Por Alejandro González Acosta
Entre los más gratos e imborrables recuerdos de mi remota infancia y temprana adolescencia, está la estampa de Joaquín Blez y Marcé (Santiago de Cuba, 5 de diciembre, 1886 – La Habana, 7 de abril, 1974), el famoso Fotógrafo de la Sociedad Cubana, o El Artista de la Lente de Oro.Mis padres habían decidido que nos mudáramos de El Vedado donde nací –en la Clínica Nuestra Señora del Carmen, hoy “ Hospital Camilo Cienfuegos”- hasta el centro de La Habana, por el trabajo de mi papá. Tenía yo entonces unos cinco años de edad, en 1958. Ocupamos una casa colonial amplia, de altos puntales, pisos de mármol blanco, arcos de medio punto con coloridas lucetas, espesas persianas y un comedor de losetas ajedrezadas, ubicada en Neptuno 212, entre las calles de Industria y Amistad, en los altos de una tienda llamada faraónicamente “Luxor”. Junto a ella, pared con pared, en Neptuno 210 y en los altos de “La Casa del Perro”, tenía su estudio y vivía Blez con su familia: la esposa, la bellísima Lydia D’Otres de la Riva, y su hermana Olga. No tuvieron hijos. Se inició así un vínculo amistoso y vecinal, casi familiar, que se prolongó hasta mis 20 años de edad.
Blez poseía una silueta imponente: alto, elegante y refinado, ostentaba una cabellera abundante y rizada con un blanco níveo, vestía como príncipe y estaba perdidamente enamorado de su bella y segunda esposa, quien lamentablemente murió demasiado joven por una cruel enfermedad, en 1972, que lo dejó desolado. No sólo era una mujer de extraordinaria belleza, sino también su musa. Apenas la sobreviviría dos años, herido de tristeza.
Entre ambas casas colindantes se mandó abrir una pequeña puerta –originalmente parece que las dos habían sido en algún momento una, según la tradición, perteneciente a un marqués español- para que yo pudiera pasar gran parte del día acompañando a Blez, quien me adoptó como un tío bonachón y consentidor. Me fascinaba revolver sus archivos y preguntarle la historia de cada una de las piezas que tenía en su casa, un verdadero museo del arte mundial. Con él también años después, ya adolescente, me iba de paseo los fines de semana, en su poderoso Buick Special de 8 cilindros, dorado y convertible, todo un acontecimiento que admiraba a quienes lo veían, y que guardaba en un estacionamiento de varios pisos en Galiano y Concordia, junto a la Iglesia de Monserrate, la cual era la parroquia que nos correspondía al barrio. Para ascender en este estacionamiento había que colgarse –literalmente- de un elevador en cinta que era toda una novedad modernista, residuo de La Habana de los años 50. Blez tenía una nutrida colección de fotografías de los diferentes automóviles que había conducido desde muy joven, auténticamente fastuosos. Ojalá se conserven esas imágenes en algún sitio.
Solíamos ir a las ruinas del Ingenio Taoro, en las afueras de La Habana, hacia el rumbo de Jaimanitas, por la carretera de Cangrejeras cerca de la playita de Santa Fe, donde se había formado y gustaba congregarse el Club de Fotógrafos de Cuba –según me dijo Blez- y me contaba mil historias divertidas que había tenido en su inquieta vida de bohemio antes de casarse con Lydia. Guardaba en su archivo numerosos testimonios gráficos de las fastuosas fiestas que se realizaron en el Casino Español de La Habana, el Miramar Yacht Club, el Havana Yacht Club y las elegantes mansiones de la entonces muy divertida burguesía cubana, donde era presencia obligada y solicitada como el fotógrafo oficial de la gente “chic”. Recuerdo una foto en especial donde aparecía el joven Blez vestido como Poseidón sobre un velero colmado de flores, rodeado por una docena de hermosísimas mujeres con atuendos de sirenas, ninfas y náyades: sabía divertirse y tenía los medios para ello.
Otras veces nos íbamos al antiguo Cafetal Angerona, también en ruinas, por el rumbo de Artemisa y cerca de Cayajabos. Generalmente almorzábamos en un antiguo restaurante de madera levantado casi sobre la playa de Baracoa en Santa Fe, que creo recordar se llamaba “El Merendero de la Puntilla”, donde solía reunirse años antes el “Grupo Orígenes” en sus escapadas de Bauta (cuando no comían en el restaurante del “Hotel Hollywood”) con el sacerdote Ángel M. Gaztelu, también antiguo amigo de mi familia[1]. Allí todos los pescadores viejos saludaban con sincero afecto y admiración a Blez, quien siempre les llevaba algunos obsequios y les tomaba fotos.
A mi “tío” Blez le debo el regalo de mi primera cámara fotográfica, que él apreciaba mucho y aún conservo, una formidable Rolleiflex con lente planar hecho por Carl Zeiss en Alemania, que es una pieza de colección muy celebrada por mis amigos fotógrafos, que la consideran de las mejores que han existido.
La madre de Blez fue Doña Felicia Marcé y Castellanos (1850-1941), viuda de su primer matrimonio con Oscar de Céspedes y Céspedes (1847-1870), segundo hijo varón de Carlos Manuel de Céspedes con su prima hermana, fusilado por los españoles pocos días después de su boda. Doña Felicia, entonces una joven prometida de apenas 18 años, confeccionó el 22 de octubre de 1868 la bandera cubana bendecida en el Te Deum de la Iglesia Parroquial Mayor de Bayamo, y es la que se exhibe en la Sala de Banderas del Museo de la Ciudad de La Habana o de los Capitanes Generales, pues las dos primeras no se conservaron[2]. Cuando murió en 1941, Doña Felicia –plenamente reconocida como autora material de dicha bandera- fue enterrada con honores militares correspondientes al grado de Coronel del Ejército Mambí, y recibió el título de “Libertadora Insigne”. Hoy es bastante desconocida en Cuba.[3]
El padre de Blez fue un hacendado prósperamente establecido en la zona holguinera de Birán… Blez me mostró varios documentos originales de los juzgados holguineros, donde su padre demandaba en reiteradas ocasiones a un vecino colindante que se dedicaba por las noches a robarle ganado y recorrer las cercas entre sus propiedades: Ángel Castro Argiz. No sé dónde hayan ido a parar estos documentos, pero los vi y leí[4].
De joven, Blez sintió una gran fascinación por la fotografía y entre su archivo –ahora por fortuna bien conservado en la Fototeca Nacional de Cuba gracias a la generosa donación de su cuñada, Olga D’Otres después de su muerte- había una foto borrosa por la que sentía un cariño muy especial: era sólo una pared con una grieta, bastante “movida” y fuera de foco. Me explicó así su afecto por ella: “Esa foto la tomé en Kingston, Jamaica, en 1907, durante un terremoto horroroso, y era la pared de la habitación del hotel donde me hospedaba en el preciso momento cuando se estaba rajando y desplomándose junto con todo el edificio. Después de tomarla, salté por la ventana, desde un segundo piso”. Había ido a esa isla desde Santiago de Cuba, donde empezaba a trabajar entonces como aprendiz en un taller fotográfico, para conseguir imágenes por un sismo violento ocurrido unos días antes y lo sorprendió una de las réplicas.
Otra serie de fotos curiosas que conservaba Blez correspondían al primer proyecto de construcción del Capitolio Nacional. Sobre ellas publiqué hace años en la revista Opina de La Habana[5], un artículo que creo fue el primero donde se mencionaba a Blez en la Cuba actual, pues durante muchos años se silenció su presencia, por ser “el fotógrafo de los ricos”[6]. De esa época se destacaba sobre todo oficialmente al artista Constantino Arias, “el fotógrafo de los burdeles”; por fortuna, ya no es así. Captan el momento preciso, en una secuencia tomada con varias cámaras sobre trípodes disparadas sucesivamente (no existían aún los obturadores automáticos), del instante justo cuando explotaba la primera cúpula construida del Capitolio, pues su altura no logró satisfacer a los constructores y decidieron hacerla de nuevo, tal como está hoy. En la frente, algo borrada por los años, Blez lucía una cicatriz: “Es que me acerqué demasiado para tomar esas fotos y me cayó un pedazo de granito en la cabeza”.
Pero Blez guardaba además muchas preciosas joyas en su colección que compartió conmigo. Por ejemplo, una serie muy completa tomada por él mismo de los frescos eróticos de Pompeya cuando apenas se había abierto el sitio arqueológico a la visita de los curiosos. Aparecían ahí príapos voladores, belerofontes enhiestos y mil desnudos en imaginativas y explícitas posturas que incentivaron mi juvenil secreción hormonal.
Libros no le conocí muchos, pero gustaba especialmente de dos autores italianos a los que trató personalmente: “Pitigrilli” (Dino Segre, Turín, 1893-1975) y Giovanni Papini (Florencia, 1881-1956), que eran sus estrictos contemporáneos.
De Alemania guardaba un recuerdo muy especial: “Esos años de entreguerras en Berlín fueron gloriosos. El lujo y los placeres eran grandiosos. Había un frenesí desatado después de la Gran Guerra para vivir a toda velocidad y disfrutar al máximo. Los cabarets eran únicos: lo que parecía mármol, era mármol, y lo que relucía como oro, era realmente oro. ¡Qué mujeres! Había sitios con un sistema en que las mesas podían bajarse a un sótano para tener más privacidad…” Allí vio, en una cervecería de Múnich, subido sobre una mesa, gritando furioso y gesticulando como orate, un pálido joven de intensos ojos azules, quien hipnotizaba a la concurrencia: Adolfo Hitler. Luego buscó, compró y conservó los dos tomos de la primera edición de
Mi lucha (1925 y 1928), que pude examinar.
También, guardaba una serie de fotografías de juventud que le tomó a una enigmática princesa hindú, quien residió un tiempo en La Habana haciendo demostraciones de sus bailes exóticos. Parece que no era hindú ni bailarina, sino una aventurera muy similar a la famosa Mata Hari, y Blez me dijo que lo supo por confesión de ella, pues fueron amantes.
Blez estudió diseño y composición en Florencia y procedimientos químicos en Berlín, cuando apenas finalizaba la Primera Guerra Mundial –la Gran Guerra, como se la llamó pensando que nunca habría otra barbarie semejante que le siguiera- y contaba regocijado la vida principesca que disfrutó en esa Europa devastada, pues provenía de la próspera Cuba con suficientes recursos para satisfacer sus necesidades y caprichos: entonces compró una enorme cantidad de objetos de arte y antigüedades que le sirvieron para montar su estudio fotográfico, considerado como el más elegante de Cuba en esa época. En medio de esa profusa escenografía se podían encontrar armaduras medievales, bargueños renacentistas, varios muebles firmados por Boulle, y un espléndido mueble de fina marquetería de tres cuerpos, con un gran espejo biselado central: “En ese mueble colgaron sus sombreros y sus paraguas los hombres más eminentes de Francia, hasta Napoleón III: era de Sarah Bernhardt”. En la mano solía llevar un anillo precioso, de delicada factura, cincelado por Benvenuto Cellini y que adquirió “por una bicoca” en Florencia, según me dijo.
Blez conservó su claridad mental y artística hasta los meses finales de su vida. Lo acompañé una de las últimas veces que salió de su casa, pues me propuso visitar la casa de un antiguo amigo suyo, Orestes Ferrara, ya convertida entonces en el Museo Napoleónico. Allí deambulamos y él recordó numerosas anécdotas de ese tiempo que ya se había ido, dejándolo a él como uno de los últimos sobrevivientes: era la gran época de los años 20 al 50 en Cuba, donde fue, cuando no protagonista, muchas veces espectador –y memorialista- de primera fila. Varias de mis fotografías infantiles fueron realizadas por Blez e ilustran este texto. Y en especial la última que creo tomó, pues a los pocos días ya cayó en cama postrado por una hemiplejia y murió un par de meses después, a los 88 años de edad, atendido amorosamente por su cuñada, la paciente Olga, que lo veneraba como un padre, y rodeado por sus sobrinos “Muñeca” y Pepito y todos los que le queríamos.
En esa última foto estoy sentado en una banca del jardín del Museo Napoleónico, y llevo en la mano el bastón de Blez, una gruesa y ligera caña de Indias, con empuñadura de marfil y un monograma en oro donde aparecían entrelazadas sus iniciales, JBM: era el apoyo final de aquel artista de fama internacional, que fotografió toda una época, del que hay cuatro obras en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, y quien se llevó a la tumba el secreto para sensibilizar la porcelana, el marfil y el terciopelo donde imprimía sus imágenes.
Descanse en paz, en la gloria de su arte, mi “tío” Joaquín Blez, tesoro cubano por fin en vías de recuperación. Este 2016, el 5 de diciembre próximo, se cumplirán 130 años de su natalicio; sirva esta evocación como un sencillo pero sincero y emocionado homenaje anticipado. Debe estar ahora muy ocupado allá arriba, tomando fotos maravillosas de ángeles y santos, dándoles, con la magia de su lente, una reforzada inmortalidad dentro de la misma inmortalidad celestial.
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