Friday, June 5, 2020

Néstor Díaz de Villegas: “Viví en la Era Arenas y le conozco las entrañas”

Por Enrique Del Risco
El totalitarismo no es especialmente fecundo en poetas malditos. La burda pero eficaz intuición totalitaria suele detectar y machacar a los poetas mucho antes de que puedan descubrir su propio malditismo. A partir de entonces no les queda otra que convertirse en poetas mártires o disidentes. Si no es que los domestican antes. En el caso de Néstor Díaz de Villegas tales opciones (martirologio, disidencia o vasallaje) le fueron servidas con apenas dieciocho años, cuando lo condenaron a pasar los próximos seis en la cárcel por un poema que en cualquier otro sitio se habría tomado por broma adolescente. (Más joven aún lo habían expulsado de la escuela de arte San Alejandro por “extravagancia” y otras yerbas.) Sin embargo, al salir rumbo a los Estados Unidos en 1979 tras un lustro en prisión, persistió, negado a la lógica totalitaria, en su vocación de poeta y de maldito. Y así hasta este hoy impreciso en que hablamos de sus relaciones con Reinaldo Arenas y con la generación del Mariel que, según el propio Néstor, no existe.

¿Tuviste, como Arenas, una fase inicial de encantamiento con la Revolución o saltaste directamente al desencanto? ¿Coincidió ese desencanto con tus primeros pasos como poeta?
No logro recordar un momento de encantamiento, sólo los episodios de desencanto. Recuerdo el día que confiscaron la zapatería de mi tío Pedrín y el excusado del bar donde le dio un infarto. Así entró el terror en nuestras vidas. Recuerdo el día en que trajeron al pueblo el cuerpo de Rigoberto Tartabull en un helicóptero militar, una piltrafa envuelta en un trapo de camuflaje. Era la guerra del Escambray vista de cerca. A los once años me reconcentraron en Topes de Collantes con otros ocho mil estudiantes de enseñanza media. Ese fue el principio de mis vagabundeos. El origen de mi poesía posiblemente esté en esas vivencias.
Tuviste un raro privilegio entre los escritores de Mariel o de otras generaciones: el de haber ido a la cárcel por tus escritos cuando lo usual es que el poder cubano prefiera usar pretextos menos glamorosos a la hora de encarcelar escritores. ¿Cómo te sentías al respecto? ¿Cómo reaccionó tu poesía?
Me sentía muy por encima de mis coetáneos, con la prepotencia típica de la juventud. Era el primer contrarrevolucionario en unas escuelas repletas de lamebotas. Me consideraba un iluminado. En la cárcel dejé de escribir de política y me dediqué a la lírica. Definí mis afinidades y propósitos, y compuse bellos poemas a contrapelo del prosaísmo de la época.
¿En qué circunstancias conociste a Reinaldo Arenas? ¿Qué impresión te causó?
En los primeros setenta, merodeando La Habana Vieja en compañía de mi amigo Pedro Jesús Campos, entré en contacto con gente muy interesante, entre la que se encontraba un extraño personaje que era amigo de Tomasito la Goyesca. Reinaldo se presentó en mi vida a la manera en que el barón de Charlus aparece en la novela de Proust; es decir, oblicuamente.
Por entonces, Pedro recitaba unas estrofas anónimas que decían “¡Ah, la Goyesca, gaya, enjoyada, soltando yescas!”, parado encima de un banco del Parque de la Fraternidad. Tuve la suerte de descubrir esa poesía de la manera más extraordinaria. Más tarde, en el Miami de 1980, ocurrió la conexión de las rimas y su autor secreto.
Saliste de Cuba en 1979 como parte de aquel proceso de vaciamiento de las cárceles de presos políticos directamente hacia los Estados Unidos ¿Cuáles fueron las primeras impresiones que tuvieron a su llegada a los Estados Unidos? ¿Alguna sorpresa o decepción que te impactó en aquellos primeros instantes?
Soy un optimista, y por eso le encontré el lado bueno a mi nueva situación. Lo que no significa que el exilio fuera un lecho de rosas, sobre todo en el momento del aterrizaje y el vapuleo de costa a costa, el desarraigo, la morriña y la depresión. Pero, en nuestra época, la libertad era una necesidad, como bien dijo Reinaldo, y un camino sin retorno. De la extrañeza y la decepción fue responsable, principalmente, la idea falsa de una Arcadia a noventa millas que había insuflado en nuestras conciencias la música popular norteamericana, otro daño colateral del lavado imperialista de cerebro.
Tu condición de miembro de la generación de Mariel es si acaso– excéntrica: cuando empezaron a llegar los marielitos a la Florida ya llevabas meses allí. ¿Podrías hablar de la llegada de aquel torrente de seres humanos? ¿Qué impresión te causó? ¿Cómo participaste del proceso de recepción de los refugiados?
Llegué a Estados Unidos exactamente un año antes del Mariel. Había vivido un tiempo en Los Ángeles y estaba de regreso en Miami cuando la toma de la embajada del Perú. Del lado de acá hubo una explosión social paralela. Las calles se llenaron de decenas de miles de manifestantes y en las inmediaciones del Miami Dade College de la Calle 8 se levantó una especie de catedral del pueblo enardecido, con cientos de catres disponibles para los huelguistas de hambre. Se alzaron barricadas, se paralizó el tráfico y se armó un caos que llegó a convertirse en característica permanente de la ciudad.
Desde mi puesto de observación entre las turbas, vi cómo se desaprovechaba la oportunidad del siglo. Vi a un pueblo dando palos de ciego, sin dirigencia, ni estrategia, ni estratagemas. Entendí con absoluta certeza el error de un puente marítimo que salvara la situación, cuando lo que se requería era provocar una catástrofe. Al comienzo del Mariel, recibí a medio Parque Cristo en mi diminuto apartamento de Coconut Grove. Diez o doce personas desesperadas, sin un lugar donde meterse, entre las que se encontraba Pedro Jesús Campos.
Se habla mucho de la incomprensión o incluso de abierta hostilidad del exilio de Miami hacia los marielitos recién llegados. ¿Hubo algo de eso?
En 1980, en la esquina de la farmacia Robert de Flagler Street, me tropecé por casualidad con El Meme, un asesino en serie que había conocido en la cárcel Pretensado de Santa Clara, en 1974. El Meme era un caballero fascinante que estaba preso desde antes de la Revolución y del que se contaba que había cometido asesinatos espectaculares por dondequiera que había pasado.
Se enamoró de mí, y sólo un traslado providencial al campo de concentración de Ariza me salvó de tener que darle el sí. Ahora se limpiaba las uñas con un cuchillo a la entrada de la farmacia. No me reconoció, pero me dio las más efusivas gracias por haberlo recordado.
Por el Mariel no llegó solamente la intelectualidad marginal, sino toda la hediondez de Cuba. Miami se hinchó como una rata de cloaca, y hubo un momento en que no pudo admitir ni un barco de basura más. Aún no existía la DEA, y los delincuentes que Fidel despachó en los camaroneros desembarcaban aquí y al otro día estaban armados con escopetas de dos cañones. Un primo que vino a visitarme, creo que en el 1982 o el 1983, me llevó a su carro para proponerme un tumbe, y cuando abrió el maletero vi que cargaba un par de carabinas Remington y cinco o seis pistolas.
Ese fue el Miami donde irrumpieron los marielitas. Ese fue el Miami que Fidel tomó por asalto. No había empleos, ni viviendas disponibles. La ciudad estaba copada y comenzó entonces el éxodo masivo de americanos blancos, el llamado white flight. El South Beach judío se transformó en un espantoso gueto cubano. La portada de la revista Time se preguntaba, en 1981, si Miami no se habría convertido en el Paradise Lost.

¿Cómo eran las relaciones entre el viejo exilio literario cubano y los marielitos? ¿Puedes darnos ejemplos concretos?
El viejo exilio literario nos recibió con los brazos abiertos. En la residencia del profesor Orlando Rodríguez Sardiñas se organizaron tertulias literarias que casi siempre terminaban mal, porque Carlitos Victoria y Benjamín Ferrara eran borrachos empedernidos que después de beberse todo el alcohol disponible se ponían insoportables. Esteban Luis Cárdenas era alcohólico, pero siempre elegante. Nadie le hacía el menor caso a la obra de nuestro ilustre anfitrión.
A la villa de Olga Connor en Coconut Grove asistía un público más selecto. Allí se presentaron Reinaldo Arenas, Heberto Padilla y creo que hasta Vargas Llosa. Recuerdo la noche en que me enfrasqué en una discusión bizantina con un viejo atorrante que yo no conocía, y que resultó ser el poeta chileno Gonzalo Rojas. Creo que lo hice papilla y que el público me aplaudió. Igualmente acogedora fue la tertulia de la profesora Ofelia Hudson, una mujer devota de los escritores y artistas marielitas.
La librería SIBI de Bird Road fue el epicentro de la actividad cultural del Mariel. Allí conocí a Carlos Montenegro, y una vez leí con él. Era un tipo imponente, de pelo en pecho, cadenón de oro y bigote teñido, con una jevita colgada del brazo, que recuerdo siempre joven y voluptuosa. También conocí a Lydia Cabrera, a Pura del Prado, a Marcia Morgado y a los hermanos Abreu. Allí leyó Pedro Campos, en una de las raras ocasiones en que se rebajó a participar de la farándula literaria.
En la 27 Avenida y la US1, donde hoy está la estación del metro, había un barrio de artistas y una cafetería con desayuno a 99 centavos donde aterrizaba René Ariza cada mañana. Se vendaba los ojos y comenzaba a dibujar a dos manos sus vírgenes y Cristos patafísicos. El dueño del establecimiento, un cubano conch de Cayo Hueso, aceptaba sus dibujos como pago.
Una vez Nancy y Juan Manuel Pérez Crespo, los dueños de SIBI, llevaron a René cenar a un restaurante de Coral Gables, y cuando apareció un plato de carne de puerco, el dramaturgo, que era vegetariano militante, volcó la mesa y arrojó la comida al piso. El viejo exilio literario fue extremadamente amable y paciente con los recién llegados.
Enrique Labrador Ruiz, Nancy Pérez Crespo, Lydia Cabrera y Reinaldo Arenas. Foto tomada del blog de Nancy Pérez Crespo.
No debemos olvidar a la doctora Alducin, directora de la Rama Hispánica de la Biblioteca Pública de la Pequeña Habana, que dio refugio en sus salones con aire acondicionado a una caterva de poetas callejeros, desnutridos y aterrillados que incluía a Eduardo Campa, Esteban Luis Cárdenas, Guillermo Rosales y a otros que perecieron sin dejar obra y cuyas voces resonaron en las escalinatas de esa biblioteca, hoy desaparecida.
¿Cómo te reencontraste con Reinaldo Arenas?
La primera vez que nos vimos fue en la Librería Universal. Pedrito entró allí y se lo encontró metido entre los estantes. Entonces me enteré de que el tipo borroso de las noches habaneras era uno de los grandes escritores cubanos. Inmediatamente busqué Celestino antes del alba, y lo leí. El cajero de la Universal en esa lejana época era el filósofo Humberto Piñera, y en torno a la registradora se reunía el corrillo de Ángel Aparicio Laurencio, José Sánchez Boudy, Guillermo de Zéndegui y el anarquista Frank Fernández. Imagino que Reinaldo llegó a tratarlos, y que ellos apreciaron a Reinaldo.
¿Cómo se desarrolló la relación entre ustedes en Estados Unidos?
Nos vimos unas cuantas veces, siempre por intermedio de Pedro Campos. Solíamos ir a la discoteca Trece Botones, en los muelles de South River Drive. Allí Rey desaparecía en el Cuarto Oscuro desde temprano. Venía acompañado de su séquito, pero de ese grupo sólo recuerdo al pintor Gilberto Ruiz, con gafas negras y camisa de seda, oliendo popper y girando en la pista de baile. Una vez me tocó ir por Reinaldo al Cuarto Oscuro a la hora del cierre. Esa escena está recogida en el segundo tomo de mi libro Sabbat Gigante.
¿Era realmente tan antagónica la relación de Arenas con Miami? ¿Y con Nueva York? ¿Qué crees que le hizo preferir a una ciudad sobre otra?
No tengo la menor idea, nunca hablamos de eso. Recuerdo nuestros encuentros en el hotel Seagull de la 21 y Collins, la antigua zona del vodevil judío y los cines de relajo, las caminatas por la playa y sus conversaciones con Pedro. Pero son memorias muy vagas. Lo veo encabronado, en una conferencia que impartió en FIU junto a un Heberto Padilla ebrio y desordenadamente lúcido. También lo recuerdo en una lectura junto a los hermanos Abreu, en una biblioteca insignificante de algún barrio menor, donde Rey actuó como si estuviera ante la Academia Sueca.
Háblanos de lo que significó la revista Mariel cuando apareció. ¿Qué impresión te causaron aquellos primeros números? ¿Qué recepción general tuvo la revista en aquellos tiempos? ¿Qué significó para ti verte publicado en la revista?
En 1982, había intentado venderle a Juan Manuel Salvat el cuaderno Canto de preparación, con poemas míos y de Pedro Campos escritos en los años setenta. El lector de Salvat para los manuscritos de poesía era el profesor Ángel Aparicio Laurencio, verdadero santo de la Librería Universal. Ángel pasaba las vacaciones de verano detrás de la registradora y el resto del año enseñaba literatura española en la Universidad de Redlands. Nuestro plaquette fue rechazado por Salvat, y Aparicio se lo llevó y lo publicó en California.
Dos años más tarde, Reinaldo recibió mi libro Vida Nueva y me respondió de inmediato. Su carta, fechada en Nueva York, el 3 de abril de 1984, dice textualmente: “He leído tu libro Vida Nueva y puedo afirmarte que me ha encantado, qué limpidez, qué concisión y fulgor. Algo inesperado, realmente inicias una poesía nueva”. Era el espaldarazo que necesitaba, y que buscaba desesperadamente.
Mariel fue el perfecto vehículo para un grupo de debutantes que no tenía la menor idea de dónde colocar sus obras. Fue un lugar de la imaginación donde reaparecían los desaparecidos y donde resucitaron Lydia Cabrera, Gastón Baquero, Severo Sarduy, Carlos Montenegro y Labrador Ruiz. Claro que esperaba ver mis concisas y fulgurantes Odas olímpicas a doble página, pero cuando me llegó la revista, las encontré apeñuscadas entre David Lago y Reinaldo García Ramos. Fue una decepción, y acaso un despertar. Sólo en tal sentido, también yo llegué en el Mariel.

Mariel usualmente se piensa como una generación de narradores, pero también la integraron varios magníficos poetas ¿Qué los unía aparte de lo obvio que ya hemos comentado?
Conocí a algunos poetas de la época, como Carlos Díaz Barrios, Eduardo Campa, Esteban Luis Cárdenas, Benigno Dou, Andrés Reynaldo, Benjamín Ferrara y Pedro Jesús Campos, que habían entrado en escena en un momento previo, en la tertulia de la Funeraria de Calzada. No puedo hablar de Reinaldo García Ramos o de Roberto Valero, pues desconozco sus antecedentes. Creo que todos los demás son poetas de la Funeraria tanto como del Mariel. Se conocían y se leían previamente, tenían influencias similares.
¿Qué me puedes decir de las tertulias de la funeraria de Calzada y K?
Nunca visité la funeraria, pero conocí a algunas personas que fueron asiduas de la tertulia. La atracción del lugar era el café gratis que repartían en los velorios. Benigno Dou me ha asegurado que no existen “los poetas de la Funeraria”, sino “el poeta de la Funeraria”: Rogelio Fabio Hurtado. Roberto Madrigal fue uno de los primeros en unirse al grupo, y recuerda los nombres de muchos de los asistentes, desde Nicolás Lara y Juan Miguel Espino hasta el pintor Jesse Ríos. Madrigal cree que la Funeraria terminó con una recogida de 1973.
Estando preso en Ariza, circa 1975, escribí un libro infantil para mi sobrino Alexis. Era una libreta escolar con ilustraciones y poemas, que titulé Cuaderno de Alex. Ela Corona, la mujer de Beni en aquel entonces, le pidió la libreta a mi sobrino y la presentó al grupo de la Funeraria. Fue un éxito. Así entré en contacto con Rogelio Fabio y conocí el samizdat de poesía que publicaba en copias al carbón, cosido a máquina, con los escritos de algunos de ellos y traducciones de poetas norteamericanos. Al parecer, la Funeraria continuó existiendo hasta que Fabio, Beni y Elio Bernardo Ruiz fueron acusados de trotskistas y sacados de circulación.
¿Qué impacto tuvo la generación del Mariel en el exilio de la época? ¿Puedes dar ejemplos concretos de ese impacto?
No existe una generación del Mariel. Existe un grupo de personas nucleadas alrededor de la revista homónima, exponente de una cierta sensibilidad específica de los años ochenta.
Pero, ¿acaso eso que acabas de mencionar, un grupo de personas nucleadas alrededor de una revista homónima y que comparte cierta sensibilidad específica, no es la definición de generación literaria? Y pasa, en el caso de Mariel, que escritores que nunca publicaron en la revista comparten esa misma sensibilidad específica de la que hablas, y aun más, cierta actitud común hacia lo literario. ¿Todos esos no son síntomas claros de pertenencia a una generación?
Es más bien la definición de una secta, o de una sociedad de hombres y mujeres notables. Reinaldo fundó una república in partibus infidelium y arrastró con él a personas de diversas generaciones, les otorgó cargos, papeles, entre los que destacaron Oliente Churre, Zebro Sardoya, Clara Mortera, Bastón Dacuero y las hermanitas Bronté (ellas mismas venían en una variedad de sabores). Esas personas (o “infundios”, como prefería llamarles Rey) contaban con los más variados antecedentes. Para mí, el momento revelación de la revista Mariel no fue ningún texto de los marielitos, sino los sonetos de “Otro daiquirí”, de Severo Sarduy, nacido en 1937.
¿Cómo te enteraste de la muerte de Arenas? ¿Qué impresión te causó?
Bajé de mi habitación en un hotel de South Beach y compré el periódico de la mañana. Allí estaba la noticia. Desconocía que Rey estuviera enfermo, hacía tiempo que no sabía de él. Llamé a Pedrito y se lo dije. Su muerte nos produjo una enorme melancolía. Era el fin de una época. Pedro falleció dos años más tarde. Cuando salió Antes que anochezca, tuve que apartar la vista de la fotografía en que Reinaldo aparece estragado por el sida. Aún me cuesta mirarla.
Luego del éxito inicial de sus dos primeras novelas a su salida de Cuba no consigue publicar en las grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo, su autobiografía, Antes que anochezca, se convierte en best seller cuando la publican póstumamente. ¿Crees que ese éxito póstumo, aunque merecido, fue una manera de malentenderlo, de poner su autobiografía y el tono que predomina en ella (distinto del resto de su obra) por encima de su obra de ficción?
No creo. Es el libro que lo canoniza. Reinaldo es un escritor difícil, emblema de unos tiempos difíciles, y ese libro pone al alcance de todos la Era Arenas. A partir de Antes que anochezcaLezama y Virgilio pasan a ser personajes de Reinaldo, fragmentos de su Weltanschauung. En El color del verano, que no es menos autobiográfica, todos somos por fin marionetas de Reinaldo. Conseguirlo de esa manera es la apoteosis de la ficción.
¿Cómo valorarías el impacto que tuvo Arenas sobre ti como persona?
Tuve que escapar de la atracción de Arenas como había escapado antes de la atracción de Castro. Me resistí a ser otro de sus epígonos y evité mencionar el mar, las pentagonías y las mofetas. Todavía me niego a abrazar la causa a la que él sacrificó su arte. Viví en la Era Arenas y le conozco las entrañas.

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