Por Manuel Vázquez Portal
Ese título no existe en la obra poética de José Martí. Los versos que recrean las ondulaciones del cuerpo, los taconeos sobre el tablado de la soberbia gallega y la rosa en la provocadora boca de Agustina Otero Iglesias, sólo llevan sobre los octosílabos geniales un número diez a la manera romana, es decir, X.
Versos Sencillos, ese libro que el pueblo cubano recita de memoria desde la más temprana infancia y que parece una cédula de identidad, fue escrito ─diría el propio poeta─ <<como jugando>> y por ello se pregunta en su prólogo:
<<¿Por qué se publica esta sencillez, escrita como jugando, y no mis encrespados Versos Libres, mis endecasílabos hirsutos, nacidos de grandes miedos, o de grandes esperanzas, o de indómito amor a la libertad, o de amor doloroso a la hermosura>>.
Ninguno de los poemas que integra Versos Sencillos tiene título algunos, solamente los números.
Sin embargo, no es únicamente el X, el poema que ha sido arbitrariamente titulado; al número IX (nueve), se le llama, La niña de Guatemala; al XXXIX (treinta y nueve), Le dicen La Rosa Blanca, y otros más, como, Yo soy un hombre sincero, al número I (uno).
Pero no es sobre este delirio de renombrarle a Martí sus poemas que quisiera escribir sino sobre quién era esa bellísima bailarina gallega que el poeta se negó a aceptar que lo fuera y la calificara de <<divina>>.
Martí encontró a Agustina Otero Iglesias, quien más tarde se nombró Carolina Otero, pero que fue más conocida como La Bella Otero, una noche de invierno en un teatro de Nueva York donde ella actuó en más de una ocasión, y él pudo entrar porque, dice el poema, no estaba la bandera española.
El siglo XIX fue prolijo en cortesanas deslumbrantes ─lo que hoy llamaríamos en Cuba jineteras despampanantes. El París de por entonces, en particular, era la capital donde rutilaban las más hermosas, libres y osadas hembras de la Belle Epoque.
En la Ciudad Luz se codearon Cora Pearl, la fogosa pelirroja que convirtió la procacidad y el desparpajo en su santo y seña; la bellísima Liane De Pugy, quien vaciaba bolsas muy rentables por sólo dejarse ver mientras se bañaba y era masajeada por sus sirvientas; la aristocrática Cleo de Merode, quien arribó a Paris como bailarina de ballet clásico, y resultó una de las cortesanas más codiciadas de la ciudad; Emilianne de Alencon, una bisexual radiante que ─según la describen─ era dueña de perversidades como para competir con el Marqués de Sade.
Entre esa miríada de hermosuras que vivía de la más refinada prostitución y cuyos protectores eran los hombres más adinerados del orbe, comerciantes multimillonarios, afamados artistas, grandes políticos, príncipes y reyes, se encontraba una mujer por quien muchos hombres se suicidaron o se hicieron matar: Carolina Otero, La Bailarina Española.
Su nombre verdadero era Agustina Otero Iglesias, y había nacido el 4 de noviembre de 1868 en un pueblito pobrísimo de Pontevedra, España.
Hija de madre soltera y violada a los diez años, partió de la aldea con una compañía de cómicos portugueses que pasó por la localidad.
En Barcelona se hizo amante de un banquero que la promocionó como bailarina, y con él se fue a Marsella y después a París, donde, a los veinticuatro años, decidió cambiar su nombre, demasiado vulgar, por el de Carolina, y dio comienzo a su leyenda.
Carolina no solo se dedicaba a la danza, también podía actuar en el teatro y hasta cantar, al punto de que llegó a representar el protagónico de la ópera Carmen, de Bizet.
En la cúspide de su fama poseía su templo en el Folies Bergere de París. Visitó Nueva York, Europa, Argentina, Rusia y Cuba, entre otros países.
Como bailarina creó un estilo en el que se mezclaban el flamenco y el fandango con otras danzas exóticas, y danzaba envuelta en gasas transparentes bordadas con pedrería que insinuaban sus armoniosas formas.
Fue la primera artista española que logró fama internacional y a los treinta años amasaba una de las fortunas más importantes de su tiempo.
Versos Sencillos, ese libro que el pueblo cubano recita de memoria desde la más temprana infancia y que parece una cédula de identidad, fue escrito ─diría el propio poeta─ <<como jugando>> y por ello se pregunta en su prólogo:
<<¿Por qué se publica esta sencillez, escrita como jugando, y no mis encrespados Versos Libres, mis endecasílabos hirsutos, nacidos de grandes miedos, o de grandes esperanzas, o de indómito amor a la libertad, o de amor doloroso a la hermosura>>.
Ninguno de los poemas que integra Versos Sencillos tiene título algunos, solamente los números.
Sin embargo, no es únicamente el X, el poema que ha sido arbitrariamente titulado; al número IX (nueve), se le llama, La niña de Guatemala; al XXXIX (treinta y nueve), Le dicen La Rosa Blanca, y otros más, como, Yo soy un hombre sincero, al número I (uno).
Pero no es sobre este delirio de renombrarle a Martí sus poemas que quisiera escribir sino sobre quién era esa bellísima bailarina gallega que el poeta se negó a aceptar que lo fuera y la calificara de <<divina>>.
Martí encontró a Agustina Otero Iglesias, quien más tarde se nombró Carolina Otero, pero que fue más conocida como La Bella Otero, una noche de invierno en un teatro de Nueva York donde ella actuó en más de una ocasión, y él pudo entrar porque, dice el poema, no estaba la bandera española.
El siglo XIX fue prolijo en cortesanas deslumbrantes ─lo que hoy llamaríamos en Cuba jineteras despampanantes. El París de por entonces, en particular, era la capital donde rutilaban las más hermosas, libres y osadas hembras de la Belle Epoque.
En la Ciudad Luz se codearon Cora Pearl, la fogosa pelirroja que convirtió la procacidad y el desparpajo en su santo y seña; la bellísima Liane De Pugy, quien vaciaba bolsas muy rentables por sólo dejarse ver mientras se bañaba y era masajeada por sus sirvientas; la aristocrática Cleo de Merode, quien arribó a Paris como bailarina de ballet clásico, y resultó una de las cortesanas más codiciadas de la ciudad; Emilianne de Alencon, una bisexual radiante que ─según la describen─ era dueña de perversidades como para competir con el Marqués de Sade.
Entre esa miríada de hermosuras que vivía de la más refinada prostitución y cuyos protectores eran los hombres más adinerados del orbe, comerciantes multimillonarios, afamados artistas, grandes políticos, príncipes y reyes, se encontraba una mujer por quien muchos hombres se suicidaron o se hicieron matar: Carolina Otero, La Bailarina Española.
Su nombre verdadero era Agustina Otero Iglesias, y había nacido el 4 de noviembre de 1868 en un pueblito pobrísimo de Pontevedra, España.
Hija de madre soltera y violada a los diez años, partió de la aldea con una compañía de cómicos portugueses que pasó por la localidad.
En Barcelona se hizo amante de un banquero que la promocionó como bailarina, y con él se fue a Marsella y después a París, donde, a los veinticuatro años, decidió cambiar su nombre, demasiado vulgar, por el de Carolina, y dio comienzo a su leyenda.
Carolina no solo se dedicaba a la danza, también podía actuar en el teatro y hasta cantar, al punto de que llegó a representar el protagónico de la ópera Carmen, de Bizet.
En la cúspide de su fama poseía su templo en el Folies Bergere de París. Visitó Nueva York, Europa, Argentina, Rusia y Cuba, entre otros países.
Como bailarina creó un estilo en el que se mezclaban el flamenco y el fandango con otras danzas exóticas, y danzaba envuelta en gasas transparentes bordadas con pedrería que insinuaban sus armoniosas formas.
Fue la primera artista española que logró fama internacional y a los treinta años amasaba una de las fortunas más importantes de su tiempo.
Cuentan que sirvió de inspiración a grandes artistas de su época ya que tenía medidas perfectas de busto, cintura y caderas; es decir, 97-53-92, y desplegaba una sensualidad de serpiente adiestrada.
Se dice que el célebre arquitecto francés Charles Delmas modeló las cúpulas del hotel Carlton, de Cannes, alucinado por la extraña forma de sus senos.
Hay quienes afirman que reunió un tesoro en joyas costosísimas, y uno de sus amantes, el Zar de Rusia Nicolás II, le entregaba en cada uno de sus encuentros una joya de la corona de su país, en tanto, un banquero alemán le obsequió un collar que había pertenecido a la reina María Antonieta.
Según el cotejo de algunas nóminas se ha llegado a la conclusión de que entre sus incontables amantes estuvieron Guillermo II de Alemania, Nicolás II de Rusia, Leopoldo de Bélgica, Alfonso III de España y el político Aristíde Brian, con quien Carolina sostuvo una relación hasta que él murió.
También fue amante de Cornelius Vanderbilt, uno de los más grandes multimillonarios norteamericanos de todos los tiempos y el poeta italiano Gabrielle D'Annunzio le escribía versos, y De Dion, célebre propietario de una firma automovilística, le regaló el último modelo de su coche.
Carolina envejeció, y la afición que siempre había sentido por los casinos devino patológica. Comenzó a vender todas sus propiedades hasta que se arruinó. Se dice que dejó sobre los tapetes rojos una fortuna de cuarenta millones de francos oro.
Terminó instalándose en una habitación alquilada en un edificio insignificante de Niza, donde apenas tenía los muebles indispensables para sobrevivir. Se dice que su familia gallega le ofreció ayuda, pero ella la rechazó.
Carolina Otero tuvo una larga vida, murió el 10 de abril de 1965.
A grandes saltos, y sin tener en cuenta cientos de relatos, y las propias memorias de la Bella Otero, aquí está la historia, vida y muerte de la mujer que deslumbró a José Martí, en una gélida noche neoyorkina, y que le arrancó uno de los más intensos poemas que se halle en su obra.
X
El alma trémula y sola
Padece al anochecer:
Hay baile; vamos a ver
La bailarina española.
Han hecho bien en quitar
El banderón de la acera;
Porque si está la bandera,
No sé, yo no puedo entrar.
Ya llega la bailarina:
Soberbia y pálida llega:
¿Cómo dicen que es gallega?
Pues dicen mal: es divina.
Lleva un sombrero torero
Y una capa carmesí:
¡Lo mismo que un alelí
Que se pusiese un sombrero!
Se ve, de paso, la ceja,
Ceja de mora traidora:
Y la mirada, de mora:
Y como nieve la oreja.
Preludian, bajan la luz
Y sale en bata y mantón,
La virgen de la Asunción
Bailando un baile andaluz.
Alza, retando, la frente;
Crúzase al hombro la manta:
En arco el brazo levanta:
Mueve despacio el pie ardiente.
Repica con los tacones
El tablado zalamera,
Como si la tabla fuera
Tablado de corazones.
Y va el convite creciendo
En las llamas de los ojos,
Y el manto de flecos rojos
Se va en el aire meciendo.
Súbito de un salto arranca:
Húrtase, se quiebra, gira:
Abre en dos la cachemira,
Ofrece la bata blanca.
El cuerpo cede y ondea;
La boca abierta provoca;
Es una rosa la boca:
Lentamente taconea.
Recoge, de un débil giro,
El manto de flecos rojos:
Se va, cerrando los ojos,
Se va, como en un suspiro...
Baila muy bien la española;
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca a su rincón
El alma trémula y sola!
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