Thursday, December 2, 2021

"Cuba, patria y música", libro de William Navarrete

 

El prolífico autor William Navarrete (Banes, 1968) residente en París acaba de publicar su libro Cuba, patria y música, versión actualizada al español de un libro que ya publicó en francés en 2004. El texto que resume su contenido nos dice: 

"Cuba, patria y música indaga sobre la creación musical cubana durante más de dos siglos fuera de la isla. Por múltiples razones –sociales, personales, económicas y políticas– los intérpretes, productores y compositores cubanos han llevado nuestra música a otras latitudes haciéndola fructificar más allá de sus fronteras. Desde Ignacio Cervantes, José White o Claudio Brindis de Salas, en el siglo XIX, hasta Celia Cruz, La Lupe, Olga Guillot, Zenaida Marrero, Ernesto Lecuona, Bebo Valdés, Dámaso Pérez Prado, Arsenio Rodríguez, Rolando Laserie, Mongo Santamaría o Israel López “Cachao”, entre muchos otros, en el XX, pasando por la nueva generación de cubanoamericanos como Willy Chirino, Miami Sound Machine, Gloria y Emilio Estefan o Andy García, a los que se suman Arturo Sandoval, Paquito D’Rivera, Malena Burke o Albita Rodríguez, los músicos cubanos han constituido, en Europa, Estados Unidos y América Latina, un vasto movimiento con identidad propia capaz de dar continuidad y de renovar a la vez esta expresión artística. A través de estas páginas recorreremos nombres, anécdotas, datos, comentarios, acontecimientos históricos y recuerdos vinculados siempre con la historia y la labor de quienes han creado los ritmos y melodías que han colocado el nombre de Cuba en una posición privilegiada a escala internacional"

Por cortesía del autor les ofrecemos uno de los capítulos del libro:

Los músicos políticamente comprometidos

En 1844, el músico negro José Miguel Román, originario de Matanzas y profesor del extraordinario violinista y compositor José Silvestre White, fue juzgado y condenado a muerte durante el proceso contra los participantes en la Conspiración de La Escalera. En ese mismo juicio, los bienes de otro músico negro, Claudio Brindis de Salas, profesor de danza y director del conjunto instrumental La Concha de Oro, fueron embargados. Se trataba del padre de Claudio José Brindis de Salas (1852-1911), de vida contrastante y llena de azares, llamado «El Paganini negro», ennoblecido con el título de barón por el káiser de Alemania Guillermo II y violinista de cámara del emperador. Pero de todos los juzgados, el caso más conocido es sin dudas el del director de orquesta y compositor habanero Tomás Bueltas Flores (1749-1844), encarcelado en 1843 y fallecido después, a causa de las torturas a que fue sometido por sospecharse su participación en la Conspiración. Como los tres anteriores, Bueltas era negro y en 1830 integraba la orquesta del Coliseo y había compuesto algunas contradanzas como La Valentina y El himeneo.

El establecimiento de grandes fábricas de azúcar y la importación masiva de esclavos se convirtieron en la principal fuente de riquezas de la región matancera. Esta prosperidad hizo de la ciudad un polo cultural al que llegaban músicos y poetas, algo que le valió el título de «Atenas de Cuba». En 1829 ya existe allí una Sociedad Filarmónica y más tarde, en 1847, otra que las autoridades coloniales cerraron poco después por acoger en su seno a muchos jóvenes con ideales independentistas. Es notorio que el día en que las autoridades matanceras organizaron un baile en honor de la reina Isabel II de España, los salones de aquella sociedad se quedaron vacíos.

Otro incidente evocado por historiadores y especialistas tuvo lugar en el teatro habanero de Villanueva, cuando algunos miembros del Cuerpo de Voluntarios, por un lado, e independentistas por el otro, se enfrentaron en la noche del 23 de enero de 1869, durante una puesta en que se tocaba la guaracha El negro bueno, escrita por el periodista y autor de piezas de teatro bufo Francisco Valdés Ramírez. Los voluntarios agredieron al público en favor de la independencia, y el enfrentamiento dejó un saldo de 14 muertos y 26 heridos de parte y otra. Si observamos el contenido de esta guaracha, entenderemos por qué despertaba tanto entusiasmo entre los independentistas y las razones por las que al escucharla comenzaron a dar gritos de «¡Viva Cuba!»:

Del Manglar a Monserrate

y de La Punta a Belén

 todos doblan el petate

 si toco yo a somatén.

 Donde se planta Candela

 no hay negra que se resista,

 y si algún rival la cela,

 al momento vende lista […]

Muy cantada en la manigua, esta guaracha puede ser considerada como la primera manifestación política del género musical. Al precisar que de un barrio habanero a otro (Manglar, Monserrate, La Punta y Belén) todos doblaban el petate, es decir, aumentaban la carga, el autor se refería a que los habitantes estaban dispuestos a transportar armas para la insurrección, algo que ya había sido la causa de que la Conspiración de Vueltabajo fuese descubierta. Los Voluntarios, muchos de ellos criollos, reconocían fácilmente la intención velada de estos versos.

Entre los primeros músicos en declararse abiertamente favorable a la independencia se encuentra Pedro Santacilia (Santiago de Cuba, 1824 – Ciudad México, 1910) y desterrado el 25 de enero de 1853, tras ser denunciado como autor de algunas cuartetas contra el régimen colonial, entonadas en la Sociedad Filarmónica de su ciudad. También en la región oriental, en Puerto Príncipe, se fundó en 1842 la Sociedad Filarmónica de la villa, núcleo de la actividad cultural integrada por las familias acomodadas y prácticamente desierta tras el comienzo de la Guerra de los Diez Años, hasta que en 1880 se fundó el Liceo de Puerto Príncipe. Como dato curioso vale añadir que fue secretario del presidente Benito Juárez y se casó con la primogénita de éste.

Más conocida en esa ciudad por sus actividades como insurrecta que por su talento musical, Amalia Simoni Argilagos, esposa de Ignacio Agramonte Loynaz, jefe mambí que llamaban «El Mayor», había cursado estudios de canto durante su infancia en Italia. Simoni tuvo que exiliarse en Nueva York en donde se enteró de la muerte en combate de su esposo, en el potrero de Jimaguayú, un 11 de mayo de 1873. Fue en la Gran Manzana, en donde comenzó a ofrecer recitales de canto para recaudar fondos para la guerra, junto a su hermana Matilde Simoni Argilagos, esposa de Eduardo Agramonte Piña, primo del «Mayor» y general del ejército insurrecto, fallecido también en combate, en San José del Chorrillón, en 1871. Un hermano de este último, Emilio Agramonte Piña (1853-1918), dirigió durante 15 años la Gounod Society, durante su exilio neoyorkino, en que fundó en 1893 una escuela de ópera y dirigió la Unión Vocal de New Brunswick. Este célebre director de orquesta, conferencista y examinador del Colegio de Música de Estados Unidos, donaba buena parte de su salario a los fondos para la guerra de independencia cubana.

Pero no se puede hablar de Puerto Príncipe, sin evocar al compositor y flautista Luis Casas Romero (1882-1950), creador de un tipo de canción de inspiración romántica, en ocasiones patriótica, llamada «criolla». Desde muy joven, Casas Romero interrumpió su formación musical para engrosar las filas el Ejército Libertador, bajo las órdenes del coronel Braulio Peña, durante la guerra de 1895. Aunque su primera criolla se titulaba Carmela, estrenada en 1910, su composición más célebre es sin lugar a dudas El mambí, de 1912, inspirada en versos del poeta Sergio Lavilla que cuentan el heroísmo de una mujer decidida de seguir a su amante en la lucha hasta morir a su lado en la manigua:

Allá en el año 95,

 y por las selvas de Mayarí,

 una mañana dejé el bohío

 y a la manigua salió el mambí.

 Una cubana que era mi encanto,

 y a quien la noche llorando vio,

 al otro día con su caballo

buscó mis huellas y me siguió.

Aquella niña de faz trigueña

y ojos más negros que la maldad,

unió sus fuerzas a mi fiereza

y dio su vida a la libertad.

Aunque esta criolla data del periodo republicano (1902-1952), recrea la epopeya de las mujeres cubanas en la manigua, ocupadas en atender a los heridos y en organizar la vida en los campamentos. Casas Romeros reflejó en su obra el ideal romántico de finales del XIX, del que el propio José Martí es el mejor ejemplo. Más allá de la instauración de la República, el autor de El mambí, al igual que muchos otros creadores cubanos, se mantiene fiel a los valores que inspiraron las gestas independentistas y a los recuerdos de las campañas militares contra el régimen colonial.

El 10 de octubre de 1922, al inaugurarse la radio cubana, la primera transmisión comienza con el Himno Nacional, interpretado por Casas Romeros, quien ya había integrado en 1917 la Banda del Estado Mayor Cubano, de la que se convertirá en su director a partir de 1933. Más de tres décadas después del fin de la guerra, Casas Romero lleva a los músicos de esta Banda a Tampa y Cayo Hueso. Era un gesto sumamente simbólico ya que interpretarían su repertorio ante un público integrado por exiliados cubanos de las guerras de independencia y sus descendientes, establecidos definitivamente en la Florida. Hay que recordar que, tres y hasta cuatro generaciones después, los descendientes de aquellos primeros exiliados de la segunda mitad del siglo XIX reivindican todavía sus orígenes cubanos. Por ello se les conoce como «tampeños», y algunos hablan aún el español y celebran con ardor las fechas patrióticas relacionadas con las gestas libertarias cubanas.

Patriota de excepcional envergadura, Enrique Loynaz del Castillo (1871-1963), nació y creció en Puerto Plata, República Dominicana, en el seno de una familia que se había exiliado tras el estallido de la Guerra de los Diez Años. Desde su más tierna edad recibió la influencia del ideal familiar y fue uno de los primeros en respaldar la lucha emprendida por José Martí, así como la Delegación del Partido Revolucionario Cubano. Cuando Loynaz regresó a Cuba, funda junto a Cisneros Betancourt, el semanario El guajiro (1893). Perseguido político por sus ideas y actividades en la isla, tuvo que salir rumbo Nueva York, en donde colabora nuevamente con José Martí. Viajero infatigable, lo encontramos después en Costa Rica, donde vivía exiliado Antonio Maceo, de quien se convirtió en su consejero y a quien salvó de un atentado, un gesto que le costó una nueva expulsión, esta vez hacia Estados Unidos. Impaciente por dar su apoyo a la independencia, Loynaz se mudó a Cayo Hueso con el objetivo de ingresar en una de las expediciones armadas hacia la isla. En la guerra de 1895, fue el edecán de Antonio Maceo, en Oriente, y luego estuvo en el Estado Mayor del general Serafín Sánchez, en Las Villas. Al volver a La Habana, el 24 de febrero de 1899, ya había obtenido el grado de general.

Al evocar la vida de su padre, la escritora cubana Dulce María Loynaz Muñoz, premio Cervantes de 1992, afirmó: «solo hablaba de los años de la guerra, y estos ocupaban todo su pensamiento». La veía como una época gloriosa, incluso cuando algunos acontecimientos no estuvieron a la altura de la gesta. En un país como Cuba, en que la historia ha sido reescrita en diferentes momentos por razones políticas, Dulce María vivió en ostracismo después de 1959, y la memoria del general Loynaz perduró más como compositor del Himno invasor que como héroe de sobrados méritos militares. Compuesto para enardecer los ánimos y acompañar las cargas mambisas contra los españoles, el himno compuesto por Loynaz se tocaba incluso durante los combates, como sucedió durante la batalla de Mal Tiempo, el 15 de octubre de 1895, en que la orquesta insurrecta dirigida por el músico holguinero Jesús Avilés Urbino, lo interpretó en pleno combate:

A Las Villas valientes cubanos

a Occidente nos manda el deber

de la Patria arrojad los tiranos,

a la carga, a morir o a vencer […]

Orientales heroicos al frente,

Camagüey, villareños, marchad

a galope triunfal a Occidente

por la Patria, por la libertad.

De la guerra la antorcha sublime

 cubra el cielo de intenso fulgor,

porque Cuba se acaba o redime,

incendiada de un mar a otro mar.

A la carga escuadrones volemos

que al degüello el clarín ordenó,

los machetes furiosos alcemos,

muera el vil que a la Patria ultrajó.

Independientemente del optimismo en el triunfo, se puede observar que la mayoría de los himnos de combate no disimulaban la ira contra las autoridades. También es notorio la intención de hundir al país en el caos, si fuese necesario, con tal de lograr el objetivo final de la independencia. Ya cité anteriormente el incendio voluntario de Bayamo y también el grito numantino de «Patria o muerte», anunciado como divisa de guerra de la logia fundada por Carlos Manuel de Céspedes y tan cuestionado en el momento en que escribo la versión en español de este libro, por jóvenes músicos cubanos de hoy en día, al lanzar el de «Patria y vida», en oposición a la idea de sacrificar al pueblo cubano en aras de un ideal que no tiene ya razón de ser en las condiciones actuales.

Pero en el siglo XIX hubo al menos, en casi todas las grandes ciudades cubanas, un músico comprometido con la causa de la emancipación. En Pinar del Río, el pianista Pedro Rubio Cañal basó sus conocimientos musicales en las enseñanzas de su profesor de solfeo y piano José Gorgoza. Deportado a Chafarinas, posesión española frente a las costas de Marruecos, durante la guerra de 1895, regresó a Cuba al final del conflicto para consagrarse completamente a la educación musical. En Santa Clara, perdura aún el recuerdo del violinista Néstor Palma, quien estudió en París y regresó para implicarse en la guerra. Y en Cienfuegos, la llamada «Perla del Sur», villa fundada por los franceses de la Luisiana en 1819, se destacó la labor del compositor Guillermo Tomás Bouffartigue (1868-1933), exiliado desde 1890 en Estados Unidos y autor de Canto de guerra y de Rapsodia militar cubana, dos piezas inspiradas en los seis poemas Cantos a la patria, de Francisco Sellén. Junto a Bouffartigue, su esposa Ana Aguado (1866-1921), también cienfueguera, soprano conocida como «La Calandria cubana», recibió los elogios de José Martí cuando se presentó en el Club neoyorkino de los independentistas y donó la totalidad de las entradas a los fondos patrióticos.

Mencionemos también al violinista Ramón Figueroa Morales (1862-1928) y al compositor santiaguero y autor de 12 estudios para piano, Rodolfo Hernández Soleilac (1856-1937), exiliados ambos en Santo Domingo, en donde integraron desde su fundación la delegación del PRC. Así como, al flautista Ernesto Bavastro Cassard (1838-1887), presidente de la delegación cubana de Kingston, en Jamaica.


Al evocar a los músicos de este periodo comprometidos con la independencia hay que recordar al compositor habanero Ignacio Cervantes Kawanagh (1847-1905) quien, con diez años de edad, escribió Soledad, su primera danza. Estudió luego en el Conservatorio Imperial de París donde obtuvo un premio de piano en 1866 y otro de Armonía dos años después. Allí, Rossini lo recibió en su círculo de amigos íntimos y Franz Liszt admiró su maestría al piano. En 1875, el capitán general de la Isla sospecha que Cervantes mantiene vínculos con los insurrectos, a quienes ofrece parte de sus ingresos, y le pide que abandone el país. Obligado a exiliarse en Estados Unidos, Cervantes compone en esos años el Himno a Cuba, y al alejarse de las costas que lo vieron nacer, escribió su Adiós a Cuba, una de las danzas más hermosas de nuestro repertorio. Una vez firmado el pacto de Zanjón, pide que se le autorice regresar para acompañar a su padre, gravemente enfermo, durante sus últimos días. Cuando estalla el conflicto 15 años después, tiene que refugiarse en México, en donde lo acogió el presidente Porfirio Díaz. Su prestigio ya se había acrecentado con 21 danzas escritas entre 1875 y 1895, de las cuales el musicólogo Cecilio Téllez, en un folleto publicado en el álbum Cuba piano del pianista Luiz de Moura Castro, nos dice que Cervantes «consideraba estas danzas como simples pasatiempos sin la más mínima pretensión de posteridad». El éxito desmiente las modestas palabras del compositor, ya que con el tiempo estas miniaturas que reflejan pertinentemente el espíritu cubano ganaron aún más popularidad en todo el mundo hispanoamericano. Las composiciones de Cervantes, tanto por su refinamiento como por su sensibilidad y elegancia, han inspirado desde entonces al auditorio y a los intérpretes de todos los tiempos. Tal vez por ello se le considera como el músico cubano más importante del siglo XIX.

Otro personaje imprescindible de ese fin de siglo fue el napolitano Orestes Ferrara (1876-1972), cubano de adopción desde que decidió ingresar en el ejército libertador tras frecuentar a los exiliados de París, Nueva York y Tampa. En esta última ciudad, antes de poder incorporarse a una de las expediciones rumbo a la isla, residió en la casa de la familia Sánchez. «Todos los patriotas desfilaban por esa casa» –nos dice–, «Fredesvinda y María Luisa, las hijas mayores de la pareja, eran el alma de las fiestas patrióticas: la primera, muy capaz en el arte de organizarlas; la segunda, conocida por sus dotes artísticos, pues cantaba e interpretaba el piano admirablemente». Con el fin del conflicto, Ferrara se convirtió en un hombre político de brillante carrera durante las primeras décadas de la República. Exiliado en Roma después de 1959, ciudad en la que falleció, nos dejó unas brillantes Memorias (publicadas por la editorial Playor, en Madrid, en 1975) que ofrecen un panorama bastante completo de aquellos años de exilio y de los conflictos contra España.

Una de las primeras expediciones navales durante la Guerra de los Diez Años, y la más importante también, fue la del Perrit, que el 11 de mayo de 1869, desembarcó en la bahía de Banes, provincia de Oriente, con unos 200 expedicionarios, encabezados por Francisco Javier Cisneros. A bordo, se encontraba el compositor José Lino Fernández Coca, autor de las contradanzas Ecos del alma y Las tres Gracias, quien se convirtió en teniente coronel del ejército mambí, antes de dedicarse por entero a la música.

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