Tuesday, February 14, 2023

De las armas y las letras V


Por Guillermo A. Belt

En su segundo exilio en la República Dominicana, Enrique Loynaz y Arteaga se instala con su familia en el pueblo de Baní, a sesenta kilómetros de la capital, donde estaría más cerca del terreno que proyectaba adquirir para el ingenio azucarero mencionado en el capítulo anterior. Ante el fracaso de este proyecto por falta de financiamiento, Loynaz padre “se vio sin recursos, gastado el último peso, con una larga familia en un pueblo sin industrias, sin trabajo, sin perspectivas.”

Pero Loynaz no se da por vencido. Crea un colegio de segunda enseñanza, cuyo éxito recuerda su hijo orgulloso: “La juventud de Baní llenó el aula, que dio grandes hombres al país.” Al propio tiempo, las autoridades municipales de Baní confían a la madre del autor de Memorias de la guerra la instalación de un colegio de señoritas.

Algún tiempo después, ante la necesidad de mayores recursos para mantener a su familia creciente, Loynaz y Arteaga acepta una ventajosa propuesta del Ayuntamiento de Azua para dirigir el colegio de segunda enseñanza de la ciudad. Allá viaja la familia, nuevamente por mar en un pequeño balandro. La llegada al nuevo destino no es fácil:

Caía la tarde cuando terriblemente mareados, subimos a la carreta de bueyes que a lento paso nos permitió llegar a media noche a la casa que en Azua nos estaba destinada. Sin tiempo para arreglar más que un catre para mi madre enferma, nos acomodamos todos en el duro suelo.

Una vez más, los padres del futuro general dan al adolescente una lección ejemplar ante los infortunios del exilio político. El instituto dirigido por el padre merece elogios de Eugenio María de Hostos, el gran educador puertorriqueño asentado en República Dominicana. De la escuela a cargo de su madre nos cuenta el autor: “Y del Instituto de señoritas dirigido por mi madre brotó el florecimiento cultural de las gentilísimas jóvenes azuanas.” Un nuevo exilio dentro del exilio, podríamos decir, y otro reto superado.

Azua sería mucho más para el joven Loynaz del Castillo. Allí conoce a Joaquín Montesinos, “apasionado revolucionario cubano cuyo culto a la independencia le valió dura condena de presidio y trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, en La Habana, y la honra de haber sido aherrojado con la misma cadena que aprisionaba al Emancipador…”. Hace estrecha amistad con los hermanos Lecito, Filandro y César Salas, “de distinguida familia de Sancti-Spíritus que llegaron a ser magníficos soldados de la Patria; César, compañero de Martí en la expedición, uno de sus mártires abnegados.” Y agrega: “Con mis amigos Salas hice la resolución de defender hasta morir la libertad de Cuba.”

Esa resolución fue puesta a prueba por una coincidencia afortunada.

Se hallaban entonces en Azua los generales cubanos Serafín Sánchez y Francisco Carrillo, héroes de la Guerra de los Diez Años y de la del 79, en gestiones de la expedición que a las órdenes del general Máximo Gómez se preparaba en 1885. Yo sólo tenía catorce años, pero era fuerte y apasionado por la perspectiva de acompañar a tan gloriosos caudillos a la guerra de Independencia. Obtenido el paterno consentimiento me confeccionó la esposa del general Sánchez mi primer pantalón largo y la chamarreta de campaña. El fracaso de aquella expedición en la que se consumieron cuantiosos recursos de los emigrados cubanos constituyó el primer hondo dolor de mi vida.

Los avatares de la política dominicana determinaron el fracaso de la expedición que habría llevado al adolescente Loynaz a su estreno en el campo de batalla. Confiando en la oferta de auxilio de su primo el presidente Francisco Gregorio Billini, “noble amigo de la causa liberadora” de Cuba, Máximo Gómez había depositado en el arsenal de Santo Domingo el armamento comprado para la expedición. Al ser despuesto Billini por el general Ulises Heureaux y tras el reclamo de Gómez para la devolución de las armas, éste fue hecho preso y todo el armamento confiscado. Si bien se obtuvo la libertad de Máximo Gómez, el general golpista no cumplió su promesa de pagar por el armamento del cual se había apropiado para combatir a los revolucionarios opuestos a su toma del poder.

“Fue en Azua que contemplé por primera vez una revolución.” Pero esta aventura, vivida con entusiasmo por el adolescente Loynaz, palidece en comparación con las que le esperan en Puerto Plata, adonde el padre decide regresar, “llamado por su hermano don Diego Loynaz, propietario de importante casa de comercio.” Lo veremos en el capítulo siguiente.

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