Por Enrique Del Risco
A Jorge Ignacio Domínguez, quien me ha hecho volver a Martí
A los pueblos, como a la gente común, le
gustan las simetrías. Y pensar, por ejemplo, que sus adalides políticos son a
su vez adelantados estéticos y que las reivindicaciones sociales van de la mano
con los atrevimientos culturales. Así hasta que se presta atención y se cae en
que los próceres solían ser más conservadores que la media en sus gustos
literarios o musicales. Pero entonces, cuando se trata de cubanos, aparece
Martí, el primero entre todos en todo. El paladín de la independencia que a su
vez tenía la última palabra en poesía modernista o pintura impresionista. Justo
hasta que llegaba el momento del baile y entonces anotaba en una carta a un
colaborador: “Tocan danzas en la
casa mientras escribo, y me molesta: ¿quién tiene derecho todavía a tocar
danzas?”
Pienso en esto al revisar el programa de una “Velada
familiar en honor de la Señora Leonor Pérez de Martí” el 26 de diciembre de
1887 en Nueva York. Por íntima y familiar que fuera la velada el repertorio que
se anuncia se muestra ambicioso. Los poemas que serían leídos procedían casi
todos de autores cubanos: Juan Clemente Zenea, José Jacinto Milanés, Diego
Vicente Tejera y hasta el propio José Martí. La sección musical sería en cambio
más cosmopolita: canciones patrióticas norteamericanas, un trozo de zarzuela
española, piezas de Donizetti, Gounod, Chopin. Por eso llama la atención que el
colofón de la velada sea precisamente un danzón. Una pieza original compuesta
por Beatriz Acosta de Tanco dedicada a la huésped de honor y madre del apóstol
titulada, convenientemente, “La Leonora”.
Resulta curiosa la inclusión de un danzón en aquella
velada familiar porque lo que es ahora el baile nacional no era visto en la
isla como música para personas decentes que es con seguridad como se tenían a
sí mismos los asistentes al homenaje a Doña Leonor. Allá en Cuba el danzón era
visto con no poca reserva. El periodista Serafín Ramírez, a quien algunos
consideran “el primer musicólogo cubano en el siglo XIX” o primer historiador
de la música cubana”, no tenía empacho al referirse con repugnancia a ese
“ritmo revoltoso y picante con que se acompaña esa degeneración de nuestra
contradanza llamada danzón”. Y Ramírez insistía en que “todo lo que tiene de
inconveniente y grotesco” no se debía a la sensualidad del baile sino a sus
propios componentes musicales. “No es el danzón el que hay que corregir sino su
música”.
Por las fechas en que se interpretaba “La Leonora” en
honor de la madre de Martí las diatribas contra el danzón eran lugar común no
solo en la prensa cubana. Narciso Gener Gonzales periodista norteamericano (e hijo
del cubano Ambrosio José Gonzales, compañero de expediciones de Narciso López —con
cuyo nombre bautizó a su hijo— y coronel sureño durante la Guerra Civil)
describe así un baile en el Parque Central de La Habana en el último domingo de
carnaval:
Cientos de mujeres, casi todas enmascaradas y casi todas
de color, bailaban al son de una música fantástica —un vals nativo, lento y curioso,
llamado danzón— con cientos de hombres blancos. De ninguna manera era una
visión agradable; era algo repulsivo para las ideas sureñas; pero no demostraba
otra cosa que [el hecho de que] los latinos exhiben las inmoralidades que los
anglosajones suelen encubrir cuidadosamente. Las mujeres eran del bajo mundo, y
los hombres, por regla general, eran obviamente quienes las mantenían; se encontraban
en ese lugar público y hacían ostentación de sus relaciones en frente de los
curiosos; era el lado sórdido del tejido social que se revela con una sangre
fría propia de los latinos, quienes consideran hipócritas a sus vecinos del
norte porque, teniendo los mismos vicios, se esfuerzan mucho por ocultarlos.
No obstante, la decencia es, como se sabe, un concepto muy relativo. Lo que se consideraba vulgar en La Habana, en Nueva York podía considerarse cosa patriótica, muestra de la autoctonía más venerable. Por otra parte, ahora va siendo lugar común entre los que escriben sobre finales del siglo XIX afirmar que el danzón “se asociaba con los ideales libertarios de esos años”. El crítico Roberto González Echevarría ha afirmado que “al igual que el béisbol, y quizás aún más que este deporte, la música cubana y la aparición del danzón, desempeñaron un papel fundamental en la constitución de la conciencia nacional”. En otro momento González Echevarría nos dice que bailar “el danzón, gustar de una literatura estetizante y erótica, practicar el béisbol eran todas actividades modernas y contrarias al espíritu del régimen colonial”.
El gusto humano por la
simetría ha hecho que los historiadores vean avanzar codo a codo el
nacionalismo político y el musical cuando la realidad suele contradecirlos. El
historiador Jesse E. Hoffnung-Garskof, autor del interesantísimo Migraciones
Raciales La ciudad de Nueva York y la política revolucionaria en el Caribe
español, 1850–1902 reconoce que
“como periodistas que se ubicaban en al ámbito público” Rafael Serra, fundador
de la “Sociedad Protectora de la Instrucción La Liga” para negros cubanos y
puertorriqueños que funcionaría en Nueva York entre 1890 y 1895 y Martín Morúa
Delgado, futuro presidente del senado de la república cubana “tenían que
preocuparse por la reputación de las sociedades de color, ya que cualquier
imagen negativa de ellas restaría valor a su defensa de la igualdad de derechos
civiles y políticos. Por ello, acabaron adoptando una línea dura” contra el
danzón. A pesar de todas las evidencias en sentido contrario Hoffnung-Garskof se siente
tentado a imaginar que la actitud sombría de Serra fuera “solo una proyección
pública, que también se permitiría de vez en cuando escuchar o tocar las
palmas, cuando los vecinos tocaban y bailaban rumba en su barrio, que se reiría
discretamente al escuchar las inteligentes alusiones y las referencias
musicales a la sociedad Abakuá en las obras de Failde”. No obstante, el entusiasta
historiador norteamericano debe reconocer que no tiene pruebas de que el
comportamiento de Serra “en privado respecto a los bailes y la música difiriera
de la severa opinión que hizo pública”.
Otra de las grandes figuras negras del independentismo, el periodista Juan Gualberto Gómez, también abominó públicamente de las “prácticas bárbaras” que representaban los bailes afrocubanos: “¿No es verdad que los bailes que las Sociedades de la clase de color han servido mucho para el progreso, la cultura y la moralidad de nuestra raza? … Nuestra juventud, en buena parte, se dedicaba a los juegos de ñáñigos, a los tangos, a los bailes inmorales de la cuna de Guanabacoa, y de los altos de Albizu … entonces se crearon las sociedades y sus bailes vinieron a representar un positivo progreso sobre los tangos y las contorsiones del ñañiguismo…”.
Por su parte, figuras definitorias del independentismo
como los generales Antonio Maceo y Máximo Gómez parecían menos reacios a
participar en los bailes populares. Si de Maceo se dice que era un buen
bailador y no se hacía de rogar a la hora de demostrarlo Máximo Gómez da fe en varias
entradas de su diario de campaña que no le disgustaba participar en los bailes
a que lo convidaban en tiempos de guerra o de paz. En la Nochebuena de 1872 Gómez
atesta que en Buenaventura los vecinos lo obsequiaron esa noche “con una cena y
un baile que pasé divertido en compañía de aquella buena gente”. Y el 22 de
septiembre de 1888 en Puerto Plata en su natal República Dominicana hace
constar que fue “invitado a un gran baile donde conocí muchas más personas de
ambos sexos”. No obstante, casi justo una década más tarde, el 24 de septiembre
de 1898, conclusa la guerra por la intervención norteamericana Gómez expresa su
disgusto “por la pena de ver separarse de mi lado a varios de mis ayudantes
disgustados porque yo no acepté excesos de baile en mi propia tienda. Esto
causó una impresión desagradable en todos, y constituyéndose cabeza de sedición
Valdés Domínguez [el amigo de Martí, quien] arrastró en su locura hasta a
Miguel Varona, el joven oficial más mimado del Estado Mayor”.
La inclinación —o no— por el baile dependía, como suele
suceder, de la naturaleza de la persona en cuestión, aunque a nivel popular los
cubanos solían distinguirse de los españoles por el gusto por ciertos bailes y
ritmos autóctonos que las élites de uno y otro bando coincidían en despreciar
por consideraciones racistas o clasistas. No en balde uno de los apodos
despectivos con los que los cubanos se referían a los españoles era el de
“patones” sinónimo local de ineptos para el baile. En cambio, los líderes cubanos,
ya fuera por inclinación personal o porque en ellos el peso de la opinión
pública era mayor, solían cuidarse de que su inclinación por los bailes
populares no los hiciera parecer frívolos o indecentes.
Por otra parte, en el caso de las élites blancas criollas
se puede apreciar el intento de homologar su racismo con el de las “naciones
civilizadas” que, como Estados Unidos, le daban a este una justificación
científica, darwiniana, antes que moral o clasista. El más conocido y feroz ataque
público contra el danzón salió de la pluma del criollo Benjamín de Céspedes, plasmado
en su libro La prostitución en la ciudad de La Habana. El mismo autor
que un año más tarde describe el béisbol como “un pintoresco ensayo de
democracia en sus formas más amables y sencillas” describe así los bailes
habaneros:
Desde el modesto estrado hasta el amplio salón de la más
encopetada sociedad pública, acuden todos confundidos y delirantes á remedar
sin pudor ni decoro escenas sáficas de alcoba, bautizadas con los nombres de
danza, danzón y Yambú. Músicos y compositores,—por lo general de la raza de
color,—rotulan con el dicharacho más expresivo, recogida de la calle o del
tugurio, sus abigarradas composiciones, cuyos ritmos son la expresión musical
imitativa de escenas pornográficas, que los timbales fingen como redobles de
deseos, que el ríspido sonsonete del guayo como titilaciones que exacerban la
lujuria y que el clarinete y el cornetín, en su competencia estruendosa y
disonante, parecen imitar las ansias, las suplicas y los esfuerzos del que
lucha ardorosamente por la posesión amorosa.
No era De Céspedes, en lo político un representante de la reacción integrista. Todo lo contrario. Según el estudioso Jorge Ignacio Domínguez “De Céspedes, médico de familia acaudalada, había estudiado en Francia y España, era separatista, profesaba un criollismo ingenuo y extremista, y en sus ratos libres era presidente de la Liga Anticlerical de la Isla de Cuba”. Téngase en cuenta además que La prostitución en la ciudad de La Habana fue prologado por Enrique José Varona —el mismo que sustituiría a Martí al frente de Patria— quien comenta allí que “si Cuba participa imperfectamente de la cultura europea, en cambio ha recibido sin tasa el virus de su corrupción pestilente” y que en el libro se verá como efecto de la “colonización europea […] lo que han dejado las piaras de ganado negro, transportadas del África salvaje”. Salvaje como nos puede parecer el racismo de La prostitución en la ciudad de La Habana este libro fue percibido en su época antes que nada como ataque al régimen colonial. Al año siguiente el escritor integrista Pedro Giralt en un libro titulado El Amor y la Prostitución, Réplica a un libro del Dr. Céspedes denuncia al de De Céspedes como inspirado por “la musa histérica del criollismo exaltado”. A diferencia de lo que preferirían estudiosos como González Echevarría o Jesse E. Hoffnung-Garskof la realidad entonces como ahora no andaba muy interesada en las simetrías y hubo independentistas racistas, defensores del béisbol que despreciaban el danzón y antirracistas afrocubanos que consideraban el futuro baile nacional como indecente, salvaje y corruptor.
Como en casi todo, la actitud de Martí hacia el danzón en
particular y hacia el baile en general es bastante más compleja —y documentada.
El baile no parece haber sido lo suyo. En un poema poco conocido —lleno de
lugares comunes y apenas notable por el ímpetu que el autor imprimía en todos
sus escritos— Martí comienza exaltando la danza en lo que tiene de sensualidad
(“¡Bella es la vida en mágico embeleso!”) para luego interrumpir el placer del
baile con una pregunta “¿qué es esto con que mis pies tropiezan?/-¿Esto? Nada./
La honra de una mujer que se ha caído”.
En otros escritos y al igual que otros escritores citados
antes, Martí asocia el baile a la corrupción del régimen colonial y celebra el
aparente abandono del estereotipo del cubano bailador: “¡Se acabó el cubano
bailarín, como tipo del cubano, y hay menos danza y vicio entre los hijos de
Cuba, aunque no lo parezca así en esta ciudad o la otra, que en la mayoría de
los pueblos del mundo!”. En buena parte de las escasas referencias de Martí al
baile, este cuando no corrompe distrae de la magna tarea de liberar la patria. Es
así como compara a unos tabaqueros fiesteros de Cayo Hueso con los que en una
fábrica de Tampa trabajan el domingo para entregar sus honorarios a la causa. Por
eso el periódico Patria opta por:
celebrar a los cubanos que después de trabajar toda la
semana para sus casas, trabajaron: como muchas otras veces su día de descanso,
su domingo, para el tesoro con que han de conseguir su honra de hombres y la de
sus hermanos. Algún danzón, recién salido de quién sabe dónde, puede fisgar
entre un coñac y otro, del codo, de su teniente, a esos “tabaqueros” del Cayo: Patria prefiere, desde el corazón, enviar su saludo a
los tabaqueros de la casa de O’Halloran.
Pero Martí sabe que no puede ignorar la importancia del
baile en el mundo que lo rodea. Por mucho que el patriota insista en su raro
ascetismo mientras el escritor celebra el placer de las bellas artes, el baile
está demasiado enraizado en la sociedad moderna, en la cultura cubana e incluso
entre sus seres queridos, como para renunciar a él. Al comunicarse desde México
en 1894 con su María Mantilla en Nueva York le anuncia un regalo: “¿A que no
sabes qué te llevo? ‘Cuatro danzas’ lindas, de un señor de acá de México, [dedicadas]
a las cuatro hijas de mi amigo Mercado”. A continuación, Martí describe el
ambiente festivo con que lo han agasajado en casa de Manuel Mercado pero no
puede contener la advertencia impertinente: “lo admirable aquí es el pudor de
las mujeres, no como allá, que permiten a los hombres un trato demasiado
cercano y feo. Esta es otra vida, María querida. Y hablan con sus amigos, con
toda la libertad necesaria; pero a distancia, como debe estar el gusano de la
flor. Es muy hermoso aquí el decoro de las mujeres. Cada una, por su decoro,
parece una princesa”.
Tampoco en el ámbito patriótico Martí puede prescindir de
la fiesta, como mismo la fiesta cubana puede prescindir del baile. El pueblo al
que Martí pretende servirle de mesías disfruta demasiado de un buen danzón no
ya para pedirle que renuncie a disfrutarlo sino para no usarlo como patriótico
cebo. Por eso al anunciar en Patria una fiesta de “la honrada Sociedad de
Beneficencia” afrocubana “La Igualdad”, el lunes 27 de junio de 1893 “en el
parque de Sultzer, en la calle 126 y la Segunda Avenida” Martí insiste en
anunciar al son de qué músicos se bailará como modo de garantizar la
asistencia: “esta vez no habrá en el jardín palmo de tierra vacío, porque los
profesores Hourruitiner y Duarte van a tocar la música de Cuba”.
Pero más allá del pragmatismo de no oponerse a que sus
compatriotas se reúnan con el pretexto de divertirse Martí necesita
distanciarse de los políticos al uso. Martí, además de comprobar la eficacia de
la fiesta y el baile para convocar a los emigrados siente que debe exigirse un
mínimo de coherencia. Ese que se ha llamado “hombre sincero de donde crece la
palma” necesita un punto de comunión con el entusiasmo de sus compatriotas por
un baile que no parece entender del todo. Quien ha hablado en “Nuestra América”
de “los hombres naturales” que “han vencido a los letrados artificiales” debe
demostrarse a sí mismo que no es un letrado artificial. Quien afirma que “el
mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico” necesita convencerse que no es
él ese criollo que solo se entusiasma con las bellas artes procedentes de
Europa. Martí, tan exquisito en sus gustos musicales, necesita encontrar en la
fiesta y la música de sus compatriotas un sentido trascendente para hacerla
suya, íntima y, al mismo tiempo, útil para la patria futura. Aquellos que van a
reunirse en la fiesta de “La Igualdad” son “nuestros hombres, y gozamos con
verlos adelantar, y vencer, en el arte difícil de asociarse, que es el secreto único
del bienestar de los pueblos, y la garantía única de mi libertad” comenta en el
anuncio de la fiesta. Al mismo tiempo que anima a la asistencia, con esa famosa
incapacidad martiana para tomarse algo a la ligera, Martí necesita asegurarse de
que un baile no se reduce al goce efímero que experimenta quien se contonea con
el ritmo de moda. Por eso cree sorprender en los bailadores, en el momento de
comenzar a moverse al compás de las notas excitantes de un danzón, el mismo
fervor que él le consagra a su labor de desterrado: “¡La danza más inquieta, en
el destierro, se oye con religiosidad! Y antes de bailar, —como que se detiene
el bailador a pensar un instante, como que saluda! Va a ser extraordinaria la
concurrencia a la fiesta de “La Igualdad”, concluye.
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