A la vuelta, con esos mismos turistas, ya resacosos, desafinando con sus maracas de souvenir y, junto a ellos, músicos cubanos impacientes por llegar a Nueva York. No solo para dejar de oír esas maracas con arritmia sino también incorporarse a la entonces lenta pero imparable invasión de música latina a los Estados Unidos y convertirse en los bisabuelos musicales de Bad Bunny.
Al principio no debieron notarlos mucho. En esa época Nueva York, como Chicago, estaba llena de tipos con estuches de guitarras. Lo extraño era que al abrir los estuches sacaran guitarras y no ametralladoras Thompson como dictaba la moda. O botellas de whiskey destilado en bañaderas. Si algo traían en sus estuches aquellos músicos, además de guitarras, sería ron Bacardí.
Al fin y al cabo, su negocio era el de promover productos locales. De aquellos vapores desembarcaron el Sexteto Habanero, el Trío Matamoros, el Septeto Nacional, Don Azpiazú y su Orquesta y muchos más. Su misión: grabar sus canciones (urticantes y contagiosas como ciertas enfermedades, pero más divertidas) en los estudios de Columbia, la RCA Victor o de la Paramount en Manhattan o en la vecina Nueva Jersey.
En estudios gringos María Teresa Vera añoró sus “Veinte años”, Miguel Matamoros lloró sus “Lágrimas Negras” e Ignacio Piñero recomendó “Échale salsita”.
Una vez impresas aquellas canciones en discos de goma laca viajaban a la isla para enardecer a sus ávidos bailadores y causar conflictos laborales: se cuenta que cuando el empleador de Matamoros descubrió que era el autor de los sones que enloquecían a toda la república le regaló cien pesos con una nota que decía “un artista de su calidad extraordinaria merece mejor destino y no sería justo de mi parte tenerlo de chofer en mi casa”.
Pero el éxito de aquella música no se limitó al oasis alcohólico de los gringos.
Tanta viajadera a Cuba terminó haciéndolos adictos a algo más que al alcohol local: descubrieron que, de vuelta a su país, cuando escuchaban aquellas grabaciones el whiskey de bañadera les sabía a Bacardí tomado a la sombra de un cocotero. O algo parecido.
La consagración llegó el 13 de mayo de 1930. Ese día Don Azpiazú y su Orquesta grabaron en la voz de Antonio Machín el pregón “El manisero” de Moisés Simons.
Fue en el estudio de la RCA Victor en el 18 West de la calle 46, en Manhattan. Su éxito dejó chiquita la palabra “apoteósico”. De aquella grabación se vendieron un millón de copias que equivalen hoy al éxito de tres o cuatro “Despacito”.
Todos querían grabar “El manisero”. Hasta Louis Armstrong cambió el “maniiiii” por “Marieeeee” y una jerigonza que le iba muy bien a su estilo improvisatorio. Todavía tres años más tarde los hermanos Marx la tarareaban en su comedia surrealista Duck Soup.
A la adicción de los gringos por cualquier música vagamente caribeña se le llamó Rhumba Craze (Locura de la Rumba). “Rhumba” le llamaron a sones, guarachas y congas porque les sonaba exótico: a Bacardí a la sombra de un cocotero y aquella “H” metida en el medio era como la sombrillita del trago.
Luego los catalanes Enric Madriguera y Xavier Cugat se dieron cuenta de que el negocio estaba en lo exótico y lo convirtieron en fábrica de chicharrones tropicales con violines y maracas.
La locura por la rumba pasó, pero en el 2001 “El manisero” entró en el Salón de la Fama del Grammy Latino.
En 2005 fue incluida en el Registro Nacional de Grabaciones por estar entre las canciones que son “cultural, histórica o estéticamente importantes” para Estados Unidos.
Y por enseñarle a los gringos que había vida más allá del foxtrot, el charlestón y el whiskey de bañadera.
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