Por Guillermo A. Belt
Mas nada
existe tan tenaz como la romántica pasión de la libertad.
Enrique Loynaz
del Castillo
“Con el producto de nuevas comisiones de seguros” Enrique
Loynaz del Castillo regresa a Camagüey para ver a sus padres y hermanos después
de dos años de ausencia. Instala la oficina de la compañía de seguros que
representa “en la calle de San Francisco frente a la Iglesia Mayor, y ese fue
el centro de tertulia de los jóvenes más destacados por sus ideas
revolucionarias…”
Loynaz no se limita a participar en tertulias. Aprovecha la procesión de la Virgen del Rosario, presidida por el Gobernador Arias con aparatoso desfile militar, para colocar “una gran bandera cubana de seda”, regalo de una sobrina del general Manuel de Quesada y Loynaz, primer Comandante en Jefe del Ejército Libertador, en las rejas de la ventana de su cuarto en el hotel Gran Oriente. Al día siguiente es detenido y llevado a la presencia del gobernador, quien lo amonesta y amenaza con graves consecuencias si no cesa en sus actividades, incluyendo la publicación de lo que Arias llamó un periodiquito.
Se refería al semanario El Guajiro, donde el marqués de Santa Lucía escribía la sección histórica, y Loynaz los editoriales, por tres de los cuales había sido multado. Tampoco se limita Loynaz a escribir en favor del establecimiento de la República de Cuba. En “la pascua de 1892” organiza con sus amigos un paseo a caballo a la sierra de Cubitas. “Dos docenas de jóvenes, uniformados de dril crudo y sombreros de yarey, revólver en el bolsillo y machete al cinto, desfilaron a caballo por las principales calles de la ciudad.” Al pasar frente al cuartel de caballería, uno de los jóvenes jinetes da el toque insurrecto a degüello. Loynaz saca su bandera de Cuba y la enarbola en su machete mientras todos gritan ¡Viva Cuba Libre1
En Memorias de la guerra su autor reconoce la tolerancia de las autoridades españolas en aquellas fechas:
Eran, en verdad, tolerantes las autoridades españolas con la sociedad camagüeyana. En el parque de la ciudad no podían entrar soldados españoles; los que alguna vez se atrevieron fueron batidos a bastonazos por aquella recia juventud. En las calles cantábamos los himnos insurrectos.
El fervor revolucionario de la juventud, tan compartido y bien narrado por Loynaz del Castillo, se ve atemperado por la prudencia de Martí:
Pero Martí quería la guerra que no fuera mera aventura heroica, sino la destinada por su preparación y concierto, y sus vastos recursos, a resolver definitivamente con la victoria, la Independencia de Cuba.
El país aprendió a esperar.
En 1893, Loynaz del Castillo decide emprender la
construcción de un tranvía urbano, “ya muy necesario en el Camagüey. Además tal
empresa ofrecería oportunidades de nuevos viajes a Nueva York y acuerdos
eficaces con Martí, a quien adelanté la oferta del vapor en que necesariamente
se traerían los materiales para la inclusión posible de armamento.”
La romántica pasión de la libertad continúa viva, y Loynaz aprende a esperar, pero sólo a medias. Viaja a Nueva York para comprar en subasta pública seis carros y material de vía férrea. Lo primero que hace al desembarcar es visitar a Martí en la casa de la calle 44 donde vivía.
Le describí el estado de ánimo del Camagüey, la decisión de la juventud de lanzarse a la Revolución si recibía armamento; que contra el desaliento de algunos viejos veteranos se alzaba el ejemplo conmovedor del marqués de Santa Lucía, firme como en los días precursores del 68, a la cabeza de un gran movimiento espiritual hacia la guerra. Cité nombres, señalé hechos.
Con fondos de la sociedad anónima creada por él y de la que es el principal accionista, Loynaz logra comprar seis carros y varios kilómetros de vía férrea, fleta un vapor noruego para llevarlo todo a Nuevitas, y acuerda con Martí ocultar 200 fusiles Remington y 50,000 balas bajo los asientos de los carros del tranvía. Durante la noche y madrugada del 19 de marzo de 1894, luego de felicitar a Martí por el día de San José, Enrique Loynaz del Castillo y el agente de ventas de la casa Remington guardan los fusiles, envueltos en frazadas, y las balas empacadas con aserrín, en todos los espacios disponibles bajo los asientos.
A las cuatro de la madrugada regresa Loynaz a la casa de Martí para informarle el resultado de sus labores, como este había solicitado. “Ahí estaba él junto a la luz de la alta ventana de la calle 44. ‘Este es – dijo – el mejor mensaje de felicitación.’ Luego me dio las instrucciones precisas para la disposición del armamento.”
En el capítulo siguiente veremos lo sucedido en Camagüey y sus consecuencias para el joven apasionado por la libertad, quien a los 22 años llevaba a cabo una misión muy peligrosa como parte de los preparativos para la guerra que comenzaría en 1895.
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