Josep Pla, uno de
los periodistas y escritores catalanes más importantes del siglo XX visitó La
Habana en agosto de 1954 como parte de una encomienda del semanario Destino. El
objetivo principal era escribir una serie de reportajes sobre Estados Unidos
que se publicarían primero en Destino y luego aparecerían recogidos en su libro
Viaje a América. Su visita a La Habana es un retrato tanto de la ciudad en 1954
como de las nociones predominantes en la España de la época sobre su antigua
colonia y de los Estados Unidos en una suerte de Bienvenido Míster Marshall -la magnífica comedia de Berlanga- en dirección contraria.
CARTA DE CUBA
EL “Guadalupe”
fondeó en la Habana frente a la Lonja Comercial, que es un edificio moderno,
bastante vulgar y a dos pasos de la Aduana, fábrica poco atractiva, de la época
de los norteamericanos. Muy cerca de estos edificios está la Administración
principal de Correos. Mi primera salida del buque fue para mandar unas cartas.
La Administración de Correos está instalada en un antiguo convento de
franciscanos, del siglo XVIII, de un barroco pesadote y sin gracia. Yo no
había visto nunca el correo instalado en las celdas y en los claustros de un
convento, y a pesar de que en nuestro país hay tantas oficinas y cuarteles
ubicados en construcciones conventuales, la cosa me sorprendió sobremanera.
Ello me dio un ligero avance de lo que es la Habana actual: una mescolanza
cafarnaúmica de casas novísimas y de esperpentos desvencijados. La Habana está
en un período de transición. Sospecho que de la ciudad de la época colonial
quedarán dentro de treinta años muy pocos rastros.
Nuestro fondeadero está, pues, frente a la
Habana vieja, en la ciudad colonial. Ésta es la parte de la ciudad que se me
pone de entrada a mano. Más allá del convento que sirve de correos está, frente
a las aguas turbias del puerto, el paseo de la Alameda, por la que se paseó
durante tantos años la aristocracia colonial. Quedan imágenes ochocentistas de
este paseo —caballeros de levita, sombrero de copa, patillas y bastones con
puño de plata. El lugar revistió su esplendor máximo en la época de los negreros
y de la trata, con el puerto lleno de bergantines y de fragatas. ¡Cuántos
pobres, infortunados negritos africanos desembarcaron en este lugar! Todavía
quedan muchos edificios de esta época, bastante decrépitos y desvencijados.
Toda esta parte forma hoy el barrio del puerto, con sus tabernas de un
americanismo imitado, donde el ron fluye abundantemente, sus mujeres blancas,
negras o mulatas— o mulatas chinas —pintarrajeadas, sus pobres definitivos y
sus hoteles y rincones equívocos y miserables. Un barrio de puerto tropical fue
durante nuestra estancia en La Habana invadido por las tripulaciones de
quince barcos de guerra de la escuadra norteamericana, disponiendo de
abundantes dólares. ¡Espectáculo inenarrable!
| Calle del Empedrado desde la Plaza de la Catedral |
Más allá de esta primera muralla de tabernas estilo “saloon” y de camastros, en la que es una importante arteria la calle de los oficios, que conserva algunos caserones españoles, con rejas en las ventanas y grandes portales de la época de la Alameda, hoy desvirtuados, se extiende el barrio colonial. Es un barrio de calles estrechas —pongamos como la calle Fernando— cortadas en ángulo recto, pero de casas más bajas. Este barrio, que concentra todavía una gran parte de la actividad comercial de la ciudad, es de una agitación trepidante, de una actividad fenomenal. En la Habana hay un ruido espantoso. El criollo —criaturas, jóvenes, hombres y mujeres de todas las edades— despide ruido, como el calamar despide tinta. Uno queda literalmente abrumado y, a la postre, muerto de fatiga, arrasado. Las actividades comerciales aquí son compatibles con las oleadas musicales de las vitrolas, con las peroraciones más vehementes, con las discusiones más ruidosas, con las exhalaciones musicales más destempladas a pesar de su tropicalismo básico. Los seres humanos viven aquí rodearlos de vibraciones del aire, de los matices y de las provinencias más diversas, sobre las cuales se dibuja a veces la línea quebrada de una rumba o de un mambo. No es extraño, pues, que al pasar por la calle se vea de pronto una negrita o una mulata, joven o vieja, gorda o flaca, que hace un gesto brusco —y casi diría inconsciente— con una nalga, y luego continúe andando. Estos movimientos de las popas femeninas forman parte del espíritu de la ciudad.
La Habana ha suprimido los tranvías.
Circulan por las calles de la ciudad, que tiene, con sus barrios residenciales
extremos, unos 800.000 habitantes, 70.000 automóviles magníficos, todos
americanos. (En mis correrías no he podido ver más que dos coches franceses).
Estos coches circulan a velocidades fenomenales. Los coches utilizan poco el
claxon; hay pocos guardias, y la circulación es ordenada; pero el ruido que
segregan es una tromba constante. Los autobuses, numerosísimos, le dejan a uno
trepidante y arrasado. Este barrio delirante, de calles angostas, asfixiado por
toda clase de vehículos motorizados, saturado de almacenes, de tiendas, de
despachos, de tabernas, de comercios de todas clases, denso de blancos, negros
y mulatos, de pobres y ricos, de marineros exóticos, de vendedores ambulantes,
de músicos destemplados, de chinos arcaicos, con un relente de fruta en
descomposición, de freidurías de plátanos, de pargos guisados y de ron sabroso
y deslumbrador, rezuma una sensualidad obsesiva de camastro humeante. Es una
sensualidad que riela como un rayo lunar sudoroso, bochornoso, y que penetra en
las escasas defensas humanas. Sobre esta febricitante y tibia titilación
parecen flotar las miradas de una tristeza animal insondable de los negros; la
blancura de los dientes rutilantes de las mulatas; el aleteo de los sombreros
de paja, las guayaberas flácidas y cubanas de los hombres, las pantorrillas
escuálidas, de color de chocolate, sobre los tacones altos. Y lo curioso es que
en este barrio viven los emigrantes más ahorradores de la isla, los más
tenaces, los más ávidos, seres desprovistos de nervios, las hormigas humanas
más obsesionadas por la plata.
| Calle Monte, 1954 |
El cubano utiliza la guayabera a todo pasto. Hay pueblos en el mundo que tienden a ponerse la camisa fuera de los pantalones, y esta prenda cubana no es más que una camisa algo más corta que las camisas ordinarias situada fuera de los pantalones. Hay pueblos, por el contrario, que tienden a llevar la camisa sujeta y embutida en los paños. Yo no sé si esto obedece a dos concepciones distintas del mundo. Lo único que me aseguran es que la prenda es fresca y que constituye una especie de uniforme tropical. No creo que obedezca, en ningún caso, a un prejuicio de modernidad ni de singularidad. Es una herencia funcional que, sin duda, ha creado el clima. Los criollos son ruidosos, pero tradicionales. Por ejemplo: no han aceptado los pantalones cortos de los anglosajones y sudan de las rodillas impávidamente. El “short” es mal mirado. Las señoras no llevan pantalones. Pero esto obedece quizás a que la popa de las cubanas es demasiado grande para sacrificarla a una prenda que minimiza las esfericidades. Sobre la guayabera se ponen, a veces, una corbatita de lazo.
En este barrio está también el teatro Martí,
tan célebre en los anales de la presencia catalana; pero a los cubanos les
interesan poco las antiguallas, que encuentran feas precisamente porque a
nosotros nos gustan: es decir, porque son antiguallas. Este barrio colonial
tiene, me parece, los años contados. Se convertirá — todo parece indicarlo— en
una urbanización de estructuras norteamericanas. Cuba vive fascinada por los
Estados Unidos. Ustedes habrán oído decir que los países sudamericanos
mantienen una reticencia explícita frente a la gran potencia del norte. Es
verdad.
Casi todo el hemisferio occidental depende,
en el terreno económico y en otros terrenos, de un comprador omnipotente. “¡Los
Estados Unidos son potentes y grandes!”, escribió Rubén Darío hace ya muchos
años. En el fondo de la reticencia está un poco de envidia, no hemos de
engañarnos.
PASEO POR LA
HABANA
La ciudad de la Habana propiamente dicha ocupa el espacio meridional del puerto, y se desarrolla hacia el sur y sobre el litoral. En un momento determinado la ciudad rebasa las murallas; y el primer movimiento de ensanche —el primero y el último de la época colonial— fue el paseo llamado del Prado. El paseo sale de la Punta del malecón. El malecón era entonces más estrecho que ahora. En la Punta se llevaban a bañar los caballos de la guarnición. La creación del malecón como una soberbia avenida fue obra del presidente Machado. El Prado nace, pues, de las explanadas del malecón. Es una calle bonita, porticada con unos porches demasiados estrechos y rectangulares —para mi gusto se entiende—. En la Habana hay pocos arcos de medio punto. Sus porchadas son de ángulos rectos, No sé por qué será. Es una lástima. Este paseo es bonito. Es uno de los mayores centros de la ciudad y tiene algunos excelentes escaparates. Al final de la calle —que tiene, como nuestras Ramblas, el paso de peatones en su parte central— y que está sombreada por flamboyanes (no aseguro la información, que debo a un chófer de taxi, y porque mis conocimientos de botánica tropical son escasos), al final de la calle, repito, hay una gran plaza, el Parque Central, en la que hay dos importantes edificios: El Centro Gallego y el Centro Asturiano, con el Teatro Payret al fondo.
En esta parte del primer ensanche de la
Habana se encuentran el Capitolio, sede del poder legislativo, edificio poco
afortunado y no por razones relacionadas con los avalares que el poder
legislativo suele pasar a menudo en muchas repúblicas de este hemisferio, sino
por razones arquitectónicas de base; está también el Palacio de la Presidencia
de la República y el monumento vertical a José Martí, que se está construyendo
con un gusto que la opinión acepta con un cierto esfuerzo. Alrededor de esta
vertical se está construyendo un enorme Palacio de Justicia; la Administración
Central de Correos y Comunicaciones; el Tribunal de Cuentas y algún enorme
edificio más, todo ello de estilo funcional, colocado sobre columnas de cemento
armado de gusto francamente norteamericano. La Habana es una ciudad que quedará
sumergida totalmente, dentro de pocos años, en la concepción de la vida
norteamericana. Está por ver si los criollos la digerirán.
En el Capitolio hay una cúpula de oro y un
gran diamante en la entrada. Estos son detalles que hay que destacar o, al
menos, que los naturales destacan.
El arrasamiento de las murallas ha permitido
que esta ciudad tuviera un gran paseo marítimo, de una anchura y de un aire que
para un europeo resulta sensacional. El paseo propiamente dicho se inicia en la
terminación del muelle comercial, que está, naturalmente, cerrado; sigue la
embocadura del puerto y continúa sobre el litoral. Este paseo es el Malecón, el
célebre Malecón de la Habana, urbanización prodigiosa, de curvas majestuosas,
con jardines, monumentos y —por la noche— una concentración de luminotecnia
comercial impresionante. Aquí encontramos, sucesivamente, el monumento a Máximo
Gómez, el monumento al general Maceo (ambos ecuestres), el que recuerda el
hundimiento del “Maine”, el monumento al presidente Teodoro Roosevelt, al cual
se ha añadido un testimonio perenne de la estimación que en la ciudad tiene la
memoria de E. D. Roosevelt. El malecón sigue hacia los grandes hoteles,
entre los que destaca el Hotel Nacional, de fama vastísima, para terminar en la
Embajada norteamericana, edificio que es una imitación reducida de la O.N.U. en
Nueva York. Es un edificio de paredes de cristal, una caja de pisos
superpuestos llena de despachos. El edificio en este clima sería inconcebible
si los americanos no hubieran inventado antes el aire condicionado. La teoría
de que la arquitectura es un producto del clima ha hecho crisis desde el
momento en que el clima interior se regula por los aparatos creadores de
temperaturas artificiales.
| Embajada de Estados Unidos |
El Malecón es un fenómeno urbanístico soberbio, que indica que la ciudad ha sido en los últimos años pensada. Aunque sospecho que es, en pobre, algo que semeja urbanizaciones semejantes de Florida, no puede negarse su importancia. El Malecón está flanqueado por una edificación que permite ver, sucesivamente, todas las etapas por que ha pasado la ciudad, desde la época colonial, el primer ensanche y la Habana del presidente Machado, hasta el funcionalismo yanqui, que ha sido la característica de la etapa del presidente Batista, el cual, como buen dictador, ha tenido un mal de piedra considerable, para decirlo en vernáculo.
El Malecón, siendo uno de los primeros y más
cómodos accesos de los repartos residenciales a la Habana antigua, la gran
avenida tiene un tránsito activísimo y fenomenal. Cuando el viajero entra en el
puerto, lo primero que ve son los destellos del sol sobre la riada de hojalata
de los coches americanos.
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