Por Enrique Del Risco
Reinaldo Arenas y Luis de la Paz. Foto de Nicolás Abreu. |
Luis de
la Paz (La Habana, Cuba, 1956) Narrador, poeta, periodista y promotor cultural.
Reside en Miami desde 1980 a donde llegó a través del éxodo del Mariel. Ha
publicado, entre otros, Un verano incesante (1996), El otro lado
(1999), Reinaldo Arenas, aunque anochezca (2001), Salir de casa
(2015), De espacios y sombras (2015) y Soltando sorbos de vida
(2017) y Del lado de la memoria (2018). Ha recibido los premios de Ensayo
Museo Cubano, Lydia Cabrera y Accesit de Poesía Luys Santamarina,
Cieza. Conduce Viernes de Tertulia, y es colaborador de El Nuevo
Herald. El es el clásico componente de una generación sin el cual ésta no
conseguiría alcanzar un sentido, concentrar su memoria, ir más allá de su
transcurso vital.
Primero
que todo háblame de ti mismo ¿De dónde eres? ¿Cómo fueron tus primeros años, tu
formación?
–Soy un habanero del barrio de Santos Suárez. Nací
en 1956, por lo que mi infancia estuvo marcada por las carencias, fruto de la
nueva realidad, la castrista. Alrededor mío había un ser maravilloso, mi tía y
madrina Zoila, que me llevaba a pasear todos los domingos, casi siempre íbamos
primero a montar la lanchita de Casablanca. Luego, ya del otro lado de la
bahía, yo correteaba por los alrededores, subía al Cristo a ver desde lo alto
la ciudad, eso era algo que me fascinaba hacer, y al regresar parábamos en una
cafetería, La Estrella de Oriente, en la calle Galiano. Una tarde
intenté subir hasta el mirador del Cristo, y habían colocado en medio de la
escalinata un portón de hierro, con un cartel: No pase, zona militar. Un soldado con fusil en mano me impedía el
paso. En la cafetería escaseaban los productos, no había helados, y casi nada
para comer, hasta que finalmente un aviso en la puerta decía: cerrado. Nunca más abrió. Eran los años
previos a la ofensiva revolucionaria de 1968. Mi formación también tuvo el
carácter que imponía el nuevo régimen, es decir, toda la educación se enfocaba
en la experiencia castrista, el desprecio por el pasado, y la esperanza en un
futuro luminoso.
¿Cómo
te diste cuenta de que el régimen castrista y tú no tenían nada que ver? ¿Quién
se dio cuenta primero? ¿El régimen o tú?
–Mis padres evitaban los temas políticos por temor a
que repitiéramos en la escuela lo que escuchábamos en la casa y nos trajera
problemas. Era su manera de protegernos. Cuando estuve un poco más formado, mi
padre me decía que había que saber vivir, y eso significaba, hay que callar y
tratar de acomodarse. El tiempo me hizo resistirme a aceptar esa sentencia
paternal. El choque que me marcó de manera definitiva ocurrió caminando por el
Parque de la Fraternidad. Una pareja de turistas me preguntó por el nombre de
la Fuente de la India. Yo no sabía qué decirles, pero trataba de ayudarlos. A
lo lejos un hombre gesticulaba en dirección a mí, de forma amenazadora; yo no
entendía. Cuando los turistas se alejaron, el hombre me tomó por el brazo, me
zarandeó y me dijo: estás preso, maricón, ¿tú no sabes que en este país no se
puede hablar con extranjeros? Yo tenía unos 12 años. Ahí me di cuenta que no
tenía nada que ver con el régimen castrista.
Por
los libros del propio Arenas o los de los hermanos Abreu uno puede llevarse una
idea de lo difícil que debió haber sido vivir en aquellos años en Cuba para
alguien como tú en medio de un régimen que intentaba regimentar cada aspecto de
la vida. ¿Cómo ocurrió en tu caso? ¿Puedes darme ejemplos concretos?
–Vivir bajo un régimen comunista de extrema
izquierda, totalitario y represivo, requiere de recursos de supervivencia que
se adquieren instintivamente en la rutina diaria, en el lenguaje callejero. Así
uno se convierte en experto en la bolsa negra, en el trueque de arroz por café,
de una papa por un pedazo de calabaza. En marcar en una cola a las 12 del día
para entrar en la pizzería a las 5 de la tarde, y comerse de una sentada, una
pizza, un espagueti y compartir una lasaña, indicativo, desde luego, del hambre
permanente e insaciable. En el caso de un escritor, robando hojas de papel en
una imprenta, cambiando subrepticiamente en la escuela o en el trabajo, la
cinta nueva de la máquina de escribir por la vieja y desgastada propia. Lo peor
es palpar cada día el terror, la delación, apreciar el envilecimiento y no
poder hacer nada. Uno se acostumbra a vivir en la ilegalidad que se convierte
en legítima defensa. En aquellos tiempos yo comenzaba a escribir. Me acerqué a
un Taller Literario y a las pocas semanas me di cuenta que había cometido un
grave error, que era peligroso permanecer allí. Escribí un elogioso poema a la
“Revolución Luminosa” para no dejar el más mínimo indicio de sospecha entre los
miembros, y sobre todo en el presidente del taller, que hacía un informe de
cada tertulia para enviarlo a instancias superiores de cultura. Lo leí ante
ellos, me lo llevé, lo rompí y desaparecí… En el fondo, llevaba un poco la
enseñanza de mi papá.
¿En
qué circunstancias conociste a Arenas? ¿Qué impresión te causó al principio?
–Yo llego a Reinaldo a través de José Abreu que lo
conocía de la Biblioteca Nacional. José, que ha sido fundamental en mi vida, al
que le debo todo lo que soy literariamente, me dijo que nos íbamos a encontrar
en la playa con Reinaldo Arenas, al que consideraba el escritor joven más
importante del momento. Esperamos largo rato en el Patricio [Lumumba] y como no
llegaba nos acercamos a su casa, que no era otra cosa que un cuarto
independiente en casa de su tía, algo parecido a un efficiency, a unos metros de la playa. Nos invitó a subir y
encontramos un espacio pequeño, compacto, con libros, y una cama donde estaba
acostado Delfín Prats. Allí vi un ejemplar sobreviviente de Lenguaje de mudos, que había recibido un
premio y que tras la publicación hicieron pulpa. En ese momento no me causó una
particular impresión. Él estaba atento a mí, que llegaba con José y reticente
por la presencia de Delfín. Fue una visita breve, pero marcó el momento en que
lo conocí. Luego hubo un nuevo encuentro en la misma playa y me asombraba su
voz, su sentido del humor, literalmente a todo le sacaba lascas, su manejo de
la ironía. Yo era muy joven, y quedé impactado por aquel hombre que te miraba
como invitándote a templar.
Alrededor
de Arenas se formó un grupo literario del que eras uno de los integrantes.
¿Dónde se reunía? ¿Con qué frecuencia? ¿Cómo funcionaba?
–Por ser muy joven, las tertulias, primero en casa
de los hermanos Abreu, luego en el Parque Lenin, me ayudaron a crecer
rápidamente y me pusieron en contacto con lecturas y autores a los que yo
estaba llegando antes de tiempo, como Lezama y Proust. Pero eso era importante.
En esas reuniones semanales se discutía sobre un libro y cada participante lo
valoraba, y eso creaba un debate que me dejaba atónito. Luego las lecturas se
pasaron al Parque Lenin (allí no eran semanales, pues era peligroso establecer
una rutina), pues además de leer, se podía ir a los quioscos y tomar leche fría
y comer queso crema con galletas de soda… desde luego, para mí lo más atractivo
eran las alteas que vendían. Nos reuníamos en distintos lugares, pero con
frecuencia en una colina y nos sentábamos bajo un árbol.
¿Recuerdas
discusiones concretas, anécdotas de aquellas reuniones?
-Allí Reinaldo leyó los capítulos de Otra vez el mar, por ejemplo. Recuerdo
cuando leyó de un tirón Que trine Eva,
con la que nos desternillamos de la risa. Todos siempre leíamos algo. Si bien
el Parque fue una fuente de creatividad, pues en cada cita nos proponíamos
llegar con algo nuevo, también fue el sitio donde Reinaldo estuvo escondido
huyendo de la policía. Como buen campesino, se las agenciaba para vivir en un
ambiente campestre como el del Parque. Dormía en una alcantarilla. Allí
escribió una parte de Antes que anochezca,
pues tenía que escribir antes que cayera la noche por la oscuridad. Reinaldo
necesitaba ayuda, un enlace. Entre sus conexiones para la sobrevivencia estaban
los hermanos Abreu, pero ellos eran también vigilados. Nicolás por ser testigo
en el juicio a Reinaldo, y José por ser un amigo cercano. Del que no sospechaba
la policía (a veces son muy idiotas) era de Juan, que acababa de ser
desmovilizado del servicio militar. Eso le permitía ir al encuentro con Rey,
para llevarle dinero, comida y libros, mientras los policías seguían a sus
otros hermanos. En otros momentos José iba a su encuentro. De esas aventuras y
desventuras en el Parque, Juan, muy valientemente, escribió unas crónicas con
el título de Prólogos, mientras
ocurrían los hechos. Para evitar involucrar a sus hermanos, se atribuía hechos cuyos
protagonistas habían sido sus hermanos, para en caso de ser incautado el
manuscrito, no implicar a su familia. Ese libro es, A la sombra del mar. Un atardecer, estábamos José y yo en el Parque
esperando la guagua cuando una mujer llegó alarmada a la parada diciendo que
acababan de coger preso a un asesino que estaba escondido en el Parque. Ese día
capturaron a Reinaldo.
Juan Abreu, José Abreu, Luis de la Paz y Reinaldo Arenas |
¿Cuando
Arenas salió de la cárcel en Cuba volviste a reconectarte con él? ¿Qué
impresión te dio? ¿Notaste algún cambio en él?
–Después de dos años me encuentro con Rey en la
Cinemateca, donde había ido con José a ver una película francesa. Fue una gran
sorpresa verlo, pues no sabíamos que había salido de prisión. Al terminar la
película nos fuimos caminando hasta el Almendares, y nos sentamos en uno de los
bancos a orillas del río. Reinaldo nos contó algunos detalles de su encierro, y
nos recitó varios trabalenguas que había memorizado en la cárcel, algunos de
ellos sobre personajes de la cultura cubana. Su sentido del humor se mantenía
intacto, su fortaleza física impresionaba. Nos dijo que intentaría escapar de
la Isla en cuanto pudiera.
¿Cómo
te fuiste de Cuba?
–Salgo durante el éxodo del Mariel. Primero voy a la
Embajada del Perú, estoy unas horas allí y salgo a buscar a mi familia. Cuando
regreso, ya habían tirado un cordón, 10 cuadras a la redonda de la Embajada.
Lloré mucho aquella noche, no podía perdonarme haber dejado escapar mi
posibilidad de salir de Cuba. Por suerte, al írsele de control la situación al
régimen, mueve sus piezas en Miami y van unos barcos. La noticia ampliamente divulgada
en Granma, era una invitación oficial, que conduce al éxodo del Mariel, y a la
llegada a Cayo Hueso de 125,000 cubanos en pocos meses.
Al
llegar a los Estados Unidos ¿qué hiciste en aquellos primeros tiempos? ¿Dónde
te instalaste?
–Al llegar a Cayo Hueso me envían a Fort Indiantown,
un campamento de la guardia nacional de Pensilvania, convertido en campo para
refugiados. Allí había más de 20,000 cubanos. Yo estaba en un área para hombres
solos. Tras casi dos meses, una tía me patrocina y viajo a Miami, donde ya
había llegado mi familia y se había instalado. Desde entonces vivo en Miami,
desde entonces Miami ha sido mi casa, el centro de mi vida.
¿Cómo
te reconectaste con Arenas?
–Una tarde estando en el efficiency donde vivían Nicolás, su esposa Exys, Juan y Marcos, un
vecino del barrio en Cuba que no tenía familiares en Estados Unidos, llega
Reinaldo acompañado de Lázaro. Fue un reencuentro triunfal, donde primó el
sentido de la victoria, de haber podido escapar de la Isla maldita. A partir de
ese momento nos vimos con mucha frecuencia, incluso en el apartamento que ocupó
varios meses en la calle 7 del NW, cerca de la 57 Avenida. A finales del mismo 1980
se va a Nueva York y, desde ese entonces, los encuentros fueron más esporádicos.
Se
habla mucho del impacto de la llegada de los marielitos a los Estados Unidos.
¿Cómo fue el encuentro entre los intelectuales cubanos que salían de Cuba y el
exilio intelectual que ya existía acá? ¿recuerdas anécdotas que ilustren esos
encuentros?
–Los artistas del Mariel causaron revuelo en Estados
Unidos, quizás más en Miami que en otra ciudad. Había una lógica, pasaron
muchos años sin que prácticamente nadie saliera de Cuba, y de repente un éxodo
masivo con tantos intelectuales provoca un gran choque generacional. Aunque
hubo algunos rechazos, en general primó la bienvenida. Ahí están Marcia Morgado
que después se integró a la revista Mariel
y Nancy Pérez Crespo que apoyó a los recién llegados y abrió la peña que
realizaba cada fin de semana en su librería para que nos presentáramos en ella.
Ahí fue donde conocí a Labrador y a Montenegro. Es más, ella organizó y costeó
una fastuosa fiesta de despedida a Reinaldo cuando éste decidió irse a vivir a
Nueva York. En otras ciudades, como NY, se nos abrieron las puertas de revistas
como Noticias de Arte que dirigía Florencio García Cisneros, y a los
artistas plásticos los apoyaron mucho Carlos M. Luis en Miami e Ileana Fuentes,
en Nueva York. En general, hubo muchísimos más encuentros que desencuentros, y
eso que llegábamos salvajes, ajenos a lo que acontecía en el mundo, porque el
gobierno castrista se había empecinado, como política de estado, en evitar que
el cubano tuviera acceso a lo que ocurría fuera de la isla.
¿Cómo
era la relación de Arenas con Miami? ¿Con qué frecuencia la visitaba? ¿Con quiénes se reunía? ¿Cuáles eran sus
lugares favoritos?
–Rey venía a Miami una o dos veces al año. Su
interés era fundamentalmente la playa. Decía que venía “a Miami Beach, no a
Miami, que era una ciudad horrible”. Siempre visitaba un hotel en Collins y la
21, que en aquel entonces era la playa gay por excelencia. Ya el lugar y el
hotel se transformaron en otra cosa. En esas visitas aprovechaba para ver a
amigos, con los que almorzaba y compartía, entre ellos yo. Un día nos citó a
José y a mí para vernos en la 21 y llegó muy retrasado, algo inusual en él.
Cuando se aproximaba lo vimos despedirse de un negro enorme. Trató de
disculparse diciendo que venía de “una cita amorosa”. Eso dio lugar a una
conversación sobre el sida, que en aquel entonces era noticia cada día en la
prensa con alarmantes estadísticas. Rey sacó una cuenta para explicar que esa
enfermedad no podía ser tan contagiosa como decían, que se estaba exagerando con
el tema. Lo que no contaba Reinaldo era con el largo período de incubación del
virus.
¿Tienes
idea de los gustos personales de Arenas? Por ejemplo ¿Qué música le gustaba
oír? ¿Qué películas le gustaba ver?
–Sé que disfrutaba la música clásica, pero no recuerdo
qué compositores admiraba más. Lo que no olvido fue cuando me comentó que había
visto una película que lo había destrozado. Se refería a Sophie’s Choice, la película de Alan J. Pakula, de 1982, una adaptación de la novela
de William Styron. Nunca lo escuché hablar de otra película con tanto
estupor. Aunque el tema era demoledor e impactante, nunca supe qué
particularmente conectaba en la mente de Reinaldo con esa película.
Tengo
entendido que Arenas era un gran conversador ¿De qué temas le gustaba hablar
contigo?
–Yo tuve la oportunidad de conocer y estar presente
ante varios grandes conversadores cubanos, entre ellos, quizás el más luminoso,
Enrique Labrador Ruiz, al que le bastaba una botella de ron para estar hablando
sin parar. Era un hombre que conoció a muchos y vivió intensamente el mundo
literario cubano. Otro fue Carlos Montenegro, algo más tímido, pero encantador,
también muy desdoblado con la ayuda del alcohol. Lydia Cabrera estaba llena de
vida vivida y era una delicia escucharla. Reinaldo, aunque era otra cosa, no se
quedaba atrás. Su característica era la hipérbole, el tema de la homosexualidad
que casi siempre metía en las conversaciones, haciendo literatura de todo, por
lo que nunca se sabía si lo que contaba había ocurrido… u ocurrido de ese modo,
o estaba recreando la realidad. Recuerdo una vez escucharlo contar lo que había
pasado cuando estuvo escondido en el Parque Lenin, y me quedé atónito oyéndolo
crear toda una historia alrededor de aquellos hechos que yo conocía muy bien. Rey
fabulaba con absolutamente todo.
¿Recuerdas
anécdotas que reflejen la personalidad de Arenas o su relación con Miami?
–Miami no era su mundo, sino su tránsito, un puente que
él trataba de mantener a distancia y cruzar poco. Hay un artículo, si mal no
recuerdo publicado en el Herald, desbarrando contra Miami. Años después publicó
otro contra Nueva York. Rey era un hombre completamente insatisfecho. La
rebeldía era inherente en él, lo ponía contra todo, era una forma de vitalidad
personal y creativa, pero también esa manera de vivir le hizo, creo, angustiosa
la existencia, pues conlleva a la infelicidad, aun cuando seas Reinaldo Arenas
con una obra monumental, el desamparo latía constantemente a su alrededor.
¿En
privado Arenas era tan burlón como en público? ¿Qué recuerdas al respecto?
–Como ya te dije Reinaldo le sacaba lascas a todo.
Estar a su lado era disfrutar de una jornada donde invariablemente te hacía
reír. Tenía un gran sentido del humor, pero además, muy agudo. Dominaba con
maestría la ironía, y un señorío como nadie para colocar los chistes. Quizás el
ejemplo más socorrido es el de la compota de papaya que aparece en la película Havana y que después recrea Schnabel en Antes que anochezca.
¿Cómo
fue la aventura de la revista Mariel?
¿Cómo se creó?
–La idea de crear una revista literaria se remonta a
la época de las tertulias en el Parque Lenin. Incluso se hizo una, Ah, la marea; salieron dos números que
circularon entre nosotros mismos. Luego uno se entera que el proyecto de una
revista lo compartía con otros amigos, así que era algo muy deseado. Cuando
convergen en Miami varios escritores de esos grupos en los que se movía
Reinaldo, vuelve la idea de la revista, y no había mejor nombre que Mariel. Siempre se propuso hacer una
publicación abierta, que le diera cabida a todos los escritores, y que además,
le rindiera homenaje a quienes nos habían precedido en el exilio o en el
insilio. Por eso el primer número se dedica a Lezama y el último de los 8
volúmenes a José Martí. Al principio se financiaba con el aporte de $100 de cada
miembro de la directiva, pero al final ya se pagaba sola, lo que señala su
éxito.
¿Cómo
funcionaba lo que vendría a ser el consejo de redacción disperso por varias
ciudades? ¿Cómo se decidían los temas que trataría cada número?
–Había una dirección central, Reinaldo Arenas, Juan
Abreu y Reinaldo García Ramos, y un consejo de redacción, con Carlos Victoria,
René Cifuentes, Roberto Valero y yo. De asesora, casi como musa, se nombró a
Lydia Cabrera, y se contó con el apoyo fundamental de Marcia Morgado, que por
llevar muchos años en el exilio, sabía cómo había que conducirse para llevar la
publicación adelante. Cada miembro del equipo de redacción sometía propuestas y
luego se hacía la selección final. En ocasiones había trabajos que quedaban
para el siguiente número, pues llegó un momento en que las colaboraciones eran
realmente abrumadoras. Y eso que existían otras revistas en ese momento, pero Mariel tenía un toque y atractivo
especial, quizás, porque detrás, es decir, al frente, estaba Reinaldo.
¿Cómo
se distribuía? ¿Quiénes la leían? ¿Cuáles eran las reacciones que suscitó una
revista así?
–Mariel
llegó a tener más de un centenar de suscriptores, quizás hasta más, en todos
los Estados Unidos, Puerto Rico y Europa. Siempre nos llegaban cartas
elogiosas, y creo que no podía ser de otra manera. Mariel nunca fue elitista. Mariel
no llegó para imponer nada, sino para completar un proceso de creación en
el exilio que había comenzado desde 1959, o quizás mejor, que se había iniciado
desde la época de la colonia. Basta mirar la historia de la literatura cubana,
para darse cuenta de su condición de extraterritorialidad. La más emblemática y
simbólica novela cubana, Cecilia Valdés,
con su carácter costumbrista y antiesclavista, la escribió Cirilo Villaverde en
Nueva York. Lo mejor del quehacer creativo de los cubanos se fomentó en el
exilio. Martí, Casal, Heredia, Varela, por solo mencionar a los más más
clásicos y no adentrarme en el período republicano. El castrismo y su larga y
angustiosa tiranía han reafirmado el carácter extraterritorial de la literatura
cubana.
¿Qué
piensas de la revista Mariel a tantos años de distancia? ¿Qué ha llegado a
representar en la cultura cubana del exilio? ¿Y para ti?
–La revista Mariel marcó un punto de
inflexión en la cultura cubana del exilio, pues era la primera vez que un grupo
de escritores bastante heterogéneo no tenía a la República como centro de
expresión, sino la Revolución. Una mirada de conjunto a los 8 números de Mariel
te permite ver que al abrir sus páginas para todas las generaciones de cubanos
establecidas en el exilio, se hacen evidentes las distintas corrientes y
necesidades expresivas de los exiliados. Unos tenían la nostalgia y el
desarraigo como temas recurrentes. Los del Mariel no experimentábamos pesar por
lo dejado atrás, sino todo lo contrario, significaba una gran liberación. En
los primeros exiliados, el recuerdo del paisaje y la evocación de lugares
emblemáticos de la Isla, tienen una sólida presencia en sus textos. Para los de
1980, los lugares representativos y la belleza natural se pierden en las
vicisitudes, en las carencias y en la falta de acceso: “No compañero: al Museo
Etnológico de Guanabacoa no pueden entrar los cubanos. En las cuevas de
Bellamar solo se permiten extranjeros. Las playas de Varadero y los hoteles son
área dólar”. De manera que la literatura que emanaba de los refugiados del
Mariel resultaba chocante para algunos de los que nos habían precedido en el
exilio. Cuarenta años después, las corrientes literarias más contemporáneas de
cubanos colisionan contra la de los primeros exiliados y la de los del Mariel
también, pues la impronta más reciente no evoca ni el lejano pasado, ni el
devastado presente insular, sino se sustenta en la supervivencia más primitiva,
muchas veces a través de un lenguaje enrevesado que no permite descifrar las
claves del decir. En fin… Para mí la revista Mariel es la huella de una
época.
Conociste
a Oneida Fuentes, la madre de Arenas. ¿Cómo era ella? ¿Cómo era su relación con
el hijo?
–A Oneida la vi en Cuba en dos ocasiones. Una en
casa de los hermanos Abreu a donde había llegado con un mensaje de Reinaldo
diciendo que estaba escondido en el Parque Lenin y que necesitaba ayuda urgente.
Luego junto a Rey caminando por La Habana. En el exilio, la vi cuando vino por
primera vez de visita. Fui a buscar a Reinado a casa de su tía en Hialeah, y
allí estaba Oneida. Era una mujer, como buena campesina, fuerte, decidida, pero
que nunca entendió a su hijo. Lo amaba con pasión y Reinaldo a pesar de la
impresión que transmite en su literatura, la quería. Pocas veces hablamos de su
madre. Existía una relación amor-odio muy compleja entre ellos. Rey era un
hombre de una personalidad complicada. Había varios Reinaldo Arenas, el
escritor, el escritor personaje, el hombre insatisfecho, el hombre con una
inagotable rebeldía. Pero había otro más que nunca le pude ver, pero que sabía
que existía. Ese Reinaldo no creo que alguien llegara a conocerlo realmente y a
veces pienso que no era el mejor Reinaldo.
¿Notaste
cambios en Arenas –tanto físicos como emocionales- a medida que avanzaba su
enfermedad?
–Cuando la enfermedad comenzó a hacerse muy evidente
se aisló y se propuso luchar por su vida y sobre todo por su obra, eso hizo que
se encerrara y se relacionara muy poco. Para mí Reinaldo siempre buscó
canalizar la insatisfacción con su existencia, a través del sexo, quizás el
medio ideal para la verdadera y más agónica insatisfacción.
¿Cómo
te enteraste de la muerte de Arenas? ¿Qué pensaste en ese momento?
–Lo leí en el Herald. El titular me impactó. Se
me aceleró el corazón y pensé dos cosas: que no se había muerto, sino
suicidado, la única manera que tenía sentido para él la muerte, y que habíamos
perdido al más importante escritor cubano surgido de la dictadura
castrista.
¿Te
sorprendió que decidiera suicidarse?
–Todo lo contrario. Esperaba que fuera así. No lo
hubiera creído de otra manera. Reinaldo, como años después ocurrió con el joven
Juan Francisco Pulido, solo concebía la muerte a través del suicidio. Por eso
me molestó tanto en la película de Schnabel que el personaje de Lázaro le
pusiera una bolsa plástica en la cara para ayudarlo a morir. No se ajusta a la
verdad, pues cualquier forense se daría cuenta de inmediato que fue asfixiado,
lo cual convertiría el hecho ante la ley en un asesinato. Creo que ni como
efecto dramático funcionaba en la película. Me pareció burdo. Además, esa
imagen encierra una vil e imperdonable traición a Arenas.
Luego
del éxito inicial de sus dos primeras novelas, a su salida de Cuba no consigue
publicar en las grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo,
al morir, su autobiografía, Antes que
anochezca, se convierte en bestseller.
¿Qué te parece la fama póstuma de Arenas? ¿En tu opinión tiene algo de
malentendido?
–Rey termina publicando en editoriales pequeñas
porque la izquierda lo cerró. Esa izquierda poderosa y mezquina. Lo que
convierte a su autobiografía en un bestseller
es la película y porque la realiza un norteamericano. Si la hubiera hecho un
cineasta cubano exiliado nada hubiera pasado. De Reinaldo se estará hablando
por generaciones, pues en su obra hay mucho dolor y mucho sufrimiento, pero
también magia, un lenguaje muy personal y un derroche constante de poesía. Eso
es lo que ha hecho trascender a los que hoy llamamos clásicos, y eso es lo que
ha convertido a Reinaldo Arenas, en un clásico contemporáneo.
¿Cómo
valoras la película de Schnabel Before
Night Falls en sentido general?
–Creo que la película está lograda en sentido
general. Hay cosas que no me gustaron, como la “ayuda” que le brinda Lázaro
para morir, y cuando se da a entender que Reinaldo le copió la novela El portero a Lázaro, pero quitando las
dos infamias antes mencionadas, la película en general es un trabajo importante
sobre Reinaldo Arenas.
¿Qué
opinas de los libros que publicados póstumamente (El color del verano, Antes
que anochezca)? ¿Cómo reflejan al Arenas que conociste?
–Ya en Cuba Arenas tenía el proyecto de El color del verano y nos contó en
varias ocasiones lo que quería lograr. Rey era muy trabajador y tenía una idea
muy clara de lo que quería escribir, y hasta de cómo lo haría. Sé que esto es
riesgoso, pero si en el siglo XIX cubano José Martí fue la figura literaria más
grandiosa, en el siglo XX lo fue Reinaldo Arenas, y no olvido nombres como el
de Lezama Lima y Alejo Carpentier. Reinaldo, era otra cosa, llevaba el gen
maravilloso del genio creativo.
Estás
entre los miembros de la generación del Mariel que más se ha empeñado en
recoger su memoria, su legado (me refiero tanto al legado de Arenas como al de
toda su generación). ¿Cómo evaluarías el legado de ambos?
Creo que hay que resaltar la labor de los artistas
cubanos en el exilio de manera constante. El castrismo y su aparato cultural no
nos representan, ni nos reconocen, ni permiten que circulen nuestros libros.
Incluso algunas casas editoriales, galerías y hasta instituciones todavía
buscan en la Isla lo que está en el exilio, aparentemente por ignorancia o para
no irritar a las autoridades oficiales de Cuba. El exilio se renueva
constantemente y sus creadores logran en la mayoría de los casos despojarse de
las trabas impuestas por
la dictadura (y las propias), para crear sus obras con absoluta libertad. Solo
aquellos que piensan en el regreso, en ganar concursos en la Isla y poder
presentarse en los foros aupados por los promulgadores del Decreto 349
continúan autocensurándose. Hace poco en YouTube alguien entrevistaba a las
personas que salían del consulado cubano en Barcelona sobre la situación en la
Isla, y una señora respondió: “¿Qué tú quieres, que no me dejen entrar más en
Cuba?”. Por eso hay que defender el legado de los cubanos exiliados, que es
parte esencial de la literatura cubana, más allá de cualquier generación. Desde
hace tiempo es de mi interés dejar constancia siempre que pueda de lo que
hicieron los primeros exiliados en los años 60 y 70, con figuras de la talla de
Lino Novás Calvo, Gastón Baquero, Lydia Cabrera y Enrique Labrador Ruiz, por
solo mencionar unos pocos, como la que dejaron los escritores exiliados del
siglo XIX. Muchos ya han muerto, por ello es de mayor importancia mantener
fresca su memoria cada vez que tengamos oportunidad, porque fueron grandes
escritores exiliados, anticastristas y de tal valía, que tras su muerte la
dictadura los ha querido rescatar para la cultura nacional después de haberlos
ninguneado. Lo mismo con los escritores del Mariel, con Reinaldo Arenas como su
presencia más notable, o cualquier otro creador de valor. Tengo claro que lo
más trascendente de la literatura cubana desde la época de la colonia hasta el
presente, tiene un carácter de extraterritorialidad. Basta recordar que la obra
más emblemática de la narrativa cubana, Cecilia
Valdés, la escribió Cirilo Villaverde estando exiliado en Nueva York. Pero
todo es cuesta arriba porque el enemigo que nos usa después es poderoso y está
rodeado de cómplices.
Soykika@gmail.com
ReplyDeleteExcelente entrevista que da luz a la historia de aquellos tiempos primeros de del desastre comunista en Cuba. Sigue igual el horror. Gracias por este esfuerzo.
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