Por Gustavo Pérez Firmat
A veces lo mejor
de un libro no está en lo que el autor escribió sino en lo que sucesivos
lectores han añadido en los márgenes y las páginas en blanco. Hace unos meses,
guiado por la creencia que para conjurar las pesadillas era conveniente leer
literatura rosa antes de acostarme, me compré online un ejemplar usado de
Canción de cuna, la obra dramática de Gregorio Martínez Sierra, o más bien,
como se ha sabido, de Mrs. Martínez Sierra, María de la O Lejárraga. El libro
era parte de las ediciones escolares de Heath’s Modern Languages Series,
aparecidas durante las primeras décadas del siglo pasado. Como era de rigor,
además de un prefacio y una introducción en inglés, el texto incluye notas
explicatorias, ejercicios de composición y un glosario. Se publicó en 1923,
poco más de diez años después del estreno de Canción de cuna en Madrid.
La pieza, sobre
el amor maternal de mujeres que no son madres, no me interesó demasiado, ni
tampoco me inoculó contra lo que la lengua inglesa llama violent sleeping, el
dormir violento. Lo que sí me llamó la atención fueron los comentarios de
varios de sus lectores. Mi ejemplar había pertenecido a la biblioteca de
Georgia Military College, donde permaneció por muchos años, ya que su vida como
ente de biblioteca alcanzó la época en que los detestables barcodes empezaron a
reemplazar las tarjetas con los nombres de los usuarios. (Detestables porque
inhabilitan la agradable sensación de que al leer un libro uno se integra a una
sociedad de lectores identificables.) En mi ejemplar la tarjeta con los nombres
había desaparecido, pero sí quedaba la hojita que registra la fechas en que se
vence un préstamo. La última fecha es 20 de mayo de 1966.
Fundado en 1879, Georgia Military College es una de esas escuelas militares a las que, in illo tempore, familias cubanas de buena posición solían enviar a sus hijos varones, en particular si tenían problemas de conducta. Mi padre cursó parte del bachillerato en una de esas escuelas, Bolles Academy en Jacksonville, aunque no creo que la disciplina militar haya hecho mella en sus relajadas costumbres. Al empezar a leer el libro, descubrí que varios muchachos tal vez no tan distintos de mi padre habían frecuentado sus páginas antes que yo. Dos de ellos estamparon sus nombres en la contraportada: Agustín Fuentes García y Rafael A. Mir López, quien también da su lugar de origen: “Mir, Oriente.” Cerca de la firma de Mir López, pero con una letra distinta, aparece un comprensible lamento: “me querían poner 20 horas por un absense [sic] a una formación.”
No todas las
acotaciones poseen este carácter quejumbroso. En la página en blanco que
antecede el prefacio de Aurelio Espinosa, un eminente hispanista que fue
catedrático en Stanford University, un cadete cubano ha escrito los siguientes
versos en letras de molde:
Si tú quieres
averiguar
quién se singó a
tu madre
ve y pregúntale a tu padre
pues él me la va a mamar.
Murió Martí Murió
Maceo
Mi pinga es para
ti
y pa’ tu madre el
“deo.”
La efusión escatolírica termina así: “El que lea esto es un H. Puta. Yo.” A esta afirmación responde un compañero: “El coño de tu madre.”
Los acotadores (a
juzgar por la variación en la caligrafía, hay al menos cuatro) no se limitan a
insultar e insultarse. El más prolífico, que escribe en tinta roja con un
bolígrafo, se dedica a ponerle coletillas a los parlamentos de las monjas en el
convento o incluso a introducirse en las conversaciones. En la primera escena
las novicias instan a una compañera que recite versos en honor del patrón de la
orden, Santo Domingo de Guzmán. Entre corchetes – y con perdón – pongo los
aportes del boligrafómano.
Sor Sagrario:
¡Sí, sí, que los diga! [si se la singó o no]
Sor Marcela: Me
da mucha vergüenza.
Priora: Dígalos,
dígalos, ya que los ha compuesto.
Sor Juana: Me da
mucha vergüenza.
Maestra: Ésas son
las tentaciones del amor propio, hija mía. [Pero si te metiste una pinga, dilo,
que no importa]
Vicaria: Y el
primer pecado del mundo fue la soberbia.
[Boligrafómano:
Mentira fue que Adán se singó a Eva y también tu madre]
Sor Juana: Es que
están muy mal y se van a reír todas de mí.
Vicaria: Con eso
se mortifica la vanidad.
Maestra: Además, que aquí no estamos en ninguna Academia, y lo que nuestra Madre ha de ver en ellos es la intención. [de singar]
De este modo el
boligrafómano va enmendando la obra, aunque con más malicia que pericia. Con
tal de ponerle una coletilla lasciva a los parlamentos, no evita el sinsentido
ni se preocupa por la gramática y ortografía. Cuando las acotaciones escénicas
señalan que “Dentro se oye la voz de Teresa, que canta alegremente,” él le pone
letra a la canción: “Dale con la punta el palo, dale con el palo entero.” En
cierto momento en que las monjas “sonríen con expresión complacida,” él añade:
“y se empiezan a rayar una tremenda paja.” Cuando Sor Marcela suspira, “¡Ay!”,
“Coño métemela” aparece en el margen. Poco después ella exclama, “¡Ay, Jesús
mío!” – y el joven pornógrafo completa la frase: “qué rico.” Parecería que
estuviera haciendo una parodia burlesca de la obra para el Teatro Alhambra.
No sorprende que
una pieza tan anodina y sentimental como Canción de cuna haya provocado estos y
otros exabruptos. Contra la cursilería, el choteo. Contra la literatura rosa,
los chistes verdes. Contra el “intenso españolismo” (Espinosa dixit), el
cubanismo chocarrero. Ni el propio Martínez Sierra se salva del hábito de
irrespetuosidad que, según Jorge Mañach, caracteriza al choteador. Al lado de
la fotografía del autor, en una alusión a la joven que deja a su hijo recién
nacido en la puerta del convento, alguien ha escrito: “Sí, sí, yo me la singué.
Y así termina mi historia.”
Pero hay una
adición, una sólo, que adopta otro registro. Es la única escrita con pluma de
fuente y con una letra que la distingue de las demás. Ocurre en una escena en
la que algunas monjas, que han recibido un canario de regalo, comentan con
envidia la libertad de que gozan las aves.
Sor Marcela:
[...] Dios ha hecho el aire para las alas y las alas para volar. Y el que
pudiendo andar por las nubes, se conforma a vivir dando saltitos, entre dos
cañas y una hoja de lechuga, es tonto de remate. ¡Ay, madre de mi vida, quién
fuera pájaro!
Sor Juana: Eso sí
que es verdad, ¡quién fuera pájaro!
Sor María Jesús:
Golondrina, que dicen que todos los años pasan el mar y se van a no sé dónde.
La respuesta a la
incertidumbre de Sor María Jesús no se deja esperar: “a Cuba.”
Sabiéndolo o no,
el muchacho que escribió esto intuía un paralelo entre su reclusión en el
colegio y la de las novicias en el convento. Al leer este pasaje su deseo de
libertad encarna en la golondrina y de pronto se imagina a sí mismo volando de
regreso a Cuba. Se parece bastante a Sor Marcela, que quisiera ser pájaro, y en
quien el encierro produce “tentaciones de melancolía.” El temple de ánimo del cubanito
melancólico se revela incluso en el uso de pluma de fuente. Un bolígrafo
hiende, hiere el papel sobre el cual imprime sus trazas; al contrario, la pluma
de fuente fluye, destila suavemente su tinta sobre el papel. Se embiste con la
tinta roja del bolígrafo. Se añora con la tinta azul del fountain pen.
No obstante, la
misma nostalgia subyace a ambos tipos de añadidos. Mañach también señala que el
choteo nace como un desafío ante las limitaciones impuestas por una autoridad.
En el caso de estos muchachos, la limitación de estar internados en una escuela
militar ubicada en un pueblo perdido de Georgia y sometidos a la autoridad de
los oficiales del plantel, que castigan con 20 horas (¿de qué?) una ausencia.
La inconformidad que en unos se manifiesta en clave melancólica, en otros se
expresa a través de mofas. La jodedera es la otra cara de la jodedura. Así, la
Canción de cuna contiene también una canción de Cuba. No en balde la última
fecha registrada es un 20 de mayo.
me encantaron las palabras obcenas ....
ReplyDeleteMagnífico texto. Es uno de los más grandes en la escritura desde la mirada, Gustavo Pérez Firmat. Ver bien y escribir bien son dos virtudes que es un lujo poseer. Vaya suerte la nuestra de tenerle... al Gustavo. ¡Gracias!
ReplyDeletegracias, Rubén. Gustavo
DeleteEl choteo es parte insoslayable de lo cubano. La pornografia tambien y ambas vertientes se entroncan en el legendario teatro Shangai, donde se hacian sainetes porno. Un hallazgo ese ejemplar. Me recordo un prolifico porno que habia escrito en la carcel del Morro varias noveletas candentes con las que, autosuficentisimo, se masturbaba. Las apergaminaba en semen para que nadie se atreviera a robarlas, ni siquiera a tocarlas; pero como a mi no me importaba el bautizo seminal de sus pagina, me las prestaba. Recuerdo una cuya protagonista se llamaba Ana Conda, y aunque comenzaba en burdeles habaneros, terminaba brillantemente en Paris. Que en los presidios cubanos toda literatura se da silvestre.
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