Abrumados por el desastre de Fernandina llegamos a Tampa Enrique y Tomás Collazo y el autor de estas Memorias.
Así comienza Enrique Loynaz del Castillo el recuento de la nueva misión encomendada por Martí: anunciar el firme propósito de empezar de nuevo, sin tardanza y sin tregua. Los Collazo quedan en Tampa mientras Loynaz se dirige a Cayo Hueso donde el joven se dedica a la “ímproba tarea” de reunir fondos para la expedición del general Serafín Sánchez, acumulando las pequeñas contribuciones voluntarias, separadamente de la obligación semanal consistente en un día de trabajo de cada seis.
En esta labor visita al millonario señor Eduardo Hidalgo Gato, que me regaló para mi uso personal un revólver Smith 44 y un rifle Colt y accedió gustoso a que le visitara sus talleres…
Respondió el patriotismo de los tabaqueros del Cayo con
clamorosas asignaciones.
Con Gonzalo de Quesada organiza una reunión en el teatro San Carlos, y ambos hacen uso de la palabra ante la gran concurrencia, que incluye a varios generales y patriotas cubanos. A mediados de febrero de 1895 lo vemos acompañando al general Sánchez en su trabajo de escoger tabacos. El general gana cuatro pesos diarios por medio día de trabajo y contribuye con esa cantidad a los fondos para la Causa a la que iba a ofrendar también su vida.
Loynaz del Castillo no se conforma con esta actividad imprescindible. Cuando estalla el júbilo en Cayo Hueso el 24 de febrero, los expedicionarios que habrán de acompañar a los generales Roloff y Sánchez se impacientan. Loynaz se decide a armar una pequeña expedición con una veintena de amigos. Su padre le ha enviado algún dinero producto de lo que pudo obtener de la venta de las dieciocho acciones del tranvía de Camagüey, que el joven había pagado cuando intentó introducir el armamento escondido bajo los asientos de su proyectado tranvía.
Además de los veinte amigos, Loynaz cuenta con cuarenta rifles, cuarenta machetes, veinte mil balas, polainas y correajes que su primo Carlos Recio ha puesto a su disposición, además de otros veintiocho rifles que en distintas ocasiones me regalaron para mi uso mis amigos cubanos. Viaja a Nassau y allí consigue una goleta, pequeña pero de mucho andar, capaz de atravesar en una noche el canal que separa las islas inglesas de Bahamas de la costa camagüeyana.
Todo está listo pero le faltan quinientos pesos, el precio de recoger a los expedicionarios en Cayo Hueso para la travesía a la costa norte de Camagüey por los alrededores del río Máximo. Acude a Benjamín Guerra, provisional sustituto de Martí. Pero los generales Roloff y Sánchez, reunidos con Guerra para estudiar el pedido de fondos, resuelven impedir a todo trance la salida de mi expedición, por entender que dejaría un rastro muy grande y estorbaría los planes de la que estaban preparando ambos generales. Seguidamente se le ordena incorporarse con todo su armamento a dicha expedición, si bien con la promesa de devolvérselo en Cuba.
Poco
después el general Sánchez le ordena embarcar junto con treinta y tres
expedicionarios hacia el cayo Pine, en la Florida, donde me encargaría del
campamento hasta la llegada del resto de la expedición con los generales Roloff
y Sánchez. Nuevos retos enfrentaría allí el joven e impaciente
revolucionario. Los recordará nuestro autor en un capítulo próximo, y en estos
episodios haremos otro tanto. Por ahora, un botón de muestra.
De noche llegamos al cayo Pine, de desolado aspecto, rocoso, sin otro árbol que melancólicos pinos, a cuyo rumor solemne se unía el zumbido infernal de miríadas de mosquitos. Víctima de sus ataques inmisericordes, yacía un burro muerto.
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