De la misma manera en que la prensa norteamericana se había visto inundada de reportajes sobre la guerra hispano-americana, tras el fin de la guerra y el inicio de la ocupación aparecieron no pocos artículos que intentaban capturar el ambiente cotidiano de la isla. “Un domingo en Cienfuegos”. “Desfile de señoritas” podían ser los títulos de aquellos artículos cuyo objetivo principal era resumir la extrañeza ajena y demostrar por qué “ellos no son como nosotros”. Se resaltaban entonces las radicales diferencias raciales de la sociedad cubana, no ya por la mayor proporción de la población negra en la isla sino por su innegable influencia en la vida social y cultural de todo el país. Uno de los tantos síntomas -preocupantes para el observador norteamericano- era la detección de elementos africanos en la música cubana y en particular del danzón. A este se le describe como “el baile más extraño a este lado del Congo” en “armonía con la ardiente naturaleza de la población mitad española, mitad negra” en palabras de la reportera Fanny Brigham Ward.
El artículo “Un
domingo en Cuba” reproducido en diversas publicaciones norteamericanas en los meses
de mayo y abril de 1899 es ejemplar en ese sentido. Su autor, George Kennan (1845-1924)
no es un reportero cualquiera. Tras explorar la Siberia durante dos años con
vistas a instalar un telégrafo que conectara telegráficamente a Rusia con el
continente americano a través del estrecho de Bering, Kennan se había convertido
en conocido escritor de viajes y experto en tierras extrañas. Aparte de los
centenares y artículos y conferencias sobre su experiencia siberiana que le
dieron fama, Kennan publicó libros sobre los chechenos, sobre la guerra de Cuba
y sobre la ruso-japonesa de 1905. Kennan, en el artículo que presentamos a
continuación, no es demasiado original en sus observaciones pero justo por eso
resume bastante bien los tópicos básicos que conformaban la visión norteamericana
ante la isla recién “liberada”. Incluidas sus comentarios sobre el danzón. Por
el interés que puede tener esta visión extrañada de un momento tan importante
como poco estudiado de la historia y la cultura cubana, como es el de la
ocupación, compartimos este artículo con ustedes en la magnífica traducción de
nuestro colega Guillermo A. Belt.
"Un domingo en Cuba"
Por George Kennan
(Traducción de Guillermo A. Belt)
Pocas personas
asistieron al oficio religioso pero todas fueron al baile en casa del
sacerdote inmediatamente después
Baracoa cuenta con unos 6,500 habitantes, la gran mayoría
negros, mulatos, cuarterones o personas con alguna mezcla de sangre africana.
La vestimenta de la gente común, aunque apropiada para el clima, no llama la
atención ni se sale de lo corriente. Se ven pocos colores vivos, ni siquiera en
los vestidos y sombreros de las mujeres; la mayoría de los hombres blancos usa
el traje convencional del mundo civilizado, o bien el uniforme cubano de hilo
marrón, en tanto que los negros más pobres llevan sólo burdas camisas y
pantalones de algodón, de un color entre blancuzco y gris - la camisa por fuera
del pantalón al estilo ruso – y sombrero de paja o guano, manchado por el sol y
la lluvia.
El domingo siguiente a mi llegada a Baracoa era día de Año Nuevo, y pensando que en tal ocasión podría ver a buena parte de la población luciendo ropa de gala para ir a la iglesia, asistí esa mañana al oficio divino en un edificio viejo y en mal estado, parecido a un cobertizo, situado en el parque, unos pasos al este del Hotel Siglo Veinte. El interior del edificio estaba tan desprovisto de adorno y era tan chabacano como el abandono de su exterior me había hecho suponer. Contaba con el altar mayor habitual, cubierto de oropel y flores artificiales, detrás de la reja del presbiterio, de hierro fundido; unas pocas velas amarillas, aquí y allá, frente a cuadros de la Virgen, manchados de humo; una fuente de piedra, cerca de la puerta; cuadros chabacanos representando el vía crucis colgaban de las sucias paredes, y había media docena de bancos de madera sin pintar cerca del presbiterio, bajo el púlpito elevado. En general, esta iglesia por su amoblamiento y decoración sería un descrédito para una comunidad católica romana de 500 almas en un pueblo pequeño de los Estados Unidos. Sin embargo, era el único lugar para el culto en Baracoa, un pueblo con 6,500 habitantes.
Los feligreses eran una docena o más de muchachos negros y mulatos colgados de la reja del presbiterio, 75 o 100 mujeres de todos los tonos de piel, que traían sus propias sillas de mimbre así como delgadas alfombras o esteras para arrodillarse, y tal vez una docena de hombres y muchachos casi adultos, parados aquí y allá a lo largo de las paredes y alrededor de la puerta abierta de par en par.El oficio lo ofreció un solo sacerdote, con un asistente que le alcanzaba sus hábitos y vestimentas, y un niño pequeño que balanceaba el incensario. En lo esencial no se diferenciaba de la liturgia romana en nuestras iglesias, con la excepción de emplear el latín y el español en lugar de latín e inglés. El coro, que ocupaba un lugar cerca del final de la reja del presbiterio, estaba compuesto por dos o tres voces masculinas sin cultivar, con el apoyo de un saxofón, un timbal, una gran trompeta de lata y una maraca. La música consistía en una serie de cantos lentos y melancólicos, de vez en cuando interrumpidos y animados por algo que sonaba como la marcha de una ópera cómica. Durante dos o tres minutos, a ratos, las voces cantaban penosamente al acompañamiento del saxofón y la trompeta, pero entonces toda la orquesta emprendía súbitamente la melodía más rápida y alegre de la marcha, con el tiempo bien marcado por las pulsaciones profundas del timbal y los sonidos agudos y cortantes de la maraca. Posteriormente supe que lo que yo había identificado erróneamente como la marcha de una ópera bufa era el himno nacional cubano, conocido como la “Bayamesa”; pero como no lo había oído nunca, desde luego que no lo reconocí.
El oficio religioso fue especialmente interesante para mí porque demostró la poca importancia que tiene la Iglesia en la vida cubana, y su influencia insignificante en la población del país. Del total de 6,500 habitantes de Baracoa, sólo 12 a 15 hombres y de 75 a 100 mujeres le dieron suficiente importancia a la Iglesia como para asistir a un importante oficio religioso un domingo por la mañana en el primer día del año nuevo.
Alrededor de las 11 de la mañana se despidió a los pocos feligreses, y la mayoría de las muchachas junto con algunos hombres y toda la orquesta eclesiástica cruzaron la calle hasta la casa del cura, donde tendría lugar una fiesta bailable. Pensé que un baile a las 11 de la mañana, en casa de un sacerdote y con música a cargo del coro y la orquesta de la iglesia, sería un entretenimiento tan novedoso que justificaría mi incumplimiento del descanso dominical – si es que participar como espectador puede calificarse de tal incumplimiento – por lo que acepté la invitación del Dr. Lee Hardy y lo acompañé a ver el espectáculo. Quizás no era precisamente lo que se debe hacer un domingo por la mañana, pero como dijo el capitán Sigsbee cuando lo criticaron por asistir a una corrida de toros ese mismo día, “era mi deber evaluar el carácter y temperamento del pueblo”. Además, un baile dominical probablemente resultaría tan beneficioso para mí, incluso espiritualmente, como un oficio religioso ininteligible que consistió principalmente en una mascarada sacerdotal animada por la música de ópera bufa de un saxofón, un timbal, una maraca y una trompeta de lata.
Imagen de la catedral de Baracoa en 1911
Dada la concurrencia, el baile del cura era evidentemente
mucho más popular que su oficio religioso. Había una multitud de espectadores
interesados, de ambos géneros y todas las edades, así como de todas las
tonalidades del color del chocolate, colocada frente a la puerta de la sala,
abierta de par en par; cuando llegué la sala estaba repleta de hombres y
mujeres jóvenes, marchando solemnemente en un círculo al compás de una guitarra
cubana de tonos graves. En la sala del fondo, o comedor, el sacerdote, con la
cara cubierta de sudor, fumaba un cigarrillo mientras abría botellas de cerveza
y hablaba risueñamente con algunos de sus feligreses más viejos, cuyos días
bailables habían llegado a su fin, si bien aún podían beber, fumar y mirar.
Como yo no tenía deseos de bailar pensé que debía estar con esta categoría de invitados. Por consiguiente, una vez que fui presentado al sacerdote y me refresqué con una botella de cerveza tibia, atendiendo a su urgente invitación, me senté detrás del timbal a ver el espectáculo. El primer baile fue un vals, con música de saxofón y trompeta y el ritmo marcado por el timbal y la maraca. El baile de los hombres y mujeres jóvenes me pareció rígido, torpe y sin gracia, pero la pista de baile estaba llena de gente, dándoles poco espacio para moverse libremente, y su solemnidad y torpeza pudo haberse debido a los esfuerzos que hacían para no tropezarse unos con otros.
Al final del vals hubo otra gran caminata en círculo. Inmediatamente después, la guitarra, el timbal, la maraca y el güiro comenzaron a tocar la música rara y bárbara del danzón cubano – un baile de vueltas algo parecido a un vals pero con más irregularidad de movimiento y un movimiento del cuerpo peculiar y voluptuoso, que recuerda la hoochee-koochee[1]y otras danzas orientales en el Midway Plaisance.[2] El danzón cubano se baila a veces de manera poco modesta, por no decir indecente, y en los bailes en pueblos de mayor tamaño en Cuba se suele bailar de tal manera que resultaría alarmante, si no chocante, para los más avezados asistentes a los bailes franceses anuales en Nueva York; pero en Baracoa no vi nada que me pareciera especialmente objetable. Me pareció que no era más que un vals de dos pasos, torpe e irregular, con el acompañamiento de una música extremadamente salvaje y peculiar.
En la música como en los movimientos del danzón es fácil advertir la influencia que ha tenido el negro en Cuba sobre el español. La música especialmente es tan indiscutiblemente africana como cualquier otra que podamos escuchar en la zona superior del Nilo, o en una selva en las riberas del Congo, con su ritmo extraño e irregular, el sonido cortante e intermitente de la maraca, las pulsaciones de la guitarra con su sonido grave, y el atronador sonido del timbal, rodando en sordina intermitentemente. No sé por qué se prefiere el danzón al vals, como ocurre en toda Cuba, a menos que se deba a que la música es más salvaje y apasionada, y a que el baile mismo está más a tono con la naturaleza ardiente y sensual de la población, mitad española y mitad negra.
Habiendo satisfecho mi curiosidad, salí de la casa del cura como al mediodía y me fui a casa, pero el baile allí continuó durante toda la tarde y noche, y los últimos sonidos que escuché esa noche antes de dormir fueron el peculiar chasquido de la maraca y el rumor distante del timbal.
Excelente
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