Por Emilio Bernal Labrada
Era un sábado abrileño de 1959, con agradable estado del
tiempo. La prensa de la capital había dado la noticia de que Fidel Castro, a
quien el dueño y rector de la revista Bohemia Miguel Ángel Quevedo había
calificado de “Máximo Líder de la Revolución” —aparte de retratarlo en la
portada en pose nazarena—, llegaría a Washington en horas vespertinas, a pocos
meses de haberse apoderado de nuestro país.
Habiéndome
establecido hacía poco en la capital norteamericana decidí, por curiosidad,
dirigirme a la embajada cubana. Tal vez podría tomarle la medida al presunto
líder, de quien tenía sospechas desde que, en el sangriento acto “putschista”
del Moncada, había dado tales muestras de peligrosidad para la integridad
política de la Isla que me instó a emigrar. Tuve el presentimiento,
modestia aparte, de aciagos días para el suelo patrio si seguía suelto el
personaje. Este había sido salvado por Monseñor Pérez Serantes y luego indultado
por el gobernante Batista gracias a la “palanca” de su esposa Mirta Díaz Balart
de Castro, cuyo parentesco con un ministro del “Guajirito de Banes” lo había
sin duda impulsado a contraer matrimonio con ella. Castro acostumbraba, por
astucia, hacer ambiciosos planes a largo plazo. Claro, nunca imaginé que esos
planes cuajaran a tales extremos ni por tan dilatado tiempo.
En todo caso, fui a la embajada con un par de compatriotas.
Nos colocamos frente al edificio cerca de las seis de la tarde y en pocos minutos
vimos que cruzaba la Calle 16 su abultada figura, sin la menor escolta, a saludarnos
en persona. Vestía su conocido traje y botas de soldado, pero sin aire militar y
dando muestras de cansancio. Como me adelanté a los demás, sentí un fuerte
pisotón de su pesada bota —ya mala señal, pero hice caso omiso— y, estrechándole
la mano, no sé por qué se me ocurrió decirle, sabiendo de sus inclinaciones de
tribuno: “Dos palabras, Fidel”.
—Bueno,
ya dije más de dos palabras— me contestó sin mucho entusiasmo, como
indispuesto. Evidentemente, se había percatado de que ese público de cuatro
gatos no merecía una perorata de esas que gustaba ofrecer durante horas a mítines
multitudinarios. Su expresión daba a entender que ya bastante había hecho con
cruzar la calle a saludarnos. —Pero vengan mañana a la embajada, ya que habrá
una recepción a la una de la tarde— agregó, dando media vuelta y alejándose sin
más comentarios.
Ni corto ni perezoso, me presenté en el hermoso edificio de
la Calle 16 NW a la hora señalada, preparado con alguna documentación pero
lamentando olvidar la camarita fotográfica que desde entonces siempre me ha
acompañado. Había ya una muchedumbre, destacándose entre ella unos cuantos
barbudos poco acicalados, como recién bajados de la Sierra. Intercambié algunas
palabras con ellos, además de saludar a célebres compatriotas como Pedro Ramos
y Camilo Pascual, admirados lanzadores para el equipo entonces llamado
Senadores de Washington. En fin, había un gentío considerable que entraba
libremente y se paseaba por todas las habitaciones del inmueble en esa época
despreocupada de la “seguridad” hoy imperante.
Entrando en una gran antesala que fungía como espacio de
recepción en el segundo piso, me encontré a Castro arrellanado cómodamente tras
un gran escritorio y, luego de un par de palabras de saludo, le ofrecí mi
pasaporte cubano, pidiéndole su autógrafo.
—Cómo no—, me dijo muy listo. Sacó un bolígrafo y, sin
molestarse en buscar una hoja en blanco, abrió la página en que aparecían mi
fotografía y filiación y, ante mis ojos atónitos, procedió a garabatear exageradamente
su firma por encima del retrato y todo lo que allí estaba escrito.
Incrédulo, vi que extendía su autógrafo de arriba abajo y de lado a lado a
través de la doble hoja principal.
En
ese momento, pensé que quien así trataba un documento oficial de la República era
seguramente capaz de destrozar cuanto se encontrara en su camino: reglas, normas,
instituciones, constitución, y obras físicas y simbólicas de todo tipo. Es
decir, transmitía un clarísimo mensaje: este documento no tiene valor alguno
—lo que importa aquí es mi firma—. Sin inmutarme, disimulé, le di las
gracias y le extendí entonces mi carnet de la Universidad de La Habana, en que
había cursado estudios hasta poco antes. Me dirigió entonces, sonriente, una
inconfundible mirada de inteligencia, como diciendo “tú eres de los nuestros”.
Obedecía
ello a que Castro había sido dirigente de la Federación Estudiantil
Universitaria, FEU; lo que no supe a ciencia cierta sino más adelante era que
había aprovechado su cargo para cometer toda suerte de atropellos, amenazas a
profesores e incluso, según rumores, asesinar sin escrúpulos y por la espalda a
un estudiante rival, Manolo Castro (idéntico apellido, pero no pariente). El
joven Fidel, que entonces tenía apenas 32 años, se limitó esta vez a poner su
firma de manera normal en un espacio en blanco (no era necesario repetir la
peripecia). Luego, entre el fluir del gentío, saludé a sus acompañantes y les
pedí que también autografiaran mi documento universitario para tener constancia.
Aun cuando entonces no eran conocidos, alguno ha venido a ser más o menos tristemente
célebre: Ramiro Valdés, Alberto León y dos más cuyas firmas son ilegibles.
No volví a ver a Castro durante el resto de la recepción.
Me imaginé que se habría retirado a hablar en privado con sus seguidores a fin
de preparar su comparecencia del día siguiente en el programa televisivo “Meet
the Press”, y su posible reunión en la Casa Blanca con Eisenhower. El presidente
norteamericano, sin embargo, prefirió evitar el encuentro, seguramente por
suspicacias y para no darle relieve a quien no era, formalmente, jefe de estado.
“Ike” envió, en su lugar, al vicepresidente Nixon, quien sostuvo una entrevista
con Castro de la cual no resultó sino una noticia anodina, desprovista de
interés. Ello me pareció sospechoso, ya que Castro desaprovechaba así una valiosa
oportunidad para afianzar las relaciones y obtener ventajas económicas que
hubieran sido sumamente útiles para Cuba, cuya economía había sufrido durante todo
el período guerrillero, con la caída del turismo, el terrorismo por él
instigado y otros perjuicios.
De
la comparecencia televisiva de Castro capté su hábil manera de expresarse, con indudables
visos demagógicos. Hablaba con gran soltura, chamullando pobremente el inglés al
hacer pronunciamientos pro democráticos y afirmar sus buenas intenciones —evitó
cuanto fuera criticable—. Ateniéndome a lo que decía, pensé que si bien el
futuro no estaba muy claro, había esperanzas, pero entretejidas de inquietud.
Si alguna trampa urdía, el evidente calibre de su astucia no filtraba la menor
señal capaz de revelar aviesas intenciones.
Volviendo a la recepción en la
embajada, se tornó un tanto desordenada, carente de organización. Viendo que
muchos se apoderaban tranquilamente del micrófono para dirigirse a los
presentes sobre la suerte de Cuba, aproveché la ocasión para pronunciar breves palabras,
en español e inglés, respecto a la importancia de recaudar fondos para los
niños de la Isla; el tema se había abordado de modo general pero sin que se
llegara a ninguna conclusión o petición de donaciones. Otra oportunidad
desaprovechada, pensé.
Pasadas las cuatro de la tarde, me fui de la embajada un
poco inquieto pero tratando de no darle demasiada importancia al encuentro fideliano.
Al llegar a mi casa, le conté a mi esposa lo acontecido y guardé el pasaporte y
mi carnet universitario en una gaveta. Ni siquiera me molesté en lo que hoy
hubiera hecho sin vacilar: sacar copias fotostáticas de los documentos y, por
si acaso, guardarlos en lugar seguro. Años después, comprobé que había
desaparecido el pasaporte, sin duda sustraído por algún codicioso (¡qué
tontería!, nadie sino el titular podrá jamás disponer de él). Aunque hasta hoy
no lo he recuperado, sí conservo el carnet universitario con todas sus firmas, hoy
varias veces copiado y puesto a buen recaudo en una caja de caudales bancaria.
Al fin y al cabo, es cuestión de historia.
Resumen: La atropellante firma de Fidel Castro, mucho
antes de que revelara él sus verdaderas intenciones, ¡era un síntoma y
símbolo que, en retrospectiva, lo retrataba de pies a cabeza! Nunca jamás soñé
siquiera con tanta maleficencia, que —algún día lo sabrá todo el planeta—,
engendró lo que algún día se conocerá como el holocausto cubano.
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