocidos y responsable de importantes estudios y ediciones críticas de autores de la magnitud de Octavio Paz, Pablo Neruda o Guillermo Cabrera Infante. A Reinaldo Arenas, a quien conoció desde su llegada a los Estados Unidos le ha dedicado varios trabajos entre los que está Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990) (México, 2013), una recopilación, co-editada con Nivia Montenegro, de trabajos dispersos en diferentes publicaciones y manuscritos inéditos.
Háblanos de tus primeros
años de vida y de tu formación.
Nací en
1950. Me crié entre Santiago de Cuba, de donde son oriundos mi madre y los
suyos, y La Habana, donde fui a la escuela hasta los 12 años, cuando mi familia
decidió exiliarse. Mi padre, artista y escultor, era profesor en San Alejandro
y fue destituido de su cátedra por “conflictivo”, es decir, anti-comunista. Al
salir, perdimos todo: nos lo robaron. Llegamos a Miami, donde asistí a la
escuela secundaria, justo en medio de la crisis de los misiles. Criado en la pequeña
Habana hasta los 18, hice mi carrera en las universidades de Vanderbilt y Yale.
En esta última tuve el privilegio de estudiar y llegar a conocer a Emir
Rodríguez Monegal, que fue mi maestro, y a José Juan Arrom, cubano y otro gran
mentor. Eran los años del Boom, y fue en Yale, y gracias a Emir, que pude
ponerme al corriente de la literatura latinoamericana que se escribía entonces y
llegar a conocer a muchos escritores, entre ellos a Reinaldo Arenas.
¿En qué circunstancias
conociste a Arenas? ¿Qué impresión te causó al principio?
En 1980 vivía en Tampa, adonde mi familia y yo (tenía entonces niños chiquitos) habíamos ido a pasar el primer goce de sabático de mi cátedra en Cornell. Un día en el mes de mayo, en medio de la Crisis del Mariel, recibí una llamada de Emir: se acababa de enterar, por medio de Guillermo Cabrera Infante, que Arenas había llegado en bote a Miami. Me sugería que lo localizara e hiciera una entrevista. Se trataba de una primicia. Arenas era un enigma: no se sabía si estaba vivo, mutilado, o loco, tal había sido su aislamiento y consecuente mitología. En Miami me enteré que nada menos que Arenas y Heberto Padilla daban una conferencia conjunta. El auditorio todo, atestado, los vitoreamos, en una atmósfera de euforia y apocalipsis. Pensábamos que ese era el fin del régimen... Al terminar el acto, me acerqué, le pedí su teléfono, le dije de qué se trataba y accedió. Al otro día nos citamos en casa de su tía, adonde había llegado acompañado de su amigo Lázaro Gómez Carriles, y pasamos varias horas en la entrevista, cuya grabación aún conservo. Nuestro primer intercambio fue ventilar mi sensación: él en realidad era un fantasma. Todos lo habíamos leído, habíamos tratado de seguir su carrera, pero nadie sabía nada de él, salvo que había estado preso. Recuerdo que por esos años, cuando estuve cerca del grupo Areíto, a Lourdes Casal le gustaba aclarar, y de paso justificar al régimen, que los problemas de Reinaldo Arenas no eran políticos sino morales —preso por violar a un menor. Recuerdo también que en Cuba —adonde yo había viajado en 1978 como parte del llamado Diálogo y al año siguiente, durante el verano, en una llamada “brigada de intelectuales”— en una reunión en la UNEAC donde nos recibieron, el profesor y amigo William Luis había tenido la astuta valentía de preguntar por el paradero de Arenas, a lo cual los presentes de la isla no hicieron más que rifarse el tema y nunca contestaron… Por mi parte, durante esos pocos días en La Habana traté de averiguar su dirección, pero nadie la sabía, o decían no saberla. En la entrevista Reinaldo me contó todo muy calmado, con esa parsimonia guajira a la que ya estaba acostumbrado oyendo a mi padre (como Arenas, era oriundo de Holguín) a lo cual Reinaldo añadía un ligero, pero notable, ceceo. Fue en esa entrevista, luego publicada por Octavio Paz en la revista Vuelta, donde contó sobre la encerrona en la playa que llevó a su arresto, su prisión en La Cabaña, la persecución y eventual enjuiciamiento por sacar sus obras de Cuba clandestinamente, la vida nómada en el Parque Lenin, su fuga a todo lo largo de la isla, su captura, exilio interior, luego auto-acusación por “pájaro” y contrarrevolucionario, su escaramuza ante los esbirros en el Mariel, la travesía hasta Cayo Hueso… También su proyecto de una “pentagonía” (nunca antes había hablado de eso, y el concepto no se conocía), y cómo había tenido que re-escribir tres veces Otra vez el mar, la tercera novela de esa serie. Esa tarde terminé agotado, física, moral, emocionalmente, aunque me parece que él no. Su rostro, su tono, nunca reflejaron el terror, la violencia, la humillación que me comunicaba, como si ese relato fuese lo más normal del mundo, y solo requiriese frialdad, la más clara prosapia, para darla a conocer. A cada rato se le aguaban los ojos, pero nunca lloró. Cuando me fui, sentí un peso terrible, de pesadilla. No pude dormir.
¿Lo habías leído antes? ¿Qué
pensabas de su literatura en aquellos momentos? ¿En qué coincidía su
personalidad con la imagen que te habías hecho de él?
Lo había
leído, pero mal y de manera perversa. El profesor Arrom, que era castrista, lo
había asignado en clase pero como ejemplo de literatura edificante, lo cual a
muchos de nosotros, que conocíamos los rumores de su padecimiento en la isla,
nos parecía ridículo, aunque nunca dijimos nada. Su obra, mayormente El mundo alucinante y algunos cuentos,
me parecía enigmática, inapresable, como si me faltaran claves indispensables
para su desciframiento. Otros textos, como “La vieja Rosa” o el cuento “El hijo
y la madre”, eran más accesibles, sobre todo la disfuncionalidad familiar o la
crítica del batistato. Todo lo cual explica la ausencia de una imagen sobre el
escritor cuando llegué a conocerlo, salvo lo que le dije al principio de la
entrevista: para mí eres un fantasma.
¿Cómo se desarrolló tu
amistad con él a lo largo de los años?
Mi amistad con Arenas (acababa de cumplir 30 años) coincidió con varios cambios en mi vida, no sólo el
distanciamiento de la ingenuidad política que me hizo ir dos veces a Cuba. Fue
entonces que me acerqué a Octavio Paz y con quien llegué a trabajar casi veinte
años. Entre el pensamiento político de Paz, que ya entraba en una fase de
franca oposición al socialismo autoritario, y el testimonio personal de Arenas,
mi cambio fue definitivo, si no radical. Después de hacer nuestra primera
entrevista, que tuvo excelente acogida, hicimos por lo menos dos más, una de
ellas aún inédita, y publiqué un par de artículos sobre su obra. En una
ocasión, viajamos juntos a una convención de profesores en Los Angeles, donde
deslumbró a su público (aunque siempre era un nudo de nervios y le sudaban las
manos, Arenas podía ser elocuente). Hablamos mucho: la épica de nuestras
respectivas familias, la vida literaria, o más bien la farándula intelectual,
durante sus años en Cuba; sobre Lezama, Virgilio…
Tengo entendido que solías
ir a visitarlo a Nueva York. ¿Cómo era la relación de Arenas con Nueva York?
¿Sientes que se fue deteriorando a lo largo del tiempo?
Aprovechando que Cornell tiene en Nueva York un club
para el hospedaje de profesores, visitaba una vez al mes. Allá me ponía al día en
noticias sobre Cuba (todo esto antes
de internet), iba a museos, veía gente. Con Reinaldo me reunía a comer y a
caminar por la ciudad, que él adoraba, al menos más que Miami, aunque no más
que La Habana, la cual (me consta) extrañaba, sobre todo el sector ahora
llamado Playa, donde él vivió. En Nueva York Arenas se sentía libre, podía
fletear, había baños para homosexuales (que después fueron tumbas), y había
también una numerosa comunidad de cubanos exiliados, si contamos además las
densas áreas de New Jersey. Aparte de gente de a pie, que siempre son los más,
había figuras prominentes con quienes Arenas alternaba, aunque no con mucha
frecuencia: Eugenio Florit, Rosario Rexach, Carlos Ripoll, José Olivio Jiménez,
Pedro Yanes, Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé; otros profesores, como Alfred
MacAdam (que luego tradujo un par de sus libros) y Perla Rozencvaig, cerraban el
círculo de amigos. Esto sin contar algunos de los otros escritores jóvenes (Reinaldo
García Ramos, Miguel Correa, entre muchos otros) que también habían venido por
el Mariel y que luego integraron la revista del mismo nombre. Fue una época muy
vital, de activismo anti-castrista, una máquina incesante cuyo combustible era
la energía, mezcla de ira y pasión justiciera, que fluía del propio Reinaldo. Además
de Mariel, que Reinaldo impulsaba a
la par que su obra, ayudaba a Florencio García Cisneros a sacar su pequeño periódico
Noticias de Arte. Pero todo fue
cambiando a medida que toda esa gente iba abandonando la ciudad por resituarse
en Miami, o moría.
Se dice que eran pocos los
que lo visitaban a su apartamento y que tú eras uno de ellos. ¿Es cierto? ¿Qué
impresión te causaba en el quinto dicho apartamento? ¿Podrías describirlo?
Muchas veces me tocó recoger a Reinaldo en su
apartamento para salir a comer. Vivía en pleno Hell´s Kitchen, en una época en que Times Square no era la sucursal de Disneylandia que es hoy… Su
apartamento era un walkup, en un
arduo quinto o sexto piso. Si años después se hablaría de la guarida en La
Habana Vieja para el Diego de Fresa y
chocolate, te aseguro que mucho antes Reinaldo Arenas ya tenía la suya en
el exilio de Manhattan. Nunca, que yo recuerde, coincidí allí con
nadie más, salvo con Lázaro Gómez Carriles, que según me dijo Reinaldo transitaba
esporádicamente. El apartamento era pequeño, no recuerdo muebles ni cuadros; solo libros que, amontonados con papeles y prensa,
forzaron a Arenas a alquilar el apartamento de enfrente, que funcionaba como
archivo, o almacén. Fue allí que hicimos la tercera entrevista, que conservo
inédita, donde habla mucho sobre su familia. Uno de esos días que quedamos en
vernos para comer y fui a recogerlo, toqué y noté que se demoraba mucho. Por
fin abrió, y al entrar me di cuenta que la puerta ahora ostentaba varias cerraduras
y una de esas enormes trancas de hierro que hacen presión entre puerta y suelo.
Con angustia, me contó que habían entrado en el apartamento a robar, pero que
extrañamente solo se habían llevado papeles. Había tenido que dejar el almacén
de enfrente. Que yo sepa, nunca se aclararon esas circunstancias. Era señal que
las cosas estaban cambiando. La guarida ya no era tal.
A lo largo de tu carrera has conocido y estudiado a varios de los más importantes escritores latinoamericanos. ¿Qué tenía Arenas en común con todos ellos? ¿Qué lo distinguía?
Los escritores, los artistas, no son (no somos)
gente normal. Vivimos para crear, o más bien para
crearnos, a través de la obra. La gente común y corriente no entiende eso y se
crean muchos conflictos, de familia, de pareja, de tipo social, etc. No digo
nada nuevo. Pero si a ese consabido le añadimos todos los conflictos que a
Arenas le tocó vivir, entenderemos mejor la pasión, o pasiones, que lo
arrastraban. Ya lo dijo él mismo: la
novela, como la vida, es “agonía”. Si ningún escritor puede vivir sin escribir, en su caso, creo, la
obsesión creativa estaba atada a eso que Vargas Llosa llamó una vez, lugar común del
Romanticismo, el “exorcismo de demonios personales”. La gente común y
corriente, incluyendo a muchos escritores, brillantes y mediocres, recurre hoy
al psicoanálisis para curarse. La terapia de Arenas, que además de guajiro era
autodidacta, fue la escritura, que en muchas ocasiones se confundía con el
deseo y con su reverso: la venganza.
Hay momentos en su obra, como el final de El
Central, o El mundo alucinante,
donde esa pasión se sublima. En otras, las más, como El color del verano, o El
asalto, predomina la violencia y la destrucción. ¿O son una las dos? ¿Eros
y Thanatos?
¿Qué rasgos de su
personalidad te impresionaba más? ¿Recuerdas alguna anécdota que lo ilustre?
Podía
ser amable sin dejar de ser tímido. Pero al mismo tiempo era altanero y
sarcástico. Como se sentía vulnerable, estaba siempre a la defensiva y su
defensa era a menudo el sentido del humor, a veces negro. Una vez, luego de
años de conocernos, nos despedimos con un abrazo y sentí que en realidad él no
abrazaba: no había entrega. Pero a veces me llamaba con llanto atorado de tan
triste que se sentía. Esa era su entrega.
¿Cómo era la relación de
Arenas con el resto de los intelectuales cubanos, latinoamericanos y
norteamericanos?
En Libro de
Arenas, el tomo de prosa dispersa que reunimos Nivia Montenegro y yo, se
recogen sus opiniones, muchas de ellas negativas o al menos distanciadas.
Arenas detestaba el oportunismo, todo tipo de mercantilismo intelectual y
aprovechamiento ideológico. Desconfiaba de otros intelectuales, sobre todo si
provenían de la gauche caviar. Se
había graduado con honores de la escuela de la UNEAC.
¿Cómo te enteraste de la
muerte de Arenas? ¿Qué impresión te causó?
Vivía ya en California y esa mañana recibí una
llamada del poeta Roberto Valero, mutuo amigo que también había sido vecino mío
en Georgetown, donde ocupé una cátedra después de Cornell. Ya se esperaba: meses antes, mi mujer y yo habíamos visto a Arenas
enfermo en Miami. No hablamos sobre el tema, pero era evidente que estaba
atravesando otro mal momento, y no era su primera hospitalización. Cuando supe
que en su carta de despedida le había echado la culpa de su deceso a Fidel
Castro, pensé: “Dio en el clavo”.
Luego del éxito inicial de
sus dos primeras novelas a su salida de Cuba no consigue publicar en las
grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo al morir su
autobiografía, Antes que anochezca,
se convierte en bestseller. ¿Crees
que ese éxito póstumo, aunque merecido, fue una manera de malentenderlo, de
poner su autobiografía y el tono que predomina en ella por encima de su obra de
ficción?
Decía Borges que la fama es una de las formas del olvido.
Nada más acertado en el caso de Arenas. La fama —primero, de la autobiografía,
después de la película de Julian Schnabel, y luego de la ópera de Jorge Martín—
terminó olvidando al genio endemoniado y creando un ícono gay. No reprocho esa
fama, pero sí la lamento. Sobre todo si sustituye, como de hecho ha ocurrido,
el conocimiento de su obra. Nunca le oí a Reinaldo pronunciar la palabra gay, y
ahí está una obra suya como El portero,
para no hablar de muchos pasajes de Antes
que anochezca, para demostrar cuánto desconfiaba del concepto. Lo cual no
significaba que estuviera en el closet. Todo lo contrario.
¿Cómo valorarías el impacto
que tuvo Arenas sobre ti como persona y como profesional?
Ya dije que su testimonio marcó una etapa de mi
vida. Fue la vertiente moral de una transformación profunda por la que atravesé
durante mi treintena. Constatar su dolor no fue menos importante para mí que
comprobar su valentía.
¿Cuál crees que haya sido el
mayor aporte que Arenas haya hecho a la literatura cubana y latinoamericana?
Decir la verdad. Y al mismo tiempo: reírse de ella.
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