Entrando 1898 la batalla decisiva de la guerra de Cuba se libraba en Nueva York: entre el Journal de William Randolph Hearst y el World de Joseph Pulitzer. A ver quién vendía más muertos: todos los días los despachaban por decenas a los neoyorquinos quienes no paraban de indignarse ante la pasividad de su gobierno. Y compraban más periódicos.
A Hearst le servía cualquier cosa. Si a una cubana sospechosa de llevar mensajes secretos a Nueva York la registraban discretamente unas damas en el barco el Journal la dibujaba desnuda y rodeada por tipos de aspecto siniestro: como en póster de película porno. Muda y en blanco y negro (la película, digo). Si un dentista cubano con ciudadanía norteamericana moría en una prisión en La Habana, el titular decía: “Norteamericano asesinado en prisión española”. Y así.
En enero de 1898 cubanos independentistas le proporcionaron al Journal una carta privada del embajador español en Washington donde afirmaba que el presidente McKinley era débil, populachero y politicastro. O sea, lo mismo que le dicen a Trump cada día. Públicamente. Hearst, tipo sensible, lo tituló “El peor insulto hecho a los Estados Unidos en toda su historia”. Pero una carta privada no era suficiente para desencadenar una guerra… aunque sí para enviar a La Habana un acorazado a proteger los intereses norteamericanos, lo que en política norteamericana es el código para designar una expedición de pesca. De islas o de lo que se aparezca.
Días después de estar anclado frente a La Habana el acorazado Maine explotó matando a 261 tripulantes. Hearst no se puso a averiguar: el Journal afirmó “El acorazado Maine fue partido en dos por una máquina infernal secreta del enemigo”. Joseph Pulitzer, más medido, declaró que solo un loco creería que España había causado el hundimiento pero el titular de su periódico Fue: “Explosión del Maine causada por bomba o torpedo”. Descartando a los extraterrestres, no quedaban más sospechosos que los españoles.
Y Estados Unidos entró a la guerra que llamó “Hispano-Americana”. Como si los cubanos no llevaran tres años participando en aquella coproducción. Fue lo que John Hay, Secretario de Estado, llamó “una espléndida guerrita”. Para los norteamericanos. Para los españoles fue “el Desastre del 98”. En la batalla naval de Santiago de Cuba, celebrada el 3 de julio de 1898 la armada norteamericana hundió cinco buques españoles de seis y mató a 343 tripulantes mientras apenas tuvo que lamentar un muerto, un herido y algún que otro arañazo en el casco de sus buques a la hora de parquearlos. Lo que se dice una pelea de león a mono con el mono con coronavirus, si me permiten la contagiosa metáfora. Dos días antes, los norteamericanos tuvieron la oportunidad de derramar su sangre en el combate más serio de la guerrita: el de la loma de San Juan donde murieron 144 norteamericanos y 114 españoles.
Al final de los 385 norteamericanos muertos en combate solo 12 provenían de Nueva York. Los fallecidos por enfermedades tropicales, en cambio, fueron miles. Es que los mosquitos cubanos eran mucho más mortíferos que las balas españolas. Afortunadamente, aquellas muertes de bala o fiebre amarilla no fueron en vano. La guerra tuvo consecuencias trascendentales como el famoso Cuba Libre, trago creado a partir de la Coca Cola de los invasores y el ron local.
Nueva York no salió ilesa de la guerra: a la esquina suroeste del Central Park le incrustaron un monumento a las víctimas del acorazado Maine donde todavía la gente coge sol y alimenta palomas. Y el barrio adyacente, famoso por su violencia, fue bautizado en honor a la batalla más sangrienta de la espléndida guerrita: San Juan Hill. Ahora esa zona ha cambiado de nombre y aspecto y la única violencia que se permite es el precio de sus alquileres, que no es poca cosa.
*Tomado de Nuestra Voz
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