Por William Navarrete
MADRID, España. – Figura imprescindible en el exilio cubano de Madrid en las últimas tres décadas, Antonio Guedes, amigo de muchos de mis amigos en esa ciudad es alguien de quien siempre había oído hablar con especial cariño. Sabía que no solo había asistido a muchos de ellos desde la práctica de su profesión, sino que ha estado y sigue implicándose en actos, plataformas y acciones para denunciar los atropellos del régimen castrista.
Los últimos 22 años de vida en Cuba después de 1959 hasta su salida hacia España estuvieron repletos de sinsabores y zozobras. En condiciones adversas comenzó a estudiar en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio de La Habana y, aunque no terminó sus estudios de sacerdocio, se mantuvo siempre muy apegado a la Iglesia de la que continuó siendo parte activa como laico en una época en que este tipo de actividad era muy reprimida en Cuba.
Asistió al lento e inexorable desangramiento de la familia cubana, fue expulsado de sus estudios de Medicina y vivió en la cuerda floja que este tipo de régimen tiende en la vida diaria de cada ciudadano. Vio partir a muchos, caer presos a otros y, sobre todo, atestiguó la destrucción del mundo que con tantos esfuerzos sus padres y abuelos habían forjado.
Como en el mundo cubano siempre hay alguna conexión entre las personas, me asombró enterarme de que una muy buena amiga de mis años de estudios secundarios y preuniversitarios, Mariángel Salesa Guedes, era hija de Amalia Guedes Delgado, prima hermana del entrevistado. Al padre de esta amiga le decían Mario “El Polaco” y fue el sastre que le confeccionó a Antonio Guedes, obrando milagros, el traje con forros de sacos de yute para que saliera definitivamente de Cuba rumbo a Madrid. Mariángel murió con 50 años, hace poco, en Miami, en donde había trabajado en la librería Universal de Juan Manuel Salvat, una ciudad a la que había llegado con sus padres a finales de la década de 1990.
A todos los que fuimos sus amigos de estudios nos consternó la noticia de su fallecimiento. Recuerdo que a pesar de que era una de las alumnas más aventajadas de las aulas por las que pasó, nunca fue aspirante de la Unión de Jóvenes Comunistas ―contrariamente a otros― ni propuesta para tal cosa, porque sus padres eran católicos practicantes y en su casa, sita en la calle 11 entre 60 y 62, Playa, había una gran imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
Ya retirado, “Tony” Guedes ―como todo el mundo le llama― vive rodeado del amor de su esposa y sus dos hijas en Madrid; continúa siendo el médico, ya retirado, de muchos de sus pacientes y amigos y sigue ocupándose de personas que acuden a él. Para que sus nietos nacidos en España sepan su historia y la de su Isla ha escrito unas memorias muy detalladas que rompen aquel día de 1951 en que vio la luz en el pueblo de Unión de Reyes, en la provincia de Matanzas.
―Como a todos los entrevistados voy a pedirte que comiences hablándonos de tus orígenes y primeros pasos por la vida.
―Nací en Unión de Reyes, un pueblo de la provincia de Matanzas, un año antes del golpe de Estado de Fulgencio Batista de 1952. Mi padre se llamaba Antonio Rafael Guedes Padrón y era pesador en el Central Conchita (Puerto Rico Libre cuando lo nacionalizaron) cuando conoció a Eva Sánchez Ruiz, mi madre, nacida en Jovellanos y maestra de primer grado en el pueblecito de Bermejas y luego en Alacranes.
De toda esa geografía de los llanos entre La Habana y Matanzas vienen mis ancestros inmediatos, pues como sabemos era región de mucho asentamiento de canarios y peninsulares. Mi abuelo paterno, por ejemplo, era de Sabanilla del Encomendador y su esposa, María Padrón Quintero, era nieta de Blas Padrón y Juana Febles, que habían venido de Canarias. Por parte de mi madre mis abuelos eran de Güira de Melena y de Guamutas. La familia era enorme y es por eso que en Hoy como ayer, mis memorias publicadas recientemente por la editorial Betania, en Madrid, decidí estampar un árbol genealógico para reflejar las diferentes ramas.
Mi primer grado lo hice en el colegio Emilio Sorondo, de Alacranes, y tuve el privilegio de que mi propia madre fuera mi maestra. Luego seguí mis cursos en Unión de Reyes y recuerdo perfectamente a cada uno de mis maestros. Ya en esa época mi padre había comprado en Unión de Reyes una bodega, que es como en Cuba le llamamos a las tiendas de comestibles, a la que puso “Casa Ñico”. Pero siempre íbamos al Central Conchita, en donde vivía y trabajaba como jefe del taller de locomotoras mi abuelo Rafael Sánchez. Recuerdo perfectamente que en el central había de todo: una bodega, una tienda de ropas, una cafetería-restaurante, farmacia, biblioteca, sala de cine, terreno deportivo e, incluso, una fábrica de galletas marca Brilla, que pertenecía a una familia gallega de Lugo de apellido Pastoriza. ¡Todo aquello existía en la década de 1950 en un pequeño central azucarero cubano!
―También Unión de Reyes, pueblo mítico por el célebre rumbero al que llamaban “Malanga”, forma parte de tu imaginario de la infancia. Lo evocas como un sitio de ensueños y tanto que parece una fábula.
―¿Fábula? ¿Qué fábula puede ser un lugar del que puedo mencionar todos y cada uno de los muchos comercios, instituciones, empresas e infraestructuras que existían? En Unión de Reyes, por ejemplo, en su Teatro-Cine Unión (luego López), vi de niño actuar a los primos de mi padre Guillermo y Eloísa Álvarez Guedes. También al célebre dúo de Olga Chorens y Tony Álvarez. Era un pueblo de unas 7 000 almas y así y todo tenía varias academias de estudios, cinco médicos, tres dentistas, un laboratorio clínico y una casa de socorros, tres ferreterías, varias carnicerías, dos tintorerías, la mueblería de Alberto Abdemur (que llamaban “El Moro”), más de 30 bodegas como la de mi padre, tres panaderías, una fábrica de dulces y conservas, dos hoteles (El Louvre y Unión), dos imprentas (La Central y El Relámpago), dos semanarios (El Pueblo y La Hora), la mercería de Los Polacos, la quincallería de Teté, la sastrería de Máximo Gutiérrez, la talabartería de Fata “El Italiano”, varias peluquerías y barberías, un banco y hasta calles pavimentadas, acueductos y un sistema completo de electrificación.
¿Imaginación dices? ¡Imaginación es la que se necesita hoy día para hacernos una vaga idea de lo que realmente fue Cuba! Ha sido tanto el destrozo y el abandono que la Isla entera es como Pompeya: hay que hacer arqueología para dar con los vestigios. Figúrate que frente a mi casa estaban los Talleres Fundición Perret que pertenecían a Alberto Enrique Perret Baltz, de padre sueco. De allí salían piezas para todos los centrales de Cuba y para la exportación. Fidel Castro se los quitó; rebautizaron a aquella próspera empresa “Primero de Mayo” y en poco tiempo se convirtió en una montaña de chatarra en ruinas, inservible e improductiva hasta su desaparición total.
A mí quien me diga que todo esto es fruto de mi imaginación le cito nombres y apellidos, le muestro fotos y papeles. Y es cierto que de Unión de Reyes era el famoso José Rosario Oviedo, más conocido como “Malanga”, rumbero mayor, que bailaba con un vaso de ron en la cabeza y dentro de un círculo de botellas que ni siquiera rozaba mientras hacía increíbles giros y movimientos. Murió envenenado en Camagüey. Una canción que dice “Unión de Reyes llora / porque Malanga murió” puso a nuestro pueblo en los labios de todos los cubanos y rebasó las fronteras marítimas de la Isla.
―¿En qué situación te sorprende el triunfo revolucionario de 1959?
―Yo tenía 8 años de edad, pero lo recuerdo perfectamente. Como Unión de Reyes tenía estación de trenes y por allí pasaba el tren de Oriente a Occidente tengo aún la imagen de aquella gente barbuda, vestida con uniformes de milicianos y enardecida que pasaba por allí. A una de las fondas del pueblo, por ejemplo, llegó una tarde el propio Che Guevara, andrajoso y sucio, camino de no sé dónde, en una de esas giras que daba por la Isla. ¡Qué se puede esperar de un individuo que fue capaz de escribir en un mensaje dirigido a la OSPAL en 1967 “el odio es el elemento central de nuestra lucha”!
En el momento que llega esa fatídica fecha para Cuba, mi tío político Reinaldo González Medina era alcalde de Unión de Reyes y mi padre se había convertido en concejal (desde 1954). Ambos fueron inmediatamente suspendidos de sus cargos e incluso a mi tío le confiscaron enseguida el automóvil porque dijeron que pertenecía al Ayuntamiento, lo cual no era cierto.
Poco a poco el mundo familiar se fue desmoronando. No pasaba un mes sin que nos enterásemos de que un familiar o amigo se largaba del país. Por supuesto, cuando un adulto presentaba la salida tenía que esperar hasta que le autorizaran emigrar en un campamento de trabajos forzados. Esto a partir del momento en que comenzaron los llamados “Vuelos de la Libertad”, tras un acuerdo entre Fidel Castro y el gobierno estadounidense de Johnson. A esos campamentos criminales el pueblo les llamaba jocosamente “las becas Johnson” y por ahí desfilaron muchos de nuestros familiares y conocidos.
―¿Por qué no salieron de Cuba en ese momento?
―Como muchos recuerdan Fidel Castro instauró el Servicio Militar Obligatorio en 1963. Yo tenía 12 años y todavía mi padre conservaba su bodega en Unión de Reyes porque las nacionalizaciones finales de la pequeña propiedad no se hicieron hasta 1968 que fue el año que llamaron “de la gran ofensiva revolucionaria”. Existía la esperanza de que el régimen cayera y todos los días en casa se decía que a “aquello” no le quedaban ni seis meses. El caso fue que, de seis meses en seis meses, iba pasando el tiempo y no sucedía nada.
Cuando mis padres decidieron pedir el permiso de salida del país ya yo estaba muy cerca de la fecha en que cumpliría los 15 años. Así y todo, se arriesgaron y el resultado fue que le confiscaron la bodega. A mi madre la expulsaron inmediatamente, el 7 de enero de 1967, de la escuela en que era maestra y a mi padre lo enviaron a un campamento de trabajos forzados o granja en Camagüey. La salida nunca llegó y yo cumplí la edad militar. Y mi padre prefirió seguir haciendo trabajos forzados por si acaso cambiaban la ley y autorizaban mi salida.
En esas condiciones empecé a estudiar en Matanzas, a hacer el bachillerato (preuniversitario le llamaban ya) en el antiguo Instituto de esa ciudad, entonces rebautizado, como todo, José Luis Dubrocq. Recorría a diario los 34 kilómetros que separaban a Unión de Reyes de la capital provincial.
―Siempre estuvieron, tanto tú como tus familiares allegados, muy cerca de la Iglesia Católica. ¿Fue eso lo que influyó en tu decisión de entrar en el Seminario?
―Nunca, ni siquiera en los momentos más difíciles y de mayor represión, dejamos de ir a la Iglesia y de relacionarnos estrechamente con esta. Incluso en el Preuniversitario, durante las llamadas Escuelas al Campo, recibía la comunión que me traían escondida en cajitas de fósforos (cerillas, en otras partes). Antes de entrar en el Seminario San Carlos y San Ambrosio de La Habana, estudié un año de Pedagogía en la escuela para estos efectos en Matanzas. Una de las decisiones más fallidas de mi vida. Pero ya en septiembre de 1969, con 17 años, comencé como alumno interno del Seminario, sito en la Avenida del Puerto de La Habana y del que era rector entonces Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal, sobrino bisnieto de un presidente de la República y tataranieto del “Padre de la Patria” y también presidente, pero de la República en Armas, en el momento de la primera guerra por la independencia de Cuba.
―¿Cómo fue tu vida en el Seminario y por qué lo abandonaste?
―Era una auténtica hermandad. Yo estudié tres cursos completos, entre 1969 y 1972. Entonces se estudiaban cuatro años de Filosofía y cuatro de Teología. En ese periodo tuve como compañeros a Emilio Aranguren, Carlos Balandrón, José Conrado, Norberto López López, Sabino Estrada, entre otros que son hoy sacerdotes, obispos o frailes. Se trabajaba y estudiaba mucho porque además de los cursos, los rezos y el tiempo de meditación, nos ocupábamos, turnándonos, de la limpieza, el mantenimiento, la cocina, la preparación de la capilla y de todo lo relativo a la vida dentro del Seminario. Los fines de semanas íbamos a las pastorales en las parroquias de pueblos cercanos a la capital y, a veces, en algún momento libre hacíamos alguna salida, por ejemplo, al cine o para ver alguna función de teatro. En el Seminario recibíamos visitas, pero siempre en los salones preparados para esto en la planta baja y de manera poco invasiva. Los fines de semanas podíamos ir a nuestras Diócesis, o sea, al sitio de donde veníamos y en donde vivía nuestra familia.
Fue justamente a partir de estos viajes que empecé a relacionarme con Lourdes, que era de Jagüey Grande, y con quien terminé casándome en 1975. Antes de nuestra boda, y al darme cuenta de que estaba enamorado de ella y de que deseábamos formalizar nuestro noviazgo, hablé con el padre Carlos Manuel de Céspedes y le planteé mi decisión. El padre habló entonces con los hermanos del Sanatorio de San Juan de Dios, en el barrio de Los Pinos, el único hospital privado que había sobrevivido a las nacionalizaciones del castrismo, y los hermanos de allí me aceptaron para que trabajara como ergoterapeuta, una profesión para la que me había preparado a lo largo de mis diferentes formaciones en las que no estuvieron excluidos los estudios de psicología y cuyos conocimientos había ido adquiriendo entre pito y flauta. Para alejarme de Unión de Reyes y evitar que me llamara el Servicio Militar el padre Carlos Manuel de Céspedes me dejó vivir en la parroquia de Jesús del Monte, en su casa parroquial, durante varios años.
En el Sanatorio me ocupaba de personas de todas las edades y patologías dándoles apoyo psicológico, pero también organizaba actividades para distraerlos. Recuerdo, por ejemplo, que, en una ocasión, años después y en mi segunda etapa en esta institución, pudimos traer a la vedette Rosita Fornés para que actuara para ellos. Durante todo ese tiempo no perdía de vista mi intención y deseos de estudiar Medicina, y por eso me inscribí en la Facultad Obrero Campesina que era la única manera de terminar el bachillerato que había interrumpido cuando entré en el Seminario.
Por cierto, no era porque estudiábamos para sacerdote que no fuimos a cortar caña. Tal vez pensando en ganar pequeños espacios de libertad y tolerancia, el padre Froilán Domínguez, entonces rector del Seminario una vez que Carlos Manuel de Céspedes cesó en esta función, aceptó que participásemos en la descabellada cosecha azucarera, la famosa Zafra de los Diez Millones. Hay una foto mía cortando caña que fue publicada en la revista Cuba Internacional. Entonces nos pusieron en albergues con militantes del Partido Comunista y muchos agentes que intentaban infiltrarnos, pero como ellos tenían una formación muy mediocre no lograban mantener un diálogo con nosotros que teníamos muy sólida formación intelectual. Siempre terminábamos enredándolos con mucha facilidad. El caso fue que, en el reportaje para esa revista, aparezco no como Antonio Guedes Sánchez, sino como Antonio Sánchez, y el periodista me hizo nueve preguntas, pero a la hora de publicar las respuestas, las cambió, recortó y dejó frases sueltas de modo que lo que yo decía no correspondía en lo absoluto con lo que realmente le había dicho.
―¿Cómo sobreviven una vez casados, Lourdes y tú, en un medio tan hostil, siendo católicos practicantes y con intenciones de irse un día del país?
―Mis padres nunca pertenecieron a ninguna de las organizaciones de masas (CDR, FMC, etc.) creadas por el castrismo para controlar, vigilar y manipular a los ciudadanos. Lourdes y yo no nos casamos hasta 1975 porque esperábamos encontrar una vivienda. Yo quería estudiar Medicina y la única forma de entrar en ese momento, para alguien con una historia como la mía, era vinculándose con el ámbito de la Sanidad. Por esa razón fue que estuve trabajando cuatro años en el Sanatorio San Juan de Dios hasta que en 1976 pude comenzar los estudios de Medicina, pues para la fecha había acumulado experiencia en el Sanatorio y tenía ya el bachillerato completo por haber terminado la Facultad Obrero Campesina.
―¿Logras entonces hacerte médico en Cuba?
―¡Qué va! ¡Eso no fue más que una quimera! Cuando Lourdes y yo nos casamos empezamos a vivir con Eladia Iglesias del Valle, una feligresa que vivía sola y que se relacionaba con el padre Arnaldo Fernández, quien había sido prefecto de disciplina del Seminario. Eladia había sido directora del colegio de las Damas Catequistas y cuando el comunismo cerró el colegio, se quedó viviendo sola en la casa principal de las monjas, sita en Miramar, cuidándola para no perderla, ya que todos los religiosos y religiosas de esta institución habían tenido que abandonar la Isla. Allí vivió hasta 1969 pues el gobierno le informó que iban a ocupar la casa, de modo que le propusieron varios apartamentos para que se mudara y, al final, después de muchos lugares prácticamente inhabitables, terminó por aceptar uno, pequeño, en la calle 3ra entre 96 y 96-A, en Miramar. A ese apartamentico fuimos a vivir Lourdes y yo por gestión del padre Arnaldo y porque Eladia aceptó recibirnos. Al fin, pudimos casarnos, por lo civil primero y por la Iglesia después, siendo el padre Carlos Manuel de Céspedes el sacerdote que hizo de testigo en nuestra boda.
Como anécdota de ese periodo, puedo contar que conseguimos, gracias a una feligresa de nuestra iglesia, 15 días en el Hotel Riviera para nuestra luna de miel. Allí, en la piscina, conocimos a Margarita, la esposa de Ricardo Alarcón de Quesada, embajador de Cuba ante la ONU, quien venía a pasar temporadas en la Isla y se hospedaba cada vez en ese hotel con su hija y la abuela de esta. Un día la piscina estaba sucia y bastó con que la tal Margarita chasqueara sus dedos y diera órdenes para que inmediatamente la limpiaran. Nos hablaban de sus compras en Nueva York y desayunaban, almorzaban y comían en el L’Aiglon, el restaurante de ese hotel, que era considerado el más lujoso entre los restaurantes que habían sobrevivido a la hecatombe del castrismo.
Evidentemente, para poder vivir en casa de Eladia y estar inscritos en una libreta de abastecimiento que daba la OFICODA, tuvimos que ser miembros del CDR de esa manzana, con todo lo que eso significaba: guardias, trabajos voluntarios, reuniones ideológicas. Hasta ese momento habíamos escapado de esto, pero además era requerimiento para que pudiera entrar en la escuela de Medicina. Lourdes ya era técnica de Oftalmología, trabajaba en el hospital de Diez de Octubre (antigua La Dependiente) y yo empecé los estudios de Medicina en 1976. Nuestra primera hija, Beatriz, había nacido ese mismo año, y no podíamos prescindir de lo poco que vendían por la mencionada libreta o cartilla de racionamiento.
Yo cursé entonces cuatro años de Medicina, pero en junio de 1980 fui expulsado, mediante un juicio sumario, de la Facultad. Se me achacó que recibía familiares de Miami (en efecto, a partir de 1979 empezaron a venir, por autorización del propio Gobierno, cubanos exiliados a través de la llamada “Comunidad”, y una tía política, colombiana para más detalles, había venido a Cuba y habíamos salido con ella). También que regalaba artículos o prendas extranjeras (que eran de las que me había traído mi tía), que me relacionaba con extranjeros en mi barrio (pues en efecto, una pareja de canadienses que frecuentaba la iglesia del Corpus Christie en el Country había simpatizado con nosotros y nos invitaba a cenar a su casa con cierta frecuencia). Para colmo, el cuarto elemento en que basaron mi expulsión fue que yo era católico y lo había ocultado. Imagínate, cómo podían decir esto, si yo había sido seminarista, me había casado por la Iglesia católica con más de 10 sacerdotes entre padrinos y testigos, asistía semanalmente con Lourdes a la iglesia de San Agustín (barrio de Almendares) en donde ayudábamos al cura, y no dejábamos de celebrar, públicamente, las fechas del calendario litúrgico. En un país repleto de chivatos como Cuba era imposible que no lo supieran, amén de que yo mismo lo decía siempre.
Cuando le comuniqué a mi padre mi expulsión, este dijo algo que para mí fue una enorme recompensa: “Hijo, que te hayan expulsado de esa escuela es el mejor título universitario que te han dado”.
―¡Entonces llega la tan añorada salida definitiva de Cuba!
―Primero ocurren los sucesos de la Embajada del Perú y del puente migratorio del Mariel. Un año después, el 23 de diciembre de 1981, fuimos, ¡al fin!, expulsados del Infierno, como digo en mis memorias, en el vuelo de Iberia que nos condujo a la anhelada libertad. Antes, al quedar fuera de la escuela de Medicina y no poder trabajar en nada que perteneciera al Gobierno (y en Cuba prácticamente todo pertenecía al Gobierno), volví al Sanatorio de San Juan de Dios, cuyo superior era el hermano Ramiro Berrade, quien enseguida me dio trabajo, una vez más como ergoterapeuta. Al final, luego de muchos intentos frustrados, conseguimos una visa para España gracias a una sobrina de Eladia, quien, para asombro nuestro, también dijo que estaba dispuesta a salir del país con nosotros.
Te voy a ahorrar todos los sobresaltos y temores que vivimos hasta que despegamos del aeropuerto de Rancho Boyeros rumbo a Madrid. Hubo que conseguir la baja de Lourdes de su trabajo, sacar a la niña del círculo infantil o guardería, tomar precauciones para que no faltara nada tras el inventario obligatorio que el gobierno te hacía de tus propias pertenencias, ocultar el embarazo de Lourdes que llevaba ya en el vientre a nuestra segunda hija, darnos prisa para que esta no naciera en Cuba. Incluso, el cónsul, cuando ya lo teníamos todo repartido y medio mundo sabía que nos íbamos, nos negó la visa. Gracias a María, una feligresa española que asistía a la iglesia del Corpus Christie y cuyo esposo, también español, tenía un puesto diplomático en la embajada en La Habana, se pudo alertar al embajador, quien nos recibió y ordenó al cónsul que estampara finalmente las cuatro visas.
―En España inmediatamente te integras a la vida del país. ¿Cómo logras hacerte médico?
―Todo no ha sido coser y cantar. Primero trabajé acompañando a ancianos en sus paseos por las manzanas en que vivían. Inmediatamente convalidé tres años de estudios, aunque tuve que pasar una asignatura de primer año, Física Médica, que en Cuba no se estudiaba. Me gradué en 1986 de la UCM y el Hospital Clínico San Carlos de Madrid. He hecho los 32 créditos del doctorado en pediatría y puericultura. Por supuesto, fue un largo proceso porque durante cuatro años mi estatus migratorio (y el de Lourdes) era el de “Permanencia”. Esto significaba que teníamos que ir cada tres meses a la Comisaría de nuestro barrio para prorrogar ese estatus y validarlo, pues obtener la “residencia” costaba Dios y ayuda y era casi imposible.
Como yo quería trabajar en el sector sanitario público, una de las condiciones era ser español. Entonces, empecé los trámites para adquirir la ciudadanía española en 1985, además de estar colegiado y me hice ciudadano un año después cuando ya iba a graduarme. En esa época la ciudadanía la daban con cierta rapidez.
Por supuesto todo esto ha tenido un alto precio pues estuve separado de mis queridos padres durante 13 años. Una hermana, que quedó en Cuba, los acompañó varios años después de nuestra partida, pero ella también terminó marchándose al exilio. No fue hasta 1994 que logré sacar a mis padres del país. Una semana después de estar en Madrid, por las emociones y porque venía ya muy descompensado, falleció mi padre. Yo siempre recalco en mis memorias que todas estas desgracias tienen un solo responsable: el comunismo. Si nada de esto hubiera sucedido no hubiéramos tenido que padecer tantas calamidades, necesidades, temores, incertidumbres y dolores. El comunismo los entrenó a aguantar el dolor de ver partir, poco a poco, a todos sus seres queridos; el comunismo les enseñó a preferir que sus seres queridos vivieran en libertad antes que tenerlos cerca; pero el comunismo también les fue robando salud, vida y alegría. Ellos eran personas de compromiso y durante todo ese tiempo no dejaron de ser el brazo derecho de la iglesia de Unión de Reyes y de participar activamente en la vida parroquial.
―Eres primo de un grande del mundo artístico cubano, Guillermo Álvarez Guedes, del que todos quienes lo conocimos y tratamos guardamos muy gratos recuerdos. ¿Qué recuerdos tienes de él?
―Guillermo y su hermano Fito se largaron de Cuba en 1961, apenas les confiscaron el sello discográfico Gema que con tan excelente catálogo musical habían fundado. Desde entonces, se convirtió en una estrella del exilio de Miami y en gran humorista. Su hermana Eloísa Álvarez Guedes, casada con Armando Rabilero y simpatizante del castrismo, se quedó en Cuba. Una tía abuela mía, Josefina, que vivía al doblar de nuestra casa en Unión de Reyes fue a verla a La Habana para despedirse pues se iba del país. Entonces Eloísa trató de disuadirla para que se quedara. Por eso, y no por otra cosa, fue que pudo seguir trabajando en la Televisión oficial (la única) y actuando mientras tuvo la capacidad para hacerlo.
―A partir de 1990 comienzas a participar activamente en la vida del exilio cubano en Madrid. ¿Puedes contarnos un poco sobre esto?
―A partir de 1990 comencé a participar en la Unión Liberal Cubana, presidida entonces por Carlos Alberto Montaner y de la que he sido vicepresidente y también presidente. En esa época, dado que acababa de caer el muro de Berlín, se funda en Madrid una Plataforma Democrática de las diferentes fuerzas políticas del exilio en la que nosotros participamos. Por otra parte, integro el Comité Pro Derechos Humanos que fundó también en Madrid la Dra. Martha Frayde. De ella fuimos parte los editores Víctor Batista Falla, Felipe Lázaro y Pío Serrano, el escritor Mario Parajón, el historiador Leopoldo Fornés-Bonavía Dolz (por cierto, medio-hermano de Rosita Fornés), los pintores Waldo Díaz-Balart y Andrés Lacau, Helen Díaz-Argüelles, Javier Fernández Olano, Aurora Calviño, Manuel Fernández, e incluso la arquitecta Irma Alfonso Rubio, recientemente fallecida en Madrid, con quien tú y yo tuvimos una gran amistad, además de que era mi paciente. También he sido presidente de la Asociación Iberoamericana por la Libertad y he colaborado mucho con la Asociación por la Paz Continental (Asopazco).
Me he mantenido siempre activo en todo lo que representa denunciar al régimen cubano, tanto en el ámbito internacional como en España. Durante todos estos años hemos hecho todo lo posible por comunicar a todos los niveles la realidad de Cuba. Y creo que seguiré haciéndolo hasta el último minuto de mi vida, si Dios me lo permite.
*Tomado de Cubanet
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