Friday, December 19, 2025

Un catalán visita La Habana (I)

 

Josep Pla, uno de los periodistas y escritores catalanes más importantes del siglo XX visitó La Habana en agosto de 1954 como parte de una encomienda del semanario Destino. El objetivo principal era escribir una serie de reportajes sobre Estados Unidos que se publicarían primero en Destino y luego aparecerían recogidos en su libro Viaje a América. Su visita a La Habana es un retrato tanto de la ciudad en 1954 como de las nociones predominantes en la España de la época sobre su antigua colonia y de los Estados Unidos en una suerte de Bienvenido Míster Marshall -la magnífica comedia de Berlanga- en dirección contraria.

CARTA DE CUBA

EL “Guadalupe” fondeó en la Habana frente a la Lonja Comercial, que es un edificio moderno, bastante vulgar y a dos pasos de la Aduana, fábrica poco atractiva, de la época de los norteamericanos. Muy cerca de estos edificios está la Administración principal de Correos. Mi primera salida del buque fue para mandar unas cartas. La Administración de Correos está instalada en un antiguo convento de franciscanos, del siglo XVIII, de un barroco pesadote y sin gracia. Yo no había visto nunca el correo instalado en las celdas y en los claustros de un convento, y a pesar de que en nuestro país hay tantas oficinas y cuarteles ubicados en construcciones conventuales, la cosa me sorprendió sobremanera. Ello me dio un ligero avance de lo que es la Habana actual: una mescolanza cafarnaúmica de casas novísimas y de esperpentos desvencijados. La Habana está en un período de transición. Sospecho que de la ciudad de la época colonial quedarán dentro de treinta años muy pocos rastros.

   Nuestro fondeadero está, pues, frente a la Habana vieja, en la ciudad colonial. Ésta es la parte de la ciudad que se me pone de entrada a mano. Más allá del convento que sirve de correos está, frente a las aguas turbias del puerto, el paseo de la Alameda, por la que se paseó durante tantos años la aristocracia colonial. Quedan imágenes ochocentistas de este paseo —caballeros de levita, sombrero de copa, patillas y bastones con puño de plata. El lugar revistió su esplendor máximo en la época de los negreros y de la trata, con el puerto lleno de bergantines y de fragatas. ¡Cuántos pobres, infortunados negritos africanos desembarcaron en este lugar! Todavía quedan muchos edificios de esta época, bastante decrépitos y desvencijados. Toda esta parte forma hoy el barrio del puerto, con sus tabernas de un americanismo imitado, donde el ron fluye abundantemente, sus mujeres blancas, negras o mulatas— o mulatas chinas —pintarrajeadas, sus pobres definitivos y sus hoteles y rincones equívocos y miserables. Un barrio de puerto tropical fue durante nuestra estancia en La Habana invadido por las tripulaciones de quince barcos de guerra de la escuadra norteamericana, disponiendo de abundantes dólares. ¡Espectáculo inenarrable!


Calle del Empedrado desde la Plaza de la Catedral

   Más allá de esta primera muralla de tabernas estilo “saloon” y de camastros, en la que es una importante arteria la calle de los oficios, que conserva algunos caserones españoles, con rejas en las ventanas y grandes portales de la época de la Alameda, hoy desvirtuados, se extiende el barrio colonial. Es un barrio de calles estrechas —pongamos como la calle Fernando— cortadas en ángulo recto, pero de casas más bajas. Este barrio, que concentra todavía una gran parte de la actividad comercial de la ciudad, es de una agitación trepidante, de una actividad fenomenal. En la Habana hay un ruido espantoso. El criollo —criaturas, jóvenes, hombres y mujeres de todas las edades— despide ruido, como el calamar despide tinta. Uno queda literalmente abrumado y, a la postre, muerto de fatiga, arrasado. Las actividades comerciales aquí son compatibles con las oleadas musicales de las vitrolas, con las peroraciones más vehementes, con las discusiones más ruidosas, con las exhalaciones musicales más destempladas a pesar de su tropicalismo básico. Los seres humanos viven aquí rodearlos de vibraciones del aire, de los matices y de las provinencias más diversas, sobre las cuales se dibuja a veces la línea quebrada de una rumba o de un mambo. No es extraño, pues, que al pasar por la calle se vea de pronto una negrita o una mulata, joven o vieja, gorda o flaca, que hace un gesto brusco —y casi diría inconsciente— con una nalga, y luego continúe andando. Estos movimientos de las popas femeninas forman parte del espíritu de la ciudad.

   La Habana ha suprimido los tranvías. Circulan por las calles de la ciudad, que tiene, con sus barrios residenciales extremos, unos 800.000 habitantes, 70.000 automóviles magníficos, todos americanos. (En mis correrías no he podido ver más que dos coches franceses). Estos coches circulan a velocidades fenomenales. Los coches utilizan poco el claxon; hay pocos guardias, y la circulación es ordenada; pero el ruido que segregan es una tromba constante. Los autobuses, numerosísimos, le dejan a uno trepidante y arrasado. Este barrio delirante, de calles angostas, asfixiado por toda clase de vehículos motorizados, saturado de almacenes, de tiendas, de despachos, de tabernas, de comercios de todas clases, denso de blancos, negros y mulatos, de pobres y ricos, de marineros exóticos, de vendedores ambulantes, de músicos destemplados, de chinos arcaicos, con un relente de fruta en descomposición, de freidurías de plátanos, de pargos guisados y de ron sabroso y deslumbrador, rezuma una sensualidad obsesiva de camastro humeante. Es una sensualidad que riela como un rayo lunar sudoroso, bochornoso, y que penetra en las escasas defensas humanas. Sobre esta febricitante y tibia titilación parecen flotar las miradas de una tristeza animal insondable de los negros; la blancura de los dientes rutilantes de las mulatas; el aleteo de los sombreros de paja, las guayaberas flácidas y cubanas de los hombres, las pantorrillas escuálidas, de color de chocolate, sobre los tacones altos. Y lo curioso es que en este barrio viven los emigrantes más ahorradores de la isla, los más tenaces, los más ávidos, seres desprovistos de nervios, las hormigas humanas más obsesionadas por la plata.

Calle Monte, 1954

   El cubano utiliza la guayabera a todo pasto. Hay pueblos en el mundo que tienden a ponerse la camisa fuera de los pantalones, y esta prenda cubana no es más que una camisa algo más corta que las camisas ordinarias situada fuera de los pantalones. Hay pueblos, por el contrario, que tienden a llevar la camisa sujeta y embutida en los paños. Yo no sé si esto obedece a dos concepciones distintas del mundo. Lo único que me aseguran es que la prenda es fresca y que constituye una especie de uniforme tropical. No creo que obedezca, en ningún caso, a un prejuicio de modernidad ni de singularidad. Es una herencia funcional que, sin duda, ha creado el clima. Los criollos son ruidosos, pero tradicionales. Por ejemplo: no han aceptado los pantalones cortos de los anglosajones y sudan de las rodillas impávidamente. El “short” es mal mirado. Las señoras no llevan pantalones. Pero esto obedece quizás a que la popa de las cubanas es demasiado grande para sacrificarla a una prenda que minimiza las esfericidades. Sobre la guayabera se ponen, a veces, una corbatita de lazo.

    En el barrio colonial de la Habana están las últimas manifestaciones arqueológicas del colonialismo. Este barrio fue un día amurallado. Las murallas cayeron, pero dentro de lo que fue su recinto están la antigua Capitanía General (hoy Ayuntamiento de la ciudad); el Palacio del Segundo Cabo (Gobierno Militar), contiguo a Capitanía; la Catedral, que no tiene nada de particular y está desprovista de la petulancia colonial; el colegio de los Padres Jesuitas y algunas fábricas más. El edificio de más empaque es la antigua Capitanía. Es ya un poco difícil imaginar que aquí vivieron Martínez Campos, Blanco y Weyler —que aquí pronuncian Ueiler—, tan anacrónico en este mundo polvoriento y borroso. “¡Sic transit!” En la escalera principal de la casa está una gran pintura describiendo la muerte de Maceo en la Manigua, el pecho ensangrentado sobre hierba verde y unas palmeras esbeltas como surtidores arbóreos. Del pasado queda bien poca cosa. Sin embargo, estas piedras son nobles y no hacen ningún daño. Las piedras se patinan maravillosamente en La Habana.

   En este barrio está también el teatro Martí, tan célebre en los anales de la presencia catalana; pero a los cubanos les interesan poco las antiguallas, que encuentran feas precisamente porque a nosotros nos gustan: es decir, porque son antiguallas. Este barrio colonial tiene, me parece, los años contados. Se convertirá — todo parece indicarlo— en una urbanización de estructuras norteamericanas. Cuba vive fascinada por los Estados Unidos. Ustedes habrán oído decir que los países sudamericanos mantienen una reticencia explícita frente a la gran potencia del norte. Es verdad.

   Casi todo el hemisferio occidental depende, en el terreno económico y en otros terrenos, de un comprador omnipotente. “¡Los Estados Unidos son potentes y grandes!”, escribió Rubén Darío hace ya muchos años. En el fondo de la reticencia está un poco de envidia, no hemos de engañarnos.

PASEO POR LA HABANA

   La ciudad de la Habana propiamente dicha ocupa el espacio meridional del puerto, y se desarrolla hacia el sur y sobre el litoral. En un momento determinado la ciudad rebasa las murallas; y el primer movimiento de ensanche —el primero y el último de la época colonial— fue el paseo llamado del Prado. El paseo sale de la Punta del malecón. El malecón era entonces más estrecho que ahora. En la Punta se llevaban a bañar los caballos de la guarnición. La creación del malecón como una soberbia avenida fue obra del presidente Machado. El Prado nace, pues, de las explanadas del malecón. Es una calle bonita, porticada con unos porches demasiados estrechos y rectangulares —para mi gusto se entiende—. En la Habana hay pocos arcos de medio punto. Sus porchadas son de ángulos rectos, No sé por qué será. Es una lástima. Este paseo es bonito. Es uno de los mayores centros de la ciudad y tiene algunos excelentes escaparates. Al final de la calle —que tiene, como nuestras Ramblas, el paso de peatones en su parte central— y que está sombreada por flamboyanes (no aseguro la información, que debo a un chófer de taxi, y porque mis conocimientos de botánica tropical son escasos), al final de la calle, repito, hay una gran plaza, el Parque Central, en la que hay dos importantes edificios: El Centro Gallego y el Centro Asturiano, con el Teatro Payret al fondo.

 


   En esta parte del primer ensanche de la Habana se encuentran el Capitolio, sede del poder legislativo, edificio poco afortunado y no por razones relacionadas con los avalares que el poder legislativo suele pasar a menudo en muchas repúblicas de este hemisferio, sino por razones arquitectónicas de base; está también el Palacio de la Presidencia de la República y el monumento vertical a José Martí, que se está construyendo con un gusto que la opinión acepta con un cierto esfuerzo. Alrededor de esta vertical se está construyendo un enorme Palacio de Justicia; la Administración Central de Correos y Comunicaciones; el Tribunal de Cuentas y algún enorme edificio más, todo ello de estilo funcional, colocado sobre columnas de cemento armado de gusto francamente norteamericano. La Habana es una ciudad que quedará sumergida totalmente, dentro de pocos años, en la concepción de la vida norteamericana. Está por ver si los criollos la digerirán.

   En el Capitolio hay una cúpula de oro y un gran diamante en la entrada. Estos son detalles que hay que destacar o, al menos, que los naturales destacan.

   El arrasamiento de las murallas ha permitido que esta ciudad tuviera un gran paseo marítimo, de una anchura y de un aire que para un europeo resulta sensacional. El paseo propiamente dicho se inicia en la terminación del muelle comercial, que está, naturalmente, cerrado; sigue la embocadura del puerto y continúa sobre el litoral. Este paseo es el Malecón, el célebre Malecón de la Habana, urbanización prodigiosa, de curvas majestuosas, con jardines, monumentos y —por la noche— una concentración de luminotecnia comercial impresionante. Aquí encontramos, sucesivamente, el monumento a Máximo Gómez, el monumento al general Maceo (ambos ecuestres), el que recuerda el hundimiento del “Maine”, el monumento al presidente Teodoro Roosevelt, al cual se ha añadido un testimonio perenne de la estimación que en la ciudad tiene la memoria de E. D. Roosevelt. El malecón sigue hacia los grandes hoteles, entre los que destaca el Hotel Nacional, de fama vastísima, para terminar en la Embajada norteamericana, edificio que es una imitación reducida de la O.N.U. en Nueva York. Es un edificio de paredes de cristal, una caja de pisos superpuestos llena de despachos. El edificio en este clima sería inconcebible si los americanos no hubieran inventado antes el aire condicionado. La teoría de que la arquitectura es un producto del clima ha hecho crisis desde el momento en que el clima interior se regula por los aparatos creadores de temperaturas artificiales.

Embajada de Estados Unidos

   El Malecón es un fenómeno urbanístico soberbio, que indica que la ciudad ha sido en los últimos años pensada. Aunque sospecho que es, en pobre, algo que semeja urbanizaciones semejantes de Florida, no puede negarse su importancia. El Malecón está flanqueado por una edificación que permite ver, sucesivamente, todas las etapas por que ha pasado la ciudad, desde la época colonial, el primer ensanche y la Habana del presidente Machado, hasta el funcionalismo yanqui, que ha sido la característica de la etapa del presidente Batista, el cual, como buen dictador, ha tenido un mal de piedra considerable, para decirlo en vernáculo.

   El Malecón, siendo uno de los primeros y más cómodos accesos de los repartos residenciales a la Habana antigua, la gran avenida tiene un tránsito activísimo y fenomenal. Cuando el viajero entra en el puerto, lo primero que ve son los destellos del sol sobre la riada de hojalata de los coches americanos.

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