Tuesday, July 13, 2021

Maleconazo*



Por Enrique Del Risco

Si el hundimiento del remolcador Trece de Marzo pretendía disuadir a los cubanos de robarse lanchas para fugarse de la isla además de crimen contra la humanidad puede considerarse un absoluto fracaso comunicativo. Apenas trece días después de la masacre un grupo de gente desvió la famosa lanchita de Regla hacia los Estados Unidos. El medio de transporte principal entre La Habana y el pueblo situado al otro lado de la bahía y la forma más elemental y barata de turismo al alcance de los habaneros: atravesar aquellas aguas negras, gelatinosas, dar una vuelta por un pueblo polvoriento, desvencijado y luego volver a cruzar la bahía sulfurosa. Si estabas enamorado podía parecer hasta romántico.

No debió ser tarea fácil robársela. A la lancha la vigilaban y a los pasajeros los revisaban escrupulosamente antes de entrar. Además, el combustible se le abastecía de a poquitos, previendo que si la vigilancia fallaba no pudiera alejarse demasiado. Se decía que los secuestradores encubrieron su plan con los preparativos de una boda. En el pastel escondieron las armas y en botellas de cerveza, el combustible extra. No sé si se prepararían con mucha antelación o si decidieron aprovechar el escándalo que provocó el hundimiento del remolcador para escapar ilesos. Tuvieron suerte. A treinta y seis millas de La Habana los recogió un guardacostas norteamericano.

Esa noche Quientusabes no pronunció su habitual discurso con el que conmemoraba su irrupción en la Historia Nacional asaltando un cuartel del ejército. No creo que fuera coincidencia. Con Quientusabes nada lo era.

El éxito de la fuga fue asumido por la gente como señal de que, de momento, el gobierno se abstendría de matar a quien tratara de escaparse. El 4 de agosto volvieron a secuestrar la lanchita de Regla. Esta vez hubo un muerto, un oficial de la policía que intentó impedir el secuestro. La embarcación estaría a la deriva por casi dos días frente a las costas hasta que finalmente se rindieron a los guardafronteras cubanos.

El 5 de agosto cientos de personas empezaron a reunirse en el paseo que se encuentra a la salida de la bahía. Con mochilas, comida, agua. Esperando que volvieran a secuestrar algún barco y, mágicamente, conseguir montarse en él. A la espera de que un milagro les cambiara la vida. El milagro apareció en la forma del Contingente Blas Roca. En la forma, no en el contenido. Se suponía que eran constructores destinados a proyectos estratégicos del gobierno. Los noticieros no hablaban de otra cosa. Pero entre los que desplegaron para rodear a la gente reunida en la Avenida del Puerto y el malecón había de todo: agentes del Ministerio de Interior, miembros de la selección nacional de karate y tae kwan do. Les habían repartido camisetas del contingente Blas Roca para que se viera cómo la clase obrera en persona se encargaba de la situación.

No estuve ahí pero varios amigos me contaron cómo los tipos de camisetas del contingente empezaron a repartir golpes donde el Paseo del Prado se encuentra con la Avenida del Puerto. Les creo. La gente estaba demasiado enfocada en escapar como para buscar pendencia con el primero que se apareciera. Lo increíble fue lo que ocurrió a partir de entonces. Los que esperaban por el primer objeto flotante que los sacara de aquella isla se volvieron contra los policías y karatecas disfrazados de obreros de la construcción y los desbordaron. De repente descubrieron que la ciudad, o al menos la porción que tenían ante sí, estaba a su merced. Unos se entregaron al saqueo de las tiendas en dólares, pero los más, como no había tiendas suficientes que saquear, simplemente se dedicaron a recorrer las calles como si fueran suyas, gritando las dos frases que más miedo les había dado articular durante toda la vida: “¡Abajo Fidel!”, “¡Libertad!”.

De momento debió bastarles. En las imágenes que se recogieron de ese día se ve gente famélica, inundando las calles. En su mayoría hombres sin camisa, empujando sus bicicletas, indignados con la represión y asombrados con el mínimo poder que acababan de adquirir. Dando órdenes a los pocos periodistas que había por los alrededores. “¡Filma ahí cojones!”. Pasando de la rabia y el estupor a la alegría y la euforia. No como si creyeran vivir un momento único en la Historia de la Nación pero sí con la comprensión instantánea de que lo que sentían en ese momento no lo habían sentido nunca antes.

Ya fuera porque el ataque de los supuestos constructores se concibió como una provocación para aplastarlos o porque se trataba de un plan de contingencia diseñado de antemano pronto columnas de camiones y jeeps militares marcharon hacia el centro de la ciudad. Los objetivos más obvios eran dos: rodear a los manifestantes y evitar que el resto de la capital se contagiara con aquel estallido de rebeldía. Una vez creado un bolsón de seguridad desembarcó ahí Quientusabes en su sempiterno uniforme de campaña rodeado por decenas de guardaespaldas que lo vitoreaban como si su aparición bastara para resolverlo todo mágicamente. Algo de eso hubo. Muchos de los que minutos atrás andaban entonando cánticos en su contra al verse rodeados por las hordas de constructores-karatecas-policías pasaron del “¡Abajo Fidel!” al “¡Fidel, Fidel, Fidel!” sin otro trámite que obviar el “abajo”.

Eso fue lo único que vio el resto del país al asomarse a la televisión: el Comandante de barba, gorra y uniforme avanzando por un mar de pueblo uniformado y de acólitos disfrazados de pueblo. Eso fue lo que vi en televisión desde otra esquina de la ciudad, en mi primer día de vacaciones, un día distendido que dediqué a bañarme en la playa, jugar fútbol y asistir a un concierto. Al pasar por la sala de mi casa camino del concierto vi Su guerrera verde flotando en el mar de secuaces y pensé que cualquier rebeldía que hubiera estallado en Centro Habana había llegado a su fin. De otra manera no se atrevería a caminar por aquellas calles. Eso debió pensar el resto de los cubanos de la isla. Para eso se trasmitieron esas imágenes: para asegurarse de que no nos hiciéramos la más mínima ilusión sobre los rumores que ya circulaban por el resto de la ciudad y del país.

*Fragmento del libro inédito Nuestra hambre en La Habana

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