Por Alejandro González Acosta. Ciudad de México
Cuando el belga René Magritte (1898-1967) exhibió en 1928 su célebre lienzo con la pipa negándose a sí misma (Ceci n’est pas une pipe), hizo más que un cuadro: expresó una lección de filosofía y de política. Porque una imagen como tal es sólo eso, no lo representado, lo cual es mucho más complejo. La obra que figura a Venus no es Venus misma, sino tan sólo su reflejo a través de la visión del pintor o el escultor: es un artificio humano, un “engaño fatal de los sentidos”.
Como un buen comunista (aunque permaneció serenamente en la Bélgica ocupada por los nazis), Magritte sabía muy bien de la manipulación ideológica y de los espejismos que propicia el arte, según demostró en la serie La trahison des images (1928-1929), donde se incluye su célebre cuadro. El pintor, quien comenzó haciendo publicidad comercial con su arte, fue después un entusiasta colaborador del padre de la propaganda soviética, Willi Münzenberg, a su vez inspirador de Joseph Goebbels.
Lo anterior viene a cuento por los recientes sucesos del grupo autodenominado “Clandestinos”. Y quizá puede servir para algunas reflexiones.
Los cubanos padecemos a José Martí como una pesada herencia que compromete y obliga: casi desde su muerte, se construyó progresivamente una imagen de él para que fuera el referente absoluto de todos sus compatriotas.
Hace muchos años escuché entre asombrado y desconcertado a un buen amigo, declarando en público que ya debíamos desembarazarnos de Martí y dejarlo por fin dormir en paz el sueño de los justos. Con el tiempo he ido asimilando aquella idea, y hoy le reconozco que tenía toda la razón. Quizá la precoz audacia de la declaración me turbó, y a la larga ese movimiento telúrico interno provocó una sana reflexión ajustadora.
Pero probablemente algo de eso también estaba en la intención, consciente o no, de los iconoclastas “Clandestinos”.
Ahora debemos considerar algo muy obvio: una ofensa a “Martí” (el busto) no es un agravio a Martí (la persona). No es siquiera un ataque a Martí sino al “otro Martí”, el largamente fabricado por la propaganda (la imago política), el espejismo, el símbolo, el emblema, la justificación, la coartada de todo lo que ha padecido el pueblo cubano en las seis últimas décadas.
Porque una ofensa al Martí real, sólo pudieron hacerlo (y además lo hicieron), quienes lo conocieron y trataron: sus contemporáneos. El “Martí” manchado ahora no es El Apóstol (“sin mácula”): es sólo un burdo y tosco amasijo de yeso, un sepulcro blanqueado, un simulacro, una ilusión de los sentidos, una ficción, con un colorante añadido.
El espanto y molestia suscitados indica quizás que somos herederos, sin estar muy conscientes, de aquel “culto a las reliquias” de los monarcas hispanos post-tridentinos, sumado con el poderoso fetichismo autóctono: algunos sentirán que han “mancillado” al orisha intocable, a la misma imagen sacrosanta de la patria enardecida.
Una “ofensa a Martí”, a la persona Martí, a José Julián Martí y Pérez, sólo pudo hacerse antes del mediodía del 19 de mayo de 1895, cuando cayó en un potrero, acribillado a balazos y, según alguno, rematado a machetazos. A partir de ese momento nada puede ofenderlo, injuriarlo ni conturbarlo. Lo demás, en verdad, ya no tendría importancia para él. Con ese gesto “sacrílego” pueden ofenderse aquellos que se han forjado una imagen de Martí para consumo personal, la que han incorporado metabólica y psicológicamente, la que nos vendieron y compramos, o forjamos independientemente. Hay que dejarse de cuentos y de cuentas.
No hay que ilusionarse demasiado con estas y otras acciones “emergentes” con visos de “subversivas”. La apatía, la indiferencia y la resignación de la mayoría del pueblo cubano prometen una larga esclavitud y un resignado sometimiento. Si el sacrificio semanal de las “Damas de Blanco”, si las declaraciones de la Amnistía Internacional, los pronunciamientos de Reporteros sin Fronteras, si los centenares de disidentes –que como Wilde se niegan a decir su nombre verdadero de opositores- no han logrado nada, menos podrán hacerlo unos bustos manchados que sólo sirven para desatar la histeria purificadora del régimen. Mucha razón tuvo Cicerón cuando advirtió: “Cuando un pueblo está decidido a ser esclavo y se halla degradado, es una locura tratar de animar de nuevo en él el espíritu de orgullo y honor, de libertad y amor a las leyes, pues abraza con entusiasmo sus cadenas, con tal que lo alimente sin ningún esfuerzo de su parte”. Creo que es aún más ardua e irremediable la situación cuando el pueblo cubano, por miedo, soporta las cadenas sin recibir siquiera alimento ni cuidado alguno de sus tiranos que sienten asegurada eternamente su opresión, consagrada por los usos y costumbres de un pueblo que hace rato dejó de ser tal para convertirse en una masa informe.
Insisto: “Martí”, como la célebre pipa de Magritte, que tanto ocupó por su paradoja al mismo Michel Foucault, NO es Martí: es sólo su imagen manipulada y nada más. Ceci n’est pas Martí, aunque la mirada, víctima de un trompe-l’oeil, de un hábil trampantojo, nos indique algo distinto, pero esto es un asunto no de la vista, sino de la memoria y la conciencia.
No hay que equivocarse ni andarse por las ramas: al manchar de rojo unos bustos espantosos, realmente horribles, sólo han hecho un acto de ajuste estético y político por encima del referente. El ataque que involucra es en realidad al que convirtió esos bustos en una vacía repetición infinita e inocua, a quien lo utilizó como señuelo para disfrazar su hambre de poder y de gloria, y a ese y sus herederos va dirigida la marejada roja.
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ReplyDeleteNada de pipas ni de cuentos chinos, ni menos de pelos en la lengua: las cosas tal como son, sin tapujos ni disimulos. No hay nada, ni lo más mínimo, que añadir.
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