Por Jorge Ignacio Domínguez LópezEn 1920, tras visitar Cuba y quedar fascinado por ella, el escritor norteamericano Joseph Hergesheimer diría que el encanto de La Habana radicaba sobre todo en el hecho de que era "una ciudad que no se siente abrumada por la historia". El nuevo libro de ensayos de Enrique Del Risco, titulado Historia y masoquismo (Ediciones Furtivas, Miami, 2023), podría tomarse como una explicación a la imposibilidad de decir hoy algo como lo que afirmaba Hergesheimer.
Página a página, Del Risco hace una disección de las raíces, manifestaciones y efectos del totalitarismo en general y, como ejemplos minuciosos, en su expresión cubana. Con la exégesis de meras anécdotas o síntomas superficiales de la relación entre el poder totalitario y los gobernados, se va dibujando también esa relación a ratos —¡casi siempre!— agónica entre el ser humano y la historia. De ese y otros temas del libro conversamos recientemente.
En Leve historia de Cuba, escrito a cuatro manos con Francisco García González en la Cuba de los 90 y publicado finalmente en 2007, hay una relectura de la historia del país desde el humor y la mordacidad. A ratos, Historia y masoquismo se lee como una versión seria de Leve historia de Cuba. ¿Te parece aceptable esa comparación? ¿Qué relación hallas —o no— entre los dos libros?
No lo había pensado, pero es factible la comparación. Y productiva. En ambos libros están presentes un par de obsesiones mías que, como todas las manías, empeoran con la edad: la obsesión por la historia cubana y por los efectos de esta en la vida de los cubanos, tanto colectiva como individual.
La diferencia fundamental entre ambos libros es que si la respuesta en Leve historia de Cuba se daba desde la ficción y partía de la impotencia que sufrimos la mayoría de los humanos frente al destino colectivo, en Historia y masoquismo voy un poco más allá, usando las armas del ensayo en lugar de las de la ficción. En mi nuevo libro la impotencia ante la historia se ha transformado en enfermedad crónica, uno de cuyos síntomas más notables es la adicción a la misma dinámica que es la fuente de nuestros pesares, como se diría en un bolero.
Me refiero a la cultura totalitaria. Porque pienso que la dinámica totalitaria no obedece a la naturaleza específica del pueblo cubano. Responde más bien a la lógica del propio sistema, a cuya atracción no es ajena ningún pueblo. Porque hay que tener presente que el totalitarismo apela a los mismos instintos universales que antes satisfacía la religión, instintos que no se han apagado por mucho que las sociedades se complazcan en parecer ahora más laicas.
En los asuntos que trata Historia y masoquismo tenemos la confluencia de dos niveles de interpretación usualmente incompatibles. Uno es el de la historia, que es contingencia, hechos únicos e irrepetibles en el tiempo, y otro nivel es el de la psicología, con sus instintos incrustados en lo más profundo de la psiquis humana que un sistema tan aberrante como el totalitario logra potenciar de una manera escandalosa.
En el primer ensayo de la segunda sección del libro ("Historia") analizas la irascibilidad del totalitarismo cubano ante el humor. Mañach, en su Indagación del choteo habla de "esa afición al desorden, ese odio a la jerarquía, que es esencial del choteo". Pero Mañach se refiere al carácter del cubano, mientras que tú hablas de "humoristas profesionales". ¿Ves algún paralelismo entre las reacciones del régimen ante “el choteo” y el “humor profesional”?
Cuando se trata de analizar las relaciones entre el Estado y el humor por fuerza tenía que referirme a los humoristas profesionales. Porque, por mucho que el Estado haya intentado controlar las respuestas humorísticas a la realidad que él mismo impone, el humor del cubano de a pie ha quedado siempre fuera de su control.
Puedo recordar épocas completas donde ningún humorista profesional hacía referencia a la situación política, pero no recuerdo una sola etapa de mi vida donde los chistes populares no se burlaran implacablemente del sistema. En uno de los primeros chistes que retengo en la memoria se preguntaba que entre el choque entre el avión donde viajaba Fidel y el avión de Raúl quién se salvaría. La respuesta era "Quien se salva es el pueblo". Todo el mundo —incluso en las familias castristas— se sabía chistes, aunque solo los contara en círculos muy reducidos, de mucha confianza.
Debo añadir que ese choteo al que se refiere Mañach —que siempre trato de distinguir del humor popular, que son fenómenos que pueden partir de una actitud similar pero no son idénticos— tiene un doble filo. Si por un lado funcionaba como una forma de resistencia blanda frente a la rigidez totalitaria e intentó ser suprimido durante los primeros años de castrismo, luego ha pasado a ser instrumentalizado por el poder en su versión más populachera con los actos de repudio y las marchas de apoyo al Gobierno. El choteo de que hablaba Mañach ha demostrado ser más resistente que los sistemas políticos por los que ha atravesado el país, pero ni es responsable de la existencia de estos como no lo es de su desaparición.
En cambio, contra los humoristas profesionales —un sector que durante toda la República no dejó de satirizar al poder de turno— el castrismo fue implacable desde el mismo comienzo, mucho antes de que se enfilara contra otros sectores de la sociedad. Cuando la mayoría de los estudiosos fija el inicio de la censura castrista en el "Caso PM" en el verano de 1961 ignora que ya el 6 de febrero de 1959 Fidel Castro había llamado al pueblo a un boicot contra la publicación humorística Zigzag por haber publicado una caricatura que lo incomodó sin siquiera ser especialmente irrespetuosa. Y cuando el líder del país enfiló sus cañones retóricos contra la principal publicación humorística del país —que había estado a la cabeza de la crítica del batistato— el resto del gremio ya quedó advertido para siempre.
Es importante insistir en que, descontando a los representantes del batistato, los humoristas —junto a los jueces y periodistas que cuestionaron la aplicación industrial de la pena de muerte— fueron de los primeros en sufrir acoso oficial, pero, como en aquel famoso poema de Martin Niemöller, nadie dijo nada porque la sociedad asumió que no era con ella. Eso fue uno de los errores iniciales de la sociedad cubana frente a la revolución triunfante: no entender que los humoristas constituyen uno de los sensores más finos con los que contamos para detectar altas concentraciones de autoritarismo y fanatismo. Los humoristas están siempre entre los primeros en ser acosados por los regímenes autoritarios: en parte porque lo que menos que te perdonan es que no te los tomes en serio y en parte porque el mayor riesgo profesional de los humoristas es que a ellos mismos nadie se los toma con seriedad. Excepto los represores, claro.
En varios de los textos que conforman el libro te refieres al papel legitimador que la Nueva Trova tuvo para el régimen cubano. El cine, la literatura, las artes plásticas (en especial el afiche), el teatro... jugaron de algún modo ese mismo papel en las décadas del 60 y el 70. ¿Por qué te parece la Nueva Trova un caso que merece un análisis más insistente?
Primero hay que recordar que la tradición musical cubana es mucho más sólida que el resto de las disciplinas artísticas y que el público local tiene un oído más atento para la música que para otras manifestaciones. También debemos recordar que desde la aparición de los cassettes, la música para circular no necesitaba de la intermediación de un Estado que se había adueñado de las imprentas, las galerías, los cines, los teatros, la industria cinematográfica, los estudios de grabación etc.
También hay que distinguir a Silvio Rodríguez del resto de los propagandistas más ramplones dentro de la Nueva Trova, incluido Pablo Milanés que como compositor lírico podía ser exquisito, pero en términos propagandísticos siempre fue muy elemental, como si no se lo creyera del todo o como si no consiguiera compaginar su costado lírico con las exigencias de la propaganda. En cuanto a Silvio, debe recordarse que antes de convertirse en una suerte de retórico oficioso del régimen con su baba amorosa ("solo el amor engendra la maravilla", "que sin esperanza dónde está el amor", etc) desarrolló un discurso de resistencia que circulaba de mano en mano a través de los cassettes que mencionaba antes.
Se trataba de una resistencia muy limitada, nunca antagónica, pero que manifestaba de manera clara el rechazo a ver sometida su individualidad al gran proyecto colectivo, tal y como se le exigía al hombre nuevo, su renuencia a ser mero repetidor de la propaganda estatal. De esa mínima resistencia ética y estética a convertirse en pura propaganda las canciones de Silvio sacaron buena parte de su fuerza, de su encanto, un encanto que para muchos perdura hasta hoy. Pero incluso dentro de esa resistencia había mucho de rendición ética y estética a ese monstruo insaciable que es el Estado totalitario.
Ese sometimiento con los años y los compromisos creados se ha ido haciendo más profundo. En un documental reciente Silvio ha llegado a afirmar :"Yo siempre supe que la Revolución era más importante que yo. Eso lo tuve claro. Y eso fue lo que me salvó". Cuando Silvio habla de salvación lo hace en un sentido policial pero también religioso. Es ahí, con esa convicción religiosa —religiosa en el peor sentido, el más pobre— donde todo el posible humanismo que Silvio intentaba definir y defender en sus canciones se va al carajo. Es esa mezcla de retórica humanista con fe en el sentido de la Historia encarnado por la Revolución (nótense las mayúsculas) a lo que empezó a apelar el régimen cuando ya la propaganda real-socialista de la primera mitad del castrismo había perdido toda eficacia.
Pero también está el resto de los neotrovadores cuyas canciones no son aprovechables por la retórica del poder pero tampoco consiguieron cortar su cordón umbilical con el castrismo y su retórica "revolucionaria". Esos que emplazaban tímidamente al sistema al mismo tiempo que se consideraban sus hijos, sus herederos y continuadores, y se presentan a sí mismos como los verdaderos "revolucionarios". Con una relación tan dependiente de la retórica del poder es muy difícil crear un discurso verdaderamente auténtico y autónomo.
En cambio, el verdadero logro de la Nueva Trova en su conjunto fue crear una música cubana auténticamente triste. Hasta entonces, incluso en los boleros cubanos más plañideros y cortavenas, había mucho de impostura, de sobreactuación, de juego. Se fingía un dolor que luego era negado en la próxima composición del autor, (cuando no negaba esa tristeza en la misma canción como ocurre con "Lágrimas negras"). Las canciones de la Nueva Trova son en cambio genuinamente tristes, una tristeza permanente que —sospecho— emana de la impotencia esencial de una generación que se veía en el mejor de los casos como mera imitadora de la anterior sin nada realmente nuevo que hacer o que decir.
Escuchas aquello de "a los héroes se le recuerda sin llanto" en una canción donde a la muerte se la llama "artesana del sol" y no te queda otro remedio de sentir una lástima infinita por esos jóvenes que se llamaban "revolucionarios" pero no tenían otra opción que venerar e imitar mansamente a los que los precedieron. O morirse de una buena vez.
En la introducción a Historia y masoquismo rechazas la predeterminación del totalitarismo a favor de una tesis que lo considera un peligro constante que puede asolar a un país cuando coinciden ciertos hechos, personajes o elementos fortuitos en un momento de su historia. ¿Cuáles son entonces para ti esos elementos que nos hicieron caer como pueblo en un régimen totalitario que ya tiene el sabor de lo eterno?
Una vez que se cae en la trampa totalitaria existe la tentación de buscar una predeterminación, un fatalismo en la historia anterior. De girar toda la discusión en torno a la culpa colectiva. Pero como dije antes, el totalitarismo ha florecido en pueblos tan distintos que la búsqueda de raíces culturales, históricas o idiosincráticas se vuelve un contrasentido. Visto todos los casos a la vez lo que sí tienen en común es la situación de crisis e inestabilidad política, económica o social —con la consecuente desconfianza hacia la posibilidad democrática— que refuerza la siempre latente "nostalgia del absoluto" presente en las sociedades modernas de que habla George Steiner. Una situación que es aprovechada por un aspirante a tirano, un partido o incluso una potencia extranjera para instaurar un régimen que pretende convertir la exaltación temporal de las revoluciones en algo permanente.
¿Qué tienen en común alemanes, italianos, rusos, polacos, cubanos, venezolanos, albaneses, checos, húngaros, chinos, coreanos del norte o camboyanos? Para mí lo único que los une son esos momentos de crisis —no necesariamente económica— que han sabido aprovechar individuos, partidos o potencias con muchas ambiciones y muy pocos escrúpulos.
Disculpa la alegoría elemental: uno puede ser responsable de haberse emborrachado, pero si en medio de la borrachera alguien te viola un juez dictaminaría que el responsable de la violación es el violador. El que quiera buscar una explicación ideosincrática del totalitarismo tiene que tener en cuenta el experimento de las dos Coreas: con los mismos coreanos se construyó uno de los sistemas totalitarios más perfectos del planeta y uno de los capitalismos democráticos más pujantes de la actualidad.
Por otro lado, la tentación totalitaria sigue presente en cualquier sociedad incluyendo EEUU, donde vivo. Puede ser bajo la consigna "Make America Great Again" que agita un personaje como Trump, cuyos pujos autoritarios me recuerdan muchísimo a los de Fidel Castro. O también en la forma de ese totalitarismo por cuenta propia que es la corrección política: con el pretexto de la erradicación de la desigualdad y de la opresión a las minorías se pretende imponer principios morales por encima de la ley —condenando a gente a la marginación y al ostracismo sin llevarlas a juicio— y se intenta regular la vida cotidiana en esferas en las que ni el peor stalinismo soñó inmiscuirse.
Hasta ahora las instituciones democráticas norteamericanas y el sentido común han prevalecido frente a las presiones desde ambos extremos, pero nada garantiza que una buena crisis termine empujando a la sociedad hacia alguna trampa totalitaria.
Al final de "El sueño de los otros", uno de los textos de la primera parte de tu libro, planteas una serie de preguntas sobre el efecto a largo plazo (¿o eterno?) del totalitarismo. ¿Crees que muchos cubanos de la Isla "están así" porque siguen viviendo bajo un régimen totalitario que ya dura más de seis décadas o que "son así" ya para siempre, porque el régimen, en efecto, logró cambiar el carácter del cubano?
El carácter es uno de los rasgos más profundos —y por eso mismo más indefinibles— en la identidad de un pueblo, pero 64 años no son pocos para un pueblo joven, siete más que toda la República, periodo que sin dudas dejó huellas en el carácter nacional. Cambios hay con cada generación: basta escuchar las quejas que los que llevan dos meses en Miami tienen sobre los que acaban de llegar. Los emigrados siempre terminan convertidos en expertos en encontrar diferencias con los que llegan después.
Pero, hablando más en serio, si algo parece haber cambiado de manera profunda en el carácter del cubano es la confianza. Los regímenes totalitarios están especialmente interesados en minar la confianza que sus súbditos tienen en el resto de la sociedad y en sí mismos porque esa confianza es fundamental tanto para cambiar la sociedad como nuestras vidas.
El cubano puede seguir arrogante como siempre, pero la autoestima la siente lesionada. De esa desconfianza se nutren sistemas como el cubano para conseguir que la gente dependa de ellos y para que no se ponga de acuerdo para actuar de manera diferente. Una desconfianza que nos persigue a donde quiera que vayamos y que ha lastrado muchos empeños colectivos e individuales.
Que un régimen tan meticulosamente aberrante y pretencioso deje huellas profundas en la gente no debería sorprender a nadie. Si los peores instintos humanos existen incluso en sociedades donde se les castiga, ¡cómo no van a florecer allí donde se les premia! Lo que de veras me sorprende son los jóvenes que salen de Cuba tan funcionales y decentes como los que han crecido en condiciones mucho más favorables. Y ese detalle, además de sorprendente, es muy alentador.
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