Alejandro Orfila
Por Guillermo A. Belt
Reencuentro
Los diplomáticos suelen reencontrarse en algún momento de su carrera. Recuerdo el Grupo de Brasilia, integrado por tres embajadores que allá por la década de 1970 se encontraron de nuevo en la OEA y con agrado adoptaron informalmente esta denominación por haber coincidido previamente en la capital brasileña.
Como funcionario internacional – aclaro, nunca me hice pasar por diplomático, a diferencia de algunos colegas de la Secretaría General – también experimenté, y muy gratamente, similares reencuentros.
Al concluir su trabajo para la reunión de presidentes en Punta del Este, Alejandro Orfila le había dirigido una carta al Secretario General Mora, agradeciéndole por la confianza depositada en él, y tuvo la gentileza de elogiar mi labor. El Dr. Mora me llamó a su despacho y me dio copia de la carta, agregando unas palabras amables. Por supuesto, llamé por teléfono a Orfila y le agradecí el gesto. Su respuesta fue que nos mantendríamos en comunicación.
Unos años después Orfila se reincorporó al servicio diplomático activo como embajador de Argentina en Washington. Un buen día recibí una invitación suya para una recepción en honor de los gobernadores estatales de Estados Unidos, reunidos en la capital en esos días. Fue una recepción muy elegante, trasmitida por televisión en vivo a la Argentina. Esa noche comencé a entender mejor a Orfila, un maestro de las relaciones personales y públicas.
Tras su elección como Secretario General de la OEA en 1975, el Embajador Orfila citó a los directores de departamento y oficina, uno por uno, para reunirse con él en su despacho en la embajada. Me recibió junto con Guillermo McGough, su Ministro Consejero, Jorge Labanca, funcionario argentino y colega en la OEA, y quizás alguien más.
En esta ocasión su tono fue más formal que cuando nos habíamos visto por última vez en aquella recepción. Resultaba obvio que nuestra relación entraba en una modalidad nueva. Me pidió que describiera mis funciones. De entrada, le dije que ponía a su disposición el cargo de director de la Oficina de Coordinación de Actividades de las Oficinas de la OEA en los Estados Miembros, por ser cargo de confianza en el que había sido nombrado por su antecesor. Orfila mostró su extrañeza y me preguntó si estaba cansado. Le contesté que me encontraba muy a gusto en mis funciones, pero que era mi obligación dejar el cargo en sus manos.
Concluida mi exposición resumida de las actividades que me habían sido encomendadas, Orfila dio por terminada la entrevista sin otro comentario. Al regreso a mi oficina en el Edificio Premier recibí una llamada telefónica de Labanca, quien me dijo que el jefe – así le llamaban sus allegados, como me enteraría después – había quedado muy bien impresionado conmigo. A diferencia de mis colegas, que habían aprovechado la entrevista para destacar sus logros, dijo Labanca, yo había sido el único en presentar mi renuncia. Y me comunicaba en nombre del jefe la confirmación en el cargo.
Repliegue táctico
Un alto funcionario de la Secretaría General, con muchos años de servicio y veterano de cien batallas por el poder burocrático, tuvo lista para la llegada de Orfila una orden ejecutiva mediante la cual se trasladaba mi oficina, con todas sus funciones y personal, de la Subsecretaría de Administración a la de Cooperación Técnica, donde él trabajaba. Había hecho bien su trabajo preparatorio y el Secretario General firmó la orden. De la noche a la mañana salí de la órbita de Portner y pasé a la de un flamante subsecretario, Santiago Meyer Picón, recién llegado de un ministerio en México.
Conservo gratos recuerdos del trato amable que me dispensó Santiago Meyer. Sin embargo, su interpretación del papel principal de las oficinas de la OEA en los Estados Miembros era distinta de la que yo había puesto en práctica, con pleno respaldo de don Galo.
Meyer pensaba que las oficinas debían dedicarse principalmente a brindar apoyo a los proyectos de cooperación técnica, o sea, desempeñar tareas administrativas. Don Galo me había encomendado la internacionalización del cargo de director de oficina; es decir, que cada oficina tuviese por director a una persona que no fuera nacional de ese Estado Miembro. Esto se logró, no sin dificultades, durante el mandato de Plaza, y los directores habían adquirido un estatus similar al de los representantes de Naciones Unidas en cada país.
Muy pronto me quedó claro que la interpretación del subsecretario y la de don Galo no serían conciliables. Surgieron las primeras tensiones. Se me presentaban dos opciones: librar batalla frontal contra un subsecretario recién nombrado, el mexicano de más alto rango en la Secretaría General, que abogaba por un cambio de enfoque, algo casi siempre grato a un nuevo Secretario General; o iniciar un repliegue táctico.
A mi nivel de director de oficina de servicios, clasificado como D-1 en el escalafón, no había una vacante a la que podría aspirar. No era factible ascender a un cargo D-2 de director de departamento como solución al conflicto con mi superior inmediato. Resuelto a no participar en una nueva concepción de las funciones de los directores de las oficinas de la OEA en los países miembros, que a mi modo de ver era errónea, decidí optar por un cargo de los llamados “directores de campo”.
Con el embajador de Chile en la OEA disfrutaba de una buena relación, gracias en parte a la amistad entre Manuel Trucco y mi padre. Le consulté informalmente sobre la posibilidad de solicitar mi traslado a Santiago. El embajador me contestó que le parecía una excelente idea, agregando que él mismo se la propondría a su amigo el Secretario General. Así lo hizo y sin demora se me nombró para representar a la Secretaría General en Chile.
Varios años antes había tomado una decisión sobre mi carrera en la OEA al optar por el área administrativa en vez de aspirar a un cargo vacante en el entonces Departamento Legal. Ese cargo de abogado lo obtuvo un compañero de curso en la Universidad de Villanueva, mi buen amigo José Ignacio Tremols, para bien del Departamento Legal. No me equivoqué en aquella oportunidad, y tampoco con el traslado a Chile.
Cuando me despedí del Secretario General, Alejandro Orfila me dio una instrucción muy clara, pero de difícil cumplimiento: “Proyecte una buena imagen de la OEA, sin perder de vista que el actual gobierno de Chile no goza de la simpatía de otros gobiernos en la Organización”. Hasta hoy no sé si le gustó mi decisión de alejarme de Washington, si bien era una medida provisional, al menos en lo que a mí concernía.
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