Por Borja Hermoso
Una visión sagrada del cuerpo femenino y su contemplación como sujeto pasivo de profanación y violencia poblaron siempre el pensamiento y la obra de Ana Mendieta (La Habana, 1948-Nueva York, 1985). Algunos de los dibujos, de las fotografías y de las películas que podrán contemplarse a partir del próximo sábado en la pequeña exposición de la madrileña galería Nogueras Blanchard así lo atestiguan. Pero probablemente nunca se sabrá si aquella madrugada de 1985 en que se precipitó desde el piso 34º de su casa en el Greenwich Village fue un suicidio, un accidente o la confirmación de esos fantasmas profanadores en forma de asesinato. ¿Se arrojó Ana Mendieta por la ventana? ¿Y por qué? ¿Se cayó? ¿Y cómo? ¿La arrojó su esposo, el también artista —y estrella mundial— Carl Andre? ¿Y en qué circunstancias?
Desde un punto de vista jurídico, la tercera opción quedó desactivada tres años después del suceso, cuando un juez de Nueva York exculpó al escultor y figura destacada del arte minimalista por falta de pruebas. Pero en un plano afectivo-emocional-subjetivo, la cosa es distinta. Ni la familia de la artista cubana, que tenía 36 años cuando murió; ni muchos de sus seguidores y coleccionistas; ni plataformas activistas como Whereisanamendieta, Sisters Uncut o No Wave Task Force han cejado en el empeño de defender la hipótesis del asesinato.
Consecuencia de ello son los actos de protesta que suelen organizar esos colectivos ante los museos y las galerías que montan exposiciones de Carl Andre por el mundo. En realidad la indignación suele ir dirigida a los patronos de la Dia Art Foundation, la institución estadounidense que gestiona la obra del escultor. El ejemplo más sonado fue la concentración de más de 500 personas convocadas por los grupos Guerrilla Girls y Women’s Action Coalition ante el Guggenheim de Nueva York en 1992 cuando fue inaugurada una antológica sobre Andre. Los manifestantes esparcieron cientos de fotocopias con obras de Ana Mendieta por las salas del centro.
También hubo problemas en las puertas de la Tate Modern de Londres cuando en junio de 2016, y con motivo de la reapertura del museo tras su remodelación, componentes de Sisters Uncut y Whereisanamendieta se manifestaron al grito de “¡Tate, queremos venganza, ¿dónde coño está Ana Mendieta?” en protesta contra el privilegiado lugar que en su opinión otorgaron a Carl Andre en la nueva presentación de la colección y el ninguneo con el que condenaron a la artista fallecida, de la que la Tate posee varias obras.
El director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja Villel, explica así cómo se desarrollaron los hechos cuando abrió sus puertas la gran muestra dedicada a Andre en el Palacio de Velázquez en mayo de 2015: “Nosotros no tuvimos muchos problemas, aunque alguna protesta hubo. Pero aquella exposición venía de la Dia Art Foundation de Estados Unidos y, por lo que me dijo en su día Philippe Vergne, que entonces era su director, les costó mucho convencer a algunos de los patronos de la fundación para organizarla. Hay que decir que la reputación de Carl Andre había quedado bastante tocada tras la muerte de Mendieta, y ya se sabe: al mundo del arte —bueno, como le pasa al resto de la sociedad, vaya— no le suele gustar mezclarse con según qué reputaciones”. En aquella ocasión, una decena de mujeres con camisetas manchadas de sangre irrumpió en la exposición al grito de “¡Frente a la injusticia, injusticia, y tu sangre, tu sangre, usamos nuestros cuerpos en señal de protesta, protesta, y gritamos con tu cuerpo arrojado al vacío no, no, no!”.
Lo cierto es que ni el contexto en el que se produjo la muerte de la autora de Rape Scene (Escena de violación) y Death Of A Chicken (Muerte de un pollo) ni el modo en que transcurrió el juicio a Andre contribuyeron a la calma social en torno a este trágico episodio. Sucesivas presiones ejercidas por los círculos de amistad del escultor en el mundo del arte desembocaron en el hecho de que no lo juzgase un jurado popular, como tenía que haber sido, sino un juez. Y la altísima fianza que le fue impuesta la pagó su amigo el también escultor y estrella mundial Frank Stella. Los abogados de Carl Andre pusieron todo su empeño en resaltar las supuestas tendencias depresivas de la artista. Los de la familia Mendieta no acertaron a hacer valer como pruebas inculpatorias los arañazos que tenía Carl Andre en su rostro cuando llegó la policía ni los gritos de “¡Nooo, nooo!” que varios vecinos aseguraron haber oído antes de la caída de Ana Mendieta.
Pero no todo el mundo, ni mucho menos, defiende la tesis del asesinato de Mendieta. Es el caso de Barbara Rose, que fue una de las grandes críticas de arte y comisarias artísticas en la escena estadounidense de los setenta, ochenta y noventa, y precisamente exesposa de Frank Stella. “Las feministas han acusado siempre a Carl Andre de matar a Ana, que entonces era su esposa. Él no lo hizo. Los dos estaban borrachos y ella se cayó por la ventana. Carl Andre no era capaz de hacer daño ni a una mosca”, asegura Rose a El País Semanal desde su casa de Palm Beach.
Las postales que en 1984 escribió Ana Mendieta desde Italia y Malta a su madre, Raquel, integrarán junto con una serie de dibujos y tres películas cortas la exposición de la galería Nogueras Blanchard, Tropic-Ana, “una muestra pequeña e íntima que a través de esos dibujos y de sus notas personales quiere regresar a lo más privado de Ana”, según el artista cubano Wilfredo Prieto, comisario de la muestra.
Esas postales, que nunca han sido expuestas en público, no constituirán nunca una prueba jurídica sobre la culpabilidad o inocencia de nadie ni sobre la resolución de ningún posible crimen. Pero sí sugieren alguna idea sobre el estado de ánimo en que debía de encontrarse Ana Mendieta apenas unos meses antes de su muerte. No parecía el de alguien que tuviera programado quitarse de en medio a corto o medio plazo: “Querida Mamita, nada más unas líneas para darte la buena noticia de que voy a tener una muestra en Roma que inaugura marzo 21 la galería Primo Piano. En fin mis labores empiezan a tener fruto. Espero que estés bien y que ya el frío a pasado de Iowa [sic]. Recibí una carta de Ignacio muy cariñosa y fotos del nuevo sobrino. Me alegro mucho por todos. Un besote. Tu hijita Ana”, escribe desde Nápoles.
Raquel Cecilia Mendieta, sobrina de Ana Mendieta y responsable de su legado junto con su madre y hermana de la artista, Raquelín, explica así desde Nueva York el valor de esos documentos: “Esas postales revelan la inspiración generada en Ana al visitar lugares como Malta y su entusiasmo por su primera exposición individual en Roma”. Fue precisamente en Roma donde Mendieta ejecutó los dibujos que ahora podrán contemplarse en Madrid. Raquel Cecilia Mendieta es autora del documental Whispering Cave (La cueva de los susurros), un precioso road trip en busca de las esculturas sobre roca que Mendieta hizo en 1982 en las montañas de Jaruco, en Cuba. En la actualidad ultima otra película sobre la vida y obra de su tía.
Ana Mendieta empezó pintando de muy joven, pero pronto sintió que estaba ante un soporte y unas posibilidades creativas en exceso convencionales para sus ansias expresivas. “Dejó de pintar porque sintió que las pinturas no transmitían la magia que esperaba proyectar, la cual descubrió cuando comenzó a usar su cuerpo como medio”, detalla su sobrina y hoy máxima experta en su obra. Ana Mendieta perseguía la tierra, y el aire, y el agua, y el fuego, en un camino casi obsesivo de fusión entre la naturaleza y el arte. Eso la llevó al land art. Pero sobre todo perseguía su propio cuerpo y, desde él, el cuerpo femenino. Así que desembocó en el body art. Todo ello tamizado por cierta espiritualidad a caballo entre su educación católica y su gran afición a los rituales de la santería cubana.
Hija de un prestigioso político y de una profesora de química, su padre rompió pronto con la revolución castrista y cayó en desgracia. Ana, de 12 años, y su hermana Raquel, de 14, fueron enviadas a Estados Unidos en 1961, en el marco de la llamada Operación Pedro Pan orquestada por círculos católicos de La Habana. De casa en casa y de Estado en Estado (Florida, Iowa…), Ana Mendieta pasó 5 años sin su madre y 18 sin su padre. Exilio, soledad y sentimiento de pérdida se incrustarían de forma indeleble en su vida y en su obra, que se forjó sobre todo en la Universidad de Iowa de la mano del artista Hans Breder. Fue allí, en 1973, cuando ejecutó —como homenaje a una compañera que había sido violada en el campus— su performance Rape Scene, la obra que con tan solo 25 años catapultó su nombre a la escena artística de EE UU.
Manuel Borja Villel admira su figura y la tilda de “artista importantísima en el panorama internacional”, aunque lamenta su tardío reconocimiento: “Más allá de su muerte trágica, que le añade mito a la cosa”, señala, “hay que decir que la generación de creadoras de la que Mendieta o Nancy Spero forman parte tardó años en explotar porque estaba presa entre dos masas tectónicas: la de los grandes artistas estadounidenses de los sesenta y los setenta —casi todos hombres—, como Donald Judd o Dan Flavin, y la siguiente generación de los ochenta, con artistas más bien ligados al neoexpresionismo y la vanguardia, como Schnabel”.
El director del Reina Sofía, que espera confirmar en breve la donación de una obra de Mendieta por parte de uno de los patronos del museo, analiza así la dimensión creativa de la pintora, escultora y performer nacida en La Habana: “Es una artista que claramente se sitúa entre dos culturas: la cubana y la norteamericana. Y este elemento intercultural hoy está del todo aceptado, pero en aquellos años resultaba mucho más disruptivo. Y aún lo fue más en aquel entonces la introducción que ella hizo de todos esos elementos y temas que tienen que ver con el feminismo, la sangre, el cuerpo de la mujer y la violencia ejercida contra ella…, y además todo ello con un toque como grotesco que yo creo que le venía sobre todo de Goya”.
¿Feminista? ¿Activista? ¿Artivista? Frente al furor que su figura despertó siempre en esos círculos, su sobrina Raquel Cecilia Mendieta pone las cosas en su justo lugar: “No se consideraba feminista, pero fue una mujer que usó su cuerpo y sus experiencias como mujer en su obra. De hecho, su obra temprana tiene mucho que ver con su propio interrogatorio hacia su identidad como latina, como mujer y como persona desplazada de su patria”. Tampoco se dejó utilizar por ciertas profesionales del activismo que, a su llegada a Nueva York en 1978, vieron en ella un objetivo prioritario como estandarte. “Pronto descubrió”, añade su sobrina, “que el feminismo era ‘un movimiento de mujeres blancas’ y se desilusionó”.
Fue en aquel efervescente Nueva York de los ochenta donde Ana Mendieta se encontró demasiado pronto con la muerte. Le esperaban probablemente el éxito del prestigio y el comercial. Pero su cuerpo acabó sobre el tejado de una tienda de comida de la calle Mercer de Manhattan. Crimen, suicidio, accidente… Solo Carl Andre lo sabe. “La familia mantiene la posición de que Ana fue asesinada por su marido, que tenía tendencias violentas hacia las mujeres. Ella estaba muy contenta, llena de planes para su futuro como artista y con idea de divorciarse de Andre”, dice su sobrina. El misterio Mendieta sigue ahí. Y seguirá para los restos, con toda probabilidad.
*Tomado de El País
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