Wednesday, December 11, 2024

Un cubano en la OEA

 

Trinidad y Tobago/Venezuela

 

La Asamblea General se reunió en Washington en noviembre de 1989, en aquel entonces el mes designado para su período ordinario de sesiones. Entre los Cancilleres participó el de Trinidad y Tobago, Sahadeo Basdeo, quien tuvo la amabilidad de recordarme privadamente nuestro trabajo en Panamá. A propósito de ello me dijo que le pediría al Secretario General mi colaboración en el examen de un incidente surgido entre su gobierno y el de Venezuela al ser interceptada una embarcación pesquera trinitaria en aguas venezolanas.



Basdeo habló con Baena en un receso de la Asamblea. Por su parte, el Secretario General consultó al viceministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, Adolfo Taylhardat, sobre la designación de un grupo de expertos de la OEA para asistir en la investigación del incidente del 6 de octubre anterior. Logrado el acuerdo de las partes, Baena designó a Hugo Caminos, Subsecretario de Asuntos Jurídicos, y a mí para integrar el grupo. En nuestra primera conversación propuse a Caminos invitar a un experto forense en balística, y sugerí pedir la colaboración de la Real Policía Montada de Canadá para su selección dado el prestigio de ese cuerpo armado. Así se hizo, y el 11 de diciembre llegamos a Puerto España Caminos y yo con Robin Y. Thériault para comenzar nuestro trabajo.

El lector empático de nuestras máximas aspiraciones comprenderá cuánto se añora la toga, una vez lucida por vez primera. Asumí el interrogatorio de los testigos y actores del encuentro entre el barco pesquero Captain Fernando y el patrullero de la Guardia Nacional, primero en Puerto España y después en Caracas, adonde llegamos tres días después. Los disparos de advertencia del patrullero habían causado la muerte del pescador trinitario al mando de la embarcación, y este hecho lamentable debía ser investigado a fondo.

Nuestras diligencias en Trinidad y Tobago incluyeron un sobrevuelo de la zona del incidente, la inspección del pesquero y varias entrevistas con expertos en materia forense y balística. Luego, en Caracas, tuvimos plena colaboración de la Guardia Nacional, con un oficial de alto rango presenciando nuestro interrogatorio de sus subalternos, los tripulantes de la lancha patrullera. Las preguntas las hacía yo en español, naturalmente, y de inmediato traducía las respuestas al inglés para beneficio de nuestro experto canadiense.

Al terminar nuestras averiguaciones fuimos invitados a visitar al Presidente Carlos Andrés Pérez en el Palacio de Miraflores, a quien presentamos verbalmente el resultado de nuestras investigaciones. Nuestra conclusión fue que la Guardia Nacional había actuado imprudentemente y con violencia excesiva al disparar una ráfaga sobre el pesquero trinitario.

Cuando entregamos nuestro informe escrito al Secretario General, el 22 de diciembre, Baena lo trasmitió de inmediato al Primer Ministro de Trinidad y Tobago y al Presidente de Venezuela. Poco después, los dos mandatarios hicieron declaraciones públicas expresando su complacencia por el trabajo de la OEA y anunciando que con base en nuestras recomendaciones habían acordado medidas para evitar la repetición de incidentes de este tipo, así como una indemnización por Venezuela a los familiares de la víctima del incidente.

Un alto en el camino

 

El año 1990 comenzó con una sorpresa para mí. Hugo De Zela, jefe de gabinete de Baena, me llamó por teléfono y sin rodeos me dijo que el Secretario General había decidido nombrarme director del Departamento de Recursos Humanos. Como hemos visto, días antes había terminado con éxito la misión que junto con Hugo Caminos habíamos cumplido en Trinidad y Tobago y Venezuela. El nombramiento anunciado me extrañó. Le contesté al jefe de gabinete que hablaría directamente con el Secretario General al respecto.

Baena me recibió sin demora. Le dije que desempeñaría las nuevas funciones si él me ordenaba que lo hiciera. Muy gentilmente me contestó que no me daría esa orden pero me agradecería asumir el cargo para dar la oportunidad a su titular, un destacado educador brasileño, de pasar a la dirección del Departamento de Asuntos Educativos, recientemente vacante. Acepté de inmediato, desde luego. Quedamos en dos cosas: los asuntos de importancia los trataría directamente con el Secretario General, y mi nuevo destino sería de corta duración.

Lo primero me brindó la oportunidad de despachar con el Secretario General los nombramientos, ascensos y contrataciones del personal sin pasar por el conducto reglamentario del Subsecretario de Administración, mi supervisor inmediato. En cuanto a lo segundo, en otra de las vueltas que da la vida mi relación de trabajo con el embajador Christopher Thomas, forjada en Panamá, determinó mi regreso al entorno del Consejo Permanente.

En julio de 1990 Thomas fue electo Secretario General Adjunto. A la sazón representaba a su país en las Naciones Unidas, y comenzó a venir a Washington desde Nueva York para familiarizarse con sus nuevas funciones antes de asumirlas. En esta tarea buscó mi colaboración, por lo que solíamos reunirnos para analizar temas de fondo, como también el personal con el cual trabajaría.

En una de las primeras reuniones Chris me invitó a ser su asesor principal. Al aceptar con el mayor gusto le propuse crear un nuevo cargo, el de jefe de gabinete del Secretario General Adjunto.  El flamante segundo de a bordo en el escalafón de la OEA acogió la idea de inmediato. A renglón seguido acordamos que en lugar de nombrar un director de la oficina encargada de los servicios a los cuerpos políticos – el cargo desempeñado por mí durante siete años – esas funciones las asumiría yo junto con las que tuviera a bien asignarme como jefe de gabinete.

Este esquema sin precedentes representó un evidente ahorro en la planta de personal del sector. Dos por uno, como quien dice. En lo personal, evitó roces innecesarios como los que se dieron bajo McComie entre el asesor principal del Secretario General Adjunto en aquella época y quien suscribe, causados por haber desempeñado yo una responsabilidad mayor y haber tenido en la práctica mucho más poder que aquel funcionario que gozaba de la absoluta confianza de su jefe.

El regreso tan grato a mis quehaceres de varios años, marcado por la relación muy cordial  y de mutua confianza que mantuve con Chris Thomas, llegó a su fin cuando una nueva crisis me llevó de nuevo a trabajar directamente con el Secretario General Baena Soares.

Haití

 

Casi dos años habían transcurrido desde la misión que puso fin al conflicto entre Trinidad y Tobago y Venezuela cuando la OEA debió enfrentar un desafío mucho más grave. El 30 de septiembre de 1991 un golpe militar en Haití depuso al Presidente Jean Bertrand Aristide, elegido por amplia mayoría a comienzos de año. El Secretario General informó de inmediato al Consejo Permanente y solicitó una reunión ad hoc de ministros de Relaciones Exteriores al amparo de la Resolución 1080, un nuevo mecanismo para la defensa de la democracia establecido en junio por la Asamblea General reunida en Santiago de Chile.

Jean Bertrand Aristide

La Reunión Ad Hoc de Ministros de Relaciones Exteriores sobre Haití tuvo lugar en el Salón de las Américas y pasó a la historia como la primera en que un presidente depuesto horas antes comparecía ante los Cancilleres de la OEA. El Presidente Carlos Andrés Pérez había rescatado a Aristide en la madrugada del 1 de octubre enviando a Puerto Príncipe un avión militar que lo llevó a Caracas. Allí lo llamó Baena y lo invitó a la reunión en Washington.

Tras un dramático recuento del golpe de estado, Aristide solicitó la presencia en su país, cuanto antes, de una delegación de la OEA para demostrar a los golpistas el rechazo de la comunidad internacional. Esa madrugada la reunión ad hoc autorizó al Secretario General, por unanimidad, a trasladarse urgentemente a Haití “en unión de un grupo de Ministros de Relaciones Exteriores de Estados Miembros”. Seis Cancilleres, los de Argentina, Bolivia, Canadá, Costa Rica, Trinidad y Tobago, y Venezuela, junto con el subsecretario para Asuntos Interamericanos de los Estados Unidos y el ministro de Estado en la cancillería de Jamaica, acompañaron a Baena en el primer viaje a Haití.

Baena me invitó a formar parte de un reducido grupo de asesores junto con su jefe de gabinete, Hugo De Zela, y todos salimos de la base aérea Andrews en un avión facilitado por la ministra de Relaciones Exteriores de Canadá, Barbara McDougall, única mujer en el grupo, sin cuya colaboración hubiese sido imposible viajar debido a la suspensión de todos los vuelos comerciales a Haití.

El 4 de octubre, o sea el cuarto día después del golpe de estado, estábamos ya en Puerto Príncipe, donde sin salir del aeropuerto por motivos de seguridad nos reunimos con los autores del derrocamiento de Aristide. El Canciller Iturralde, de Bolivia, a quien sus colegas habían elegido para presidir la reunión ad hoc, le leyó la cartilla a Cédras (como decimos en mi tierra). Lo hizo literalmente, dando lectura a la resolución adoptada con el voto unánime de todos los Cancilleres de los Estados Miembros de la OEA. Habló en español con interpretación simultánea al francés por intérpretes de la Secretaría General.

Una vez más recomiendo al lector interesado consultar el libro de Baena Soares, del cual cito el párrafo que resume el planteamiento hecho a Cédras, cara a cara:

 

La Misión recalcó que las elecciones que llevaron al poder al Presidente Aristide habían sido observadas por la OEA, como también por las Naciones Unidas, y que su legitimidad no admitía dudas. Indicó con absoluta claridad el alcance de nuestro mandato, cuya finalidad fundamental era la restitución del Presidente Aristide en el cargo para el cual lo habían elegido sus compatriotas.

 

A diferencia de Noriega, quien nos había recibido en el Fuerte Amador con una mirada penetrante a cada uno y una expresión inescrutable en el rostro, este general no miraba de frente y mostraba preocupación, sentado solo frente a los Cancilleres, como si estuviera en el banquillo de los acusados. Baena describe la escena en su libro:

 

Cédras mantuvo la mirada baja y su rostro mostraba honda preocupación. Me llamó la atención que no nos miraba de frente. Sus acompañantes escuchaban, inmóviles y atentos. Poco a poco, uno primero, luego otros dos, se sentaron junto a su jefe. Los de rango indeterminado permanecieron en segunda fila. Parecían estar allí para vigilar lo que hacían sus jefes.

 

Nos resultó indescifrable la pasividad de la cabeza visible del golpe militar, como también su respuesta, limitada a unas palabras dichas en voz baja con imprecisas alusiones a supuestas violaciones de los derechos humanos por parte de Aristide. Terminada la extraña entrevista, la Misión se reunió, siempre en el aeropuerto, con personalidades de la vida política, económica y social. Al final de la tarde volamos a Kingston para pernoctar, y el sábado regresamos a Puerto Príncipe para continuar las conversaciones con las personalidades mencionadas, lo que permitió comprobar la profunda polarización de la sociedad haitiana. Tras las dos visitas la Misión regresó a Washington antes del anochecer puesto que los pilotos canadienses no tenían confianza en el sistema de iluminación del aeropuerto en la capital de Haití.

Raoul Cédras

No había tiempo que perder, así que el Secretario General decidió visitar a Aristide el domingo para dar cuenta de las primeras actuaciones solicitadas por el presidente depuesto y aprobadas por los Cancilleres. A fin de mantener máxima discreción sobre la reunión, Baena me pidió llevarlo en mi automóvil al apartamento donde Aristide residía temporalmente, en el elegante sector de Georgetown, en la capital de EE.UU.

 Así lo hice, actuando de chofer más bien que de asesor puesto que permanecí en el vestíbulo del edificio mientras se celebraba el encuentro entre ellos dos, sin testigo alguno. En honor a la confianza del Embajador Baena Soares es sólo ahora, a tres décadas de distancia, que menciono la entrevista en aquel domingo de octubre.

Tras una tercera visita a Puerto Príncipe, interrumpida por el ingreso violento en el aeropuerto de un grupo de policías fuertemente armados mientras la Misión se reunía con Cédras, la reunión de Baena con Aristide dio sus primeros frutos. El presidente depuesto envió una carta al Secretario General en la cual, conforme a lo conversado, solicitaba que la OEA organizara y despachara cuanto antes una misión civil que apoyara en Haití el retorno a la democracia constitucional. En su sesión del 8 de octubre la Reunión ad hoc aprobó la solicitud de Aristide, autorizando al Secretario General para organizar y financiar lo que se llamó la OEA-DEMOC.

En Síntesis de una gestión se relatan las intensas actividades de este nuevo mecanismo para el fortalecimiento de la democracia durante los meses finales de 1991, y a lo largo de 1992 y 1993. Cuando se publicó el libro en mayo de 1994 la crisis en Haití no se había resuelto. En fin de cuentas, la amenaza de intervención militar por los Estados Unidos provocó la renuncia de Cédras, sin que el aspirante a dictador llegara a sufrir la dura suerte del general panameño, encarcelado inicialmente por treinta años en este país, luego por unos más en Francia, a los que se agregaron los necesarios para morir en una prisión panameña.

Cierro el capítulo de Haití con una nota leve en el relato de la tragedia del noble y sufrido pueblo del país vecino al mío. En julio de 1992 Baena Soares designó a Irene Cámara, subjefe de Gabinete, junto con Hugo Caminos, subsecretario de Asuntos Jurídicos y conmigo para explorar la posibilidad de una visita al país por una misión de alto nivel.

A tal efecto los tres viajamos a Haití y nos reunimos con Cédras y varios oficiales suyos. A diferencia de ocasiones anteriores, Cédras se veía tranquilo, con rostro atento y un tanto amable. No así sus acompañantes, de expresión siniestra todos ellos. Para demostrar que sabía quiénes éramos, Cédras me preguntó de entrada si deseaba hablar en español, a lo que Irene contestó rápidamente que yo entendía bien el francés, exagerando gentilmente. 

Al presentar Irene la sugerencia de la misión de alto nivel, Cédras afirmó que sería bien recibida y contaría con todas las facilidades para su gestión. Este era nuestro objetivo central. El éxito de nuestra misión se debió a la habilidad de Irene Cámara y Hugo Caminos, ambos diplomáticos con experiencia en el servicio exterior de Brasil y Argentina, respectivamente. Las Grandes Ligas de la diplomacia latinoamericana en aquellas fechas, digo yo, recordando especialmente a los embajadores Darío Castro Alves y Raúl Quijano.

Antes de cerrar la reunión, uno de los siniestros oficiales de Cédras, aparentando interés, preguntó por Augusto Ramírez Ocampo, el negociador designado por Baena al establecer la misión especial OEA-DEMOC. Irene contestó que el distinguido diplomático se recuperaba de un problema de salud. Ante la respuesta, dos o tres de aquellos militares truculentos intercambiaron miradas cómplices. Posiblemente se debería a nuestra imaginación, pero nuestra impresión fue que, al menos en la opinión de nuestros interlocutores, el quebranto de salud sufrido por Ramírez Ocampo se debió a las artes del vudú, y no a la intensa actividad que le cupo desarrollar, desembocando en un infarto cardíaco.

NOTICIAS DE NUESTROS MIEMBROS

 


El Dr. Eduardo Lolo fue galardonado el pasado domingo 8 de diciembre con el Premio Educador del Año 2024 otorgado por la Asociación Nacional de Educadores Cubanoamericanos, más conocida como NACAE por sus siglas en inglés. Según reza en la placa que recibiera el homenajeado, el galardón se le otorgaba “en reconocimiento de su larga y fructífera trayectoria como educador, historiador, lingüista y autor.”

El acto de entrega del premio tuvo lugar durante el Almuerzo de Gala que todos los años celebra dicha organización en el Big Five Club de la ciudad de Miami. Participaron numerosos miembros de la organización anfitriona y de otras instituciones del Exilio, así como familiares y amigos del colega premiado.

Esta nota está encabezada con una imagen de nuestro presidente-fundador con el galardón recién recibido rodeado de algunos de los integrantes de la Junta Directiva de la NACAE (Foto de Wenceslao Cruz).

¡Enhorabuena!

 

Monday, December 9, 2024

2º edición de la antología POESÍA CUBANA: LA ISLA ENTERA de Felipe Lázaro y Bladimir Zamora

Al cumplirse casi los 30 años de la primera edición de la antología Poesía cubana: La Isla Entera (Betania, 1995; 402 pp.) la editorial Betania ha publicado una 2ª edición conmemorativa con un prólogo del poeta cubano León De La Hoz donde analiza el contexto político-cultural de finales de los años 90 en Cuba.

Desde la primera edición (1994), los poetas seleccionados (residentes dentro y fuera de Cuba) son: Miguel Barnet, José Mario, José Kozer, Isel Rivero, Pío E. Serrano, Rafael Catalá, Belkis Cuza-Malé, Guillermo Rodríguez Rivera, Reinaldo García Ramos, Nancy Morejón, Magali Alabau, Lina de Feria, Julio E. Miranda, Delfín Prats, Raúl Rivero, Lilliam Moro, Maya Islas, Felipe Lázaro, Luis Lorente, Gustavo Pérez Firmat, Rolando Estévez Jordán, Alina Galliano, Lourdes Gil, David Lago González, Rafael Bordao, Orlando González Esteva, Mercedes Limón, Reina María Rodríguez, René Vázquez Díaz, Bladimir Zamora, Jesús J. Barquet, Carlota Caulfield, Iraida Iturralde, Elías Miguel Muñoz, Víctor Rodríguez Núñez, Roberto Valero, Daína Chaviano, Ángel Escobar, León De La Hoz, Ramón Fernández Larrea, Alberto Lauro, Teresa Melo, Sigfredo Ariel, Reinaldo García Blanco, Emilio García Montiel, Arístides Vega Chapú, Sonia Díaz Corrales, Omar Pérez López, Antonio José Ponte, Nelson Simón González, Laura Ruiz Montes, Damaris Calderón Pérez, Camilo Venegas Yero y Norge Espinosa Mendoza.

El libro puede descargarse como PDF aquí. O bien puede adquirirse en Amazon.

Friday, December 6, 2024

Un cubano en la OEA XIII



Por Guillermo A. Belt

La cumbre presidencial en Costa Rica

En 1989, cuando participamos en la Misión de la Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores sobre Panamá, había entre mi jefe y yo una relación de confianza forjada en varias ocasiones anteriores, especialmente durante la misión a Costa Rica en 1985. En uno de nuestros viajes a la capital panameña recibí una demostración más de esa confianza a raíz de una inesperada llamada telefónica.

Unos minutos antes de iniciar las negociaciones diarias con los representantes de los tres sectores nacionales – el Diálogo Tripartito – Baena me llamó por teléfono a mi habitación. Comenzó diciéndome “No vas a creer lo que te voy a contar.” Le contesté que iba de inmediato a su habitación del hotel donde nos alojábamos. Entonces me dijo que el Presidente de Costa Rica, Oscar Arias lo había llamado por teléfono pidiéndole que lo fuera a ver en San José ese mismo día para tratar un asunto urgente.

Baena había ordenado su pasaje aéreo de ida y vuelta. Me dijo que suponía que Arias, quien dos años antes había recibido el Premio Nobel de la Paz por su propuesta de pacificación de Centroamérica, tendría alguna sugerencia sobre la solución de la crisis panameña y querría comunicársela en persona. Me encargó excusar su ausencia a los tres cancilleres pero sin revelar la causa. Así lo hice, valiéndome de una fórmula diplomática de las que no dan lugar a pedir detalles ni aclaraciones porque hacerlo sería una descortesía.

De regreso en Panamá al final del día, Baena me llamó para conversar privadamente. Arias le había dicho que estaba organizando una cumbre de presidentes y jefes de gobierno de los países miembros de la OEA, a celebrarse en San José para celebrar el centenario de la democracia costarricense. El Presidente de Costa Rica le solicitaba al Secretario General designar a un experto en reuniones de esta naturaleza para asesorar a sus funcionarios de protocolo, teniendo en cuenta que la OEA había organizado con éxito la Reunión de Presidentes y Jefes de Gobierno de las Américas en Punta del Este en 1967.

Para eso me había pedido Arias que viajara a San José, dijo Baena sin ocultar su sorpresa. Seguidamente me informó que le había dado mi nombre, puesto que yo había dirigido el protocolo para recibir a los presidentes en el aeropuerto en Montevideo, primero, y luego en la sede de la reunión en el Hotel San Rafael del balneario uruguayo. El Presidente de Costa Rica le había agradecido por su pronta respuesta.

En consecuencia, a fines de octubre llegué a San José donde me recibió amablemente el embajador a cargo del protocolo de la cumbre. Se trataba de un diplomático a quien había conocido en Washington y que gozaba de la confianza del Presidente Arias. Siento mucho no recordar su nombre, aunque sí su cara y su gentileza. Juntos revisamos los arreglos hechos por él con gran eficiencia y elegancia. En realidad me quedó muy poco por recomendarle.

Todo, pues, iba viento en popa con miras a las ceremonias fijadas para el 27 y 28 de octubre de 1989. Lo imprevisible, como también lo insuficientemente previsto es la amenaza que se cierne sobre los planes de protocolo. Así me lo explicó alguna vez un profesional del protocolo de Itamaraty, uno de los mejores del mundo (aunque varios diplomáticos brasileños me tildan de excesivamente optimista en este juicio.) En la cumbre de Oscar Arias lo imprevisto fue el servicio secreto de los Estados Unidos.

Arias, Ménem y Bush

El Presidente George Bush (padre) había aceptado la invitación, como lo habían hecho Brian Mulroney, de Canadá, el argentino Carlos Menem, Virgilio Barco, de Colombia, Rodrigo Borja, de Ecuador, el presidente uruguayo Julio María Sanguinetti y el Primer Ministro de Belice, George Price, entre otros muchos. Lo insuficientemente previsto fue la reacción de los agentes del servicio secreto que llegaron a San José días antes del inicio de la reunión, como es su costumbre, para enterarse de los pormenores y revisar cuidadosamente los lugares en que se encontraría el presidente estadounidense durante su estadía en el país.

Una de las ceremonias sería la inauguración de la Plaza de la Democracia. Los presidentes se presentarían ante la multitud desde un balcón abierto sobre la plaza. Me tocó mostrar el balcón a los agentes de la avanzada mientras el embajador a cargo del protocolo cumplía otras funciones. La reacción del agente principal fue inmediata. Su presidente no podría salir al balcón porque el riesgo de un disparo desde uno de los edificios en torno a la plaza era muy grande. Le dije que tendría que tratar este asunto directamente con las autoridades nacionales, sin perjuicio del adelanto que yo les haría al respecto.

En las conversaciones sobre esta complicación el embajador costarricense enfatizó la importancia que el Presidente Arias daba a la ceremonia en el balcón, donde él se dirigiría a su pueblo y esperaba que varios colegas suyos dijeran unas palabras. El asunto tenía serias connotaciones diplomáticas y políticas y se acordó que habría que encontrar una solución para que el presidente de los Estados Unidos participara en la inauguración de la plaza.

Así fue. El gobierno de los EE.UU. transportó en un avión militar de carga un vidrio antibalas y lo hizo colocar en el balcón sobre la Plaza de la Democracia. El vidrio dejaba un espacio de un par de metros a cada lado, sin llegar completamente a los extremos del balcón. El día de la ceremonia los presidentes se acomodaron lo mejor que pudieron en el balcón. Arias pronunció un buen discurso, como era de esperar, y al final de sus palabras salió de detrás del vidrio y saludó al pueblo, que lo aplaudió delirantemente.

El diario La Nación, de Costa Rica, en un amplio reportaje ilustrado con varias fotografías, muestra una del Presidente Bush saludando con la mano en alto. El pie de foto dice:


“En dos ocasiones, el presidente Bush dejó la protección del vidrio antibalas; su gesto causó algarabía entre el público y congoja entre su nutrido cuerpo de seguridad. Aparecen Arias, Sanguinetti y Menem.”

Yo estaba en primera fila detrás de los mandatarios, junto a un agente del servicio secreto, que ante el gesto de Bush dijo en voz baja pero con sentido énfasis: Son of a bitch! Se olvidó de agregar, Don’t quote me.
             

Thursday, December 5, 2024

Nota de prensa: presentación del profesor Jesús Jambrina

 


La Academia de la Historia de Cuba en el Exilio tiene el honor de presentar al conocido escritor Jesús Jambrina, PhD, profesor asociado de español en el departamento de idiomas, ética, cultura y sociedad, y coordinador de estudios latinoamericanos y latinos de la Universidad de Viterbo en La Crosse, Wisconsin.

El Dr. Jambrina ha publicado varios artículos y dos libros sobre el poeta Virgilio Piñera, así como perspicaces ensayos de literatura, arte y cine latinoamericano y caribeño. En la actualidad, el investigador y crítico estudia la historia y la cultura de los judíos sefardíes en la península ibérica durante la edad media, específicamente en la ciudad de Zamora, España, donde, desde el 2013, organiza una conferencia anual sobre este tema. Más recientemente, ha escrito sobre la presencia judía en Cuba entre 1492 y 1902, una mirada distinta sobre esa época en la isla.


En 2014, el profesor Jambrina recibió la Medalla de las cuatro sinagogas sefardíes del barrio antiguo de Jerusalén, que otorga el consejo sefardí de esa ciudad, y en el 2015 el Premio Alec Chui de investigación en la Universidad de Viterbo por su estímulo e inspiración a los estudiantes para que investiguen en sus respectivas disciplinas.


El Dr. Jambrina disertará sobre el tema general de “Los judíos en Cuba” en el Musto Arts Center, situado en el número 420, 15th St., Union City, New Jersey 07087, el sábado 14 de diciembre a las 10.00 am.


Su reciente obra, Los judíos en Cuba 1492 – 1902, se puede adquirir en Amazon.com, impreso o digital.

Para cualquier información, llame al (973) 864 – 0336.


 

 

Wednesday, December 4, 2024

El bodeguero de la calle Ocho

Por Enrique Del Risco


Uno quiere pensar que muertes como la de Juan Manuel Salvat deben doler menos. Que cuando se ha cumplido el ciclo vital a plenitud como fue su caso la muerte es menos desgracia que trámite inevitable. Porque el Gordo Salvat, como le llamaban desde joven, cumplió con todos los requisitos que se le imponían a un hombre de su tiempo. Rebelde connotado contra las tiranías que le tocaron en macabra suerte supo ser empresario exitoso, padre de familia, patriota y promotor de cultura, casi todo al mismo tiempo.

Cuando conocí a Salvat era ya una leyenda miamense. Había leído su edición de El color del verano, la arrebatada novela de Reinaldo Arenas con ese fervor que solo se puede encontrar en una Habana hambrienta, entre tantas cosas, de lecturas así. Era Salvat la tabla de salvación de libros que por aquel entonces no podían encontrar acomodo en ningún otro sitio. Libros gusanos, quiero decir. Libros que, independientemente de su valor literario, histórico o antropológico, cargaban con el estigma de que sus autores transitaban por el lado equivocado de la historia cuando el rumbo correcto de esta lo marcaban abominaciones como la llamada Revolución Cubana.

Acudí a Salvat para publicar una colección de artículos humorísticos gusanos que en principio pensaba llamar La política cómica pero que, enterado de que en aquellos tiempos existía un periodiquito en Miami de igual título cambié por el de El Comandante ya tiene quien le escriba. Salvat fue todo lo amable que se puede ser en aquellas circunstancias: yo llegaba con el que iba a ser mi primer libro en Estados Unidos, o en Miami, si es que eso es compatible. Con todo el desparpajo que cabe suponer, con toda la torpeza. Pensando que hasta algún dinero le podría sacar a aquel librillo. Pero ¿iba a sacar de paso a alguien que había tratado a Lydia Cabrera, a Carlos Montenegro, a toda la generación de Mariel?

Hasta donde sé en Universal había dos categorías de autores: los que pagaban para publicar y los que no. Nunca escuché que hubiese autores que pertenecieran a una tercera categoría, la de los que recibían dinero por los libros, aunque tampoco lo descarto. Salvat comentaba, riéndose, que Lydia Cabrera lo más cerca que tuvimos los cubanos de una aristocracia intelectual, lo llamaba El Bodeguero de la calle Ocho. Hijo de un bodeguero literal de Sagua la Grande a quien había ayudado siendo niño, el mote, lejos de ofenderlo, debía reportarle no poco orgullo. Los libros pueden ser una mercadería tan digna o tan indigna como otra cualquiera. Que otros vieran su tránsito de luchador clandestino a editor y librero como dos fases de una misma batalla contra la opresión o la insignificancia. Salvat entendía que al final lo que importaba era que cuadraran las cuentas con las cuales mantener a su familia y hacer que Universal siguiera funcionando. Cumplía con sus autores imprimiendo sus libros, poniéndolos a la venta y cumpliendo con el ritual de invitarlos a comer a Casa Juancho en donde te conminaba a que probaras el cordero, lo mejor del menú. No cabía espacio para otra misión de beneficencia que no fuera convertir en libros manuscritos que de otra manera se hubieran perdido en el reciclaje perpetuo de los basureros del exilio.


Durante años cultivamos una relación distendida, con o sin libros por medio. Nuestras familias coincidían en Miami Beach donde Salvat tenía un apartamento y nosotros usábamos el que nos prestaba otra librera y editora, Teresa Mlawer, cubana que, con tesón parecido, se había abierto camino en Nueva York principalmente con la edición y venta de literatura infantil. Una amistad de arena y sol del verano permanente de Miami y de las visitas obligadas a Universal para encontrar con libros y amigos inesperados. O encuentros en la feria del libro de la ciudad donde en las mesas correspondientes a la librería permanecía, inagotable, El comandante ya tiene quien le escriba. Entre nosotros el dinero por la venta de los libros nunca fue un problema: nunca le reclamé un centavo, ni me lo pagó.

Pero de todas las conversaciones que tuve Salvat la que mejor recuerdo fue una de las primeras. Supongo que fue el día en que acordamos que publicaría mi libro. Todavía estábamos conociéndonos. Hablamos de la historia cubana reciente que era también la de su vida. De sus misiones clandestinas bajo el ojo implacable del castrismo, del cañoneo desde una lancha del edificio Rosita (reconvertido en el Sierra Maestra) donde se suponía que un grupo de jerarcas soviéticos celebraban algo. Me mencionó las penalidades increíbles que tuvieron que pasar en los primeros años del castrismo: las prisiones, los compañeros fusilados. “Nada de lo que vino después se compara con lo que pasamos nosotros”, concluyó. Con toda mi arrogancia de aquella edad lo contradije. Le comenté que peor debió haber sido para la generación del Mariel, gente continuamente acosada por un régimen ya totalmente constituido, donde hasta la familia les retiraba el saludo. Luego, el escarnio horroroso contra los que se atrevían a irse para llegar a Estados Unidos y ser asolados por la alienación de los inadaptados y la epidemia del SIDA. Lo lógico era que en ese momento Salvat se hubiera aferrado a sus propias desventuras e imponerlas sobre las ajenas frente a uno que no había conocido de primera mano ni unas ni otras pero aquellos ojos claros en su cara redonda tuvieron un momento reflexivo para concluir:

-Sí, es posible.

En esa concesión nada trivial -Dios sabe lo celosos que somos los cubanos con la importancia de nuestros sufrimientos- Salvat me reveló una de las claves de su incansable gestión. Esa paciencia, esa falta de arrogancia, tan rara entre compatriotas, tuvo que ser decisiva para conservar ese refugio de libros clavado en una arteria -la calle 8- por la que circulaba con mucha más fluidez la yuca y la carne de puerco. Por noble que pudiera parecer su trasiego con libros no habría podido sostenerlo por tanto tiempo de faltarle su humildad y tesón de bodeguero.


Con el escritor Luis Aguilar León

Decía al principio que una muerte como la de Salvat nos debía doler menos sabiendo que faltaba a la verdad. Porque, para un ser limpio y empecinado como Salvat, todos los honores y agradecimientos que recibió en vida debieron parecerles pocos comparados con la conciencia de que el país que tantos desvelos le causó sigue asfixiado por el mismo yugo contra el que luchó desde su juventud por todos los medios a su alcance. El dolor que debió sentir hasta el último minuto ante ese fracaso esencial, más que todos sus éxitos, nos da la verdadera dimensión de valor de gente como Salvat.