Wednesday, June 22, 2022

"El totalitarismo se alimenta de lo peor de nosotros mismos"

 Por Claudia González Marrero


Enrique Del Risco Arrocha (La Habana, 1967) es uno de esos escritores que te muestra con humor lo que deberías considerar lamento, no sin antes invitarte a reflexiones a veces incómodas.

Su experiencia como historiador le ha permitido revisitar, o rescatar, el pasado de la Isla en Leve historia de Cuba (con Francisco García González, 2007). Como doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de New York (NYU), donde es profesor actualmente, ha trabajado los vínculos entre la literatura y el poder, en obras como Los que van a escribir te saludan (2021).

Sin embargo, la primera condición de Enrique, se podría decir, es la de cubano. Aunque sale de Cuba en 1995 y, tras un breve periplo en España, se asienta en New Jersey desde 1997, la mayor parte de su obra, que abarca cuento, novela, ensayo, memorias, antologías, reflexiona sobre una Cuba de la que es parte importante; sobre todo si pensamos en una intelectualidad nacional allende fronteras.

La escritura de Enrique marca siempre una pauta a analizar, entre lo institucional y lo individual, entre la dominación y lo humano, entre lo público y lo privado. En Nuestra hambre en La Habana (2022) Enrique vuelve a ubicarse en este balance, esta vez desde una perspectiva quizás inédita para muchos, pero desgarradoramente familiar para cualquier cubano que haya vivido la década de los 90 en Cuba.




Enrique, tu más reciente libro, Nuestra hambre en La Habana, es uno de los productos más esmerados que ha dado la narrativa testimonial respecto a la memoria de crisis alimentaria en nuestro país. No ubicas tu relato únicamente en la falta de comida, sino que repasas cada carencia tras la caída del campo socialista y las contrastas desde la perspectiva de un hombre joven, recién graduado, entusiasta de la cultura. Pero también das la sensación de retratar un sentimiento colectivo, de replicarte en las vivencias de tus congéneres. ¿Cuánto hay en esta obra de experiencia personal y cuánto de imaginario popular? ¿Cómo fue su proceso de redacción?

Nuestra hambre en La Habana es estrictamente una obra de no ficción. Allí, como dices, relato mi experiencia personal como recién graduado empeñado en llevar una vida normal y hasta feliz en la medida de lo posible en medio de aquella crisis espantosa que fue paralizando el país. Si entra el imaginario popular en forma de chistes y rumores es porque creo que aquellos chistes y aquellos rumores captan el espíritu de la época de una manera que yo no lo podría hacer, pero tengo el cuidado siempre de deslindar lo que experimentaba yo de primera mano de lo que me llegaba por diferentes vías.

Nuestra hambre… empezó por un artículo que me pidieron sobre la precariedad en Cuba y en cuanto terminé de escribirlo ya sabía que allí había material para un libro.

Fue un libro relativamente fácil de construir a partir de dos líneas narrativas. De un lado mi experiencia personal como historiador del cementerio de La Habana, como profesor en una escuela totalmente disfuncional y como museólogo en un museo olvidado en la Habana Vieja. Esa línea tenía un sentido cronológico, ordenado. La otra línea narrativa es la del país: cómo se fue gestando la debacle y cómo a través de los años nos habían preparado para soportarla obedientemente, y los diferentes aspectos en que afectó nuestra vida colectiva y nuestra percepción del régimen. Porque el hambre es apenas una sinécdoque de unas carencias bastante más profundas.

Durante toda la narración de Nuestra hambre… registras todo tipo de carencias y privaciones, materiales y simbólicas, a las que el cubano ha debido “rendirse” o resistir. ¿Cuáles son las significantes y los límites de esa hambre de la Cuba que viviste?

El hambre es eso que te decía antes: una sinécdoque del sistema que la engendra, de las carencias materiales, pero también de las espirituales y la más decisiva y tangible es la falta de libertad.

El hambre es un subproducto del monopolio del Estado sobre los medios de producción y de su tremendísima ineficiencia. Y, al mismo tiempo, es parte del sistema represivo, de una eficiencia increíble, sobre todo si se compara con la ineptitud del sistema productivo.

El régimen primero llevó a casi toda la sociedad a vivir en nivel de supervivencia pura y a eso se le llamó “igualdad”, “austeridad”, “sacrificios por un futuro mejor”. Luego, al que se portaba muy bien, o sea, el que contribuía activamente al sistema, se le premiaba con algunos privilegios y al que se portaba mal, sin siquiera ser abiertamente opositor, se le marginaba sin que pudiera siquiera buscarse la vida por sí mismo, pues el Estado se convirtió virtualmente en el único empleador del país.

En el campo, donde a los campesinos no se les podía amenazar con el hambre pues se bastaban a sí mismos para alimentarse, se les negaba el acceso a servicios como la electricidad y el agua corriente para, por ejemplo, obligarlos a integrarse a las cooperativas. O sea, para someterse al control del Estado. Y no hablo de los 90. Eso ocurría ya en lo que le llamo el período clásico de la Revolución, allá por los 70. En los años del I Congreso del Partido Comunista y la adopción de la Constitución socialista.

Recomiendo leer una suerte de diario que Juan Abreu escribió por aquellos días y que luego publicó con el título de A la sombra del mar. Impresionante.

Durante los 90 fueron tantos los productos contrahechos que el Estado impuso como alternativa a la escasez, que aún hoy conviven en el imaginario cubano, allí donde se encuentre, alimentos tabúes en forma de “comidas de pobres”. ¿Puedes hablarnos de algunos de estos alimentos, antes parte de la cocina cubana y luego relegados por el rechazo a esos tiempos? ¿Cómo los renegociaste fuera de Cuba? ¿Crees que Cuba, como territorio físico, ha perdido sus referencias culinarias, de lo que significan diferentes alimentos, sus formas de elaborarlos, los rituales alrededor de la comida?

El hambre es innegociable. Al menos el hambre de los 90. Los 80, esos a los que ahora se les ve con una aureola de abundancia, fueron mi época de las comidas de pobre: arroz, chícharo, huevos y no he renunciado a ninguno de ellos.

Los 90 fueron una caída a un nivel más bajo aun: el picadillo de cáscara de plátano, el bistec de cascos de toronja, un pescado inmundo llamado chicharro, la llamada pasta de oca y el siempre socorrido vaso de agua con azúcar. Confieso que desde entonces no he sentido ninguna necesidad de regresar a ellos. ¿Quién lo haría, a menos que fuera un masoquista irredento?



Por otro lado, de niño tuve mucha suerte, pues mi abuela, hija de canarios, se desvelaba por mantener la mayor cantidad de referencias culinarias posibles: su arroz con pollo y sus moros con cristianos, sus platos preferidos de los domingos, eran sublimes. O aquellas ocasiones excepcionales en que aparecían unos cangrejos y toda la familia se ponía en función de preparar una harina con cangrejos, un plato explosivo que comíamos en el patio para evitar que al romper las muelas de cangrejo a golpes de maza la harina saltara por todo el comedor.

Entre semana mi abuela se encargaba de regalarnos con platos como sopa de plátano, de ajo, de quimbombó, escabeches de pescado, bacalao a las vizcaína, pollo con papas, fricasé de guanajo. Cuando no, pedía que le dieran falda en la carnicería en lugar de bistec, la salaba, la colgaba en la cocina y al mes estábamos comiendo tasajo, esa comida de piratas y esclavos que a mí me encanta.

Ella era una verdadera conspiradora contra la monotonía culinaria del castrismo. El único día que no cocinaba era el de las Madres, cuando comprábamos una paella de mariscos que vendía exclusivamente ese día la cafetería de mi barrio, El Becerra.

Luego estaba mi abuela paterna, la camagüeyana, de platos más simples, pero con la enjundia guajira de lo que cultivas y crías en el patio de su casa. Uno de los platos que mejor recuerdo por su rareza en el contexto cubano era el llamado queso de puerco, que se elaboraba con todo lo de aprovechable que tenía la cabeza del puerco, sesos incluidos. Se hervía, luego se prensaba y se convertía en una especie de carne fría con forma de queso.

También dominaba un repertorio de repostería impresionante: desde las yemitas y las cremitas de leche hasta el llamado pan patato a base de diferentes viandas. Pero eso era un privilegio que no creo que abundara entre los cubanos en esos tiempos.

Encima, con la cruzada antirreligiosa se barrió con un calendario de festividades y tradiciones siempre asociados a algún tipo de comida. Casi todos los viví vicariamente a través de los cuentos de mi abuela materna que, viniendo de una familia muy pobre y siendo ella misma razonablemente fidelista —si es que eso existe—, no cesaba de contarme: me refiero a esos festines que a mí se me antojaban infinitos que uno se podía dar por unos cuantos centavos en una fonda china o en el famoso Mercado Único.

O un “pan polaco” del que no cesaba de hablar y que supongo venía de alguna tradición judía. A muchos niños de mi generación ni los cuentos les llegaban y en los malhadados 90 había niños que crecían sin saber lo que era un sándwich o desconociendo el humildísimo gofio de harina tostada con que se mataban el hambre nuestros ancestros.

Comentas que en los 90 era recurrente la evasión a nombrar a Fidel, pero que esta no respondía a miedo sino a hastío, porque: “La conciencia colectiva de la nación concluyó que aquel nombre había sido mencionado demasiadas veces para añadir una más”. También relatas varias frases populares que nombraban productos barrocos como los “perros calientes sin tripa” o mecanismos de distribución normada como “los cosmonautas”, para los huevos que desaparecían en cuenta regresiva. Este lenguaje críptico pervive hoy día en otras variantes ¿Cómo interpretas estas expresiones? ¿Crees que pueden incluir un trasfondo político?

Quiero hacer una distinción. De un lado estaba la imaginación popular y del otro la imaginación estatal, que no se quedaba a la zaga y fue la que engendró denominaciones tales como “picadillo de soya”, “pasta de oca”, “picadillo texturizado”, “picadillo enriquecido”, “perro sin tripa”, “fricandel”, el “cerelac” y la más imaginativa de todas que fue llamarle “Período Especial en Tiempos de Paz” a lo que no era otra cosa que una crisis terrible. Compárese eso con “la Gran Depresión”, que da una idea más clara de lo ocurrido en los 30 en medio mundo.

El pueblo se defendía como podía, se resistía a ese bombardeo semántico con sus propias invenciones dando testimonio, a pesar de no rebelarse abiertamente, de su descontento, su inteligencia, su vitalidad. Y claro que tenían un trasfondo político, aunque fuera porque un sistema totalitario tiene la virtud de politizarlo todo y en medio de la imbecilización colectiva cualquier muestra de inteligencia es directa o indirectamente un acto de resistencia.

Hay un chiste que no incluyo en el libro y que acabo de recordar. Cuando la neuritis óptica se hizo epidémica y empezó a provocar ceguera en la gente, el Gobierno —sin aludir directamente al problema, porque a la hora de referirse a los desastres cubanos el Gobierno es más discreto que Sherezada—, empezó a repartir unas pastillitas amarillas de complejo vitamínico B. La gente bautizó a las pastillas como “la caperucita Roja” porque eran “para verte mejor”. Pues Daniel Díaz Torres, el director de cine, me contó que a Carlos Lage se le ocurrió hacerle el chiste a Quientusabes porque le habrá parecido inocuo, supongo, y el asunto fue que por mucho que se lo explicó Quientusabes nunca entendió el chiste y Lage, amoscado, desistió de explicárselo. No me consta si la anécdota es real o inventada, pero ahí tienes un buen resumen de las relaciones entre el humor popular y el poder.


En esta misma idea, ¿cuánto crees que ha estremecido el humor, en forma de lenguaje o de memes, al monolito de la narrativa institucional cubana? ¿Algunas diferencias sustanciales entre los 90 y 2000?

El humor no puede derrocar un poder que se asienta por la fuerza, no debe pedírsele tanto, pero puede erosionar el discurso del poder, hacerlo cada vez más ridículo, menos convincente. De ahí que el discurso del poder en la actualidad se haya vuelto cada vez más cínico porque luego de tanta burla no se cree ni a sí mismo. Y, una vez que el ejercicio del poder se vuelve más descarnado, al menos se va quebrando esa intimidad entre opresores y oprimidos que hace del totalitarismo un sistema tan perversamente eficaz. Pero el humor no solo ha cambiado la relación con el poder. La misma oposición se ha vuelto más desenfadada, menos hierática.

Afirmas que, en su precariedad, a los cubanos se les ha escamoteado incluso la posibilidad de denunciar el hambre frente a mayores hambrunas de la Historia: “Nuestra hambre era un hambre con baja autoestima. Lo sigue siendo. Todavía mucha gente no se atreve a llamarla por su nombre”. Ante hambrunas históricas como la del Holocausto “[…] debemos retroceder, humildes, reconociendo que nuestra hambreada condición no llegaba a esos extremos”. Como intelectual crítico al régimen cubano dentro de la academia estadounidense seguramente has debido tener encuentros con personas que desde sus posiciones “ajenas” han relativizado o “romantizado” las experiencias que relatas en tus memorias. ¿Puedes contarnos alguna anécdota y la reacción habitual del Enrique crítico, humorista e historiador a estas circunstancias?

La primera persona que me encontré en mi primer día en una universidad estadounidense, un estudiante graduado igual que yo en esos momentos, me preguntó si era “cubano o gusano” y mi respuesta no fue amable ni ingeniosa sino lo suficientemente disuasoria como para que no insistiera en esa vía.

Desde entonces me propuse no entrar en debates sobre la cuestión cubana. Lo que hay en Cuba es una tiranía insoportable y eso es tan poco debatible como mi condición humana y la del resto de los cubanos. Tan poco debatible como lo era la injusticia de la esclavitud en el siglo XIX si se me permite la comparación.

En cualquier intento de debate le preguntaba a mi interlocutor cuánto tiempo había vivido en Cuba y la respuesta en el mejor de los casos era dos semanas, a continuación le decía que yo había vivido en Cuba veintiocho años: si en dos semanas pretendía saber más sobre mi país que yo en veintiocho años me estaba diciendo estúpido y no aceptaba discutir con gente que me insultara. Luego parece que la voz se fue corriendo entre los colegas y desde hace mucho ninguno viene a tratar de convencerme de que aquello es ni siquiera regular.

No obstante, el libro está dedicado a una colega mía, boricua por más señas, quien me dijo que estaba planificando un número sobre la precariedad para la revista del departamento y que pensaba que no podía hablar del asunto sin mencionar el caso cubano. Luego, el artículo resultante se convirtió en el primer capítulo del libro.

No ando por ahí predicando el evangelio de la maldad castrista, pero si me preguntan y los veo genuinamente interesados, respondo. Desde el inicio, para evitarles a la gente de otras nacionalidades la tentación de asumirme tranquilamente dentro de su sistema de expectativas, me presento diciendo: “Soy cubano, pero nadie es perfecto”. Y entienden.

En Nuestra hambre… abordas un tema para mí esencial cuando hablamos de teoría totalitaria según Hannah Arendt: “Cuando la indigencia resulta lo bastante abrumadora como para aplastar el instinto de resistencia, se está a las puertas del sometimiento absoluto. […] Es rara la vez que el hambre haya incitado al desacato, la sublevación. Sobre todo cuando el hambre se convierte en sistema, y la supervivencia, en el objetivo esencial de los sometidos”. Incluso sin llegar a esa hambre física que describes, en Geopolítica del hambre, Josué de Castro afirma: “El comer siempre lo mismo explica la pérdida de ambición, falta de iniciativa, tristeza de las poblaciones en situación de sociosegregación alimentaria”. ¿Qué conclusión saca el Enrique protagonista de tu texto? ¿Ha sido el hambre en Cuba un mecanismo premeditado de dominación, finalidad o efecto?

Primero, debo decir que no creo que el hambre en los sistemas comunistas sea premeditada. Más bien es una consecuencia lógica de privar a la gente concreta de sus medios de producción y entregárselos al Estado que, además de torpe y chapucero, tiene menos interés en producir comida que en conservarse a sí mismo como sistema.

Una vez producida el hambre de manera más o menos “natural”, el Estado sí la sabe aprovechar muy bien para manipular con ella a la gente. La mejor muestra de ello es que, ante las situaciones límites, sus soluciones temporales consisten casi siempre en conceder un poquito de libertad económica para luego quitarla en cuanto la situación mejora. No es nada nuevo. De ese tipo de control ya sabían los incas cuando prohibían a sus súbditos crear recetas nuevas para que pudiera alcanzar la cantidad estricta de alimentos que le asignaban a cada comunidad.

Pero las tácticas de la escasez no solo se ejercen contra la población interna. Además, esa población hambreada es usada como rehén para conseguir tanto concesiones políticas de los gobiernos extranjeros como remesas y mansedumbre en general por parte de la emigración.

Al relatar los pasajes de la crisis de los balseros afirmas: “Ante tal panorama, si algo hacía que mereciera la pena arriesgarse, si algo podía cambiar al menos el destino individual, era escapar de allí, un propósito al que se han consagrado generaciones de cubanos cuando todavía están en edad de soñar, de ejercer su esperanza”. Hoy día vemos una migración tan persistente y diría con mayor masividad que la de los 90. Como joven intelectual que logró sus aspiraciones en el exilio, ¿cómo asumes la emigración en tu generación y ahora?

Al margen de que hay gente que prácticamente nace con el impulso de irse de Cuba, lo normal es que la emigración sea el plan B en la vida de cualquier persona. Yo mismo no me planteé irme hasta los 90, ya graduado de la universidad. De otra manera no hubiera estudiado Historia de Cuba y en lugar de eso habría estudiado Inglés u otra carrera con más visión de futuro. Pero cuando decidí irme, cuando descubrí que no tenía posibilidades de llevar una vida decente y que me cerraban todas las vías para hacer algo que me permitiera trabajar por mi propio país, ayudarlo de cualquier manera a sacarlo de la situación en que estaba, ya se había convertido en el plan A de buena parte de mi generación. La gente no daba explicaciones de por qué se iba, sino de por qué se quedaba.


Que treinta años después se repita la misma situación para las nuevas generaciones es una denuncia contra los que siguen dirigiendo el país de manera tan desastrosa. Y así se sigue privando al país de la gente más creativa y emprendedora de cada generación.

En cuanto a mí, si de algún éxito me siento orgulloso es de no haber dejado de hacer lo que me gusta y en lo que creo, con plena libertad. Y de haber creado un entorno de gente querida —empezando por mi familia— en el que sentirme a salvo del chantaje de la nostalgia.

En el libro relatas el descalabro de todas las normas establecidas debido a la crisis: el robo, los asaltos a los autobuses por divertimento, la falta de solidaridad. Con estas normas me refiero, según Hannah Arendt, a las reglas de comportamiento que frente a una crisis de estas dimensiones revela un colapso del sentido común, porque no se tienen a disposición otras categorías morales independientes de la experiencia autoritaria. Sin embargo, tu relato personal nos recuerda que algo que se debe defender a toda costa es la facultad personal del juicio. ¿Cuánto crees que las carencias prolongadas en el tiempo, las ramificaciones de esa hambre en sentido general, han calado en el patrimonio, en la memoria y en la identidad nacional? ¿Cómo resguardar el juicio y la ética personal ante la precariedad extendida por generaciones?

Las carencias han calado muchísimo tanto a nivel material como espiritual: en la pérdida de tradiciones, de formas de convivencia, de la belleza elemental que se necesita para una vida digna pero también, y sobre todo, nos ha desacostumbrado a vivir en libertad, ha instalado una desconfianza y una mezquindad adicional en las relaciones entre los cubanos, la pérdida de un mínimo de cortesía que hace la vida más agradable.

Al salir de Cuba me sorprendía que los desconocidos me saludaran al cruzarse conmigo en la escalera o en la calle. O para poner otro ejemplo cotidiano: en Cuba, cuando pasaban con una bandeja —en las extrañas situaciones en que eso sucedía—, agarrabas con cuantas galletas o pasteles te cabían en las manos o si era algún refresco observabas con cuidado antes de agarrar el vaso que tuviera algo más de líquido que los demás.

El famoso hombre nuevo del Che Guevara resultó ser un chivato tremendamente miserable, alguien que le sirve a la perfección al Estado para mantenerse, pero de quien nadie quiere ser amigo.

Por otro lado, la socialidad caribeña, como he podido comprobar en República Dominicana, Puerto Rico o en el Caribe colombiano, es de una suavidad, largueza y espontaneidad envidiables; pero el castrismo ha hecho de los cubanos unos seres ásperos, mezquinos y recelosos. Curarnos de eso será arduo y laborioso, y debiéramos empezar desde ahora, donde quiera que estemos. Pero eso es lo que produce el totalitarismo por donde quiera que pasa.

Lo asombroso —y eso quiero destacarlo— es la cantidad de gente joven decente y magnífica que sigue saliendo de Cuba pese a todo. El tipo de cosas que te devuelven la confianza en el ser humano.

Junto a la cuestión de la emigración creo que también nos hemos preguntado alguna vez por la sociedad que queda en la Isla, sus formas de resistir, subvertir, y las consecuencias cada vez más aterradoras que estamos viendo luego del 11J. En tu libro afirmas: “Nada hacía más temible a ese entramado de vigilancia e intimidación que el hecho de que estuviera compuesto por gente. Cientos de miles. No robots a los que en algún momento se les puede desconectar o reprogramar, sino seres cuya capacidad operacional se multiplicaba ante el temor de que un cambio de régimen les hiciera perder sus privilegios. O desatara el rencor de sus víctimas. Digo “víctima” y ya me arrepiento. Si algo le cuesta producir a un régimen como el cubano (aparte de bienes de consumo), son víctimas puras (…) Resulta muy difícil apelar a la solidaridad entre víctimas cuando todos han sido un poco verdugos”. Entonces, ¿cómo podemos llamarnos, banalidad del mal o resistencia, víctimas o victimarios? ¿Cómo te imaginas un proceso de reconciliación nacional post-régimen?

En la sociedad moderna, ante la pérdida de sistemas tradicionales que cohesionan la sociedad y le dan sentido como la religión, las estructuras familiares, etc., la ideología totalitaria es una tentación que no se debe despreciar. Lo vemos ahora mismo con los populismos de derecha o la ideología woke, de vocación totalitaria evidente. Luego está ese magnífico mecanismo de dominación que mezcla la esperanza, la envidia, la mezquindad y la violencia para crear un círculo vicioso en que casi todo el mundo es a la vez víctima y verdugo de otros.

El mecanismo lo describe muy bien Lino Novás Calvo en un cuento de 1932, "Aquella noche salieron los muertos":

Los celosos hablaban entonces en nombre de los esclavos y volvían a ser esclavos ellos mismos. Después si seguían eran ajusticiados y sus huesos se juntaban en aquella tierra con los de los otros. Otros esclavos pasaban entonces a su lugar, escogidos por Amiana o sus manfucas, por valientes o delatores. Estos eran los rebeldes de abajo, contra los de abajo. Al subir se cruzaban con los que bajaban. Esto sostenía a Amiana y le dio humos. Comenzó a sentir gusto en perseguir, como si se rascara un salpullido por dentro o se apretara un forúnculo. […] Las gentes de Amiana querían hacerse méritos con él y por eso inventaban complots y descubrían rebeldes donde no los había. Pero luego lo eran. Amiana los mandaba a los barracones y entonces se hacían resentidos y hablaban en nombre de los esclavos. Estos veían entonces la ocasión de dejar de serlo y delataban a los que venían de arriba, y así estos pasaban entonces al cementerio.

El totalitarismo se alimenta de lo peor de nosotros mismos. La mejor manera de contrarrestarlo es ser lo mejor que podamos, pero sobre todo lo más generosos que podamos. Pero no hay que esperar a que se caiga el régimen, si es que alguna vez lo hace. Debemos empezar ahora mismo.

Tu libro pareciera una radiografía del malestar general de los años 90, pero también un inventario de cada aspecto o ejercicio en el que se ocupaban los cubanos como tú para resistir el infortunio. Si tuvieras que narrar el presente, signado por títulos tan abstractos como el del Período Especial en Tiempos de Paz, Coyuntura, Continuidad, que elementos crees deberías añadirle o sustraerle a tu texto original. En resumen, ¿cuánto dista la Cuba de tus memorias de la actual?

Decía el filósofo Richard Rorty —y yo no me canso de repetirlo— que aceptar el vocabulario heredado “es aceptar a otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos”.

Por eso al inicio del libro propongo un cambio de vocabulario y empiezo por llamarle a la crisis de los 90 por su nombre real: Hambre. A las sucesivas crisis desde entonces las llamaría Hambre 2, Hambre 3. Porque en lo esencial el sistema no ha cambiado de naturaleza: las causas de las crisis son las mismas y los resultados son idénticos. Si algo ha cambiado es la gente: ahora es más descreída, mejor informada y, si acaso, más cínica. Excepto un grupo de gente increíblemente valiente, esperanzada y empeñada en cambiar el país, el resto tiene claro que lo mejor que puede hacer con sus vidas es prepararse para marcharse en cuanto puedan.

Siento que la brecha que existe entre la Cuba de principios de los 60 y la de los 80 es mayor que la que existe entre la de los 90 y la de ahora, aunque haya transcurrido más tiempo. Los 90 fueron un momento clave para lo que vino después. En ese momento comenzaron los fenómenos que ahora son la norma del país como el turismo y el jineterismo masivos, la fundación de la mafia hotelera de Estado, el cuentapropismo y el abandono de toda esperanza creíble de la utopía comunista.

Luego han aparecido fenómenos que no alcancé a ver, que van desde la exportación masiva de personal calificado, la sustitución de profesores por televisores, la introducción del Internet o una circulación más fluida de la gente en ambas direcciones —en mi época la gente raramente usaba el pasaje de vuelta—. También hay un mayor conocimiento desde afuera sobre lo que pasa adentro. Y a juzgar por lo que me cuentan los que salen y la facilidad con que nos comunicamos, el meollo del régimen ha cambiado muy poco desde que me fui. Para decirlo de otro modo: pueden haber ocurrido muchos cambios, pero las razones por las que me fui, siguen intactas.

Claudia González Marrero es Investigadora de Food Monitor Program.

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