Por Enrique Del Risco
Ha muerto Yesenia Selier, bailarina, coreógrafa, performer,
investigadora, educadora, promotora cultural, activista por la igualdad racial
y orgullosa madre soltera de trillizos. La lista de títulos podría ser mucho
más extensa pero dejar de mencionar tan solo uno de los anteriores sería
disminuir demasiado a alguien a quien la ahora corta vida que vivió desde
siempre le quedó pequeña, estrecha a sus ambiciones múltiples y abrumadoras.
Yesenia, nacida en La Habana pero con hondas raíces en
San Diego de Núñez, Pinar del Río, (la patria chica del novelista Cirilo
Villaverde como no cesaba de recordarme) se graduó de psicología en la
Universidad de la Habana para luego hacer un máster de Estudios
Latinoamericanos en la New York University. Esa era la misma institución con la
que pensaba graduarse de doctorado una vez que le pusiera punto final a la
tesis sobre danza que pensaba defender el próximo año. Porque todo lo que había
hecho hasta ahora —desde promotora de hip hop hasta profesora de danzas afrocubanas,
desde realizadora de audiovisuales hasta colaboradora de artistas visuales estrellas
musicales y cinematográficas como Wynton Marsalis, Chucho Valdés, Pedrito
Martínez, Teresita Fernández, Coco Fusco, April Yvette Thompson o Matt Dillon—
no era nada en comparación con lo que planificaba hacer en los próximos días,
meses, años. Con todo y su abultado currículum cabía sospechar que lo mejor
siempre estaba por venir.
“Pitia”, “maga”, “sacerdotisa” preferiría llamarse antes
que cualquier clasificación ortopédica con la que los resumés reducen a quien
desborda sus cuadrículas. Yesenia, ser tan actuante como inteligente, era capaz
de explicar la naturaleza y el sentido de una danza con la misma precisión con
que la ejecutaba. Verla inundar el escenario del Rose Hall con su
interpretación de Yemayá que era a la vez orisha y oleaje marino suponía un
privilegio y a la vez el redescubrimiento que el mundo se nos resiste a ser
descuartizado en magia y razón. Maga era también Yesenia cuando convertía a un
puñado de gringos pálidos, tan bienintencionados como cortos de talento rítmico,
en solvente conjunto rumbero.
Cuando dije en su presencia que los cubanos en el
exterior solíamos sobreactuar nuestra cubanía Yesenia se lo tomó como algo
personal. La entiendo: lo que en otros sería sobreactuación en ella era
naturaleza manifestándose. Nada tenía de complaciente o turístico su
interpretación de lo afrocubano. Su performance sobre José Antonio Aponte, pionero
de la rebeldía afrocubana fue justo lo contrario al exotismo complaciente. Había
que ver las caras de terror mal contenido de los académicos espectadores cuando
Yesenia, ataviada de Yemayá, destrozó una muñeca plástica lanzando griticos
agudos, escalofriantes: más que de Aponte el público parecía sentirse cerca de
los hacendados que celebraron su ejecución. Con un gesto similar Yesenia no
acudía a los subterfugios de la meticulosa clasificación racial cubana para
identificarse: negra se llamaba a sí misma para dejar claro que, aunque fuera
mulata y bailara rumba, para nada quería congraciarse con el exotismo cómodo de
la mulata rumbera.
No puedo calcular hasta qué punto Yesenia sufrió el
racismo o la misoginia en su tierra o en ésta pero sospecho que, aparte del
desprecio grosero y asustado ante el fenómeno que era ella, su fina sensibilidad
debió resentir el sofisticado racismo de salón de la academia norteamericana. Me
permiten calcularlo los obstáculos que encontró como directora de Religiones
Afro-Globales en el Smithsonian National Museum of African Art. O que, en medio
de su actuación en el Rose Hall, al explicarle a alguien que además de bailar cursaba
un doctorado comentara: “Ah, una mulata intelectual”. Como si ante el tremendo
reto mental que representaba Yesenia para mi interlocutor su cerebro solo
pudiera proporcionarle clasificaciones salidas del teatro bufo.
El respeto que merecía Yesenia por sus investigaciones,
su reconstrucción y difusión de las danzas afrocubanas, su activismo, me llevó
a proponer su candidatura como miembro de la Academia de Historia de Cuba en el
Exilio, propuesta que fue aceptada de inmediato. Recuerdo el discurso que dio en al Asociación de Ex-Presos Políticos de Union City aceptando su inducción a la AHCE sobre la presencia afrocubana en la historia
del país como uno de esos momentos que enaltecen y dan sentido a una institución que se precia de rescatar
el pasado de la nación. Los múltiples compromisos de Yesenia académicos y
artísticos hizo que su colaboración con la AHCE fuera menos abundante de lo que
hubiera deseado. No obstante, y tras mucha insistencia, el mes pasado conseguí
publicarle su magnífico ensayo “La habitación propia de la negra cubana”.
Sin embargo, de los sucesivos avatares de Yesenia creo
que ninguno la define mejor que el de amiga. Esa continua exigencia entre
iguales que es toda amistad verdadera Yesenia se la ofrecía y demandaba lo
mismo a una estrella de cine que a su familia. Nos conocimos por más de tres
lustros, fue maestra de mis hijos de todas las maneras posibles, vivíamos a
quinientos metros de distancia, compartimos montones de alegrías y unas cuantas
angustias, sus hijos crecieron junto a los míos, pero aun así nuestra
complicidad con el mundo de Yesenia no tenía nada de especial: todos sus amigos,
(que constituíamos legiones porque era imposible sustraerse al encanto de su
entrega) éramos especiales. Especiales al punto que, pasadas las presentaciones
en la sala de su casa, parecíamos un cónclave de los mayores genios que ha dado
la humanidad, inflados por la inagotable generosidad de nuestra anfitriona.
Imposible no llegar a las lágrimas al pensar que esa
sonrisa franca de trompeta de carnaval no estará esperándonos tras la puerta de
su apartamento oloroso a puerco y pollo al horno. Junto al dominó de su madre y
el cariño tímido de sus hijos ya hombres. Tan imposible como asomarnos al
balcón desde donde contemplábamos el majestuoso paisaje de Manhattan entretenidos
en despellejar el universo y no pensar que fue el último sitio que pisó, el
último paisaje que retuvo antes de saltar al vacío. Desde donde escapó de sus
bien disimuladas angustias quien tanto nos dio hasta decidir que ya era
suficiente.
Empecé escribiendo “ha muerto Yesenia Selier”. “Fallecer”
me parece un eufemismo cuando la muerte se te estrella contra la cara con su violencia
congénita. En el caso de Yesenia “fallecer” solo tiene sentido si se recuerda
su sentido original de “faltar”. Al margen de la imposible digestión de su muerte
lo más definitivo que nos deja Yesenia Selier es el vastísimo vacío que
intentamos ir rellenando con el recuerdo de su deslumbrante paso por nuestras
vidas, ahora mucho más pobres; con la reunión de su obra ahora dispersa; con la
tremenda mentira de que así no se irá del todo, cuando lo único cierto es que
alguna vez una sola persona (mujer y negra, recalcaría ella) fue capaz de
rellenar todo eso. Y no le pareció suficiente.
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