Por Alejandro González
En
la América española, fueron tres los principales territorios (no los únicos,
por supuesto), donde abundaron más los títulos nobiliarios: los dos grandes Virreinatos de la Nueva España y del Perú (más tarde, también el de la Nueva Granada), por su gran importancia
económica y su extensión; y debido a su ubicación estratégica, en la que fue primero
Gobernación, y luego además Capitanía General de la Isla de Cuba[1],
vinculada administrativamente al principio con la Nueva España, y que fue la
posesión donde se prolongó por más tiempo la presencia hispana (desde 1492
hasta 1898). Como resultado de todo lo anterior, hasta sus independencias
respectivas, en Perú existieron 127 títulos nobiliarios; en México, 103; y en
Cuba, 104[2].
Sólo entre 1708 y 1866, España concedió a criollos cubanos 34 marquesados y 39
condados.
Para señalar sólo un ejemplo, en la Guía de Forasteros de la Siempre Fiel Isla de Cuba para el año 1873[3], todavía en la época del reinado de Amadeo de Saboya (el denominado “Rey Caballero” que había sustituido a la disoluta Isabel II, a quien Carlos Marx llamó irónicamente “el primer rey huelguista”), y en plena guerra independentista, aparecen relacionados 61 títulos nobiliarios, entre condes y marqueses asentados en el país, desde los Marqueses de Villalta (otorgado según esta fuente por Felipe IV, y en otras por Carlos II en 1668), hasta el Conde de San Ignacio (pp. 97-100).
Puede
sorprender que Cuba, con mucho menos territorio y riqueza que los virreinatos, tuviera
tal densidad de títulos de nobleza, pero se explica en parte no sólo por la
mayor duración del dominio español en la isla, sino por la creciente
importancia económica y estratégica, que sobre todo a partir del siglo XVIII tuvo
la isla en su imperio, con las Flotas de
Indias que se reunían en La Habana, punto esencial de la primera ruta
comercial mundial. Cuando toda la América continental se independizó de la
metrópoli entre 1811 y 1825, ella se mantuvo unida a España, por lo cual
recibió el nombre de Siempre Fiel Isla de
Cuba, y a partir de entonces disfrutó un extraordinario auge y avance hasta
el final del dominio hispano, para llegar a convertirse en “La Perla de la Corona”.
Los
reyes concedían los títulos de nobleza como premios por servicios prestados,
pero previamente debía probarse (de ahí el término probanza), que los agraciados tenían orígenes “limpios”, o ser “cristianos
viejos”; es decir, provenir de antiguas familias católicas (los cuatro abuelos
o “costados”), desde al menos tres generaciones anteriores, sin “contaminación”
con judíos ni musulmanes, ni haber sido condenados por el Santo Oficio, aunque no siempre fuera así, pues algunas veces se
falsificaban o alteraban los documentos probatorios y los testimonios.
Los
beneficiados que aspiraban a una denominación nobiliaria, debían demostrar además
que tenían los recursos necesarios para sostenerse con el necesario decoro,
ostentar dignamente su categoría, y honrar con solvencia moral sus títulos; por
tanto, además de los orígenes, la conducta y los servicios prestados, la
riqueza también era algo importante.
En
ocasiones, los reyes “vendían” esos títulos, aunque no resultaba exactamente
así, siempre guardando ciertas decorosas formas. Si un súbdito acaudalado, por
ejemplo, aportaba recursos propios para adquirir y donar ciertos bienes a la
Corona, como buques de guerra, o mantener tropas a su costa, fundaba algún pueblo o ciudad, o creaba y
apoyaba alguna institución de beneficio público (Iglesias, Colegios, Hospicios,
Universidades, Asilos, Hospitales, Sociedades de Fomento y otros similares),
podía ser agraciado con la concesión de un título, que normalmente eran
condados y marquesados (en algún momento se dejó escoger una u otra
denominación al elegido, de acuerdo con su preferencia), y más tarde, en
tiempos de Carlos II, para aumentar los ingresos por esta vía, las concesiones
de estos eran antecedidos por el otorgamiento de un vizcondado. Por supuesto,
las categorías más altas, como los ducados y principados, se reservaban para
casos muy especiales. Además, en España, y no así en otras monarquías, el
otorgamiento de estas dignidades implicaba que se pagaran impuestos especiales
conocidos en general como “servicios de supererogación o sobreimpuestos” (Medias annatas y Lanzas), que debían renovarse con cada nueva titularidad al morir el
anterior tenutario, lo cual se mantiene actualmente: ser noble, ayer y hoy en España, no es exactamente un privilegio pues cuesta dinero.
Los
títulos nobiliarios que se conceden en España y América son llamados “títulos
de Castilla”, pues su otorgamiento corresponde al rey y antiguamente también al
Consejo de Castilla. La entidad
administrativa que competía directamente a las posesiones americanas era el Consejo de Indias, que al principio era
parte del Consejo de Castilla, pero
luego se separó. También hubo títulos de origen aragonés (asimilados por la
corona castellana), y hasta títulos pontificios,
otorgados por el Papa, pero estos no eran necesariamente reconocidos en España,
aunque se toleraban y permitía su uso. Algunos títulos son vitalicios, es decir, concedidos sólo a una persona, pero no hereditarios a sus descendientes, a
semejanza del sistema inglés de la llamada nobleza
meritoria. Realmente, los británicos han estado perfeccionando desde hace
mucho tiempo su sistema parlamentario de una manera ejemplar y muy interesante:
hoy, ya sólo existen dos miembros en la Cámara de los Lores auténticamente hereditarios:
el Duque de Norfolk y el Marqués de Cholmondley.
Al
morir sin haber tenido hijos Carlos II “El Hechizado”, el último rey de la
dinastía de Habsburgo, llegó al trono español un nieto del Rey Sol, Luis XIV de Francia: el joven Felipe, Duque de Anjou,
quien comenzó la dinastía de los Borbones
actuales con el nombre de Felipe V.
Como
su abuelo había modernizado Francia, él quiso hacer lo mismo en España, y
emprendió las llamadas “Reformas
Borbónicas”, que luego continuó su hijo Carlos III. Fue un proceso largo,
complejo y plagado de conflictos, porque el antiguo sistema no quería aceptar
el cambio hacia un régimen distinto llamado “Orden Nuevo” en oposición al anterior, “Viejo Régimen”, o “Ancien régime”.
Después,
grandes pensadores liberales y reformadores españoles como Pablo de Olavide y
Gaspar Melchor de Jovellanos, trataron de impulsar algunas transformaciones
necesarias, que afectaban un privilegiado sector social hasta entonces
intocable, pero siempre enfrentaron resistencias y ataques. Ministros como José
Moñino y Redondo (Conde de Floridablanca), Pedro Rodríguez de Campomanes (Conde
de Campomanes), y Pedro Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea (Conde de Aranda),
aunque todos aristócratas, también fueron espíritus modernos de talante
liberal, promotores y ejecutores de esas reformas, pero no fue hasta después de
los primeros intentos en las Cortes de
Cádiz, cuando Juan Álvarez Mendizábal promulgó el Decreto del 11 de octubre de 1835, donde se establecían las “Leyes de Desamortización”, por las
cuales aquellas propiedades (tierras y edificios), que estuvieran improductivas
(en “manos ociosas o muertas”), podrían ser expropiadas para provecho de la Real Hacienda.
Mientras
ocurría la Revolución Francesa del
otro lado de los Pirineos, algunos españoles seguían con atención esos
acontecimientos, y procuraron adelantarse a los hechos que preveían. Por ello, ya
durante el reinado de Carlos IV, su ministro el célebre favorito Manuel Godoy, Príncipe
de la Paz, intentó algunas medidas para fortalecer el poder y las finanzas de
la Corona, pero esto no fue posible hasta las Leyes de desamortización de 1798, promulgadas por su sucesor
Mariano Luis de Urquijo, aunque la abolición efectiva de los señoríos
vinculados se produjo gradualmente, entre 1812 y 1837.
Posteriormente,
una de las efímeras medidas del Trienio
Liberal (1820-1823), cuando se reinstauró la Constitución Liberal de Cádiz de 1812, fue la Ley del 11 de diciembre de 1820, donde se establecía la desvinculación de los señoríos (mayorazgos
y tierras comunales), por la cual serían incautadas a los todavía señores
feudales aquellas propiedades anexadas con sus títulos, debido a las antiguas concesiones
reales, pero esta disposición no prosperó, por las lógicas oposiciones que
desató, y por la reinstauración de Fernando VII como monarca absolutista, quien
traicioneramente repudió aquella constitución que primero juró defender,
conocida popularmente como “La Pepa”,
pues fue aprobada el 19 de Marzo, Día de
San José Obrero. De ahí aquel grito liberal de ¡Viva La Pepa!, que hoy se usa indistintamente para festejar o
señalar un desorden.
De
este modo, no fue hasta la Ley de
Desamortización General de 1855, dictada por el ministro Pascual Madoz
durante el Bienio Progresista bajo el
reinado de Isabel II, cuando se liquidó ese vestigio del feudalismo en España y
sus posesiones de ultramar (en eso momento, ya sólo le quedaban Cuba, Puerto
Rico y Las Filipinas, principalmente).
En
1766 ya había sido prohibida la esclavitud en la península ibérica, y aunque la
abolición general formal fue en 1837, en Cuba sólo fue extinguida por completo
hasta 1886, aunque desde 1880 estaba perseguida la trata de esclavos. Todo fue
un proceso gradual y lento –iniciado por Felipe V, y que tuvo su mayor auge con
Carlos III- pero indetenible, primero impulsado fundamentalmente desde arriba por
los aristócratas ilustrados, y luego por los liberales progresistas, y no desde
abajo, para estimular el progreso y el desarrollo.
Al
obtener su independencia las antiguas naciones españolas del continente, en
muchas de ellas se declararon extinguidos y hasta prohibidos los títulos
nobiliarios, pero en otras no. Brasil, hasta entonces bajo la corona
portuguesa, se convirtió de colonia en Imperio independiente (1822-1889), y los
títulos se mantuvieron e incrementaron. México, al lograr su separación,
primero fue monarquía por elección y aclamación, con Agustín I de Iturbide, y
el Acta de Independencia del Imperio Mexicano
fue firmada en 1821 por varios aristócratas titulados novohispanos. Luego, al
implantarse la república, estos títulos fueron formalmente abolidos, aunque por
cierta cortesía y deferencia se permitió o toleró que algunos pudieran seguir
ostentando sus dignidades, como el célebre Conde
de la Cortina, José Justo Gómez de la Cortina (1799 – 1860), impulsor y
gestor de varias instituciones importantes del país independizado, pero con la
caída del Segundo Imperio, el de Maximiliano
de Habsburgo, fueron definitivamente prohibidos, y su empleo así como ostentación
castigados con diferentes penas, por la Constitución
de 1857 y la siguiente Constitución
de 1917, lo cual se mantiene hasta hoy.
[1]
Cuba fue primero una Gobernación, dependiente de la Capitanía General de Santo
Domingo desde 1535, que incluía La Florida (desde 1567), Jamaica (hasta 1655) y
la Luisiana, desde 1763. En 1579, al título de Gobernador se agregó el de
Capitán General, aunque la Capitanía General no fue instituida como tal hasta
1777, incluyendo a Luisiana. Antes que se estableciera la primera Audiencia en
Puerto Príncipe (Camagüey), los asuntos jurídicos se despachaban en las
Audiencias de Santo Domingo (para Santiago de Cuba), y de México, para La
Habana. Administrativa y fiscalmente, la Gobernación de Cuba estaba relacionada
(aunque con cierta independencia por su ubicación estratégica), con el
Virreinato de la Nueva España. Por ejemplo, las obras de construcciones mayores
(como las fortalezas militares) fueron financiadas con un impuesto especial
sobre la plata novohispana, llamado el “Situado
de Méjico”. Este “situado” se hizo extensivo después al financiamiento de
otros renglones, como el Estanco del
Tabaco.
[2]
Vid. Leonel Antonio de la Cuesta en
su interesante artículo “Cuba y la monarquía” (Otro Lunes, revista electrónica, Año 7, Nº 28, Julio de 2013).
También puede consultarse, en la misma publicación, mi estudio “Sobre blasones
y apellidos” (Otro Lunes, Año 10, Nº
42, Julio de 2016).
[3]
Estos impresos se preparaban con un año de antelación; por tanto, no podía
prever que el 11de febrero de 1873 y hasta el 29 de diciembre de 1874 se
instaurara, aunque fugazmente, la Primera
República Española.
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