Friday, February 17, 2023

De las armas y las letras VI


Por Guillermo A. Belt

Diego Loynaz y Arteaga, tío del adolescente Loynaz del Castillo, era dueño de una importante casa de comercio en Puerto Plata y un personaje muy respetable. “Era el árbitro obligado de todos los litigios de los comerciantes, los que jamás acudían a los tribunales, y obedecían sus decisiones, siempre justas.” Diego invita a su hermano Enrique a regresar a la ciudad, con toda su familia, y los aloja en su casa. Mientras que su padre establece una tienda en el puerto de Blanco, a ocho leguas, el joven Enrique, con dieciséis años, encuentra trabajo en el almacén de su tío.

¡Y qué trabajo! A las cuatro de la madrugada me levantaba para un baño en la playa inmediata: en la famosa poza del Castillo. De regreso hacía el café, y me desayunaba. A las seis estaba abriendo las puertas del almacén, frente a la calle Beler, a media cuadra del puerto. Barría la oficina, mientras el peón hacía lo mismo en el almacén; ponía en orden el escritorio, abría la Caja y empezaba los asientos del libro de Facturas. Desde la ocho ya no se podía hacer otra cosa que atender a la numerosa clientela, y volver por la tarde hasta las seis. Los sábados eran destinados al cobro de los vencimientos de la semana.

Durante el almuerzo el joven Loynaz rendía cuentas al tío, intentando contestar “el bombardeo de preguntas”: ventas hechas al contado y a plazos, pagos recibidos, facturas por cobrar, existencias en el almacén y en las casas rivales. “Yo tenía aquella lista de respuestas, sobre la servilleta, por si en algún caso me fallara la memoria.” Todo esto era gratis al principio, remunerado luego con quince pesos mensuales “que, con el tiempo y mis buenos servicios, fuéronse aumentando.”

Terminada la jornada de doce horas y tras cenar con su tío y toda la familia, Enrique Loynaz del Castillo se dirige, a diario, a la sociedad Unión Puertoplateña, y mediante el regalo de un tabaco al encargado de la biblioteca logra que el horario regular de siete a diez de la noche lo amplíe para él hasta las once. Allí satisface su afición por sus asignaturas predilectas: Historia y Geografía, y por la literatura. El comerciante precoz da muestras también tempranas de sus cualidades de liderazgo. Junto con un grupo de “mocitos de quince a dieciocho años, a los que no se les hace caso, ni en ninguna parte son bienvenidos” funda una nueva sociedad, la Flor Puertoplateña, “de la que tuve el honor de ser electo primer presidente, y de dejarla, al terminar mi cargo, brillantemente instalada con muebles propios y el inicio de una biblioteca.”

A toda esta actividad el joven suma su interés por la política. Los domingos de verano celebra tertulias con sus amigos en el parque de Puerto Plata. En eso estaban una tarde cuando les avisan que el gobernador, general Segundo Imbert, con su estado mayor viene de regreso de parlamentar con unos sublevados. Viendo la comitiva entrar en el edificio de la Gobernación, “allá nos fuimos en tropel.” Al cabo del discurso sobre sus gestiones pacificadoras, el general Imbert declara acuartelados a todos los presentes en la improvisada reunión.

Los jóvenes de la Flor Puertoplateña intentan salir del atolladero pero un centinela alerta los detiene. “Ufano, arrastrando el sable, pasó el Gobernador frente a su público consternado…Viéndonos, dijo: ¡Qué bueno, muchachos! Muchas gracias por haber venido a defender el orden.”

Esa misma noche se produjo el primer choque entre sublevados e improvisados defensores. Estos, entre ellos Loynaz y sus amigos, lograron salir ilesos del encuentro a tiros en la sede de la Casa de Gobierno de Puerto Plata. Al día siguiente, tropas del gobierno batieron a los insurrectos. El episodio lo cierra así el autor de Memorias de la guerra: “La revolución terminó con la misma celeridad con que se formara.”

Esta etapa de la adolescencia de Loynaz del Castillo termina, en el presente resumen, con un recuerdo feliz.

Por aquella época llegó a Puerto Plata el general Máximo Gómez, el héroe que tanto ansié conocer. Venía a negociar, con la ayuda de mi tío una letra dada por el presidente Hereaux en saldo del armamento confiscado al general Gómez, pero no fue posible encontrar comprador por el descrédito de las finanzas del gobierno…Aprovechó don Diego Loynaz la llegada del general Gómez para ofrecerle una comida en su casa de familia. Fui encargado de traer a ella al glorioso vencedor de Las Guásimas.

No será este el único encuentro con Máximo Gómez, ni con otras grandes figuras de las guerras por la independencia de Cuba, de un joven que a los catorce años obtuvo permiso de su padre para combatir por la libertad de la patria que fue suya aún antes de nacer.

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