Por Eduardo Lolo
La soledad. Ese es el estado natural de la creación literaria: el escritor,
como ave desprendida de la bandada migrante, volando en su imaginación solo con
su soledad. Al frente lo reta la cuartilla en blanco o, a partir de tiempos más
recientes, la pantalla vacía del monitor del ordenador, iluminando soledades.
Comienza entonces el lento y laborioso parto de las palabras ‒ideas en ristre‒, en busca de la imagen perfecta, el
mensaje diáfano, la formación de todo un universo incompleto de características
inicialmente casi desconocidas hasta para su propio creador. Luego, una vez
editada la obra, el autor sigue solo. Su creación llega a las manos de otro
ente solitario que la concluye a través de lo que los críticos han dado en llamar
la “respuesta del lector”. El universo que comenzó con una palabra inicialmente
huérfana se completa; pero la suma de dos soledades no arroja otra cosa que una
nueva soledad compartida a distancia.
En
el mundo occidental los antiguos griegos fueron los primeros en intentar el
conjuro de la soledad del escritor, cuando pasaron del tono festivo del
ditirambo a la puesta en escena de tragedias y comedias de personajes que, dado
el artificio de la representación, se volvían de carne y hueso. Con ellos
nacería el teatro como género literario independiente, aunque durante mucho
tiempo utilizara las técnicas de la poesía. Entonces el autor, confundido entre
el público o mirando a hurtadillas entre bambalinas, comenzó a sentir en
compañía el resultado de su soledad: la risa pronta o la lágrima furtiva
gracias a la catarsis estética, hizo que el escritor no se sintiera nunca más
solo: su obra consumándose delante de sus ojos; todos (literatos, actores,
público, director, escenógrafos, sonidistas y tramoyistas) convertidos en
autores por el ardid mágico de la puesta en escena.
Algunos escritores se convertirían
en dramaturgos por definición, centrando su creación literaria en el teatro:
Eurípides, Shakespeare, Lope de Vega, Moliere y otros sirven de ejemplos. Pero
muchos más, aunque conocidos fundamentalmente por sus obras en otros géneros,
también decidieron exorcizar la soledad del escritor incursionando en el
teatro: el aplauso, a la caída del telón, se convirtió en la catarsis
particular del escritor.
Gertrudis Gómez de
Avellaneda y Arteaga (Cuba 1814-España 1873) es un caso típico de lo señalado. Aunque más conocida e innovadora como
poetisa y narradora, escribió 18 obras para la escena; es más, en 1850 informó que a
partir de entonces quería dedicarse solamente al teatro, aunque no cumpliera
con el anuncio. Supongo que la incentivara el hecho de que su primera incursión
en el género tuviera un gran éxito: la tragedia Leoncia (1840), representada originalmente en Sevilla (aunque no
sería publicada hasta 1917) tuvo una gran acogida por el público andaluz, que
llenó noche a noche el teatro por unos 50 días consecutivos. Tula (como había
sido ‘bautizada’ cariñosamente entre sus allegados) tenía entonces solamente 26
años de edad y, aunque poesías sueltas suyas ya circulaban exitosamente en publicaciones
periódicas, todavía no había editado libro alguno. De ello puede inferirse que
su primer paso a la fama no fue en los géneros que luego la harían una de las
figuras cimeras de las letras hispánicas, sino el teatro, un campo que hasta
ese momento se encontraba únicamente en manos de escritores varones.
Ese mismo año, triunfante
en el arte y fracasada en el amor, se traslada a Madrid, donde en 1844 se pone
en escena Munio Alfonso, con
resultados igualmente exitosos, e inicia una nueva relación amorosa, también naufragada.
Esta última tuvo el agravante de la muerte de la hija bastarda que tuvo con su
segundo amante. A partir de entonces la vida de Tula sería una nefasta
dicotomía de laureles literarios y tragedias personales: sus obras en todos los
géneros eran cada vez más conocidas y reconocidas; mientras que sus dos
efímeros matrimonios terminarían en viudez, sin tiempo para asentar la
felicidad. Quizás por ello es que sus comedias nunca alcanzaron la calidad de
sus tragedias, pues tal parece que la risa, en tanto que heraldo de la
felicidad, se le trababa lo mismo en la pluma que en la garganta. Es más, en la
representación de una de ellas (aunque yo no comparto su clasificación
genérica) tendría lugar el hecho que culminaría en el colofón de su
infelicidad: cuando un bromista arrojó un despavorido gato al escenario
mientras se representaba Los tres amores
(1858), con los mismísimos Reyes en el público. Su segundo esposo, el político Domingo
Verdugo, un hombre de probada hidalguía y recia personalidad que amaba a su
esposa profundamente, salió en defensa del honor de la autora y desafió a quien
creía ser el ejecutor de la afrenta. Desgraciadamente, el digno y amoroso
cónyuge saldría gravemente herido del lance, lo que a la postre le ocasionaría
la muerte.
Esta segunda viudez
acrecentaría la entrega religiosa de la Avellaneda, iniciada a la muerte de su
primer esposo. De la díscola joven de sus inicios en España, Tula se
transformaría en una frugal y mística devota católica, casi ermitaña. Del alma
herida y su refugio en la fe cristiana surgirían sus dos piezas teatrales más
conocidas: Saúl (1849) y Baltasar (1858). El primero lo subtituló
“tragedia bíblica”; el segundo, dadas las licencias poéticas a que se atrevió
en su recreación del Libro de Daniel, lo llamó “drama oriental”.
Teniendo en cuanta que Baltasar es, sin lugar a dudas, la obra
teatral más conocida ‒y a la par compleja‒ de Gertrudis Gómez de
Avellaneda, bien que merece un comentario particular. Se estrenó en España en el mes de
abril de 1858 y fue tal su éxito como espectáculo que el libreto se publicó de
inmediato en forma de libro. La pieza no fue menos exitosa como lectura, pues
antes de que terminara el año, agotada la primera edición, aparece una segunda.
Tanto la representación teatral como el texto impreso llamaron la atención a la
crítica especializada contemporánea, como lo demuestra el hecho de que
conocidos intelectuales de la época tales como Pedro Antonio de Alarcón y Juan Valera le dedicaran sendos
trabajos.
El
drama, aunque único en su factura, cuenta con magníficos antecedentes tanto
desde el punto de vista artístico como ideológico y hasta argumental. El último
se identifica de inmediato en el ya nombrado Libro de Daniel, texto bíblico
donde se narra la muerte de Baltasar y la caída del reino babilónico. Desde el
punto de vista artístico e ideológico, todos los críticos coinciden en señalar
el Don Juan Tenorio (1844) de José
Zorrilla como la influencia más destacada en este drama. Menos evidente parece
ser la de La cena de Baltasar (1634)
de Calderón de la Barca. Cierto que ambas obras tienen como base argumental el
mismo libro del Antiguo Testamento, pero mientras que en el auto sacramental de
Calderón los personajes son solamente alegorías y sus versos se ciñen a la
trama del texto bíblico, en el drama de la Avellaneda los personajes son de
‘carne y hueso’, moviéndose en un libreto nada ceñido a la crónica de Daniel. Otra
obra que los críticos consideran de gran influjo en Baltasar es Sardanapalus
(1821) de Lord Byron. Pero tal parece que algunos exageran un poco ese
antecedente, viendo influencias donde puede no haber más que coincidencias.
En
todo caso Baltasar es mucho más que
la suma de sus fuentes e influencias. Aunque la anécdota es tomada del Antiguo
Testamento (es decir, de un texto talmúdico), la autora lo traspasa
ideológicamente al cristianismo: de la muerte sin atenuantes ni redención
descrita por Daniel, al perdón universal cristiano por el efecto redimible del arrepentimiento
y la constricción. Baltasar se humaniza, Romanticismo de por medio, en el texto
de la Avellaneda; llega, incluso, a amar –sin que pueda ser correspondido. Y
aunque el amor no logra conjurar su impiedad, su aceptación del dios de los
judíos (que, no olvidemos, es el mismo de los cristianos) es suficiente para
borrar los efectos condenables de toda una vida sacrílega. Baltasar, de la mano
del defenestrado rey hebreo Joaquín actuando ideológicamente como cristiano,
muere en gracia con Dios.
Sin
embargo, mi interpretación de Baltasar
me hace identificar como la característica ideológica más destacada de la obra
‒si bien pretende mantenerse enmascarada‒, no su evidente mensaje cristiano,
sino una poco menos que subversiva crítica política. Los largos consejos de la
reina madre a su hijo son contentivos de un manifiesto político muy alejado de
la realidad española de la época, de rumbo nada estable por la ligereza de sus
gobernantes. Recuérdese que Tula era cubana de nacimiento, y que consideraba a Cuba
como su “patria” y no como “provincia de ultramar” según el discurso
‘políticamente correcto’ de la época. La asfixiante tutela colonial que sufrían
los criollos impedía el desarrollo del país; la todavía vigente esclavitud de
indios y africanos importados contradecía las más caras convicciones humanas de
la rebelde camagüeyana, como lo demuestran sus otras obras. La suma de los
‘parlamentos’ de la reina pudieran conducir a una imagen subliminal: Baltasar
como Gobernador General. Consecuentemente España, como metrópolis colonial,
habría de morir, ¿irredenta? Para hacer más atrayente y aceptable este mensaje
que nada tiene que ver con Daniel, la Avellaneda lo arropa de amor maternal.
¿Quién va a dudar de la razón del consejo de una madre amorosa? Es más, si
conjetura en ristre se asocia Judea con Cuba (como unos pocos años después
haría explícitamente un Martí adolescente con Nubia), podría hasta
identificarse un mensaje criollo independentista implícito en las ansias de
restitución judía.
Baltasar combina, pues, los principios
románticos, religiosos y hasta políticos que preconizaba su autora; de ahí su
voz propia ‒en tanto que pieza artística‒ a pesar de sus semejanzas con otras
obras de temática similar o parecida. Y el espectador o lector original no tuvo
reparos en comprender, aceptar y aplaudir el polivalente manifiesto de la
autora intrínseco en los consejos maternales de Nitocris y las ansias de
libertad para Judea y los esclavos, presentes en las justas quejas de los
hebreos cautivos.
Pero
ahí no termina lo novedoso virtualmente implícito de este “drama oriental”, en
realidad tan occidental. Desde el punto de vista literario Baltasar es mucho más que un libreto teatral. De haberlo sido, no
habría tenido el éxito que tuvo (y todavía tiene) como texto de lectura. Ello
se desprende de un análisis crítico independiente de las acotaciones de la
obra, las cuales no sólo rebasan con creces su objetivo primario de simples
instrucciones al personal técnico para la puesta en escena, sino que hasta
parecen apartarse del género teatral del cual se supone sean inserciones sin
objetivo artístico por sí mismas. En efecto, la meticulosidad de las
descripciones escenográficas, la minuciosidad de las instrucciones para el
movimiento de los personajes, y el esmero en la delineación de sus estados
anímicos presentes en las acotaciones de Baltasar,
tienen más que ver con un texto narrativo que con la acotación de un libreto
teatral. Texto narrativo creado con una voluntad de estilo de tan alto vuelo
que, dada la calidad literaria alcanzada, resulta del todo incongruente con un
discurso marginal, que es la naturaleza de toda acotación. Por lo anterior
deduzco que la Avellaneda persiguió con Baltasar
dos objetivos paralelos: transmitir su mensaje tanto como espectáculo que como
lectura: texto para ver, escuchar y leer; listo para ser visto y escuchado a
través de la lectura, cada página o escena convertida en una mise-en-scène privada de cada lector.
Otras piezas teatrales de la Avellaneda de gran
éxito en su tiempo fueron La hija de las
flores o Todos están locos (1852) y El
millonario y la maleta (inédita hasta 1871). No es de extrañar entonces que haya mucho escrito acerca del teatro
en la Avellaneda, incluso durante su propio tiempo y por plumas de gran valía.
Lo más reciente y completo sobre el tema de lo que he leído en la preparación
de este trabajo fue El teatro de
Gertrudis Gómez de Avellaneda, la tesis doctoral de María Prado Mas,
defendida en la Universidad Complutense de Madrid en el año 2001.
Sin embargo, de la
Avellaneda en el teatro no puede decirse lo mismo. Y no por falta de obras,
pues ya desde 1947 Tula viene apareciendo sobre las tablas no como autora, sino
como personaje. He leído o tenido referencia de las siguientes piezas donde la insigne
camagüeyana es el personaje principal: El
primer amor de Tula, de Rafael Marquina; Tula, La Peregrina, de Raúl de Cárdenas; La Avellaneda una y otra vez, de Matías Montes Huidobro; Tula, La Magna, de Pedro R. Monge
Rafuls; Vida y pasión de La Peregrina,
de Héctor Santiago; La divina cubana,
de Manuel Pereiras García; y La pasión
desobediente, de Gerardo Fulleda León. En todas ellas la Avellaneda está
sin ser, o siendo sin estar. Porque es el caso que a la postre Tula se
transformó de autora en personaje. En viaje inverso al ideado por Pirandello,
su vida tal parece haber sido el peregrinar de un autor en busca de un
personaje, solo que en sí mismo. Los puntos extremos de su vida ‒de una traviesa joven impúdica (según la
óptica moral de su tiempo) a poco menos que monja enclaustrada en su madurez‒, resultan elementos del todo viables para
la creación literaria. Su existencia terminaría siendo más trágica que las
tragedias que escribiera; el camino recorrido entre el punto de partida y el de
llegada, material destacadamente propicio para incentivar la inspiración de
otros escritores. Queda entonces en la historia de la literatura una Avellaneda
doble: de creadora a creación; imaginando e imaginada sobre las tablas, en
largo viaje de las bambalinas al proscenio como causa y efecto a la par.
El primer amor de Tula, de Rafael Marquina‒escritor español exiliado en Cuba‒, se estrenó en La Habana en 1947. La Dra.
Rosa Leonor Whitmarsh fue quien me dio a conocer la existencia de la obra, de
cuyo elenco formó parte. Luego me envió amablemente una reproducción facsimilar
del programa original, que ella ha guardado con celo durante décadas. Ambos
hemos tratado de encontrar copia del libreto, pero nuestros esfuerzos han sido
vanos hasta ahora. Según la información que aparece en el amparado programa, la
obra consta de dos actos y tiene 11 personajes identificados. La acción se
desarrolla en Puerto Príncipe (actual Camagüey) “en casa de Tula, por el año
1836”, según reza en el programa. Conjeturo que se trate de la dramatización de
un fragmento de la biografía Gertrudis
Gómez de Avellaneda, la peregrina (1939), del propio Marquina, quien era
por entonces la autoridad máxima en el campo de los estudios sobre la ilustre criolla.
Raúl de Cárdenas también
utiliza el seudónimo juvenil de la Avellaneda como fuente titular. Al igual que
la obra dramática de Marquina, Tula: la
Peregrina consta de dos actos y 11 personajes, pero la trama cubre mucho
más tiempo. La pieza constituye todo un tour
de force de intertextualidad: el autor va creando su obra intercalando
textos originales de la Avellaneda que casi la convierten en una pieza más de esta.
El formato seleccionado por de Cárdenas busca y encuentra un indiscutible tono
clásico a través del uso del coro a la usanza del antiguo teatro griego, solo
que en esta ocasión el coro está formado por tres personajes históricos reales:
los españoles José Zorrilla y Luis Coloma, acompañados del cubano José Fornaris,
a quienes Esther Sánchez Grey-Alba considera “representativos de los tres temas
de su vida: la fe, la literatura y Cuba”[1].
De Cárdenas seleccionó para cada uno de ellos como temas recurrentes, en tanto
que personajes dramáticos, sus conocidos juicios sobre la Avellaneda: solidarios
en los peninsulares, beligerante por sus reproches patrios en el isleño. No
obstante ese tinte de antigüedad, de Cárdenas instruye el uso de proyecciones y
de antemano reconoce el lenguaje cinematográfico imperante en la obra; Sánchez
Grey-Alba ve hasta trazos del teatro brechtiano[2]. De
los amores de Tula, el autor hace hincapié en los dos primeros; los esposos
oficiales como sombras, presagiando la doble viudez prematura de Tula. Se trata
de una pieza del todo moderna inmersa, como consecuencia de la conjunción del
uso del coro y la factura de los textos intercalados, en un ambiente clásico;
una aleación difícil de lograr que, gracias a la maestría en el oficio del
autor, considero de un fino acabado artístico.
Matías Montes Huidobro también hace uso del coro en La Avellaneda una y otra vez, aunque se trata de una obra mucho más larga y compleja. El autor, quien es también personaje, divide a la camagüeyana en tres: Gertrudis, Tula, y la Peregrina. Cada una de ellas representa una etapa de la vida o del pensamiento de la poetisa interactuando entre sí en espacios y tiempos disímiles, incluyendo el presente. Según aclara el autor “ciertas confusiones al establecer un diálogo entre ellas, son intencionales”. A las tres “hay que agregar una cuarta proyección de la Avellaneda en el monólogo del tercer acto”, personaje este último que el dramaturgo califica de “unipersonal”. A esa Avellaneda múltiple se le enfrenta Gabriel García Tassara como una especie de antagonista principal.
La pieza combina personas reales de un lapso de
200 años (algunos de los cuales no pudieron relacionarse entre sí, como es
lógico) con personajes de obras de la Avellaneda, conviviendo en un tiempo
atemporal y localizaciones disímiles. Hablan los vivos antes de ser muertos y
los muertos luego de dejar de ser vivos, vigentes todos. Algunos personajes
diferentes son interpretados por el mismo actor, cambios que a veces Montes
Huidobro deja a discreción del director.
La propia subdivisión del drama es inusualmente complicada:
siete unidades, estructura que el autor aclara podría tratarse “de un conjunto de obras en un acto sobre la Avellaneda…
desmontables algunos de ellos, de no quedar otro remedio a los efectos de
llevarla a escena.” El número de
personajes activos sobre las tablas varía de toda la compañía a uno solo, como
en el Tercer Acto.
La combinación intertextual de La
Avellaneda una y otra vez es
sumamente destacada, como ya señalé en La
Peregrina, pero Montes Huidobro va mucho más allá al armonizar también
citas de textos sobre la Avellaneda (incluyendo pasajes de crítica literaria) y
hasta una traducción al español de un breve pasaje de Hamlet. Fragmentos de cartas, parlamentos dramáticos, poesías
(tanto de la Avellaneda como de otros) forman todo un collage del cual se desprende
el hilo biográfico conductor, no lineal.
El vocabulario empleado va del refinamiento romántico de
las citas de la época a manidos refranes populares e, incluso, a alguna que otra “mala palabra” o frase soez. Estas últimas al
parecer tienen cierta intención que se pudiera asociar con el “distanciamiento”
brechtiano, más evidente en algunas escenas como cuando José Ramón Betancourt
se dirige al público o el Autor instruye al sonidista, en lo que sería válido
interpretar como la puesta en escena de una puesta en escena, extensión del
conocido recurso del “teatro dentro del teatro” ya utilizado por Shakespeare en
la obra antes nombrada. En el Segundo Acto hay un uso irregular de los tiempos
verbales que el mismo Montes Huidobro reconoce haber utilizado “de manera
intencional”.
A pesar de
la opción que da el autor de “desmontar” algunas de las subdivisiones, se trata
de una obra sumamente complicada para su escenificación y de no fácil
comprensión para un espectador que no esté previamente informado de los
avatares de la persona que da pie al personaje. De ahí que el propio Montes
Huidobro hable de la “quimérica asunción de que se lleve a escena algún día.”
Afortunadamente, la historia del arte está llena de quimeras que dejaron de
serlo. Ojalá que La Avellaneda una y otra
vez se cuente entre ellas en un futuro cercano.
La representación de Tula, La Magna, de Pedro R. Monge Rafuls, comienza mucho antes que
la obra propiamente dicha. Según las orientaciones del autor, el local donde
habrá de tener lugar la puesta en escena comienza convertido en cualquiera de
los teatros donde tenían lugar las representaciones originales en tiempos de la
Avellaneda. Así lo instruye Monge Rafuls en esta acotación inicial:
En la antesala del teatro hay unos músicos negros
de la época. Flauta, violines, violonchelos y batería. Algo desorganizados
tocan y dejan de tocar contradanzas antes de que comience la obra. Estos
músicos están en el escenario, durante la coronación de Gertrudis, creando un
poco de confusión. Igual estarán en la antesala del teatro, tocando al final,
mientras el público sale. Los esclavos, que han transportado a sus amos en
carruajes, están en la antesala del teatro, se pasean de un lado a otro o
hablan entre sí, mientras, debidamente separados, las damas comparten con los
caballeros blancos. Esto se puede lograr usando actores o, idealmente, por
medio de tecnología 3D. Todo el ambiente y todo el personal del teatro
(taquillero, acomodadores, etc.) están vestidos y se comportan como si
pertenecieran a la época.
El uso de
vistas fijas, videos y hologramas decoran tecnológicamente el mosaico
representativo. Hasta el público, en un momento dado, deja de ser tal para
convertirse en pantalla de proyección, con las imágenes sobre los espectadores
¿o parte de ellos?
El texto de
la obra toda gira en torno a la ceremonia en que la Avellaneda fuera coronada
por Luisa Pérez de Zambrana en el Teatro Tacón de La Habana en 1860, la cual
aparece como interrumpida en ambos actos de la pieza por el resto de las
escenas. Las llamadas “licencias poéticas” cubren la trama, colocando
personajes históricos en situaciones donde nunca estuvieron en la realidad, o como
cuando se le adjudica a Sab una raíz
autobiográfica. Hay par de escenas que presumo habrán de ser sumamente
controversiales por su marcado erotismo.
Los pasajes
intertextuales son mínimos en comparación con las dos piezas antes comentadas,
aunque se incluye un fragmento en francés “para marcar la influencia de la
literatura francesa en la Avellaneda”, según justifica el autor. Los textos de
los parlamentos tratan de seguir la pauta de las relaciones de los personajes
reales con Tula, incluyendo la deformación lingüística de una esclava africana.
Técnicamente
la obra alcanza su punto más complejo cuando se mezclan dos escenas en tiempos
y lugares disímiles, aunque con los mismos personajes. Se trata de algo así como
una aleación local y temporal que produce, a la postre, una tercera escena.
Para lograrlo, el autor entrecruza los “bocadillos” de una y otra, a resultas
de lo cual los personajes terminan diciendo lo que dijeron (o pudieron haber
dicho), pero en dos situaciones diferentes y apartadas en tiempo y espacio, con
lo que cada uno de ellos queda convertido en dos personas temporalmente
hablando y, de manera simultánea, en una misma.
Ese componente
multitemporal se extiende y alcanza, incluso, al mismo público. Ya señalamos al
principio cómo los asistentes entraban a un teatro decimonónico, hasta con sus
caleseros esclavos en la antesala, esperando el término de la función para
transportar a sus amos de vuelta a casa. Al final esos espectadores actuales
terminan siendo los mismos que colmaron la Sala del Teatro Tacón de La Habana
en 1860. Una Tula coronada se dirige a ellos y repite lo que entonces dijo. Es
la misma Avellaneda de aquel tiempo; la diferencia estriba en que ahora dicho
momento muy bien que puede quedar registrado por los celulares erguidos de los
espectadores. Cuando las sienes se transformaron en corazón.
La divina cubana, de Manuel Pereiras García, es un monólogo basado,
fundamentalmente, en textos de la Avellaneda, tomados tanto de sus obras de
teatro como de sus cartas y poesías. Hay también textos de Gallego y Zorrila, y
hasta un fragmento en francés de Jean Racine. Se trata de una biografía
escénica, de fluir más bien lineal, de fácil comprensión incluso para espectadores
que no estén familiarizados con la historia del personaje. La imagen principal
es la de una Tula enferma y envejecida, hablando con un visitante. La
Avellaneda desnuda su historia con sus propias palabras, tomadas de aquí y de
allá, en que el recuerdo, siempre asociado con el pasado, se torna presente.
Hay tanto intertexto que pudiera decirse que lo intercalado es lo creado por el
autor, con el resultado final de que la pieza sea recibida, catarsis de por
medio, como una autobiografía, que es lo que interpreto intentó Pereiras
García.
El rasgo más sugestivo del
monólogo es la identidad del visitante invisible, cuyo nombre nunca se menciona
pero resulta evidente: el joven José Martí, recién deportado a España y, de
acuerdo con la licencia poética de la trama, trabajando de empleado de una
agencia de mudanzas. El anacronismo, de sutiliza extrema, es uno de los
elementos que, a mi juicio, elevan la obra. Martí permanece todo el tiempo,
como es menester en un monólogo teatral, callado. Sabemos que habla por las
respuestas de Tula y sus comentarios al respecto. El punto de partida común a
ambos y los destacados sitiales alcanzados en la historia de la literatura
cubana como que los ‘iguala’ en el tiempo.
El final rompe la
linealidad de manera muy efectiva. Lo que hasta ese momento (con la excepción
de la presencia martiana) parecía un fluir realista, da un salto para convertir
la sala decrépita ‒donde
hasta entonces había transcurrido la acción‒ en el velero que inicialmente trasladó a
Tula hasta Europa. Súbitamente la anciana se transforma en la joven ilusionada
y prematuramente nostálgica a su salida de Cuba. El resultado final es una
pieza que va del ocaso al amanecer, pero en sentido inverso; todos los textos
anteriores de la obra como que resumidos o presagiados en una sola composición:
el soneto “Al partir”.
La pasión desobediente, de Gerardo Fulleda León, es también un
monólogo, aunque de dimensiones menores al de Pereiras García. Se caracteriza
por una factura de alto vuelo literario, sumamente retórica, que no logran
conjurar algunas ‘frases hechas’ del habla popular insertadas. Quizás por ello
sea una obra más propicia para la lectura que para su puesta en escena. Las acotaciones
son mínimas y no se aprecia el uso de técnicas escénicas varias, con una
‘cuarta pared’ inviolada.
La acción tiene lugar en Pinar del Río (en el
occidente cubano), donde la Avellaneda tiene su soliloquio junto al lecho de su
segundo esposo, sin recuperación por la herida que sufriera en la situación ya
descrita anteriormente. Las referencias a hechos pasados se hacen desde el
presente, sin variación temporal que trunque la linealidad de la trama.
Las escenas aparecen tituladas, lo que conduce aún
más a ver la pieza como lectura y no como representación. Una breve aunque
magnífica descripción del carnaval en Santiago de Cuba, por su acabado y
personalidad propia, da la impresión de ser un texto previo, aquí intercalado
sin justificación dramática de peso.
Fulleda León también le adjudica a Sab una raíz autobiográfica, pero con un
giro de sutil referencia intertextual: le añade un componente incestuoso,
evidente inspirado en Cecilia Valdés.
Pero las sutilezas no acaban ahí. En una especie de malabarismo temporal, en
una de las escenas no resulta difícil identificar una crítica a los deseos
generalizados de la juventud cubana de las postrimerías del castrismo de salir
de Cuba a como dé lugar, en busca de sueños factibles.
La obra más conocida de las que tienen a Tula como personaje es Vida y pasión de La Peregrina, de Héctor Santiago, ya que se editó por la Universidad de Miami en 1997 al recibir el Premio Letras de Oro (otorgado por dicha institución con el patrocinio de los gobiernos de España y del país sede) y tuvo una amplia distribución. La pieza es un drama en tres actos que intenta recorrer la vida de la Avellaneda y parte de su propia obra, esto último mediante pasajes intertextuales imbricados no por la época, sino por el tema, con lo que de paso se logra un destacado rejuego temporal. Precisamente los saltos en el tiempo constituyen una de las características de la obra, lograda mediante una escenografía única y múltiple a la vez en que un patio camagüeyano convive con Madrid, o un barco con un cementerio, etc. Una combinación de siete actores y actrices hacen de diferentes personajes afines (los dos amantes de Tula por el mismo actor; otro representa a tres: el padre y los dos esposos), ya que, según el autor, “Los personajes representan arquetipos humanos que se repiten en la vida de Gertrudis; de ahí que se busquen a los mismos actores para representarlos.” Tula, sin embargo, es personificada por una sola actriz que en ningún momento cambia de personaje, sino de tiempo.
Se trata de una pieza de carácter expresionista
que combina rezos yorubas afrocubanos con himnos gregorianos, sutiles
referencias lorqueanas o shakespereanas con textos teatrales decimonónicos, expresiones
vernáculas con retórico lenguaje literario, etc. Creo que Lorenza, una vieja
esclava al servicio de Tula, es uno de los personajes más logrados. Queda
identificada como una versión femenina de Sancho Panza con su sabiduría popular
expresada mediante el reiterado uso de refranes; como corolario, podría
adjudicársele a la Avellaneda rasgos parcialmente quijotescos, como los que en
vida indiscutiblemente tuvo. Algunos personajes se mantienen presentes durante
toda la puesta en escena, a manera de coro o testigos mudos, aunque en algunos
casos se trate de un anacronismo. El uso de la música amplía las posibilidades
de alcance de la puesta en escena.
En Vida y
Pasión de La Peregrina el autor tampoco permanece ajeno a la trama, solo
que esta vez no como personaje central, tal y como apareciera en la obra de
Montes Huidobro. Héctor Santiago se asoma sólo fugazmente, en una especie de
cameo hictchcokniano textual. Habla del dolor del destierro, pero no como
crítica advertencia previa ‒según interpreto en el monólogo de Fulleda León‒, sino como experiencia vivencial que se salva
de ser del todo negativa gracias a la identificación existencial de una patria
dual cuando se aprende a amar una nueva tierra acogedora sin dejar de amar la
natal.
Gracias a ese ser en Cuba
y estar en España (o viceversa) es que los exiliados cubanos tuvieron una razón
extra para celebrar el Bicentenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda: el vivir hoy
la pérdida y la ganancia simultáneas del destierro, tal como ella experimentara
ayer. Las obras aquí comentadas, por otra parte, han hecho que la Avellaneda viva,
además, en épocas disímiles. Porque es el caso que gracias a la combinación del
teatro en la Avellaneda y la Avellaneda en el teatro, la ilustre camagüeyana ve
perennemente, desde el público o entre bambalinas, a Tula en el proscenio; las
dos en una y múltiple, desafiando ‒como siempre se comportó‒ ahora también todos los tiempos. El oscuro hechizo de la soledad del escritor,
finalmente y para siempre, exorcizado.
New York-Miami, primavera de 2014.
*Conferencia
dictada por el Dr. Eduardo Lolo en la Casa Bacardí del Instituto de Estudios
Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami el 16 de abril de 2014
con motivo de la presentación de Baltasar,
drama oriental de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en una edición facsimilar
de la primera edición de 1858, con Introducción de Eduardo Lolo, publicada por
la Editorial Cubana “Luis J. Botifoll” con motivo del Bicentenario de la
autora. Publicada por primera vez en: La
palabra frente al espejo y otros ensayos, de Eduardo Lolo. Miami:
Alexandria Library Publishing House, 2015. Págs. 115-134.
[1] Esther Sánchez Grey-Alba, “La Peregrina de Raúl de Cárdenas, un
enfrentamiento ante la historia.” Círculo:
Revista de Cultura 37 (2008): 116.
[2]
Idem.
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