Sunday, October 4, 2020

EL VIRUS, LA VIOLENCIA Y LA AVARICIA

Por Omar Torres 

Indudablemente, los sueños tienen su propia realidad. Y dentro de ella, algo que reafirma su magnitud y capacidad de existencia es el hecho de que en los sueños se narran historias, o escenas o hasta fragmentos de vidas desconocidas, de que todo se cuenta mediante un narrador que, al mismo tiempo, es protagonista e, incluso, en ocasiones sabe que está soñando. Los sueños buscan comprender y dar salida a las sombras inconscientes de un pasado, pero que más que pasado viene a ser el origen que siempre nos asedia. A veces, en forma de símbolos; otras, a través de movimientos y acciones de una aventura, o de una historia loca o semicoherente, absurda o salvajemente onírica, pero siempre insistiendo en ser el trasfondo, o quizás la verdadera dimensión de una experiencia corpórea.

En esta etiología de los sueños que siempre me ha obsesionado, hasta hoy me confundía si la exacta realidad de la vida (digamos, la primordial que creemos vivir) era la de la vigilia o no. Y digo hasta hoy, porque acabo de leerme el libro, novela o relatos, descargas o precipitado narrativo, titulado El tigre negro, de José Hugo Fernández, que para mí es inclasificable y crea una problemática con probable ofuscamiento para la bibliotecología.

El tigre negro es el laberinto inescrutable de otro mundo, o de otros mundos (lo más que podemos hacer es acercarnos a su hondura) que, al mismo tiempo, de ser diferente al ámbito racional de la vigilia, se ramifica en numerosos senderos que, aun cuando se repiten en sus nombres capitulares, no son más que puertas de entradas a disímiles estados del alma, que es nuestro propio universo interior.

El tigre negro es un salto al abismo, a lo insondable que siempre va a tener infinidad de respuestas y que solo el lector puede dar. Esta es una de las tantas características de la buena literatura: la diversa connotación para interpretar lo que se dice; la multiplicidad de la sugerencia; la compulsión de que, detrás de cada cosa, de cada hecho, de cada sueño, hay algo más. Y esto lo sabe ofrecer José Hugo Fernández.

El surrealismo es la posibilidad de una parte del sueño, lo que no quiere decir que todos los sueños sean surrealistas, o también absurdos. Son una cosa y la otra, y asimismo tienen sus coordenadas y su lógica imaginaria, su emanación de historia en la que mucho queda oculto y solo nos deja ver el iceberg que aparece, en ocasiones, al despertar. Pero en este libro, el autor se descubre como un protagonista-narrador que busca entregarnos un poco de lo oculto de su vida fantástica. Y por sus narraciones, lo único que logramos saber es que su verdadera existencia es imaginaria. Es este volumen el que me ayuda a discernir que la Realidad es bidimensional: corpórea (visible, presente, táctil, auditiva, olfativa y soporífera) e imaginaria (invisible, presente-ausente, intangible, vaporosa, tenue, ligera y sutil) y termino dándome cuenta de que la Realidad del tigre negro es la sustancia que anda en la intimidad del autor. Al abrirse este sugerente cuaderno y nosotros leer, es como si visitáramos otros mundos e hiciéramos del desconcierto la normalidad de respirar un nuevo tipo de atmósfera.

Uno de los principales aspectos de los sueños, entre tantas otras extrañezas, es el misterio de cómo se proyectan y por qué se presentan con un tema dado y con específicas escenas impredecibles. Por qué razón usa determinados símbolos y quién—dentro de uno— escoge esos símbolos, o los personajes que aparecen a veces, y que resultan ser totalmente desconocidos en la vida real de la vigilia. Aún para mí, esto es un misterio, no tengo respuesta ni racional ni intuitiva. En este caso, solo me queda leer y regocijarme con las historias, muy probablemente intuitivas, que José Hugo Fernández deja escapar en El tigre negro.

En efecto, estoy seguro de que el autor aquí apeló a sus intuiciones, muy possible que haya dejado correr sus ideas de una manera automática, como reconociendo que las ideas creativas tienen sus propias vidas, y que siempre habrá, entre una y otra un hilo conductor secreto. En este sentido, la intuición contiene su propia lucidez para establecer los enlaces, y de ahí que haya que creer en la magia de la imaginación creativa. Con este grimorio, José Hugo demuestra que conoce muy bien los recursos de la imaginación. Sabe que los personajes y las situaciones tienen sus propias dinámicas, y que hay que dejarles “hacer”, que lo que se dice y se realiza en cada uno de los capitulillos es lo que realmente debe ser porque viene (y valga la redundancia) de la Realidad imaginaria. Por eso, en el argumento, el personaje principal tiene que soñar para poder sobrevivir, para encontrar su verdadera libertad de realización.

Este desahuciado social y periodista —al decir de Ramón Fernández Larrea—, a quien a los 16 años, en el ejército, le casaron con una vaca, cuando lo sorprendieron haciendo zoofilia con esa res que, de hecho, nunca le miraba a los ojos, porque la contemplación de la mirada era su galimatías narrativo (el de él) y al bovino lo único que le interesaba era encontrar la mejor postura; perdón, quiero decir, el mejor pedazo de yerba, sin ponerle mucha atención a quien le hurgaba el onomatopéyico trasero que hacía chupulún, chupulún, como el sonido vaginoso ocasionado por alguien que ya era un expaciente psiquiátrico, audaz recluta que entraba en el paraíso onírico de un potrero, hasta ser sorprendido y obligado a unirse a la vaca y hacerla feliz en una ceremonia matrimonial ante todo el regimiento de la compañía. A partir de ahí, de su servicio militar, solo le quedaba soñar para sobrevivir.

En Realidad los sueños tienen su vida propia, coexisten dentro de uno, son seres, cosas y mundos que le tienen a uno como recipiente, y cuando se llega a comprender que este mecanismo de la Realidad sirve para controlar a nuestros demonios, entonces logramos escapar, vivimos, existimos en nuestro propio interior. De muchas maneras (por ser los sueños infinitos caminos hacia la inmensidad, como diría Bachelard) el mundo onírico se convierte en una real libertad. Y este es el simbolismo mayor de El tigre negro. Los sueños aquí, a pesar de las pesadillas y los horrores que puedan darse, conducen a la liberación del ser.

El ser (así, en cursiva) y los sueños proyectan una abismal diferencia con los otros animales (incluyamos también dictadores, lacayos y esbirros, entre otros especímenes). Recordemos que el humano logra entender y escribir su lenguaje intuitivo y asimismo simbólico, mientras que las criaturas inferiores nada más son instintivas, por lo que se comunican de una manera precaria y actúan mediante reacciones (hambre, sed, miedo, etc.). En cuanto al ser del humano, los sueños contribuyen a limpiar el subconsciente que, al mismo tiempo, provoca un mejor accionar y pensar de la conciencia. De ahí que en los sueños los demonios salgan, muchas veces en saltos inesperados, espontáneos, como energía creadora, hacia un contexto de historias escritas.

Los demonios, en su existencia interior, logran escapar de las cardinales dimensiones arquetípicas y él (en este caso: el autor-protagonista) los contempla con la humorada de saberse por encima del bien y del mal, y les deja hacer, porque en definitiva, con ello, se despeja el alma, se limpia la conciencia de la basura exterior. Es el proceder lógico-espiritual de la mente, como he dicho anteriormente, “es lo que todavía evita el caos en el mundo”. Más cuando todo el libro está sazonado con una sonrisa maliciosa, de gran picaresca, y siempre, en su conjunto de todas las páginas, con una suave pero asimismo jacarandosa atmósfera festiva.

Es comprensible que la época de los sueños sean los años 40 o los 50, y es porque en la intimidad del protagonista vibraba el regocijo de toda una pléyade de aspectos y divertimentos que hacían de la existencia en aquella época un mejor vivir. Por eso en muchos de los capítulos del libro encontramos grandes escritores de aquellos tiempos y de siempre, como Dashiell Hammett y el contrastable Félix B. Caignet, o Knut Hamsun, un escritor escogido de un archivo inmemorial. Y es que José Hugo combina el sabor de lo culto con lo popular de una manera natural, sabichosa. Se trata de una prosa exquisita que encuentra su realización con breve pero sorprendente eco del uruguayo Felisberto Hernández, aun cuando puedo asegurar que el desenfado de su estilo (me refiero al de José Hugo) es un poco más discreto que el de Felisberto, cuando hace que las escenas e imágenes estén un tanto más cargadas de un sutil humor cubano que, por momentos, se regodea con lo popular, con algún que otro modismo y con algún que otro personaje de la alta cultura o de la cultura pop.

Tengo que insistir en que este autor, José Hugo Fernández, es un tanto peligroso para escritores como yo, porque desata una inteligencia contagiosa y pone en jaque mi sensibilidad cuando en este libro leo cosas que me hubiera gustado escribir. No es envidia, pero sí una advertencia que me hago a mí mismo ante los destellos constantes de sus sutiles ideas jocosas. Dice las cosas con un suave rumor de algo que, al mismo tiempo, se hace convincente, persuasivo. Es una lucidez, aparentemente sencilla, pero que siempre te deja una sonrisa, el cosquilleo de un gesto de raciocinio. Es como si José Hugo estuviera discursando con una pícara levedad (su manera de escribir, digo) entre Jorge Luis Borges y Felisberto Hernández.

Al leer este libro, muchas veces podremos preguntarnos: ¿cuándo aparece el tigre negro? Pero, en Realidad, el tigre está en la expectativa, en el deseo de que pueda surgir como el recurso literario de un sueño aún invisible, o que sea no más el título del libro para que no se pierda o al menos para poder venderlo.

Si en este discurso de José Hugo Fernández, querido lector, encuentras cierta mofa, a veces fina, otras esponjosa, es la esencia de toda esta miscelánea de 144 páginas de sueños. Al llegar el momento de cerrar el libro, vas a sentir que todo ha sido una burla deslumbrante, una broma de tersa naturalidad, reposada y apacible: en definitiva, una estupenda e inteligente ironía contra la dictadura castrista.

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