Tuesday, February 21, 2023

De las armas y las letras VII

 Por Guillermo A. Belt



Honda emoción sintió mi padre al volver a los mares surcados en su juventud al mando del “Galvanic”. Vivían muchos de los amigos que lo despidieron para la guerra, hacía veintiún años…En la mañana del 4 de abril de 1890 la goleta “Sarah Douglas”, con sólo tres días de navegación desde Nassau, avistaba la torre de Maternillo y entraba por las tranquilas aguas del canal y el puerto de Nuevitas.

 Enrique Loynaz y Arteaga decide regresar con su familia al Camagüey – así la nombra siempre el autor de Memorias de la guerra – tras su largo exilio y con la esperanza de encontrar algunas fincas sobrevivientes de las propiedades de la abuela materna del joven Loynaz, casi todas desaparecidas en las llamas de la Guerra Grande. Viajan en goleta de Puerto Plata a Nassau, y al cabo de un mes hacen la travesía descrita en el párrafo anterior.

En “la ciudad de Agramonte, la de Francisco Sánchez, la de Ángel Castillo, la de Joaquín de Agüero, la del Marqués de Santa Lucía, la de los Boza, los Quesada, los Varona, los Betancourt y del Lugareño”, en “el solar de las proezas inmortales”, el joven se reencuentra con el abuelo don Martín del Castillo, muy anciano. Hace un paseo al campo, obsequio del abuelo, del cual regresa a la ciudad “con juicio nuevo, injertado en mis diecinueve años” al comprender la importancia del “estudio y contacto del campo, base de la economía del país.”

A pesar de los numerosos atractivos de la vida en Camagüey, el joven Loynaz tiene mucha dificultad para conseguir trabajo. Decide regresar a la República Dominicana, esta vez a Montecristi, centro comercial muy activo. Allí, con la ayuda del patriota Joaquín Montesino obtiene la plaza de profesor en el Instituto de Segunda Enseñanza. Trabaja además como tenedor de libros en un comercio local.

Me esperaba en Montecristi la dicha de volver a disfrutar de la presencia y el afecto de gloriosos libertadores de Cuba: Máximo Gómez, Serafín Sánchez, Francisco Carrillo. En la casa de Serafín, animada por la gentileza delicada y acogedora de Pepa – su bellísima esposa – nos reuníamos todas las noches, trasladadas las sillas al aire libre de la calle.

El tema de las reuniones era, por supuesto, “las cosas de Cuba”. Llevaba Loynaz del Castillo un año en las “tranquilas labores del maestro y tenedor de libros”. Había creado un núcleo de magníficos discípulos, entre los cuales sobresalía Panchito Gómez Toro, junto con sus hermanos Máximo y Urbano, hijos de Máximo Gómez. Pero el éxito no calmaba su ansia de viajar a Nueva York para conocer a José Martí, “y presentarle la mísera pero cordial oferta de mi adhesión.”

Un amigo de su padre ofrece al joven Loynaz un empleo como agente viajero de seguros. Acepta entusiasmado y pronto está viajando a ciudades dominicanas – Santiago de los Caballeros, Moca, La Vega. En su recorrido vendiendo seguros no podía faltar Puerto Plata, donde “obtuve copiosos seguros” así como una carta de presentación de su tío Diego para el Presidente Heureaux, quien lo recibe de inmediato a su llegada a Santo Domingo. Invitado por el presidente asiste a una fiesta de gala donde vende más seguros. “Favorecido por nuevas comisiones determiné ir a cobrarlas en Nueva York, más que por otra causa por presentarme a Martí, meta de mis revolucionarios ensueños.”

Una fría mañana de noviembre de 1891 el vapor que conducía desde la inmensa bahía de Samaná, en la República Dominicana, un grupo heterogéneo de viajeros … deslizábase en las tranquilas aguas de la fantástica bahía de Nueva York. Delante, entre brumas, la gigantesca estatua de la Libertad y en el erguido brazo la antorcha triunfal de los derechos del hombre.

Loynaz del Castillo se hospeda “en la casa de Mrs. Mayorga – 55 Concord en Brooklyn - en el mismo cuarto ocupado por los generales Serafín Sánchez y Francisco Carrillo.” A la mañana siguiente, nos cuenta el autor: “Tanto supliqué a mis generales, que a poco tomábamos el elevado, cruzábamos el gran puente y llegábamos a la casa de 120 Front St., cuyo tercer piso lo ocupaba la oficina del Apóstol de la Revolución.”

 Salvo algunos detalles de menor importancia, esta es la escena descrita por el autor de Memorias de la guerra.

 ¡Apenas anunciados los nombres de los dos próceres de Cuba, apareció, con los brazos abiertos, José Martí! A mí me latía intensamente el corazón.

‘Martí, aquí le traemos el más ferviente de sus admiradores: este muchacho de familia camagüeyana que dio mucha sangre a Cuba. El lleva hasta la locura la pasión de la Patria.’

Pasamos a la sala. Notables escritores de nuestra América española hacían tertulia al calor de la estufa llameante. Una gran escritora americana, Elena Hunt Jackson, la genial autora de Ramona – que Martí tradujo embelleciéndola – acompañaba a los latinos…

Al terminar nuestra larga visita ya Martí nos había regalado, con amable dedicatoria, sus últimos libros. En el de Ramona había escrito: ’A Enrique Loynaz, que amará con su alma tierna y fogosa, a mi pobre Alejandro.’

Y viendo empolvado mi sobretodo tomó un cepillo, y con esmero lo sacudió. Y antes que pudiera impedirlo, ¡había también sacudido el polvo de mis zapatos!

Otras visitas a Martí le esperaban al joven de patriótica familia camagüeyana. Y otras aventuras en su solar de las proezas inmortales.

 

 

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