Tuesday, July 23, 2019

Cuando la sangre casi llega al río (Hudson)


Por Enrisco

Una vez iniciada la guerra por la independencia de Cuba en 1868 la situación entre la comunidad caribeña en Nueva York se tornó especialmente interesante. E interesante —como sabe cualquiera al que le han pedido que dé su opinión sobre algo horrendo, desde una pintura abstracta hasta un dulce de berenjena con tomillo— no quiere decir algo necesariamente bueno.

A los cubanos que atendían sus negocios en la ciudad o los exiliados de intentonas anteriores se le sumó gente muy variopinta ligada a la causa independentista: intelectuales, abogados, amas de casa, hacendados siquitrillados, tabaqueros perseguidos y salvadores de la patria diversos. Todos entusiastas y exaltados. Todos —decían— legítimos y únicos representantes de su sufrida patria. Uno daba un concierto para armar una expedición, otra recogía joyas para ayudar a huérfanos y viudas de la guerra, otra para comprarle una espada ceremonial a un general recién llegado al exilio y otros vendían bonos cuyo valor aumentaría el día que la patria fuera libre.

Y pasó lo que tenía que pasar. De la sospecha mutua sobre su patriótica pureza se pasó a las acusaciones, de ahí al insulto y enseguida firme compromiso de caerse a tiros en cuanto sonara el timbre anunciando el final de la guerra. Porque ¿para qué buscarse un enemigo en España si te lo podías encontrar en la acera de enfrente? Surgieron dos bandos: aldamistas contra quesadistas que eran como los Montescos y los Capuletos pero sin historia de amor intercalada. Los primeros seguían a Miguel Aldama, figura máxima de la burguesía habanera que, al huir de la isla, asumió la representación de la República en Armas cubana desde Nueva York. Contra estos se alzaban los seguidores de Manuel de Quesada, general del Ejército Libertador designado por su cuñado y presidente de la citada república en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, representante de esta para promover expediciones armadas que reforzaran la insurgencia en Cuba. A dos cubanos con atribuciones similares les quedaba chiquita la ciudad más grande del continente una vez que decidieran acusarse de todo lo que les pasara por la cabeza. Empezando por traidores y aspirantes a tiranos: otra linda tradición cubana fundada en la isla de Manhattan y a la que hoy le hace honor la oposición de la isla.

Pueden imaginarse el resultado: el envío de las expediciones fue disminuyendo hasta que, tras el desdichado final del Virginius, se interrumpió del todo. Para entonces ya llevaba dos años en la ciudad Francisco Vicente Aguilera, vicepresidente de la República en Armas, a quien habían mandado para poner orden entre sus compatriotas. Más fácil era que lo hubieran mandado a pelear contra los españoles armado con el cuchillo de la mantequilla.

Pero por difícil que fuera su misión Aguilera intentó cumplirla. Incluso preparó varias expediciones pero nunca consiguió que llegaran a la isla. Ya hacía rato andaba apagado el entusiasmo norteamericano por la independencia cubana y el de muchos de sus compatriotas por financiar expediciones. Aguilera insistió en sus esfuerzos hasta que un cáncer en la garganta lo mató el 22 de febrero de 1877. Quien había sido uno de los hombres más ricos de su país murió pobrísimo en su apartamento del 223 West de la 30th Street entre séptima y octava avenidas. Sus funerales, en cambio, fueron de los más importantes celebrados en la ciudad: su cuerpo fue velado en la Governor’s Room del ayuntamiento de Nueva York (como antes habían hecho con el presidente Monroe) y ante él desfilaron millares de personas mientras las banderas de los edificios oficiales estaban izadas a media asta. Un año más tarde la guerra había concluido sin que Cuba consiguiera dejar de ser colonia española.    

Aparecido originalmente en Nuestra Voz.

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