Wednesday, September 11, 2024

Viaje a la semilla patriarcal: sobre el libro “Totalitarismo en Cuba: Castrismo cultural y el último hombre" de Ángel Velázquez Callejas*


Por Ariel Pérez Lazo

La pregunta de cuando terminó la Revolución Cubana ha definido varias de las discusiones en torno a ella. En algunos la pregunta gira en torno a las promesas revolucionarias y el cumplimiento de estas como puede verse en Carlos Franqui quien veía ya a finales de los 60 el fin de la Revolución Cubana por ser el momento en que se desiste de industrializar Cuba y mantener la llamada monoproducción azucarera, una de las razones aducidas para llevarla a cabo y de la que el propio Franqui participara. Las promesas resultaron siendo incumplidas en el espacio que va de 1960 a 1968, primero la de que habría elecciones dentro de la constitución de 1940 y por último de que la revolución seria antimperialista, al apoyar la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Por otra parte, Rafael Rojas, en Breve historia de la Revolución Cubana ubica el fin de la Revolución Cubana en 1976 con la constitución socialista. Se entiende así la Revolución como momento de transformaciones cuyo fin estaría en una serie de instituciones, la Asamblea Nacional, por ejemplo.

A este último análisis habría que objetar el hecho de que el régimen imperante en Cuba desde 1959 se ha caracterizado por la debilidad de las instituciones que ha creado, sobre todo a partir de 1976, de ahí la persistencia del término castrismo para referirse al mismo por el carácter personalista y no tanto por la presencia de una estructura totalitaria del régimen. La dimensión del culto a la personalidad, por utilizar un término acuñado por los propios comunistas soviéticos, de la figura de Fidel Castro provocó en los años sesenta tensiones incluso con la URSS, de ahí que, aunque ha triunfado en la prensa el termino comunista para referirse a la Revolución Cubana, la omnipresencia del líder lleva a cuestionar la relevancia de la ideología marxista-leninista o más bien estalinista en el mismo. Esto además se reafirma si se añade que como el historiador cubano Leonel De la Cuesta señalara, la constitución cubana de 1976 es más estatista que la búlgara de 1948 la cual reconocía la propiedad privada, algo que vino a ser aceptado en Cuba en 2019.

Aquí aparecen preguntas como: ¿se ha pasado en los últimos diez años a una dirección colegiada como en la URSS posterior a la muerte de Stalin -habría que recordar la célebre condena de Nikita Jrushov al estalinismo-o más bien, como dicen los herederos políticos de Fidel Castro se mantiene una continuidad con el previo liderazgo carismático? Ángel Velázquez entra de lleno en esta discusión politológica desde una perspectiva filosófica pero también de historiador, gremio al que pertenece.

Hay una sección de este libro, ensayo dentro de un ensayo titulado ¿Que es la Revolución Cubana? que impresiona por su originalidad. Velázquez va directo al grano: la Revolución Cubana es un mito. Parece un lugar común, pero acude a la teoría memética de Richard Dawkings para explicar la persistencia del mito. No se trata de entender la existencia de la Revolución ligada al entusiasmo colectivo, que como para Ortega y Gasset solo logra la perduración de un proceso revolucionario por el espacio de una generación, unos 15 a 20 años, de ahí que pudiera declararse objetivamente acabada la Revolución Cubana con el éxodo del Mariel, sino que su perduración en el imaginario colectivo pertenece a un fenómeno que es entendido por Velázquez desde una perspectiva filosófica vitalista. Es el mismo fenómeno que aplicando la teoría de Dawkings a la sociología permite la perduración de una sociedad. Desde un punto de vista sociológico se puede cuestionar este vitalismo que recuerda al intentado por el filósofo francés Henri Bergson, uno de los últimos grandes metafísicos de la filosofía contemporánea, en Las dos fuentes de la moral y la religión.

Sin embargo, si asumimos la teoría de Velázquez de que la perduración de la Revolución es la de un mito: ¿Qué necesidad tiene la sociedad cubana de este para garantizar su supervivencia?, mito al que nos indica se contribuye desde el exilio. Ya Ortega recordaba en su ensayo Mirabeu o el político explicando el origen y devenir de la Revolución Francesa que cada revolución produce su contrarrevolución, la obra del político es superar esta antítesis. ¿Por qué la sociedad cubana necesita del meme de la Revolución? Velázquez más bien nos orienta políticamente a pensar que se debe entender la Revolución no solo como un mito persistente-pues ya hemos señalado que desde el punto de vista científico o filosófico no hay revolución desde a menos, hace casi medio siglo, sino que la persistencia de este meme obligaría a no atacar la idea de Revolución sino quizás a resucitar la idea de revolución inconclusa que puede verse en el historiador Isaac Deutscher, esta vez aceptada no desde un punto de vista marxista sino desde un vitalismo posmoderno como el que propone Velázquez. De aquí que Velázquez se sitúe equidistante del típico análisis dentro de las categorías derecha-izquierda, exilio-dictadura. Si la Revolución es simplemente un meme o una idea-meme: ¿Que otro meme pudiera permitir salir de esta?

Para superar el meme que constituye la Revolución sería necesaria una transmutación de valores, quizás una conversión religiosa de la sociedad cubana, que para Velázquez sería la adopción de otro meme. ¿Podría ser esto posible en una nación constituida desde el siglo XIX en el laicismo? Son preguntas que surgen inevitablemente de la lectura de estos ensayos. Si Alberto Lamar Schweyer en Biología de la democracia supone una correlación arbitraria entre la herencia de los caracteres atávicos para la mezcla del blanco, el indio y el español en Cuba y la aparición del tribalismo en la sociedad cubana, Velázquez continua esta línea biológica del pensamiento cubano esta vez por una vía que evade la cuestionable correlación entre caracteres somáticos y psíquicos-no existe la herencia del tribalismo por la mezcla racial que asumiera Lamar para fundamentar la inconveniencia de la democracia liberal para Cuba- sino que acude a la aplicación de un hecho biológico en lo social que está en la misma línea de recientes teorías como la autopoiesis social.

Sin embargo, donde mejor se revela su análisis y muestra la versatilidad de las fuentes teóricas que utiliza para su análisis es cuando generaliza los resultados de su investigación sobre el paso de la sociedad tradicional al capitalismo en la región oriental cubana. A este tema he dedicado un ensayo publicado por la revista Eka magazine fundada por Velázquez. Nuestro autor encuentra que en el Oriente cubano durante el siglo XIX existe una esclavitud patriarcal diferente a la experimentada en el resto del país, sobre todo en el área occidental. Así explica:

Mientras que en Matanzas, en la región de Colón, prevalecía una esclavitud acorde con el modelo de los ingenios de azúcar, con el barracón como institución que establecía la separación entre el amo y el esclavo, en lugares como Bayamo, Holguín, Las Tunas y Manzanillo los hacendados mantenían un régimen de explotación patriarcal. Los esclavos participaban en las relaciones con sus amos. Si la primera tendencia, la esclavitud generalizada, se convirtió en la base de la formación del capitalismo en Cuba, la segunda, la esclavitud patriarcal, dio forma al socialismo cubano. La primera se convirtió en una ideología económica: la expansión del mercado interno; la segunda, en una ideología política, conocida como “ideología mambisa.


Lo ocurrido en Cuba desde 1959 no es sino la extensión de aquel patriarcalismo a nivel nacional. Es curioso que Manuel Cuesta Morúa en su ensayo El castrismo cultural lo viera en la subcultura del poblado de Birán, lugar donde naciera Castro. En uno de aquellos enclaves del Oriente donde citando el Manifiesto del ABC de 1932 se erigían verdaderos feudos, había que buscar la naturaleza del castrismo.

¡Que disruptivas estas afirmaciones! Estamos acostumbrados a ver la Revolución Cubana como parte del socialismo, sistema definido por Hayek como “la fatal arrogancia” de querer planificar necesidades y salarios. Sin embargo, ¿En qué racionalidad entran la Ofensiva Revolucionaria de 1968, la Zafra de los Diez Millones de 1970, o la más reciente Revolución Energética; causa eficiente del casi colapso de la generación de electricidad en Cuba? ¿Es la misma racionalidad que Ortega y Gasset viera en El tema de nuestro tiempo para la Revolución Francesa? La presencia del voluntarismo ha sido una constante, tesis que Velázquez defiende a partir del concepto de heroísmo. Si bien ha habido periodos como el que va de 1971 a 1989 en que la racionalidad propia del socialismo real se impone, mientras se vuelve a asumir cierta racionalidad capitalista de 1995 a 2004, se vuelve a abandonar en el periodo que va de ese último año hasta el presente. La imposibilidad que constituye para el castrismo abandonar el voluntarismo en economía y política nos lleva necesariamente al problema de lo erróneo que es equipararlo con los sistemas asiáticos poscomunistas donde más bien existe lo que usando un término reciente es un “capitalismo de vigilancia”-término que actualiza un reciente libro de Pablo Muñoz Iturrieta-donde un desarrollado sector de grandes empresas que todavía llamamos privadas pese a su cada día mayor carácter anónimo, vive en simbiosis con los aparatos totalitarios de control.

Por otra parte, el culto al héroe definiría la tradición política de la que se nutre el castrismo. No es simplemente el nacionalismo como a menudo se expresa, identificando Nación y Revolución como se hace en los conatos de ideología desde el oficialismo y también en ciertas figuras del exilio, más propias de lo que Vargas Llosa llama la civilización del espectáculo, sino de algo más concreto cuya genealogía encuentra en Martí. Sin embargo, Velázquez aclara la concreción social de ese heroísmo se presenta en Martí como ética mientras en la Revolución Cubana con la necesidad del líder.

Otro punto interesante aparece en el capítulo-aunque estos casi pueden leerse como ensayos independientes- titulado "Utopía y Revolución" donde el autor incursiona en el análisis de la idea de utopía del filósofo de la Escuela de Frankfurt Ernst Bloch. Donde el materialismo histórico de Marx veía con inevitable determinismo la llegada de la revolución que daría paso al comunismo, Bloch busca las utopías que se opusieron a diversos sistemas, desde el cristianismo, el reformador Tomas Munzer y hasta las utopías más modernas. Este ensayo dentro del ensayo permite al lector hacer el puente entre la teoría del historiador que es Velázquez sobre las características de la hacienda patriarcal cubana con el punto de vista universal de un filósofo. Del análisis de Velázquez se desprende el carácter utópico y no científico de las revoluciones.

Y es en este último aspecto en el que quisiera detenerme por algo señalado por Velázquez quizás no de la mejor forma. Comentando una cita de Ernesto Guevara acerca del “pecado original” de los intelectuales nacidos antes de la revolución como lo fueron Lezama o Mañach. Velázquez invierte la sentencia guevarista y plantea que más bien el intelectual cubano antes de 1959 ha sido demasiado revolucionario. Esto parecería seguir la interpretación ya antes hecha por Carlos Alberto Montaner en sus ensayos sobre Cuba cuando señalaba que después de 1933 todos los partidos políticos en Cuba eran revolucionarios, señalándose así la falta de tradición liberal que quedo de alguna forma interrumpida desde la primera década republicana, aquella época donde la política conservadora era “ante la injerencia extraña, la virtud doméstica”.

Velázquez señala algo que sin embargo no puede reducirse a la simplificación de que había intelectuales comunistas como Marinello. El escritor Armando de Armas ha señalado lo poco revolucionaria que es una novela como El siglo de las luces. Se trata más bien de esa tendencia a la utopía del intelectual cubano de la Republica. Esta tendencia a la utopía se ha identificado casi siempre con la idea de Engels del “socialismo utópico”. Sin embargo, si tomamos el dato aportado por Ángel Velázquez sobre la esclavitud patriarcal. ¿Acaso no puede verse en importantes escritores de la República una melancolía por esta comunidad patriarcal de la que puede incluso verse un eco en los ideólogos oficiales de hoy, diez años después de que Velázquez Callejas publicase su libro? Esta melancolía estuvo presente en escritores como Lydia Cabrera y Cintio Vitier y he escrito un libro aun por publicar para demostrarlo.

Utilizando la metáfora de Nietzsche de los estadios del camello, el león y el niño, el autor encierra bajo la primera categoría tanto a los historiadores y antropólogos de la primera generación republicana como Ramiro Guerra y Fernando Ortiz como a la hornada de historiadores y ensayistas venidos después de la revolución. El rugido del león se puede ver nos dice en ensayistas como Mañach y Lezama, autores que intentaron romper con una historia acumulativa y positivista. Frente a estos dos últimos ejemplos el intelectual cubano se ha convertido más bien en archivista, nos dice el autor mientras que, siguiendo una lógica nietzscheana, lo que se trata es de salir de la antítesis del camello y el león y llegar a la inocencia del niño. Estos ensayos que conforman Totalitarismo en Cuba: castrismo cultural y el último hombre son el intento de sobrepasar esta antítesis y llegar a este último estadio.



* Ponencia presentada en Miami, el 3 de agosto, en la séptima Convención de la Cubanidad.

Los judíos en Cuba, 1492-1902*

 Por Jesús Jambrina, Viterbo University, jejambrina@viterbo.edu



 

A modo de introducción

“(…) la historia de los judíos cubanos, (…) esa historia ignorada, disimulada, en parte clandestina, que aún está por escribirse”
Fernando Ortiz

El objetivo de esta cronología es situar en un cuadro histórico general la presencia hebrea[1] (documentada)[2] en la isla de Cuba desde la inserción de los españoles y los portugueses hasta la proclamación de la República en 1902. Se trata de 410 años que transformaron el espacio, el idioma, el componente humano y las tradiciones religiosas y culturales de la isla, dando lugar a una identidad completamente nueva –la cubana– a través de un proceso que Fernando Ortiz, y con él las ciencias sociales modernas, llamó de transculturación (Contrapunteo 92-97).

Aunque la presencia judía en este período ha sido referida en múltiples ocasiones por los historiadores,[3] pocos estudios se han dedicado a revelar el componente hebreo en el ajiaco cubano en estas cuatro centurias.[4] Si aceptamos, en la tradición de Cecil Roth, Yitzhak Baer, Seymour Liebman, Anita Novinsky, y Moderchai Ardell, entre otros, que los judíos y conversos españoles y portugueses usaron las Américas como vía de escape de la Inquisición, entonces debemos afirmar que aquellos de este grupo que llegaron, pasaron o se establecieron en Cuba, sobre todo en la primera mitad del siglo XVI, algunos incluso, como se verá, procesados por la inquisición, estuvieron entre los primeros judíos en el hemisferio occidental.[5]

Una de las primeras referencias documentales a criptojudíos en el nuevo mundo se encuentra en Cuba en una Real Cédula del año 1518 en la que se menciona a un “Yudio español que andaba en hábito cristiano” (García del Pino y Melis Cappa 3). Esta mención enuncia lo que serían las identidades, muchas veces superpuestas, de judeoconverso, criptojudío, marrano, nuevo cristiano, hereje, apostata y judaizante que también encontraremos en las Américas a partir de esos años y que igualmente consideramos dentro de la definición de judío en este libro.

Antecedentes

La presencia hebrea en la península ibérica se pierde en la niebla de la antigüedad, desde la época de los fenicios hasta la llegada de los romanos alrededor del año 161 a.e.c, que es cuando el consenso historiográfico y arqueológico moderno ha datado el arribo masivo de judíos a lo que hoy son España y Portugal. En el Concilio de Elvira, cerca de la actual Granada, en el siglo IV los obispos ya establecieron medidas –no acatadas por todos– de separación entre judíos y cristianos, haciéndose evidente que la población hebrea era lo suficiente numerosa como para representar un obstáculo a la cristianización de los territorios[6].

Como mínimo, cuando Fernando de Aragón e Isabel de Castilla decretaron la expulsión de 1492[7], los judíos habían vivido en los reinos de León, Galicia, Castilla (la vieja y la nueva), Aragón, Navarra y Granada por más de 1500 años.[8] Lo hicieron bajo los romanos, los visigodos y los árabes, conviviendo con todos y floreciendo como religión y cultura, dando, incluso, el nombre de Sefarad a la península ibérica[9]

Es obvio, por otra parte, que estuviesen entre los primeros que se aventuraran en busca de nuevas tierras al zarpar la primera expedición colombina. Pero ¿qué era ser judío en la España post 1492 y especialmente en el Nuevo Mundo? Cuando Colón, según Bartolomé de las Casas, menciona al trujamán (traductor e intérprete) Luis de Torres en su Diario al describir el desembarco en Cuba, dice que este “habia sido judío, y sabia hebraico y caldeo, y aún diz que, arábigo” [sic], es decir, la filiación religiosa sería pasada.

Sin embargo, en el mismo Diario, también se habla de un Juan Arias, “portugués”, eufemismo de la época para decir “judío”, pues el reino de Portugal no decretó la expulsión hasta diciembre de 1496, ejecutándola en abril de 1497 y, por lo tanto, sus súbditos pudieron practicar el judaísmo hasta esa fecha. En 1493, los primeros “azucareros” en el Caribe, Pedro de Atienza, Miquel Ballesteros (catalán), Aguiló (Mallorquí) y Gonzalo de Vellosa “fueron –según Fernando Ortiz– judíos por su linaje”, significando en ellos más que religión, etnicidad y cultura, en este caso comercial y de oficios.

Luego, el ser judío a partir del siglo XV, en principio, y sin importar el catolicismo público de la persona, estaría atravesado por un linaje étnico religioso ancestral, más o menos cercano en el tiempo que incluía haber tenido algún pariente procesado (o no) por la Inquisición o quemado en la hoguera, realizar algunas prácticas como “quitar la crisma” a los niños al llegar a casa de la iglesia, las mujeres practicar la cuarentena después de dar a luz, usar ropas limpias los viernes en la tarde (comienzo del Shabbat) al igual que encender velas, descansar los sábados, importar y leer libros “prohibidos”, ya fuera religiosos o en la lista de la inquisición, “blasfemar” de los santos y las vírgenes, y practicar ciertos oficios como el de intérprete, mercader, pero también notario, escribano, medico, astrólogo, maestro, zapatero, platero o joyero, entre muchos otros[10].

Este concepto del ser judío se mantendrá en las tierras americanas hasta bien entrado el siglo XIX, convirtiéndose entre algunos grupos poblacionales en memoria histórica y huella familiar[11].

Fuentes

Esta cronología usa como fuentes archivos y bibliografías relacionadas con la presencia hebrea en la isla, anotando ­–y comentado cuando se considere necesario– cuanta información sea útil para profundizar en las relaciones de este colectivo en el surgimiento, existencia y evolución de la nación cubana, sobre todo, en el período de referencia.

Asimismo, se incluirán fragmentos literarios, crónicas, genealogía, datos y nombres relacionados con la presencia judía a nivel regional e internacional, en tanto una de las características de esta comunidad en la época que nos ocupa, serán sus redes económicas, políticas, religiosas y culturales con lo que se conoció como “La Nación” o La Nação (en portugués), como se llamaban a sí mismo los practicantes abiertos o secretos de la Ley de Moisés.

La Nação abarcaba todo el espectro de la diáspora hispanoportuguesa en el Nuevo Mundo, cuyo clímax se alcanza en los siglos XVII y XVIII en el Caribe holandés, británico y francés,[12] en el que jugaron un papel importante los contactos abiertos y/o clandestinos, con las colonias españolas del área. Esta compilación busca poner en perspectiva la presencia judía en la isla después de las expulsiones de la península ibérica: 1483 (Andalucía), 1492 (León, Castilla y Aragón), 1496 (Portugal) y 1498 (Navarra), ubicándola en el contexto mayor de su movilidad, desarrollo y en última instancia, supervivencia.


Notas

[1] La expulsión de los judíos de Andalucía en 1483, del reino de León, Castilla y Aragón en 1492, de Portugal en 1496 y del reino de Navarra en 1498, creó dos poblaciones religiosas distintas, pero con un mismo origen hebreo: los judíos que salieron de los reinos mencionados dieron lugar a la comunidad sefardí mientras que los que se quedaron, convertidos al catolicismo, llamados judeoconversos, se dividieron entre conversos sinceros, los cuales encontraron apoyo en algunos sectores de la iglesia, y los criptojudíos, quienes públicamente eran cristianos, pero en privado seguían las costumbres judías. A estos últimos la Inquisición los calificó de herejes y/o judaizantes, persiguiéndolos y procesándolos allí donde los capturasen. En Portugal se le llamó marranos. Los Estatutos de Limpieza de Sangre, instaurados en Toledo a mediados del siglo XV, impedía a los judeoconversos emigrar a las Indias, pero su aplicación fue relajada en varias ocasiones y, en otras, los mismos conversos buscaron formas de darles la vuelta para poder subirse a los barcos. Para un resumen de la presencia judía en los reinos hispanos inmediatamente anterior a 1492, ver Levi Marrero, Cuba: economía y sociedad, tomo I, pp. 78-83.


[2] Cabe la posibilidad, sobre todo en los primeros siglos de la llegada de los europeos al Caribe, de que gente de diferentes orígenes nacionales, étnicos y religiosos, así como de oficios más o menos lícitos, se establecieran en las villas en busca de empresa y refugio, escapando tanto de la ley civil como de la inquisición. También la condición de archipiélago, con la complejidad geográfica que ello conlleva, jugó un papel importante en la llegada y asentamiento de individuos y grupos fuera de los registros oficiales.


[3] Como veremos en la cronología, el propio Bartolomé de las Casas, el primer cronista de la historia cubana, descendiente de judeoconversos sevillanos, ya menciona la presencia judía en la isla en las primeras décadas de la colonización. Luego, tendremos que esperar al siglo XX para que los historiadores modernos comiencen a mencionarla dentro del devenir socio cultural de Cuba, en particular Fernando Ortiz, César García Pino, Maritza Corrales, Avelino Víctor Coucerio Rodríguez, Reinaldo Sánchez Porro, Adriana Hernández Gómez de Molina, Caridad Fernández Valderrama, Alicia Calzada, incluyendo historiadores e investigadores judío cubanos como Dionisio Castiel, Eugenia Farín Levy, Jaime Sarusky, Ruth Behar, Moisés Asís y Jaime Eisntein. Para un análisis de los estudios dedicados a los judíos en Cuba, ver Corrales, “Los estudios judaicos en Cuba”.


[4] El ajiaco tiene origen en la adafina, el plato que los judíos españoles cocinaban para el Shabbat.


[5] Entre las investigaciones más recientes hay que mencionar las genéticas relativas a distintas poblaciones alrededor del mundo, incluidas las judías, estudios a través de los cuales se ha logrado trazar las migraciones de judeoconversos hacia el Nuevo Mundo, así como su mezcla tanto con las poblaciones nativas como con las de africanos traídos como esclavos entre los siglos XVI y XIX, dependiendo de la región (Chacón-Duque, JC., Adhikari, K., Fuentes-Guajardo, M. 2018).


[6] Por los concilios en la época visigoda, especialmente a partir del año 589, con la conversión al catolicismo de Recadero y el 616, con la primera expulsión de judíos decretada en Iberia, hecha por Sisebuto, sabemos que la presencia hebrea en la actual España fue antigua y numerosa. Será mencionada tanto en fuentes judías como cristianas y árabes, siempre como una minoría socio cultural y religiosa activa a lo largo de la historia medieval.


[7] Las cifras de los judíos salidos de los reinos españoles en 1492 pueden variar dependiendo de muchos factores, pero se estiman en alrededor de 100 mil personas, la mayoría salida en principio a Portugal, pero también al norte de África e Italia y de ahí hacia prácticamente toda la cuenca mediterránea. Uno de los resúmenes más documentados de dichas cifras lo da Julio Caro Baroja en el tomo I de su clásico Los judíos en la España moderna y contemporánea, pp. 198-206. Más recientemente, basado en documentos de cuentas e impuestos del reino portugués en la época de la expulsión, Edgar Samuel ha considerado que, sólo en Portugal, había entre 30 -35 mil judíos, de los cuales el 80-90 porciento eran inmigrantes de los reinos hispanos (43)


[8] Debe apuntarse que no lo hicieron en igual números en todos los sitios ni en todas las épocas, pero a partir del siglo XII ya se encuentran referencias en la mayoría de estos reinos, encontrándose hasta ese siglo los mayores números en el sur, de donde emigrarán al norte, donde se hallaba el grueso de la población judía en 1492.


[9] El término aparece en la Biblia Hebrea o Tanaj, en Addías, 1:20, y fue adoptado por los hispanos judíos a partir del siglo X. Uno de los primeros en llamarse sefardí, es decir, judío de origen ibérico, fue, precisamente, Moses ben Maimón, llamado RaMBaN, conocido como Maimónides (Córdoba, 30 de Marzo, 1135 – El Cario, 13 de Diciembre, 1204), médico, teólogo, y filósofo que se refugió en Egipto, huyendo de las invasiones almohades en el siglo XII.


[10] Debemos recordar que la población cristiana en la época medieval española, sobre todo en la Castilla la vieja, y los Reinos de León, Aragón y Navarra tenía tres grandes oficios, la guerra, a través de la cual podía alcanzar un estatus social al que no llegaban por linaje monárquico o noble, el trabajo en el campo, casi siempre en tierras de Señorío, es decir al servicio de un noble, y la carrera eclesiástica, especialmente a través de las órdenes religiosas. Como en todo hubo excepciones, pero esas eran las tres grandes áreas en las que esta población podía acceder a una vida mejor; los judíos, en cambio, por religión y cultura, aprendían a leer la Biblia Hebrea (el Antiguo Testamento para los cristianos) desde pequeños, en casa y con los rabinos en las Escuela Talmud Torah, incorporando los beneficios que la alfabetización traía en una época donde la instrucción pública era escasa, cuando no inexistente para la mayoría de la población; y por otro, al ser minoría religiosa y no poder entrar en los ejércitos o la iglesia ni tener grandes extensiones de tierras como los nobles o los monarcas, debían aprender oficios, mayormente relacionados con la vida urbana, aunque tampoco siempre fue así. Por ejemplo, el clásico oficio de mercader y/o comerciante, recaudador de impuestos para los nobles o la monarquía, pero también otros más “mundanos” como el de herrero, zapatero, carpintero, curtidor de pieles, otros que requerían conocimientos como el físico o médico, farmacéuticos, contadores, escribanos, oficios todos que luego estarán asociados con los judeoconversos. Cada época de los 1500 años que estuvieron los judíos en España tiene sus propias características en términos de oficios y labores, pero algo permanecía: la sola capacidad de leer y escribir abría a los judíos un espectro de opciones muchas más amplias que a cualquier otro estamento social, incluso, aunque este fuese el dominante, ya sea en el sur, entre los siglos VIII y XII, bajo los musulmanes, o en el norte bajo los cristianos, a partir del siglo XI hasta el XV; en ambos lados de la frontera de la reconquista y de acuerdo a los parámetros de la época, los judíos estuvieron obligados a adaptarse, sobrevivir y desarrollarse como comunidad étnico religiosa, un aprendizaje histórico cultural que traerían al Nuevo Mundo.


[11] Los casos más conocidos son los de Colombia, sitios como Riohacha, Cartagena de Indias y Medellín, en Venezuela, Coro y sus alrededores, el noreste de México y suroeste de Estados Unidos, lo que se llamó el Nuevo Reino de León, en México sitios como Yucatán, Michoacán, entre otros; en Ecuador, Loja, en el noreste de Brasil, las regiones de Rio Grande do Norte, Paraíba, Pernambuco, entre otros lugares.


[12] Está por estudiarse, a lo cual espero este libro contribuya mínimamente, la presencia y el impacto de este movimiento en las colonias españolas del Caribe: La Española (hoy Haití y República Dominicana), Puerto Rico y Cuba. En el caso de Jamaica, que fue española hasta 1655, se ha estudiado la presencia de los conversos y criptojudíos a partir de 1494, cuando la isla pasó a ser feudo de la familia Colón, y donde la Inquisición no tuvo una presencia relevante.


*Introducción al libro del mismo título disponible en Amazon tanto en versión impresa como en Kindle.

Tuesday, September 10, 2024

“Mañach es un pillastre”: polémica entre Jorge Mañach y Alberto Lamar Schweyer

Por Ángel Velázquez Callejas

“Este es al menos mi concepto fundamental de la vida. La siento trascendental y doliente cuando escribo, mientras veo en ella una bufonada risible, cuando hablo”
"El aspecto bifronte de la vida (una aclaración a mis críticos)", Revista Chic, 1924/ Alberto Lamar Schweyer


En 1932, a la temprana edad de 30 años, Lamar Schweyer lanzó al mundo su controvertida novela La roca de Patmos y, como era de esperarse, no pasó desapercibida. La obra desató una tormenta de opiniones enfrentadas entre sus fervientes admiradores y aquellos que no perdieron oportunidad para criticarla. En este espacio, compartimos algunos fragmentos del vibrante intercambio que mantuvo Schweyer, autor de Biología de la democracia, con el célebre ensayista Jorge Mañach, autor de Indagación del choteo, en el reconocido rotativo El País, en el invierno de 1932.

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Jorge Mañach
7 de diciembre, 1932, El País, Mañach escribe la reseña La roca de Patmos:

Parecía inevitable que Alberto Lamar Schweyer nos diera algún día una novela. Toda su obra literaria llevaba ese rumbo. Se inició con ensayos de crítica y continuó con ensayos de sociología. Pero su crítica era más descriptiva que discernidora, y su sociología abundaba más en las intenciones del novelista (y en sus imaginaciones) que en los análisis cabales y rigurosos del crítico social. El desborde de malicia imaginativa y verbal que todos le conocemos, la vocación periodística a la que ha acabado de integrarse y hasta las tentaciones diplomáticas que le han rondado, eran también señales inequívocas de un gusto novelesco en él, de una codicia por las concreciones vitales, más que por las abstracciones intelectuales. Tras el reportero, un poco apresurado y embrollado con teorías, se veía venir a este reportero de vida. Y al fin apareció aquello.

Aquello se llama, ya con dejo sensacionalista, La roca de Patmos. Lo mismo se hubiera podido llamar, un poco más ingenuamente, La roca de Espasmos. Porque, en efecto, esta novela de 200 páginas es una pequeña orgía de sociedad, de sociedad en el sentido más minúsculo y croniquil, pero a través de la cual se pretende ver también el estremecimiento final, la agonía de liquidación de la sociedad más grande que es Cuba entera, y de algo aún mayor: el régimen burgués. Examinemos un poco estos emplazamientos y los espasmos diversos que se nos invita a presenciar.

Esta acción —si es que se puede llamar acción— tan simple, está tímidamente centrada en un solo episodio: un escándalo social. Y está acompañada por un coro de personajes menores a Marcelo, lo que ya nos da una idea de la medida. Gente bien, que se emborracha, toma morfina, le arranca el pellejo al prójimo, mantiene un código externo de convencionalismos y se entrega secretamente a sus transgresiones. ¡Ah!, además hay un profesor elegante, Maret, que suelta frases superficiales, aunque no carentes de ocasional agudeza. Y, por supuesto, también participan en esta juerga novelesca muchas jóvenes cuyas bocas son, invariablemente, "como frutas en sazón" y cuyos senos [están] siempre palpitantes.

Lamar no podrá decir que no le estoy siguiendo el juego al experto en denuncias. Artificialmente, se ha formulado una acusación de inmoralidad contra la novela. Esa inmoralidad, por supuesto, no nos interesa. (...) La única inmoralidad que nos interesa es la verdadera: la de una actitud carente de ilusión y de criterio valorador frente a la vida, la de una actitud sin "moral" en el sentido casi militar de la palabra. En este sentido, sí creo que La roca de Patmos es una novela tristemente inmoral. Es, en efecto, la novela del derrotismo cubano.

El hecho de que la novela de Lamar suscite todas estas reacciones, revela la profundidad que esconde su frivolidad. Dentro de este cóctel hay algo más que una simple guinda roja de finalismo burgués. Hay una conciencia del sesgo dramático de nuestras vidas. Pero este sesgo no está en las representaciones de la propia novela, sino que se sugiere artificialmente, por alusiones de sociólogo, más que por la penetración de un novelista. Sus personajes carecen de dimensión personal y, en realidad, también social.

Todo el libro nos deja la impresión de ser una tarea rápida, hecha para gustar, con la malicia propia de las melopeas. Nos deja también la convicción de que con Lamar Schweyer ha irrumpido escandalosamente en nuestras letras un auténtico temperamento de novelista, que solo necesitará profundizar más y abarcar áreas más extensas para ofrecernos una versión más entrañable y duradera de nuestra angustia vital. La angustia, no de un pueblo corrompido, sino de guías corrompidos —que no es lo mismo.

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Alberto Lamar Schweyer



Respuesta de Lamar, 22 de diciembre,1932. El País: Carta abierta de Marcelo Pimentel a Jorge Mañach.

Un descendiente de don Pedro de Pimentel, Correo Mayor de S.M. Carlos V, no debía intentar cruzar sus armas con un vanguardista investigador del “choteo”, lleno de afanes de profundidad y poseído de lo que el propio Maret califica de “morbo trascendental”» y agrega que «ha confundido lo oscuro con lo profundo» y de forma imperativa le reclama: «Póngase al nivel del público; de su público». Vuelve a dos tópicos que lo obseden, tratados en sus ensayos y en su libro clave, Biología de la democracia, el Poder y el análisis del cuerpo social:

Ni ninguno de los que en mi vida han representado algo, tienen el drama interior que usted les presupone. Son gentecillas frívolas, que no piensan más que en divertirse, en bailar, en beber y en gozar. Ni siquiera por amor, sufren». En nuestro falso «gran mundo» se destacan como en ningún otro círculo de la sociedad cubana, los males que la corroen. Sociedad improvisada con elementos heterogéneos, por formación aluvional, sin raigambre patriótica, rápidamente enriquecida y por la riqueza llevada a una concepción sensual de la vida —la idea no es mía, sino de Rathenau— tiene que caer en los excesos que la llevan a la liquidación. Todo esto se podría haber dicho en un tono doctrinal, severo, analítico, plagado de citas y lleno de erudición. Pero no me gusta hablar en magíster. Aquello de que pertenezco «a una generación dramática, que llegó demasiado tarde para ser heroica y demasiado pronto para ser cívica» fue una escapada a los caminos de la política, de la que estoy arrepentido. Sin embargo, digo una verdad irrefutable. La generación a la que yo pertenezco, es la misma a la que pertenece usted y yo quiero que me diga amigo Mañach, qué «chance» hemos tenido. ¿Gobernar? Lo están haciendo todavía los que ganaron la Independencia. Y cuando ellos pasen, se harán cargo del gobierno los que vienen pisándonos los talones. Somos una generación sándwich.

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Réplica de Mañach, 26 de diciembre, 1932

Abro antier el periódico y me encuentro que alguien se empeña en dar un espectáculo desde esta misma plana. El espectáculo se titula: «Carta abierta de Marcelo Pimentel a Jorge Mañach». ¿Quién es Marcelo Pimentel? Es un muñeco. Es el protagonista de esa novela que ha sido objeto ya de denuncia convencional, de varias fotografías con pie forzado, de dos portadas, del título de «sensacional» conferido por su propio autor y de varios juicios, aparte del correccional, entre ellos, no mío, sino razonado y bastante negativo. Pimentel es el muñeco más destacado de la novela. Yo dije, entre otras cosas, que era de aserrín por dentro. Y ahora resulta que el muñeco se pica como todo hombre, se anima inesperadamente y me dirige una carta abierta.

Esto parecía contradecir mi juicio. Un personaje literario capaz de salirse de sus páginas y endilgarme una apología de sí mismo, de sus blasones y de sus nueve generaciones, tiene que tener alguna vida y personalidad auténtica, cierto rango pirandelliano o unamunesco… Pero me acerco, sorprendido, y veo que no. Veo que el muñeco sigue siendo muñeco. Que el frac, el gesto, la palabra, tienen algo de ajeno y postizo, algo artificial. Y compruebo, en efecto, que no se trata de un mero espectáculo, y que el espectáculo no puede ser más divertido. Es un acto de ventriloquia. Detrás del muñeco está el autor y empresario, que tiene una probada habilidad para sacarse las palabras del vientre.

¿Qué piensa entre tanto, el dómine Sr. Mañach, espectador increpado, juzgador juzgado, compañero acribillado de pequeños alfilerazos con su poquito de veneno?» — ¿el vanguardista?— y, mientras tanto, deslinda lo que no es para él espectáculo: Hay quienes nacen para los espectáculos, y quienes, por el contrario, nunca podrán convencer de que la vida, la sociedad, la patria, las opiniones, sean pura farsa». Este «trascendentalismo» mío —como tú llamas al prurito de escribir para decir algo sincero y de alguna sustancia— me defiende también bastante de caer en la crítica barata, en el croniquismo epidérmico, en saqueo de la opinión ajena y en las simulaciones de originalidad doctrinal. Mi tono poco jocundo me libra de profesar la maledicencia espaldera, amparándome de ese virus de la chacota, que llega a envenenar los espíritus hasta el punto de disolver sus ideales y poner sus ideas al servicio de los peores autoritarismos (…). Mi oscuridad —aunque sea sólo la de ese párrafo por ti citado en que se han tupido tus entendederas me permite decir, cuando otros están de rodillas o en los coros cortesanos, las insinuaciones de un civismo que todavía no he sabido cambiar en cinismo, y la fe en una patria que aún no me resigno a considerar perdida.

Esta inevitable trascendentalidad mía es la que me fortalece para pensar que si nuestra generación, por causas muy distintas de las que tú apuntas, no ha podido servir en la política a pesar de los esfuerzos que algunos como tú han hecho por conectar con sus círculos tradicionales, los escritores de nuestra generación debemos hacer siquiera el esfuerzo por ayudar a nuestro pueblo a recobrar su conciencia, hablándole de sus problemas, tratando de fijarle sus valores, estimulando su fe y su confianza en sí mismo y no haciéndole creer que sus vicios son sus normas y sus cloacas sus hogares. En fin, jocundo Lamar, todas estas modalidades mías que tu muñeco ha satirizado tan dócil y primariamente, se reducen a una sola característica, que yo voy a llamar a mi modo: dignidad. Entre las imposiciones de esta dignidad que padezco incluyo esta: la de que, cuando uno escribe un libro, y le pide a un compañero un juicio de este libro, y el compañero lo escribe sinceramente, con seriedad crítica, sin personalismo y teniendo, además, la deferencia de mostrarle a uno ese juicio antes de publicarlo, la dignidad recomienda no contestarle sino con la misma seriedad y con la misma lealtad que se nos dio en homenaje. Y nada más, excelente y querido ventrílocuo.

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Contra réplica de Lamar Schweyer, 29 de diciembre, 1932

El señor Mañach es un pillastre y al anecdotario de pequeñeces que pretende ridiculizar con la risa, rebajar y desarmar, lo que no pudo ser enfrentado con juicios sólidos: «Pero, ahora, respetable público, voy a contar una anécdota del Dr. Gonzalo Maret, personaje que habla repetidamente en mi novela, pero que se calla muchas cosas. Una vez le dijeron al Dr. Maret que “Mañach era el Ortega y Gasset cubano” ¿Sabéis lo que respondió? Tomó un tono misterioso, aprestó una voz engolada y seria y declaró que aquello no era exacto. Y dijo: —Ortega y Gasset es el Mañach de España. Fue un terrible golpe de maledicencia de Maret contra el escritor español.

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Carta de Lamar Schweyer a Mañach, 6 de enero, 1933

Querido Jorge:

Si el público se empeña en que el espectáculo continúe y te pide salgas de nuevo a la escena, asegurándote que en mi último artículo la palabra «pillastre» tiene para ti un sentido que pueda interpretarse como referencia a tu corrección, te ruego que no le des el gusto. El diccionario y yo tenemos nuestras viejas diferencias, y doy a las palabras mi sentido y siempre dentro del tono en que escribo. Lamentaría que una vieja amistad, puesta al calor de una polémica literaria, pueda quebrarse porque a un señor se le ocurra torcer las frases. Te hago la aclaración porque mi ánimo jamás estuvo el decirte «pillastre» en el sentido lato de la palabra. Si ella se deslizó, excúsalo y recibe un abrazo cordial de tu afectísimo amigo y compañero.

Alberto Lamar Schweyer.

Sunday, September 8, 2024

PORTALES DE LA CALZADA DEL CERRO DE LA HABANA



 Por Eduardo Lolo

De niño (antes de la debacle del castrismo) solía caminar por esos portales –y por los de su más importante ramal, la Calzada de 10 de Octubre– ahora en ruinas despechadas. Entonces estaban cubiertos por sólidos y amplios techos, amparando al caminante con sus sombras protectoras, conjurando el sol de arrebato del trópico; las columnas del siglo XIX, sin envejecer; todas las fachadas y pilastras cubiertas de pinturas de colores, siempre frescas. Entre la entrada de un establecimiento y otro, pequeños negocios engalanaban, sin interrumpir, el camino de los andantes: puestos de fritas, estanquillos de periódicos, venta de billetes de la lotería, bisutería, floreros, y un laborioso etcétera; todo muy pulcro para embrujar compradores. Para nosotros, los pequeños negociantes eran parte intrínseca de los portales, siempre todo sonrisas para sus clientes, devengando honestamente el sustento de sus familias, que desde la casa reforzaban los negocios.


Desde las cafeterías, el tentador humear del café, colándose a presión en una especie de catedral plateada llamada “Cafetera Nacional”, hacía lo propio. Al pasar por los restaurantes, la comida siempre lista invitaba el apetito de todos, sin las colas hambrientas actuales de comensales marcando turnos, no pocas veces vanos, frente a los pocos establecimientos supervivientes.

En las paradas de guaguas, las personas no hacían filas anhelantes; eran los autobuses los que esperaban, unos detrás de los otros, para recoger a los pasajeros, muchos de ellos hombres con saco y sombrero (de confección fresca, excepto en el breve invierno), las mujeres perfumadas, no pocas con labios de carmín encendido, la mar de las veces sonrientes; todos yendo a trabajar hacia la oficina, el taller, la fábrica, el comercio, o a estudiar en la universidad u otro centro de enseñanza, donde se impartían pitanzas de futuro.

De ese ayer occiso sólo queda la nostalgia adolorida en los ancianos aún vivos, de Allá y de Aquí. Todo se derrumbó como consecuencia del “Arte Nuevo de hacer Ruinas” del Socialismo: casas, familias, industrias, negocios, futuros, esperanzas; ilustrados todos por la imagen de los portales de la Calzada del Cerro en la actualidad. “¡Pobre Cuba!”, le susurró una vez Jorge Luis Borges a Alberto Müller, con una mano solidaria sobre el hombro trémulo.

¿Hasta cuándo? es la pregunta que todos nos hacemos, en una y otra orilla de la Historia. Los creyentes, alzando sus ojos al cielo; otros, hurgando en la Historia; otros más, en las barajas de cartománticas de ocasión, no pocos, en las caracolas de los santeros. Pero, hasta ahora, sin respuesta desde lo Alto, sin respuesta desde los libros, sin respuesta en las cartas esotéricas, sin respuesta de convocado orisha alguno.


Sin embargo, la contestación puede ser simple y compleja a la vez: hasta que muchos se atrevan a llevar en sí (sobre sí, dentro de sí) el decoro de muchos donde hay muchos sin decoro. Y, en los países libres del mundo, sus políticos e intelectuales demuestren su solidaridad con la Isla maldecida más allá de las palabras de buena voluntad de quienes, sin poder de acción, también llevan en sí el decoro martiano referido.

Los de mi generación es casi seguro que, desafortunadamente, no veamos nunca el cuándo indagado, secuestrado por un cómo inasible más allá de los sueños. Nos esperan, con sus piedras, lápidas y mármoles afligidos, tumbas incómodas, como es toda sepultura en suelo extranjero. Nuestros sueños, sin embargo, habrán de permanecer insepultos. Hasta que, invirtiéndose los términos del título de la famosa obra de Calderón de la Barca, para todos los cubanos el Sueño sea, finalmente, Vida. Y por siempre.

Eduardo Lolo a los 9 años (mayo de 1958), sentado en la Fuente de la Covadonga, La Habana, Cuba.