Thursday, April 16, 2020

EL TEATRO EN LA AVELLANEDA Y LA AVELLANEDA EN EL TEATRO


Por Eduardo Lolo



La soledad. Ese es el estado natural de la creación literaria: el escritor, como ave desprendida de la bandada migrante, volando en su imaginación solo con su soledad. Al frente lo reta la cuartilla en blanco o, a partir de tiempos más recientes, la pantalla vacía del monitor del ordenador, iluminando soledades. Comienza entonces el lento y laborioso parto de las palabras ideas en ristre, en busca de la imagen perfecta, el mensaje diáfano, la formación de todo un universo incompleto de características inicialmente casi desconocidas hasta para su propio creador. Luego, una vez editada la obra, el autor sigue solo. Su creación llega a las manos de otro ente solitario que la concluye a través de lo que los críticos han dado en llamar la “respuesta del lector”. El universo que comenzó con una palabra inicialmente huérfana se completa; pero la suma de dos soledades no arroja otra cosa que una nueva soledad compartida a distancia.

            En el mundo occidental los antiguos griegos fueron los primeros en intentar el conjuro de la soledad del escritor, cuando pasaron del tono festivo del ditirambo a la puesta en escena de tragedias y comedias de personajes que, dado el artificio de la representación, se volvían de carne y hueso. Con ellos nacería el teatro como género literario independiente, aunque durante mucho tiempo utilizara las técnicas de la poesía. Entonces el autor, confundido entre el público o mirando a hurtadillas entre bambalinas, comenzó a sentir en compañía el resultado de su soledad: la risa pronta o la lágrima furtiva gracias a la catarsis estética, hizo que el escritor no se sintiera nunca más solo: su obra consumándose delante de sus ojos; todos (literatos, actores, público, director, escenógrafos, sonidistas y tramoyistas) convertidos en autores por el ardid mágico de la puesta en escena.

            Algunos escritores se convertirían en dramaturgos por definición, centrando su creación literaria en el teatro: Eurípides, Shakespeare, Lope de Vega, Moliere y otros sirven de ejemplos. Pero muchos más, aunque conocidos fundamentalmente por sus obras en otros géneros, también decidieron exorcizar la soledad del escritor incursionando en el teatro: el aplauso, a la caída del telón, se convirtió en la catarsis particular del escritor.

            Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga (Cuba 1814-España 1873) es un caso típico de  lo señalado. Aunque más conocida e innovadora como poetisa y narradora, escribió 18 obras para  la escena; es más, en 1850 informó que a partir de entonces quería dedicarse solamente al teatro, aunque no cumpliera con el anuncio. Supongo que la incentivara el hecho de que su primera incursión en el género tuviera un gran éxito: la tragedia Leoncia (1840), representada originalmente en Sevilla (aunque no sería publicada hasta 1917) tuvo una gran acogida por el público andaluz, que llenó noche a noche el teatro por unos 50 días consecutivos. Tula (como había sido ‘bautizada’ cariñosamente entre sus allegados) tenía entonces solamente 26 años de edad y, aunque poesías sueltas suyas ya circulaban exitosamente en publicaciones periódicas, todavía no había editado libro alguno. De ello puede inferirse que su primer paso a la fama no fue en los géneros que luego la harían una de las figuras cimeras de las letras hispánicas, sino el teatro, un campo que hasta ese momento se encontraba únicamente en manos de escritores varones.

            Ese mismo año, triunfante en el arte y fracasada en el amor, se traslada a Madrid, donde en 1844 se pone en escena Munio Alfonso, con resultados igualmente exitosos, e inicia una nueva relación amorosa, también naufragada. Esta última tuvo el agravante de la muerte de la hija bastarda que tuvo con su segundo amante. A partir de entonces la vida de Tula sería una nefasta dicotomía de laureles literarios y tragedias personales: sus obras en todos los géneros eran cada vez más conocidas y reconocidas; mientras que sus dos efímeros matrimonios terminarían en viudez, sin tiempo para asentar la felicidad. Quizás por ello es que sus comedias nunca alcanzaron la calidad de sus tragedias, pues tal parece que la risa, en tanto que heraldo de la felicidad, se le trababa lo mismo en la pluma que en la garganta. Es más, en la representación de una de ellas (aunque yo no comparto su clasificación genérica) tendría lugar el hecho que culminaría en el colofón de su infelicidad: cuando un bromista arrojó un despavorido gato al escenario mientras se representaba Los tres amores (1858), con los mismísimos Reyes en el público. Su segundo esposo, el político Domingo Verdugo, un hombre de probada hidalguía y recia personalidad que amaba a su esposa profundamente, salió en defensa del honor de la autora y desafió a quien creía ser el ejecutor de la afrenta. Desgraciadamente, el digno y amoroso cónyuge saldría gravemente herido del lance, lo que a la postre le ocasionaría la muerte.


            Esta segunda viudez acrecentaría la entrega religiosa de la Avellaneda, iniciada a la muerte de su primer esposo. De la díscola joven de sus inicios en España, Tula se transformaría en una frugal y mística devota católica, casi ermitaña. Del alma herida y su refugio en la fe cristiana surgirían sus dos piezas teatrales más conocidas: Saúl (1849) y Baltasar (1858). El primero lo subtituló “tragedia bíblica”; el segundo, dadas las licencias poéticas a que se atrevió en su recreación del Libro de Daniel, lo llamó “drama oriental”.

Teniendo en cuanta que Baltasar es, sin lugar a dudas, la obra teatral más conocida y a la par compleja de Gertrudis Gómez de Avellaneda, bien que merece un comentario particular. Se estrenó en España en el mes de abril de 1858 y fue tal su éxito como espectáculo que el libreto se publicó de inmediato en forma de libro. La pieza no fue menos exitosa como lectura, pues antes de que terminara el año, agotada la primera edición, aparece una segunda. Tanto la representación teatral como el texto impreso llamaron la atención a la crítica especializada contemporánea, como lo demuestra el hecho de que conocidos intelectuales de la época tales como Pedro Antonio de Alarcón y Juan Valera le dedicaran sendos trabajos.

            El drama, aunque único en su factura, cuenta con magníficos antecedentes tanto desde el punto de vista artístico como ideológico y hasta argumental. El último se identifica de inmediato en el ya nombrado Libro de Daniel, texto bíblico donde se narra la muerte de Baltasar y la caída del reino babilónico. Desde el punto de vista artístico e ideológico, todos los críticos coinciden en señalar el Don Juan Tenorio (1844) de José Zorrilla como la influencia más destacada en este drama. Menos evidente parece ser la de La cena de Baltasar (1634) de Calderón de la Barca. Cierto que ambas obras tienen como base argumental el mismo libro del Antiguo Testamento, pero mientras que en el auto sacramental de Calderón los personajes son solamente alegorías y sus versos se ciñen a la trama del texto bíblico, en el drama de la Avellaneda los personajes son de ‘carne y hueso’, moviéndose en un libreto nada ceñido a la crónica de Daniel. Otra obra que los críticos consideran de gran influjo en Baltasar es Sardanapalus (1821) de Lord Byron. Pero tal parece que algunos exageran un poco ese antecedente, viendo influencias donde puede no haber más que coincidencias.

            En todo caso Baltasar es mucho más que la suma de sus fuentes e influencias. Aunque la anécdota es tomada del Antiguo Testamento (es decir, de un texto talmúdico), la autora lo traspasa ideológicamente al cristianismo: de la muerte sin atenuantes ni redención descrita por Daniel, al perdón universal cristiano por el efecto redimible del arrepentimiento y la constricción. Baltasar se humaniza, Romanticismo de por medio, en el texto de la Avellaneda; llega, incluso, a amar –sin que pueda ser correspondido. Y aunque el amor no logra conjurar su impiedad, su aceptación del dios de los judíos (que, no olvidemos, es el mismo de los cristianos) es suficiente para borrar los efectos condenables de toda una vida sacrílega. Baltasar, de la mano del defenestrado rey hebreo Joaquín actuando ideológicamente como cristiano, muere en gracia con Dios.

            Sin embargo, mi interpretación de Baltasar me hace identificar como la característica ideológica más destacada de la obra ‒si bien pretende mantenerse enmascarada‒, no su evidente mensaje cristiano, sino una poco menos que subversiva crítica política. Los largos consejos de la reina madre a su hijo son contentivos de un manifiesto político muy alejado de la realidad española de la época, de rumbo nada estable por la ligereza de sus gobernantes. Recuérdese que Tula era cubana de nacimiento, y que consideraba a Cuba como su “patria” y no como “provincia de ultramar” según el discurso ‘políticamente correcto’ de la época. La asfixiante tutela colonial que sufrían los criollos impedía el desarrollo del país; la todavía vigente esclavitud de indios y africanos importados contradecía las más caras convicciones humanas de la rebelde camagüeyana, como lo demuestran sus otras obras. La suma de los ‘parlamentos’ de la reina pudieran conducir a una imagen subliminal: Baltasar como Gobernador General. Consecuentemente España, como metrópolis colonial, habría de morir, ¿irredenta? Para hacer más atrayente y aceptable este mensaje que nada tiene que ver con Daniel, la Avellaneda lo arropa de amor maternal. ¿Quién va a dudar de la razón del consejo de una madre amorosa? Es más, si conjetura en ristre se asocia Judea con Cuba (como unos pocos años después haría explícitamente un Martí adolescente con Nubia), podría hasta identificarse un mensaje criollo independentista implícito en las ansias de restitución judía.

            Baltasar combina, pues, los principios románticos, religiosos y hasta políticos que preconizaba su autora; de ahí su voz propia ‒en tanto que pieza artística‒ a pesar de sus semejanzas con otras obras de temática similar o parecida. Y el espectador o lector original no tuvo reparos en comprender, aceptar y aplaudir el polivalente manifiesto de la autora intrínseco en los consejos maternales de Nitocris y las ansias de libertad para Judea y los esclavos, presentes en las justas quejas de los hebreos cautivos.

            Pero ahí no termina lo novedoso virtualmente implícito de este “drama oriental”, en realidad tan occidental. Desde el punto de vista literario Baltasar es mucho más que un libreto teatral. De haberlo sido, no habría tenido el éxito que tuvo (y todavía tiene) como texto de lectura. Ello se desprende de un análisis crítico independiente de las acotaciones de la obra, las cuales no sólo rebasan con creces su objetivo primario de simples instrucciones al personal técnico para la puesta en escena, sino que hasta parecen apartarse del género teatral del cual se supone sean inserciones sin objetivo artístico por sí mismas. En efecto, la meticulosidad de las descripciones escenográficas, la minuciosidad de las instrucciones para el movimiento de los personajes, y el esmero en la delineación de sus estados anímicos presentes en las acotaciones de Baltasar, tienen más que ver con un texto narrativo que con la acotación de un libreto teatral. Texto narrativo creado con una voluntad de estilo de tan alto vuelo que, dada la calidad literaria alcanzada, resulta del todo incongruente con un discurso marginal, que es la naturaleza de toda acotación. Por lo anterior deduzco que la Avellaneda persiguió con Baltasar dos objetivos paralelos: transmitir su mensaje tanto como espectáculo que como lectura: texto para ver, escuchar y leer; listo para ser visto y escuchado a través de la lectura, cada página o escena convertida en una mise-en-scène privada de cada lector.

Otras piezas teatrales de la Avellaneda de gran éxito en su tiempo fueron La hija de las flores o Todos están locos (1852) y El millonario y la maleta (inédita hasta 1871). No es de extrañar entonces que haya mucho escrito acerca del teatro en la Avellaneda, incluso durante su propio tiempo y por plumas de gran valía. Lo más reciente y completo sobre el tema de lo que he leído en la preparación de este trabajo fue El teatro de Gertrudis Gómez de Avellaneda, la tesis doctoral de María Prado Mas, defendida en la Universidad Complutense de Madrid en el año 2001.


            Sin embargo, de la Avellaneda en el teatro no puede decirse lo mismo. Y no por falta de obras, pues ya desde 1947 Tula viene apareciendo sobre las tablas no como autora, sino como personaje. He leído o tenido referencia de las siguientes piezas donde la insigne camagüeyana es el personaje principal: El primer amor de Tula, de Rafael Marquina; Tula, La Peregrina, de Raúl de Cárdenas; La Avellaneda una y otra vez, de Matías Montes Huidobro; Tula, La Magna, de Pedro R. Monge Rafuls; Vida y pasión de La Peregrina, de Héctor Santiago; La divina cubana, de Manuel Pereiras García; y La pasión desobediente, de Gerardo Fulleda León. En todas ellas la Avellaneda está sin ser, o siendo sin estar. Porque es el caso que a la postre Tula se transformó de autora en personaje. En viaje inverso al ideado por Pirandello, su vida tal parece haber sido el peregrinar de un autor en busca de un personaje, solo que en sí mismo. Los puntos extremos de su vida de una traviesa joven impúdica (según la óptica moral de su tiempo) a poco menos que monja enclaustrada en su madurez, resultan elementos del todo viables para la creación literaria. Su existencia terminaría siendo más trágica que las tragedias que escribiera; el camino recorrido entre el punto de partida y el de llegada, material destacadamente propicio para incentivar la inspiración de otros escritores. Queda entonces en la historia de la literatura una Avellaneda doble: de creadora a creación; imaginando e imaginada sobre las tablas, en largo viaje de las bambalinas al proscenio como causa y efecto a la par.

            El primer amor de Tula, de Rafael Marquinaescritor español exiliado en Cuba, se estrenó en La Habana en 1947. La Dra. Rosa Leonor Whitmarsh fue quien me dio a conocer la existencia de la obra, de cuyo elenco formó parte. Luego me envió amablemente una reproducción facsimilar del programa original, que ella ha guardado con celo durante décadas. Ambos hemos tratado de encontrar copia del libreto, pero nuestros esfuerzos han sido vanos hasta ahora. Según la información que aparece en el amparado programa, la obra consta de dos actos y tiene 11 personajes identificados. La acción se desarrolla en Puerto Príncipe (actual Camagüey) “en casa de Tula, por el año 1836”, según reza en el programa. Conjeturo que se trate de la dramatización de un fragmento de la biografía Gertrudis Gómez de Avellaneda, la peregrina (1939), del propio Marquina, quien era por entonces la autoridad máxima en el campo de los estudios sobre la ilustre criolla.

            Raúl de Cárdenas también utiliza el seudónimo juvenil de la Avellaneda como fuente titular. Al igual que la obra dramática de Marquina, Tula: la Peregrina consta de dos actos y 11 personajes, pero la trama cubre mucho más tiempo. La pieza constituye todo un tour de force de intertextualidad: el autor va creando su obra intercalando textos originales de la Avellaneda que casi la convierten en una pieza más de esta. El formato seleccionado por de Cárdenas busca y encuentra un indiscutible tono clásico a través del uso del coro a la usanza del antiguo teatro griego, solo que en esta ocasión el coro está formado por tres personajes históricos reales: los españoles José Zorrilla y Luis Coloma, acompañados del cubano José Fornaris, a quienes Esther Sánchez Grey-Alba considera “representativos de los tres temas de su vida: la fe, la literatura y Cuba”[1]. De Cárdenas seleccionó para cada uno de ellos como temas recurrentes, en tanto que personajes dramáticos, sus conocidos juicios sobre la Avellaneda: solidarios en los peninsulares, beligerante por sus reproches patrios en el isleño. No obstante ese tinte de antigüedad, de Cárdenas instruye el uso de proyecciones y de antemano reconoce el lenguaje cinematográfico imperante en la obra; Sánchez Grey-Alba ve hasta trazos del teatro brechtiano[2]. De los amores de Tula, el autor hace hincapié en los dos primeros; los esposos oficiales como sombras, presagiando la doble viudez prematura de Tula. Se trata de una pieza del todo moderna inmersa, como consecuencia de la conjunción del uso del coro y la factura de los textos intercalados, en un ambiente clásico; una aleación difícil de lograr que, gracias a la maestría en el oficio del autor, considero de un fino acabado artístico.


           
Matías Montes Huidobro también hace uso del coro en La Avellaneda una y otra vez, aunque se trata de una obra mucho más larga y compleja. El autor, quien es también personaje, divide a la camagüeyana en tres: Gertrudis, Tula, y la Peregrina. Cada una de ellas representa una etapa de la vida o del pensamiento de la poetisa interactuando entre sí en espacios y tiempos disímiles, incluyendo el presente. Según aclara el autor “ciertas confusiones al establecer un diálogo entre ellas, son intencionales”. A las tres “hay que agregar una cuarta proyección de la Avellaneda en el monólogo del tercer acto”, personaje este último que el dramaturgo califica de “unipersonal”. A esa Avellaneda múltiple se le enfrenta Gabriel García Tassara como una especie de antagonista principal.

La pieza combina personas reales de un lapso de 200 años (algunos de los cuales no pudieron relacionarse entre sí, como es lógico) con personajes de obras de la Avellaneda, conviviendo en un tiempo atemporal y localizaciones disímiles. Hablan los vivos antes de ser muertos y los muertos luego de dejar de ser vivos, vigentes todos. Algunos personajes diferentes son interpretados por el mismo actor, cambios que a veces Montes Huidobro deja a discreción del director.

La propia subdivisión del drama es inusualmente complicada: siete unidades, estructura que el autor aclara podría tratarse de un conjunto de obras en un acto sobre la Avellaneda… desmontables algunos de ellos, de no quedar otro remedio a los efectos de llevarla a escena.” El  número de personajes activos sobre las tablas varía de toda la compañía a uno solo, como en el Tercer Acto.

La combinación intertextual de La Avellaneda una y otra vez es sumamente destacada, como ya señalé en La Peregrina, pero Montes Huidobro va mucho más allá al armonizar también citas de textos sobre la Avellaneda (incluyendo pasajes de crítica literaria) y hasta una traducción al español de un breve pasaje de Hamlet. Fragmentos de cartas, parlamentos dramáticos, poesías (tanto de la Avellaneda como de otros) forman todo un collage del cual se desprende el hilo biográfico conductor, no lineal.

El vocabulario empleado va del refinamiento romántico de las citas de la época a manidos refranes populares e, incluso, a alguna que otra “mala palabra” o frase soez. Estas últimas al parecer tienen cierta intención que se pudiera asociar con el “distanciamiento” brechtiano, más evidente en algunas escenas como cuando José Ramón Betancourt se dirige al público o el Autor instruye al sonidista, en lo que sería válido interpretar como la puesta en escena de una puesta en escena, extensión del conocido recurso del “teatro dentro del teatro” ya utilizado por Shakespeare en la obra antes nombrada. En el Segundo Acto hay un uso irregular de los tiempos verbales que el mismo Montes Huidobro reconoce haber utilizado “de manera intencional”.

A pesar de la opción que da el autor de “desmontar” algunas de las subdivisiones, se trata de una obra sumamente complicada para su escenificación y de no fácil comprensión para un espectador que no esté previamente informado de los avatares de la persona que da pie al personaje. De ahí que el propio Montes Huidobro hable de la “quimérica asunción de que se lleve a escena algún día.” Afortunadamente, la historia del arte está llena de quimeras que dejaron de serlo. Ojalá que La Avellaneda una y otra vez se cuente entre ellas en un futuro cercano.


La representación de Tula, La Magna, de Pedro R. Monge Rafuls, comienza mucho antes que la obra propiamente dicha. Según las orientaciones del autor, el local donde habrá de tener lugar la puesta en escena comienza convertido en cualquiera de los teatros donde tenían lugar las representaciones originales en tiempos de la Avellaneda. Así lo instruye Monge Rafuls en esta acotación inicial:



En la antesala del teatro hay unos músicos negros de la época. Flauta, violines, violonchelos y batería. Algo desorganizados tocan y dejan de tocar contradanzas antes de que comience la obra. Estos músicos están en el escenario, durante la coronación de Gertrudis, creando un poco de confusión. Igual estarán en la antesala del teatro, tocando al final, mientras el público sale. Los esclavos, que han transportado a sus amos en carruajes, están en la antesala del teatro, se pasean de un lado a otro o hablan entre sí, mientras, debidamente separados, las damas comparten con los caballeros blancos. Esto se puede lograr usando actores o, idealmente, por medio de tecnología 3D. Todo el ambiente y todo el personal del teatro (taquillero, acomodadores, etc.) están vestidos y se comportan como si pertenecieran a la época.



El uso de vistas fijas, videos y hologramas decoran tecnológicamente el mosaico representativo. Hasta el público, en un momento dado, deja de ser tal para convertirse en pantalla de proyección, con las imágenes sobre los espectadores ¿o parte de ellos?

El texto de la obra toda gira en torno a la ceremonia en que la Avellaneda fuera coronada por Luisa Pérez de Zambrana en el Teatro Tacón de La Habana en 1860, la cual aparece como interrumpida en ambos actos de la pieza por el resto de las escenas. Las llamadas “licencias poéticas” cubren la trama, colocando personajes históricos en situaciones donde nunca estuvieron en la realidad, o como cuando se le adjudica a Sab una raíz autobiográfica. Hay par de escenas que presumo habrán de ser sumamente controversiales por su marcado erotismo.

Los pasajes intertextuales son mínimos en comparación con las dos piezas antes comentadas, aunque se incluye un fragmento en francés “para marcar la influencia de la literatura francesa en la Avellaneda”, según justifica el autor. Los textos de los parlamentos tratan de seguir la pauta de las relaciones de los personajes reales con Tula, incluyendo la deformación lingüística de una esclava africana.

            Técnicamente la obra alcanza su punto más complejo cuando se mezclan dos escenas en tiempos y lugares disímiles, aunque con los mismos personajes. Se trata de algo así como una aleación local y temporal que produce, a la postre, una tercera escena. Para lograrlo, el autor entrecruza los “bocadillos” de una y otra, a resultas de lo cual los personajes terminan diciendo lo que dijeron (o pudieron haber dicho), pero en dos situaciones diferentes y apartadas en tiempo y espacio, con lo que cada uno de ellos queda convertido en dos personas temporalmente hablando y, de manera simultánea, en una misma.

Ese componente multitemporal se extiende y alcanza, incluso, al mismo público. Ya señalamos al principio cómo los asistentes entraban a un teatro decimonónico, hasta con sus caleseros esclavos en la antesala, esperando el término de la función para transportar a sus amos de vuelta a casa. Al final esos espectadores actuales terminan siendo los mismos que colmaron la Sala del Teatro Tacón de La Habana en 1860. Una Tula coronada se dirige a ellos y repite lo que entonces dijo. Es la misma Avellaneda de aquel tiempo; la diferencia estriba en que ahora dicho momento muy bien que puede quedar registrado por los celulares erguidos de los espectadores. Cuando las sienes se transformaron en corazón.

            La divina cubana, de Manuel Pereiras García, es un monólogo basado, fundamentalmente, en textos de la Avellaneda, tomados tanto de sus obras de teatro como de sus cartas y poesías. Hay también textos de Gallego y Zorrila, y hasta un fragmento en francés de Jean Racine. Se trata de una biografía escénica, de fluir más bien lineal, de fácil comprensión incluso para espectadores que no estén familiarizados con la historia del personaje. La imagen principal es la de una Tula enferma y envejecida, hablando con un visitante. La Avellaneda desnuda su historia con sus propias palabras, tomadas de aquí y de allá, en que el recuerdo, siempre asociado con el pasado, se torna presente. Hay tanto intertexto que pudiera decirse que lo intercalado es lo creado por el autor, con el resultado final de que la pieza sea recibida, catarsis de por medio, como una autobiografía, que es lo que interpreto intentó Pereiras García.

            El rasgo más sugestivo del monólogo es la identidad del visitante invisible, cuyo nombre nunca se menciona pero resulta evidente: el joven José Martí, recién deportado a España y, de acuerdo con la licencia poética de la trama, trabajando de empleado de una agencia de mudanzas. El anacronismo, de sutiliza extrema, es uno de los elementos que, a mi juicio, elevan la obra. Martí permanece todo el tiempo, como es menester en un monólogo teatral, callado. Sabemos que habla por las respuestas de Tula y sus comentarios al respecto. El punto de partida común a ambos y los destacados sitiales alcanzados en la historia de la literatura cubana como que los ‘iguala’ en el tiempo.

            El final rompe la linealidad de manera muy efectiva. Lo que hasta ese momento (con la excepción de la presencia martiana) parecía un fluir realista, da un salto para convertir la sala decrépita donde hasta entonces había transcurrido la acción en el velero que inicialmente trasladó a Tula hasta Europa. Súbitamente la anciana se transforma en la joven ilusionada y prematuramente nostálgica a su salida de Cuba. El resultado final es una pieza que va del ocaso al amanecer, pero en sentido inverso; todos los textos anteriores de la obra como que resumidos o presagiados en una sola composición: el soneto “Al partir”.

            La pasión desobediente, de Gerardo Fulleda León, es también un monólogo, aunque de dimensiones menores al de Pereiras García. Se caracteriza por una factura de alto vuelo literario, sumamente retórica, que no logran conjurar algunas ‘frases hechas’ del habla popular insertadas. Quizás por ello sea una obra más propicia para la lectura que para su puesta en escena. Las acotaciones son mínimas y no se aprecia el uso de técnicas escénicas varias, con una ‘cuarta pared’ inviolada.

La acción tiene lugar en Pinar del Río (en el occidente cubano), donde la Avellaneda tiene su soliloquio junto al lecho de su segundo esposo, sin recuperación por la herida que sufriera en la situación ya descrita anteriormente. Las referencias a hechos pasados se hacen desde el presente, sin variación temporal que trunque la linealidad de la trama.

Las escenas aparecen tituladas, lo que conduce aún más a ver la pieza como lectura y no como representación. Una breve aunque magnífica descripción del carnaval en Santiago de Cuba, por su acabado y personalidad propia, da la impresión de ser un texto previo, aquí intercalado sin justificación dramática de peso.

Fulleda León también le adjudica a Sab una raíz autobiográfica, pero con un giro de sutil referencia intertextual: le añade un componente incestuoso, evidente inspirado en Cecilia Valdés. Pero las sutilezas no acaban ahí. En una especie de malabarismo temporal, en una de las escenas no resulta difícil identificar una crítica a los deseos generalizados de la juventud cubana de las postrimerías del castrismo de salir de Cuba a como dé lugar, en busca de sueños factibles.


           
La obra más conocida de las que tienen a Tula como personaje es Vida y pasión de La Peregrina, de Héctor Santiago, ya que se editó por la Universidad de Miami en 1997 al recibir el Premio Letras de Oro (otorgado por dicha institución con el patrocinio de los gobiernos de España y del país sede) y tuvo una amplia distribución. La pieza es un drama en tres actos que intenta recorrer la vida de la Avellaneda y parte de su propia obra, esto último mediante pasajes intertextuales imbricados no por la época, sino por el tema, con lo que de paso se logra un destacado rejuego temporal. Precisamente los saltos en el tiempo constituyen una de las características de la obra, lograda mediante una escenografía única y múltiple a la vez en que un patio camagüeyano convive con Madrid, o un barco con un cementerio, etc. Una combinación de siete actores y actrices hacen de diferentes personajes afines (los dos amantes de Tula por el mismo actor; otro representa a tres: el padre y los dos esposos), ya que, según el autor, “Los personajes representan arquetipos humanos que se repiten en la vida de Gertrudis; de ahí que se busquen a los mismos actores para representarlos.” Tula, sin embargo, es personificada por una sola actriz que en ningún momento cambia de personaje, sino de tiempo.

Se trata de una pieza de carácter expresionista que combina rezos yorubas afrocubanos con himnos gregorianos, sutiles referencias lorqueanas o shakespereanas con textos teatrales decimonónicos, expresiones vernáculas con retórico lenguaje literario, etc. Creo que Lorenza, una vieja esclava al servicio de Tula, es uno de los personajes más logrados. Queda identificada como una versión femenina de Sancho Panza con su sabiduría popular expresada mediante el reiterado uso de refranes; como corolario, podría adjudicársele a la Avellaneda rasgos parcialmente quijotescos, como los que en vida indiscutiblemente tuvo. Algunos personajes se mantienen presentes durante toda la puesta en escena, a manera de coro o testigos mudos, aunque en algunos casos se trate de un anacronismo. El uso de la música amplía las posibilidades de alcance de la puesta en escena.

En Vida y Pasión de La Peregrina el autor tampoco permanece ajeno a la trama, solo que esta vez no como personaje central, tal y como apareciera en la obra de Montes Huidobro. Héctor Santiago se asoma sólo fugazmente, en una especie de cameo hictchcokniano textual. Habla del dolor del destierro, pero no como crítica advertencia previa según interpreto en el monólogo de Fulleda León, sino como experiencia vivencial que se salva de ser del todo negativa gracias a la identificación existencial de una patria dual cuando se aprende a amar una nueva tierra acogedora sin dejar de amar la natal.

            Gracias a ese ser en Cuba y estar en España (o viceversa) es que los exiliados cubanos tuvieron una razón extra para celebrar el Bicentenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda: el vivir hoy la pérdida y la ganancia simultáneas del destierro, tal como ella experimentara ayer. Las obras aquí comentadas, por otra parte, han hecho que la Avellaneda viva, además, en épocas disímiles. Porque es el caso que gracias a la combinación del teatro en la Avellaneda y la Avellaneda en el teatro, la ilustre camagüeyana ve perennemente, desde el público o entre bambalinas, a Tula en el proscenio; las dos en una y múltiple, desafiando como siempre se comportó ahora también todos los tiempos. El oscuro hechizo de la soledad del escritor, finalmente y para siempre, exorcizado.



New York-Miami, primavera de 2014.





*Conferencia dictada por el Dr. Eduardo Lolo en la Casa Bacardí del Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami el 16 de abril de 2014 con motivo de la presentación de Baltasar, drama oriental de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en una edición facsimilar de la primera edición de 1858, con Introducción de Eduardo Lolo, publicada por la Editorial Cubana “Luis J. Botifoll” con motivo del Bicentenario de la autora. Publicada por primera vez en: La palabra frente al espejo y otros ensayos, de Eduardo Lolo. Miami: Alexandria Library Publishing House, 2015. Págs. 115-134.



[1] Esther Sánchez Grey-Alba, “La Peregrina de Raúl de Cárdenas, un enfrentamiento ante la historia.” Círculo: Revista de Cultura 37 (2008): 116.
[2] Idem.

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