Tuesday, September 7, 2021

LA FIRMA DE FIDEL


Por Emilio Bernal Labrada

            Era un sábado abrileño de 1959, con agradable estado del tiempo. La prensa de la capital había dado la noticia de que Fidel Castro, a quien el dueño y rector de la revista Bohemia Miguel Ángel Quevedo había calificado de “Máximo Líder de la Revolución” —aparte de retratarlo en la portada en pose nazarena—, llegaría a Washington en horas vespertinas, a pocos meses de haberse apoderado de nuestro país.

            Habiéndome establecido hacía poco en la capital norteamericana decidí, por curiosidad, dirigirme a la embajada cubana. Tal vez podría tomarle la medida al presunto líder, de quien tenía sospechas desde que, en el sangriento acto “putschista” del Moncada, había dado tales muestras de peligrosidad para la integridad política de la Isla que me instó a emigrar. Tuve el presentimiento, modestia aparte, de aciagos días para el suelo patrio si seguía suelto el personaje. Este había sido salvado por Monseñor Pérez Serantes y luego indultado por el gobernante Batista gracias a la “palanca” de su esposa Mirta Díaz Balart de Castro, cuyo parentesco con un ministro del “Guajirito de Banes” lo había sin duda impulsado a contraer matrimonio con ella. Castro acostumbraba, por astucia, hacer ambiciosos planes a largo plazo. Claro, nunca imaginé que esos planes cuajaran a tales extremos ni por tan dilatado tiempo.

            En todo caso, fui a la embajada con un par de compatriotas. Nos colocamos frente al edificio cerca de las seis de la tarde y en pocos minutos vimos que cruzaba la Calle 16 su abultada figura, sin la menor escolta, a saludarnos en persona. Vestía su conocido traje y botas de soldado, pero sin aire militar y dando muestras de cansancio. Como me adelanté a los demás, sentí un fuerte pisotón de su pesada bota —ya mala señal, pero hice caso omiso— y, estrechándole la mano, no sé por qué se me ocurrió decirle, sabiendo de sus inclinaciones de tribuno: “Dos palabras, Fidel”.

Bueno, ya dije más de dos palabras— me contestó sin mucho entusiasmo, como indispuesto. Evidentemente, se había percatado de que ese público de cuatro gatos no merecía una perorata de esas que gustaba ofrecer durante horas a mítines multitudinarios. Su expresión daba a entender que ya bastante había hecho con cruzar la calle a saludarnos. —Pero vengan mañana a la embajada, ya que habrá una recepción a la una de la tarde— agregó, dando media vuelta y alejándose sin más comentarios.

            Ni corto ni perezoso, me presenté en el hermoso edificio de la Calle 16 NW a la hora señalada, preparado con alguna documentación pero lamentando olvidar la camarita fotográfica que desde entonces siempre me ha acompañado. Había ya una muchedumbre, destacándose entre ella unos cuantos barbudos poco acicalados, como recién bajados de la Sierra. Intercambié algunas palabras con ellos, además de saludar a célebres compatriotas como Pedro Ramos y Camilo Pascual, admirados lanzadores para el equipo entonces llamado Senadores de Washington. En fin, había un gentío considerable que entraba libremente y se paseaba por todas las habitaciones del inmueble en esa época despreocupada de la “seguridad” hoy imperante.

            Entrando en una gran antesala que fungía como espacio de recepción en el segundo piso, me encontré a Castro arrellanado cómodamente tras un gran escritorio y, luego de un par de palabras de saludo, le ofrecí mi pasaporte cubano, pidiéndole su autógrafo.

            —Cómo no—, me dijo muy listo. Sacó un bolígrafo y, sin molestarse en buscar una hoja en blanco, abrió la página en que aparecían mi fotografía y filiación y, ante mis ojos atónitos, procedió a garabatear exageradamente su firma por encima del retrato y todo lo que allí estaba escrito. Incrédulo, vi que extendía su autógrafo de arriba abajo y de lado a lado a través de la doble hoja principal.

En ese momento, pensé que quien así trataba un documento oficial de la República era seguramente capaz de destrozar cuanto se encontrara en su camino: reglas, normas, instituciones, constitución, y obras físicas y simbólicas de todo tipo. Es decir, transmitía un clarísimo mensaje: este documento no tiene valor alguno —lo que importa aquí es mi firma—. Sin inmutarme, disimulé, le di las gracias y le extendí entonces mi carnet de la Universidad de La Habana, en que había cursado estudios hasta poco antes. Me dirigió entonces, sonriente, una inconfundible mirada de inteligencia, como diciendo “tú eres de los nuestros”.

Obedecía ello a que Castro había sido dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria, FEU; lo que no supe a ciencia cierta sino más adelante era que había aprovechado su cargo para cometer toda suerte de atropellos, amenazas a profesores e incluso, según rumores, asesinar sin escrúpulos y por la espalda a un estudiante rival, Manolo Castro (idéntico apellido, pero no pariente). El joven Fidel, que entonces tenía apenas 32 años, se limitó esta vez a poner su firma de manera normal en un espacio en blanco (no era necesario repetir la peripecia). Luego, entre el fluir del gentío, saludé a sus acompañantes y les pedí que también autografiaran mi documento universitario para tener constancia. Aun cuando entonces no eran conocidos, alguno ha venido a ser más o menos tristemente célebre: Ramiro Valdés, Alberto León y dos más cuyas firmas son ilegibles.

            No volví a ver a Castro durante el resto de la recepción. Me imaginé que se habría retirado a hablar en privado con sus seguidores a fin de preparar su comparecencia del día siguiente en el programa televisivo “Meet the Press”, y su posible reunión en la Casa Blanca con Eisenhower. El presidente norteamericano, sin embargo, prefirió evitar el encuentro, seguramente por suspicacias y para no darle relieve a quien no era, formalmente, jefe de estado. “Ike” envió, en su lugar, al vicepresidente Nixon, quien sostuvo una entrevista con Castro de la cual no resultó sino una noticia anodina, desprovista de interés. Ello me pareció sospechoso, ya que Castro desaprovechaba así una valiosa oportunidad para afianzar las relaciones y obtener ventajas económicas que hubieran sido sumamente útiles para Cuba, cuya economía había sufrido durante todo el período guerrillero, con la caída del turismo, el terrorismo por él instigado y otros perjuicios.

De la comparecencia televisiva de Castro capté su hábil manera de expresarse, con indudables visos demagógicos. Hablaba con gran soltura, chamullando pobremente el inglés al hacer pronunciamientos pro democráticos y afirmar sus buenas intenciones —evitó cuanto fuera criticable—. Ateniéndome a lo que decía, pensé que si bien el futuro no estaba muy claro, había esperanzas, pero entretejidas de inquietud. Si alguna trampa urdía, el evidente calibre de su astucia no filtraba la menor señal capaz de revelar aviesas intenciones.

            Volviendo a la recepción en la embajada, se tornó un tanto desordenada, carente de organización. Viendo que muchos se apoderaban tranquilamente del micrófono para dirigirse a los presentes sobre la suerte de Cuba, aproveché la ocasión para pronunciar breves palabras, en español e inglés, respecto a la importancia de recaudar fondos para los niños de la Isla; el tema se había abordado de modo general pero sin que se llegara a ninguna conclusión o petición de donaciones. Otra oportunidad desaprovechada, pensé.

            Pasadas las cuatro de la tarde, me fui de la embajada un poco inquieto pero tratando de no darle demasiada importancia al encuentro fideliano. Al llegar a mi casa, le conté a mi esposa lo acontecido y guardé el pasaporte y mi carnet universitario en una gaveta. Ni siquiera me molesté en lo que hoy hubiera hecho sin vacilar: sacar copias fotostáticas de los documentos y, por si acaso, guardarlos en lugar seguro. Años después, comprobé que había desaparecido el pasaporte, sin duda sustraído por algún codicioso (¡qué tontería!, nadie sino el titular podrá jamás disponer de él). Aunque hasta hoy no lo he recuperado, sí conservo el carnet universitario con todas sus firmas, hoy varias veces copiado y puesto a buen recaudo en una caja de caudales bancaria. Al fin y al cabo, es cuestión de historia.

            Resumen: La atropellante firma de Fidel Castro, mucho antes de que revelara él sus verdaderas intenciones, ¡era un síntoma y símbolo que, en retrospectiva, lo retrataba de pies a cabeza! Nunca jamás soñé siquiera con tanta maleficencia, que —algún día lo sabrá todo el planeta—, engendró lo que algún día se conocerá como el holocausto cubano.

            En contraste, mi encuentro con Fulgencio Batista en 1952, en el Club Náutico de Varadero, fue de naturaleza muy diferente y abría otras perspectivas para Cuba, pese a la muy lamentable ruptura del orden institucional.  Pero esa es otra historia…  

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