Por Guillermo A. Belt
Hallábame en
Costa Rica, al lado del general Maceo, sirviéndole de secretario, a la vez que
dirigía un gran diario liberal, La Prensa Libre.
Enrique Loynaz
del Castillo
Antonio Maceo -de pie, al centro- en Costa Rica, acompañado de algunos de sus seguidores
Por carta del 20 de octubre de 1894 Martí describe a Máximo Gómez la situación revolucionaria en Camagüey, basándose en “mi conocimiento detallado y muy personal – por lo mucho del Camagüey que me rodea – de todos los asuntos y hombres de aquella comarca.” También cita las “declaraciones precisas” de Elpidio Marín y Mauricio Montejo.
Cuando Marín y Montejo llegan a Nueva York, Enrique Loynaz del Castillo no tiene el gusto de reunirse con ellos porque desde mayo Martí lo había enviado a Costa Rica “para sustraerme a la solicitud de extradición formulada por el Ministro de España, señor Muruaga, fundada en la introducción del armamento en Camagüey.” Travesuras del destino: los dos patriotas cubanos traían la misión de “llevar al Camagüey, por un lugar seguro de la costa, al introductor del armamento, cuya audaz empresa le había granjeado la más entusiasta adhesión de la juventud revolucionaria…”
En la tarde del 19 de mayo Loynaz había llegado a San José por tren desde Puerto Limón, donde desembarcó del vapor que hacía el viaje mensual desde Nueva York. Esa misma noche fue a la casa de don Eduardo Pochet, “cubano de mucha virtud”. Allí residía la esposa del general Antonio Maceo, y allí pasaba las primeras horas de la noche el general para luego retirarse al hotel Internacional.
Cuando la conversación de las numerosas personas reunidas en casa de Pochet toca el tema del armamento en Camagüey, Maceo dice, según lo consigna el autor de Memorias de la guerra:
La revolución se aproxima y, por lo visto, Martí cuenta con armamento y recursos para realizarla con éxito. Lo único que siento es no haber encontrado aquí, para mi uso personal, un revólver, como me gustaría, muy fino.
“Vi la gran oportunidad de mi vida.” Loynaz pone en manos de Maceo un “Smith & Wesson, 38, enchapado de plata, grabado por Tiffany y premiado en la Exposición de Chicago.” En uno de sus viajes para cobrar comisiones por venta de seguros cuando se dedicaba a ello en la República Dominicana, Loynaz había visitado la Exposición de Chicago y comprado el revólver. El general se pone de pie para recibir el regalo y abraza al joven. “Aquella pequeñez me ganó el gran corazón del Héroe.”
Loynaz visita a Maceo al día siguiente y éste lo invita a compartir su habitación en el hotel Internacional para evitarle los gastos del costoso hotel donde se hospedaba el joven. “Y ya no nos separamos más mientras residí en Costa Rica, ya en la capital, ya en la colonia del general Maceo.”
Loynaz acompaña a Maceo en una visita a la colonia de
cubanos que el general ha establecido en Guanacaste mediante convenio con el
gobierno de Costa Rica. Allí se dedica a preparar el estado de cuentas para el
gobierno, haciendo uso de sus conocimientos como tenedor de libros de
contabilidad. Conoce a los hermanos del general junto con muchos otros cubanos,
y de entre ellos hace estrecha amistad con José.
Terminado el trabajo contable, Loynaz contrae paludismo en Guanacaste: “… atendido constantemente por el general Maceo y por las familias cubanas, pasé semanas de fiebre, que me debilitaron y privaron de cerca de veinte libras de peso.” Cuando recupera la salud, emprende el azaroso viaje de regreso a la capital, acompañando siempre a Maceo. Poco tiempo después, a raíz de un artículo suyo sobre un atentado al Presidente Rafael Iglesias, buen amigo de los cubanos, un dirigente del Partido Liberal le ofrece a Loynaz la dirección de La Prensa Libre. Por supuesto, el joven revolucionario acepta con gusto la dirección de este su tercer periódico.
Su notoriedad crece cuando los miembros del club “General Maceo” lo eligen presidente del órgano revolucionario, a tal punto que los comerciantes españoles de San José retiran sus anuncios de La Prensa Libre en protesta por su nombramiento de director. Los cubanos responden aumentando los suyos y, además, aumenta la circulación del periódico.
En los primeros días de noviembre Loynaz recibe a su padre que ha regresado al exilio con su familia. Con la ayuda de Maceo lo instala en San José y lo presenta al Presidente Iglesias. La familia llega justo a tiempo para presenciar “dos días de febril agitación entre cubanos y españoles” causados por un editorial del joven Loynaz criticando duramente a funcionarios del gobierno español en Cuba.
El 10 de noviembre el anciano don Eduardo Pochet, respetable por sus virtudes, vino a casa a anunciarme que para esa misma noche se había tramado en la Legación Española el asesinato del general Maceo y el mío; que el Encargado de Negocios de España manifestó a sus exaltados compatriotas, allí reunidos, que parecía que a los españoles al cruzar el Atlántico se les volvía horchata la sangre, porque todavía estaba sin castigar el artículo de La Prensa Libre.
El comerciante Isidro Incera “se ofreció para matar a Maceo, y un tal Chapresto se brindó para quitarme la vida; que el doble asesinato se realizaría esa misma noche en el teatro Variedades, donde teníamos un palco el General y yo para la representación del drama ‘El Maestro de Fragua’ de Ohnet, por la compañía cubana de Paulino Delgado.”
Revolver Smith & Wesson calibre 32 que portaba Maceo en el momento del atentado
Maceo insiste en ir al teatro pese a la advertencia de
Loynaz. Entonces, la familia guerrera del joven entra en acción. “En mis
bolsillos había colocado mi angustiada madre cincuenta cápsulas. Mi hermano
Ubaldo, de unos quince años, llenando de piedras sus bolsillos, nos siguió al
teatro.”
Termina la representación sin novedad. Maceo y Loynaz salen juntos del teatro, seguidos por varios amigos cubanos, dos de ellos armados, el resto sólo con bastones. Al llegar a una esquina unos cincuenta españoles les cierran el paso. Chapresto, “el encargado de mi insignificante persona”, se le acerca. Pregunta si es Loynaz del Castillo, a lo que este responde “para servirle”. De inmediato Loynaz sujeta con su mano izquierda el brazo derecho de Chapresto y trata de sacar su revólver. Chapresto se suelta de un tirón y le dispara, como también lo hacen otros. “Antes de contestar con mis disparos vacilé dos o tres segundos por evitar, si posible, que mataran al general Maceo, que en alta voz decía: ‘Esa policía, ¿qué hace?’”
Lo sucedido a continuación lo narra mejor que nadie el autor de Memorias de la guerra.
Inmediatamente oyéronse voces: ¡A Maceo! ¡Tiradle a Maceo! Y estallaron de nuevo los disparos; de un lado los españoles y del otro Pepe Boix, Adolfo Peña y yo respondiendo con nuestros revólveres.
Inclinábase el general Maceo a recoger el paraguas – que
una bala le había arrebatado – cuando Isidro Incera, que corriendo se le
acercó, le disparó por la espalda, haciéndolo a lo largo de la espina dorsal
hasta interesarse el plomo en el cuerpo, aparentemente en el pulmón. Vi al
General caer en la acera, mano en la pared, y a Incera metiendo cápsulas en el
revólver, que ya tenía agotada la carga, volver sobre sus pasos para rematar al
General.
Rápido, disparé sobre el agresor, a la frente. Y al caer,
le repetí, en la parte posterior de la cabeza, otro disparo.
Sabemos que la herida grave a la salida del teatro, como muchas otras sufridas en la Guerra Grande, no lograron truncar la vida del Titán de Bronce. De las secuelas del incidente en San José tendremos noticias en el capítulo siguiente.
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