Alejandro González Acosta, Ciudad de México
I: Origen de los títulos
nobiliarios
El
reciente reconocimiento por parte del Ministerio
de Justicia de España, oído el parecer previo del Consejo de la Grandeza Española, del mejor derecho para ostentar varios títulos nobiliarios a favor de
una antigua familia criolla, retirando el usufructo de ellos a varios
ciudadanos españoles, ha puesto de nuevo con cierto relieve entre nosotros los
cubanos, el añejo tema de la aristocracia y sus atributos en el mundo
contemporáneo.
El
Boletín Oficial del Estado Español (BOE), así lo confirmó inicialmente el 1
de Agosto de 2018, a favor de Doña María Elena de Cárdenas y González (La
Habana, 5 de Julio de 1919), como IX Marquesa
de Almendares, lo cual desencadenó que, después de varias apelaciones y
contrademandas de la parte afectada, ahora el 2 de diciembre de 2020 el Tribunal Superior de Justicia también le
reconociera además el mejor derecho
para ostentar los títulos de Marquesa de
Bellavista y Marquesa de Campo
Florido, que hasta ahora estaban en poder de la familia Koplowitz (las dos
hermanas millonarias, Alicia y Esther, quienes estuvieron casadas con dos
primos conocidos en el mundillo de la jet
set española como “Los Albertos”).
El primero de esa familia en la isla fue el Licenciado Bartolomé de Cárdenas Vélez de Guevara, a mediados del siglo XVI, procedente de su natal Baeza, ciudad que fue conquistada por sus antepasados. En la Villa de San Cristóbal de La Habana fue Auditor de Galeras del Rey y Procurador General del Cabildo. Entre las obras que realizaron sus descendientes se encuentra haber impulsado la construcción del primer ferrocarril en Cuba (La Habana-Bejucal, 1837), incluso antes que España, y el segundo en América, sólo después de Estados Unidos. Participaron además en la creación de la Sociedad Económica de Amigos del País, la Real Casa de Beneficencia, el Papel Periódico de La Habana, la Academia de Dibujo y Pintura “San Alejandro”, la Casa de Dementes, el Jardín Botánico, el Museo Anatómico y en su momento también apoyaron la lucha para la abolición de la esclavitud. Con estas obras de beneficio le dieron prestigio y progreso al país y lo enriquecieron, al mismo tiempo que ellos, naturalmente, también prosperaron.
Es
algo reciente pero más frecuente cada día, que antiguas familias americanas
reclamen títulos nobiliarios que por diversas razones habían ido a parar en
poder de algunos inescrupulosos en España. También este fue el caso de un
recordado amigo, el erudito mexicano Guillermo Tovar de Teresa (1956-2013),
quien documentó abundantemente su mejor
derecho para ostentar el título de Conde
de Gustarredondo concedido a uno de sus antepasados por el pretendiente
Archiduque Carlos de Austria y luego confirmado por Felipe V de España, que
había usufructuado indebidamente una familia catalana durante mucho tiempo, el
cual finalmente recibió su sobrino Rafael Tovar y López Portillo, al fallecer
sorpresivamente Guillermo cuando ya había ganado el pleito.
Distintos
percances provocaron que se produjera este fenómeno histórico en el continente:
la independencia y las sucesivas revoluciones, así como la pérdida o deterioro
de archivos parroquiales o privados, las largas distancias y las precarias
comunicaciones, varias legislaciones adversas y frecuentes expulsiones de
extranjeros, crearon el terreno propicio para que algunos inescrupulosos del
otro lado del océano se aprovecharan y ocuparan fraudulentamente estas
dignidades. Pero ahora parece que se irán corrigiendo estas irregularidades,
restituyendo a sus más legítimos poseedores los títulos de los que fueron
injustamente despojados.
La
noción de aristocracia siempre ha
estado vinculada con el concepto de monarquía.
Durante más de seis mil años, desde Mesopotamia y Egipto, las sociedades se
organizaron naturalmente como estados monárquicos, y sus reyes recibieron nombres
distintos como faraones, hegemones, pontifex, césares, imperatori, tlatoani, incas, negusi, shah, khan, pishin, kundun, shogunes, káiser, sultanes, califas, emires, basileos, zares y algunos
otros, donde muchas veces se fundían las funciones como jefes militares, administradores
del Estado, y líderes religiosos. Actualmente existen en el mundo 33 monarquías
reinantes (Europa: 14; Asia: 14; África: 3; Oceanía: 2); y además hay otros 22
monarcas que no son Jefes de Estado.
En
sus orígenes la monarquía no era hereditaria, sino selectiva por la elección de
los mejores guerreros, pero después comenzaron a establecerse linajes y ahí
comenzó el proceso de progresiva degeneración de la misma, pues buscando la
“pureza de sangre” cometieron frecuentes matrimonios endogámicos, lo cual
terminó por producir verdaderos monstruos. Sin embargo, tal parece que en esta
idea de la “sangre pura” ya estuviera intuitivamente implícita una noción muy
anticipada de la genética. Posiblemente observaron que la cruza de ejemplares
animales de primera calidad producía descendientes superiores y quisieron
imitarlo. Pero faltaba mucho todavía para que Mendel enunciara sus leyes de la
transmisión genética a partir de sus experimentos con guisantes, y mucho más
para que Watson, Crick y Wilkins descubrieran la estructura doble helicoidal
del ADN. Sin embargo, las sorpresas en este campo científico siguen ocurriendo
con implacable, estimulante y rápida sucesión.
La
idea monárquica era, en esencia, concentrar toda la autoridad -de origen divino-
en una persona que reuniera las mejores cualidades para proteger a la
comunidad, lo cual trajo aparejado privilegios y formas externas ritualizadas del
poder. Pero aunque tuvo consecuencias nefastas como la que ya reseñé, la
“familización” de los reyes también trajo ventajas, pues al conocer con suficiente
antelación quién sería el heredero de la autoridad, éste se pudiera educar
convenientemente para asumir en el momento adecuado su alta responsabilidad; “la
educación de los príncipes” ocupó a valiosos tratadistas, como Aristóteles, Séneca,
Saavedra Fajardo, Gracián, Luis de Vives, Erasmo, Maquiavelo y muchos más, en
lo que podríamos llamar una primera
especialización para el poder: idealmente, los futuros monarcas eran
preparados por los mejores educadores y sabios, y luego acumulaban experiencia
práctica de gobierno en sus reinados, sin estar sujetos a políticas de partidos
ni bajunos intereses transitorios: no sólo gobernaban para procurar el
bienestar general de sus súbditos, cumpliendo un mandato divino, sino que como
integrantes de una sociedad fuertemente religiosa, al morir debían rendir
cuentas puntuales de su proceder ante Dios, lo cual establecía una especial responsabilidad
acentuada sobre sus actos, de la que carecen por completo los políticos actuales,
quienes suelen jurar fidelidad a una Constitución que muchas veces ignoran y
casi siempre desprecian.
Durante
más de seis milenios fueron los reyes quienes con mayor o menor concentración
del poder y fortuna, mandaron y dispusieron, hasta que en fecha relativamente
reciente se inició ese “experimento” (así lo llamaron algunos de sus “padres
fundadores”) de la moderna democracia republicana, con la formación de los
Estados Unidos de América, primero expresado en su Acta de Independencia (1776), y luego finalmente con su Constitución (1787), que sustituyó a los
Artículos de la Confederación (1777):
no debe olvidarse que los colonos americanos, al principio, fueron súbditos independizados,
y más tarde ciudadanos libres plenos, aplicando el reclamo de: “No taxation without representation”.
Ese
nuevo modelo de gobierno también tuvo referentes anteriores, como la Carta Magna Inglesa (1215), y los
paréntesis de los 482 años de la República
Romana (509 a.C. – 27 a.C.), que en realidad fue una república
aristocrática conducida por los patricios y quirites, y los 186 de la República Ateniense (508 a.C. – 322
a.C.): antes y después, en ambas antiguas repúblicas, hubo monarquías. Por
tanto, la moderna democracia republicana tiene apenas 244 años, así que quizá
ya sea hora de revisarla…
Por
otra parte, debemos recordar además que los títulos o dignidades nobiliarias,
tienen una historia muy antigua, vinculada siempre con la monarquía como parte
de un modelo social estamental:
Carlomagno, llamado “El Abuelo de Europa”, fue el creador de una nueva división social y política, para organizar su propio imperio después de la caída de Roma, por el empuje de los llamados “bárbaros” germánicos, de la cual se nombró heredero, y fue quien otorgó los primeros títulos de nobleza como los conocemos hoy: los príncipes (princeps: primeros o principales), eran los altos funcionarios y familiares más cercanos al monarca que formaban su corte; los duques (o comandantes: duxes) administraban regiones enteras o provincias; los condes (contes), hacían algo similar con las ciudades y, si estas se encontraban en lugares de frontera con vecinos enemigos, se llamaban “marcas” (límites), y de ahí provienen los marquesados. Los barones eran capitanes de guerra, ocasionalmente propietarios de castillos o fortalezas, y constituían el escalón más bajo de la nobleza titulada. También había una nobleza no titulada, que en España formó el estamento de los hidalgos, quienes no “pechaban”, es decir, no pagaban tributos, privilegio obtenido por los servicios ya prestados, pero que los comprometía a servir nuevamente a su rey cuando fuera necesario.
Carlomagno
(¿748? - 814), era hijo de Pipino III El
Breve, rey de los francos, y de Berta de Laón, La del Pie Grande, y nieto de Carlos Martel (El Martillo), iniciador de la dinastía de los carolingios, vencedor de los musulmanes en la Batalla de Poitiers (732), con lo cual se impidió la conquista del
norte europeo, el mismo personaje del Cantar
de Roncesvalles y La Chanson de
Roland, y contemporáneo de Don Pelayo de Asturias. Martel fue un importante
dignatario de los últimos reyes merovingios
con el título de Mayordomo del Palacio,
que no tiene nada que ver con ese oficio en la actualidad, y hoy sería
equivalente a un Primer Ministro, y destronó al último de ellos, Childerico
III, para convertirse en gobernante. Pero fue su hijo Pipino quien logró ser el
primer “rey por la voluntad de Dios”, contando con la bendición del Papa
Esteban II. Así se reconfirmó una vez más la alianza del Poder y la Fe, de la
Corona y el Papado, de lo material y lo espiritual, de la Tierra y el Cielo,
iniciada por Constantino I El Grande.
Era un orden nuevo, el cual contaba además
con la aprobación divina, y sustituía al anterior, que sólo expresaba el
imperio de la fuerza y del más poderoso.
Puede
decirse que la Europa actual nace con Carlomagno y de ahí su grandeza
histórica; pero además, ésta era física: dicen sus contemporáneos que medía “siete
pies suyos” (unos dos metros actuales), era robusto y “de cuello grueso”. Vivió
72 años, de los cuales reinó durante 47. Su tumba en la Capilla Palatina de Aquisgrán (Aachen
- Aix La Chapelle) hoy es Patrimonio de la Humanidad, y el tamaño
de su enjoyado sarcófago también indica su gran estatura. Prácticamente todas
las casas reales europeas actuales están emparentadas con Carlomagno, y uno de
sus descendientes vivos más directos es Felipe VI de España, quien por ser actual
cabeza de la Casa de Borbón,
pertenece a la Dinastía Capeto de la Estirpe Carolingia: si su remoto
antepasado medía dos metros, él mide 1,97; otro descendiente del emperador, por
la línea de su madre, la italiana Condesa Carandini di Sarzano, fue el actor
Christopher Lee (1922-2015), inolvidable intérprete del Conde Drácula, quien tenía también 1,97 metros de estatura.
En
el año 800, Carlomagno alcanzó la culminación de su carrera, al ser coronado en
Roma por el Papa León III, como Emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico, constituyendo así la continuidad con el
Antiguo Imperio de los Césares y el Imperio Romano de Oriente.
Carlomagno
hoy todavía anda presente en las historias, las leyendas, las memorias y hasta
en muchas manos: su efigie es uno de los Reyes de la baraja francesa, junto con
otros guerreros como el Rey David, Alejandro Magno y Julio César.
Con
Carlomagno, el Feudalismo se había
establecido como un nuevo sistema sobre las ruinas del anterior, el Esclavismo; el señor feudal era el usufructuario de su “feudo” (que recibía
como legado o concesión del monarca por sus servicios y del cual se reconocía vasallo), y era al mismo tiempo el protector (pero ya no el “dueño”), de
sus súbditos -quienes no eran esclavos, sino siervos con los cuales compartía una religión- impartía justicia, y
recaudaba impuestos o tributos. Este fue el germen de los estados nacionales
que se establecieron después.
En
teoría, se trataba de un sistema meritocrático y selectivo, donde la sociedad
estaba organizada como una pirámide, en la cual la base era el “pueblo llano”,
los llamados “siervos de la gleba”, quienes trabajaban en los campos y las minas,
y fueron generando otro estamento de artesanos y comerciantes, agrupados
alrededor de los castillos del señor, y este fue el origen de las ciudades
medievales, donde se realizaban las ferias, embriones del comercio y del
capitalismo, como un sistema superior y más funcional, y con una mayor
movilidad social relativa que el anterior.
Considerada
erróneamente como una “etapa de oscuridad”, en realidad la Edad Media fue el momento cuando empezaron a manifestarse algunos impulsos
libertarios, sobre todo en las ciudades, y muy especialmente entre los gremios
de artesanos. El nuevo Derecho Germánico
se impuso (o sobrepuso) al antiguo Derecho
Romano, pero incorporó grandes avances sociales e individuales de su
herencia inmediata: por ejemplo, la inglesa
Carta Magna (1215), una combinación medieval del derecho romano y normando,
es el origen y referente de varias constituciones políticas actuales.
Esta
organización estamental fue el origen
de los modernos estados nacionales; es decir, sin el feudalismo y la nobleza
aristocrática, no existirían los países actuales ni las democracias, porque
todo resultó un proceso histórico gradual. Los estados feudales fijaron
fronteras, acordaron los primeros pactos sociales representativos, fundaron las
nacionalidades, y establecieron los idiomas vernáculos, separándose del latín,
que había sido la lingua franca o de uso general en el Imperio Romano.
El
equivalente hispano de Carlomagno fue Alfonso X El Sabio, Rey de Castilla y de León (1221–1284), porque organizó su
reino a semejanza del emperador franco-lombardo, y estableció las bases del
derecho español en sus famosas Siete
Partidas, para elaborar las cuales convocó en su capital de Toledo a los mejores
sabios cristianos, judíos y musulmanes, en productiva convivencia. Puede
decirse que Alfonso X consolidó y “democratizó” sus reinos, mediante el
establecimiento de las Cortes (1188),
con la convocatoria de los tres estamentos
(clero, nobleza y “tercer estado”, o representantes de las ciudades), y otros
aportes específicos como el Honrado
Concejo de la Mesta (1273), primer gremio ganadero y agrícola europeo, que
estableció las cañadas reales para el
pastoreo: por eso hoy, cada año desde 1994, recuperando una antigua tradición medieval
(que casi desapareció en 1836), a mediados de octubre en Madrid se puede ver
con asombro el desfile de miles de ovejas merinas que atraviesan la ciudad,
procedentes de los asturianos Picos de
Europa: entran por Casa de Campo,
pasan por la Puerta del Sol y llegan
hasta la misma Plaza de la Cibeles.
Es la llamada “Fiesta de la Trashumancia”, de acuerdo con la Firma de la Concordia de 1418. Así
sobrevive actualmente una tradición medieval en una ciudad tan moderna como
Madrid.
Alfonso X también pretendió ser sucesor de Carlomagno como titular del Sacro Imperio Romano Germánico, pero no lo logró, aunque su reinado permitió sentar las bases para el posterior Estado Moderno español de los Reyes Católicos, que en las Leyes de Toro (1505), armonizaría y actualizaría las Siete Partidas alfonsinas junto con el Fuero Juzgo visigodo, en un corpus jurídico integral. Para administrar las posesiones de ultramar, regidas inicial y transitoriamente desde 1492 por el sistema feudal de las encomiendas, se dictaron primero las Leyes de Burgos (1512), donde se prohibía la esclavitud de los indios, y luego se actualizaron con las Leyes Nuevas (1542), promulgadas por Carlos V. Siguiendo el ejemplo de Carlomagno, y como parte de su legado, Alfonso también creó y distribuyó títulos de nobleza entre sus vasallos más valiosos.
Actualmente,
en el Reino de España existen alrededor de 2,827 títulos nobiliarios vigentes,
en posesión de unas 2,200 personas o tenutarios. La gestión y administración de
los mismos es un asunto estrictamente privado, con la asesoría de la Diputación Permanente y el Consejo de la Grandeza Española[1], ambos
bajo la autoridad superior del Ministerio
de Justicia del Reino y con la sanción suprema del Monarca. De esos
títulos, 418 cuentan con la categoría especial de ser Grandes de España (creados por Carlos V, cuando homologó el austero
sistema castellano de su madre con el más ceremonioso borgoñón de su padre), quienes
en otras épocas hasta disfrutaban de algunos curiosos privilegios, como los
varones, que podían usar sombrero ante el rey, y las mujeres a quienes se les
permitía sentarse ante él. Además, era una costumbre que el monarca se
dirigiera a ellos como “queridos primos”, aunque no lo fueran sanguíneamente. Este
tratamiento incluía a los principales indianos, como los Caciques de la aliada
Tlaxcala en México y otras casas reales americanas. Hasta 1984, los “Grandes”
podían obtener pasaportes diplomáticos, pero actualmente ser miembro de la
nobleza española es algo no sólo honorífico y simbólico, sino además gravoso,
pues significa también el pago de impuestos especiales, lo cual no ocurre en
otros países europeos, ya sean monarquías (como Inglaterra), o repúblicas (como
Italia y Alemania). Los títulos nobiliarios fueron prohibidos en 1931 por la Segunda República Española y restaurados
en 1948. En el año 2006 se logró la completa igualdad jurídica de sexos,
desechando el antiguo principio donde para heredar el título nobiliario siempre
se prefería al hombre sobre la mujer (así lo establecía una de las
disposiciones de la Ley Sálica, del
Siglo V), aunque ésta fuera la primogénita.
El
título nobiliario español más antiguo actualmente vigente, fue al principio el Condado de Medinaceli, otorgado por
Enrique II de Castilla en 1368 a Bernardo de Bearne, y luego elevado a Ducado en 1479 por los Reyes Católicos, a favor de Luis de la
Cerda y de la Vega. Este linaje desciende del rey Alfonso X El Sabio, y comienza con Alfonso, el
mayor de los “Infantes de La Cerda” (hermanos desposeídos de sus legítimos
derechos hereditarios, por su tío Sancho IV, quienes eran hijos del tempranamente
fallecido primogénito Fernando “de la
Cerda”, así llamado por un lunar peludo en su pecho, y que luego pasó a ser
apellido), por lo cual viene a ser una estirpe
real hispana aún más antigua que la de los mismos Borbones actualmente reinantes,
incluida la rama carlista borbónica, por supuesto. Ya como una curiosa y
antigua costumbre, desde hace varios siglos, cada vez que asciende un nuevo
monarca al trono español, los Duques de Medinaceli presentan simbólicamente su
reclamación de mejor derecho a la Corona,
la cual, por cierto, en sentido estricto les correspondería, pues descienden
directamente de los más antiguos reyes de Castilla y León. El Palacio de Medinaceli en Sevilla se
conoce como la Casa de Pilatos,
alberga uno de los archivos históricos más importantes de Europa, y se
encuentra generosamente abierto a los investigadores.
Los
títulos nobiliarios vinculados
hispanos, es decir, con la posesión aparejada de señoríos de tierras,
propiedades inmuebles “y otras granjerías”, se originaron en los siglos XIII y
XIV, y se mantuvieron hasta las primeras leyes para la desvinculación, que
comenzaron en 1812 con las Cortes
liberales de Cádiz, aunque esto fue un complejo proceso que ocupó la
primera mitad del siglo XIX, venciendo sucesivas resistencias y
enfrentamientos. Pero desde mucho antes, Carlos III y sus ministros ilustrados,
impulsaron un programa liberal para desamortizar
los bienes de manos muertas, es
decir, en poder de la iglesia y los concejos municipales.
En
la América Española, esas Reformas
Borbónicas detonaron los primeros brotes separatistas, y en el caso del
México independiente, cuando Ignacio Comonfort, Benito Juárez y Sebastián Lerdo
de Tejada dictan las llamadas Leyes de
Reforma entre 1855 y 1863 (en la Constitución
de 1857 se prohibieron los títulos nobiliarios, que ya estaban
desvinculados territorialmente), además de expropiar las propiedades
eclesiásticas, también afectaron las tierras comunales o ejidales de los
indígenas (que habían sido reconocidas por los Habsburgo y luego, en parte, respetadas
relativamente por los Borbones), propiciando inadvertidamente el posterior
latifundio porfirista.
[1]
Debidamente ilustrados por la Real
Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, hoy presidida por el muy
estimado amigo Excmo. Sr. Dr. D. Ernesto Fernández-Xesta y Vázquez, y donde
también me precio de contar con la amistad del Excmo. Sr. D. José Miguel de
Mayoralgo y Lodo, Conde de los Acevedos, Letrado Asesor de la Diputación Permanente
y Consejo de la Grandeza de España y Títulos del Reino, y del Excmo. Sr. Ing.
D. Javier Gómez de Olea y de Bustinza, ambos profundos estudiosos, entre otros
muchos temas, del linaje de Moctezuma II.
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