Tuesday, February 7, 2023

De las armas y las letras IV

 Por Guillermo A. Belt

Bueno es que el hombre aprenda
a llevar el yugo desde su juventud.



A la edad de cinco años, el niño Loynaz del Castillo comienza a sufrir las consecuencias de la naturaleza precaria del exilio político. Como queda dicho en el capítulo anterior, el primer recuerdo de su vida es la destrucción del ingenio instalado por su padre y su tío Carlos en Puerto Plata como resultado del sitio de la ciudad por fuerzas opuestas al gobierno dominicano.

El 11 de septiembre de 1876 las familias Loynaz y Castillo, “…para alejarnos de aquel teatro infernal de la discordia” desembarcan en La Guaira, en camino a Caracas. Allí su padre se ve obligado a aceptar empleo en un corte de maderas “en el enfermizo puerto de Chichiriviche.” Las hijas de don Martín del Castillo, entre ellas la madre del niño, “nacidas en la opulencia”, trabajan como obreras en una imprenta del gobierno.

Mientras don Martín se desespera en busca de ocupación, el ilustre abuelo hace las compras de la casa a diario, llevando de la mano al niño.

El gran prócer, que ya había perdido en la guerra sus gloriosos hermanos y sobrinos… y en la vorágine insaciable, toda su fortuna, tuvo el dolor de ver a su esposa recoger los pedacitos de tela encontrados a su paso, y zurcirlos en pequeños triángulos caprichosos para proveer a la familia de las frazadas indispensables contra el frío del alto valle caraqueño.

En 1878 toda la familia regresa a Puerto Plata al producirse la pacificación temporal de la República Dominicana. Poco después, otro traslado, ahora a Santo Domingo, donde a los siete años el niño Loynaz asiste como oyente a clases de segunda enseñanza en el colegio Colón. Es muy buen oyente porque pasa a la cabeza de la clase al dar la fecha y los detalles del sitio de Constantinopla cuando el maestro, exasperado por el silencio de los alumnos, le dice: “¡Si lo he repetido tanto que de seguro lo sabe el chiquito. A ver, a ver, chiquito, si tú lo sabes!”

Una tregua entre dos epopeyas, acápite de la obra que venimos analizando, comienza con este párrafo que copio sin comentarios. A buen entendedor pocas palabras.

En los primeros meses de 1878 la gran guerra de Cuba terminó. Sin auxilios materiales de las repúblicas hermanas, con la sola excepción de los generosos donativos del Presidente del Perú, aquel magnánimo general Mariano Ignacio Prado, que dio sus tres hijos a Cuba, y los auxilios de Chile, la Revolución se había desangrado. Algo inexplicable impidió a las repúblicas de América aun el mero reconocimiento de la Independencia. Sólo el Perú, eterno devoto de ideales y Guatemala, reconocieron la República de Cuba…

Sin esperanzas de auxilio del exterior, la Revolución sucumbió entre las convulsiones de la discordia, que casi siempre acompaña y colma la desventura.

Desde la perspectiva de los años y en la plenitud de sus logros militares, el general Enrique Loynaz del Castillo describe así, en Memorias de la guerra, la ilusión que impulsó el regreso a Cuba de algunos exiliados, entre ellos don Martín del Castillo con su familia.

Hubo, en verdad, esperanzas de una paz decorosa bajo España. Se pudo creer que la Metrópoli, aleccionada por la experiencia de la más larga y costosa de las guerras coloniales, con la pérdida de centenares de millones de pesos y de millares y millares de vidas, abandonaría – para conservar a Cuba – los métodos impuros y abusivos que condujeron a la guerra: que ahora dejaría vivir en paz y libertad a los cubanos.

También describe la desilusión:

Al año de paz ya era evidente lo que podía Cuba esperar de la dominación española. La lección de la guerra había sido olvidada. De nuevo estalló la Revolución, promovida esta vez por uno de los más ilustres caudillos de Cuba, el general Calixto García. El Oriente indómito se sublevó a la voz de José Maceo, Moncada y los jefes de la pasada guerra. Las Villas secundaron el movimiento: Serafín Sánchez en Sancti-Spíritus, Francisco Carrillo en Remedios, Emilio Núñez en Sagua. Se peleó bravamente un año entero. Camagüey permaneció inactivo, influenciado por los negociadores del Zanjón.

Faltos de recursos y de apoyo en el resto del país, los heroicos sublevados se rindieron. Entonces comenzaron las deportaciones, los asesinatos nocturnos, las sentencias de presidio: la tiranía en sus más odiosos matices.

A Enrique Loynaz y Arteaga no le queda otro camino. Decide regresar al exilio con su familia. La propuesta de un amigo lo lleva de nuevo a la República Dominicana para establecer en la costa sur, cerca del puerto de Caldera, un ingenio azucarero. Nuevos contratiempos imprevistos le esperan. Y al joven Loynaz del Castillo, nuevos desafíos.

No comments:

Post a Comment