Monday, July 3, 2023

FALLECE EL COLEGA RAFAEL E. SAUMELL


Con profunda tristeza damos a conocer el fallecimiento de nuestro colega Rafael E. Saumell (1951-2023). Al momento de su deceso, y entre otros galardones, era Miembro Numerario de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio y Miembro Correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Llegado al exilio en 1988 luego de sufrir los rigores del Presidio Político castrista, escribió y publicó un libro icónico de la historiografía cubana del destierro: La cárcel letrada: narrativa carcelaria cubana (2012) además de otra obra de narrativa histórica: En Cuba todo el mundo canta. Memorias noveladas de un expreso político (2008), ambos seleccionados entre los mejores libros de autores cubanos exiliados en los años de sus primeras ediciones. Además de ello, decenas de trabajos suyos individuales han sido publicados en revistas, compilaciones y antologías de carácter académico y en la prensa cubana de la diáspora. Paralelamente a su labor de escritor, desarrolló una exitosa carrera profesoral en varias universidades de los EE.UU., por la cual recibió diversos premios. Al morir, ostentaba el título de Profesor Emérito de Español, concedido por la Houston State University, de Texas. 

Vaya hasta su familia y sus colegas texanos nuestra solidaridad ante tamaña y prematura pérdida, que es también pérdida de nuestra institución y del Exilio cubano todo. Otro cubano más que habrá de yacer en una tumba incómoda, como es toda sepultura fuera de la Patria. QPD.

 

Dr. Octavio de la Suarée, presidente AHCE              Dr. Eduardo Lolo, secretario AHCE

 

 

A continuación, el Blog de nuestra organización reproduce un importante trabajo de Rafael E. Saumell, publicado en el Anuario Histórico Cubanoamericano No 4 (2020): 210-224.

 

 PROPAGANDA ENEMIGA


Rafael E. Saumell


¿Qué es un escritor? Una persona que escribe libros. La respuesta no es original. ¿Qué es un censor literario? Un funcionario que los prohíbe por diversas razones: porque se trata de su empleo, para evitar la contaminación de ciertas ideas que no deben circular pero sí perseguir, para prevenir que la indecencia y la pornografía se apoderen de las mentes sanas. ¿Qué es un crítico? Una persona que señala lo bien y lo mal hecho. ¿Qué es un juez? Alguien que sentencia a favor de la legalidad cuando ni el escritor, ni el censor, ni el crítico se ponen de acuerdo. ¿Qué es un policía? Una persona que puede encarcelar al escritor, al censor, al crítico y al juez. ¿Quién arresta al policía? Otro policía con la ayuda del juez que firmó la orden para detener a todos los anteriores.

Ya casi estamos de acuerdo. Sin embargo, hay un elemento nuevo: la propaganda enemiga. Dice el Código Penal de Cuba:



Artículo 103-1. Incurre en sanción de privación de libertad de uno a ocho años el que:

a) incite contra el orden social, la solidaridad internacional o el Estado socialista, mediante la propaganda oral o escrita o en cualquier otra forma;

b) confeccione, distribuya o posea propaganda del carácter mencionado en el inciso anterior.

2. El que difunda noticias falsas o predicciones maliciosas tendentes a causar alarma o descontento en la población, o desorden público, incurre en sanción de privación de libertad de uno a cuatro años.

3. Si para la ejecución de los hechos previstos en los apartados anteriores, se utilizan medios de difusión masiva, la sanción de privación de libertad es de siete a quince años.

4. El que permita la utilización de los medios de difusión masiva a que se refiere el apartado anterior, incurre en sanción de privación de libertad de uno a cuatro años.



Yo soy un escritor aislado, individual, refugiado en una biblioteca polvorienta, anónima y casi privada. Mejor dicho, soy el escritor de un libro de cuentos que no es propaganda. ¿Qué es propaganda? Podría redactar un texto filosófico, sociológico, político, amigo o enemigo del tema. Haré más sencillo el asunto. El Diccionario de la Real Academia Española (RAE) dice:



“Del lat. mod. [Congregatio de] propaganda [fide] '[Congregación para] la propagación [de la fe]', congregación de la curia romana encargada de las misiones, que fundó Gregorio XV en 1622.

1. f. Acción y efecto de dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o compradores.

2. f. Textos, trabajos y medios empleados para la propaganda.

3. f. Asociación cuyo fin es propagar doctrinas, opiniones, etc.

4. f. Rel. En la Iglesia católica, organismo de la curia romana encargado de la propagación de la fe”.

Hay un vocablo sinónimo: propalar, es decir, divulgar una cosa oculta. Falta el sustantivo adjetivado enemigo: “Del lat. inimīcus. Sups. irregs. enemicísimo, p. us., inimicísimo, desus.; reg., enemiguísimo.

1. adj. contrario (‖ que se muestra completamente diferente).

2. adj. Dicho de una persona o de un país: Contrarios en una guerra. U. t. c. s. m.

3. m. y f. Persona que tiene mala voluntad a otra y le desea o hace mal.

4. m. Conjunto de personas o de países contrarios a otros en una guerra.

5. m. En el derecho antiguo, hombre que había dado muerte al padre, a la madre o a alguno de los parientes de otro dentro del cuarto grado, le había acusado de un delito grave, etc.”


El diccionario no sirve para explicar qué me pasó. Había escrito un libro de cuentos y unos cuantos poemas, todos permanecían inéditos. Sólo los habían leído unos cuantos amigos, pero uno de ellos no lo era tanto y por eso actuó como censor, delator y crítico. Me denunció ante la policía, me detuvieron, fui presentado al Tribunal Provincial de La Habana, Sala de los delitos contra la Seguridad del Estado. Me condenaron a cinco años de cárcel.

Leo la sentencia diecinueve de mil novecientos ochenta y dos emitida por los cinco jueces: “…[el acusado] se dedicaba a escribir materiales de contenido contrarrevolucionario, vejaminosos y denigrantes contra figuras del Estado y del Partido Comunista de Cuba e incitan contra el orden social, la solidaridad internacional y el Estado socialista, conservando en su poder muchos de dichos materiales, que le fueron ocupados en su domicilio…tales como los intitulados “Historia de una infamia”, “El automóvil”, “Cirilo el jefe”, “Emilio parodia mal a Baudelaire”, “Me voy de viaje” y otros con ese carácter, que no se han probado otros hechos que, digo, ni que ocurrieran en otra forma distinta a la narrada”. Incitar, ¿qué significa ese verbo en las mentes de un policía y de un juez? No lo sé, pero en el diccionario se lee: “Del lat. Incitāre.tr. Inducir con fuerza a alguien a una acción.”

¡Ya! Según esos señores yo moví o estimulé a alguien, ¿a quién?, para que ejecutara una cosa, ¿cuál? Bueno, comprendo, a ciertos lectores, digamos Máximo Palenzuela, mi lector-delator, a Adolfo Martí Fuentes y a José Martínez Matos, uno poeta el otro cuentista, ambos peritos literario-policiales, para que colaboraran con la policía, indignados como estaban por el contenido de mis “materiales contrarrevolucionarios”, persuadieron a los militares sobre la peligrosidad de mi obra, convencieron a los jueces que escucharon el caso y contribuyeron a que los magistrados me privaran de libertad.

Lamentablemente, con semejantes entuertos yo aún no sé en qué consiste la propaganda enemiga, aunque sí sé muy bien lo que me vino encima. Para imaginarlo basta con que alguien haya visto la adaptación cinematográfica de El proceso de Franz Kafka hecha por Orson Welles. Me despertaron bien temprano, empecé a escuchar un montón de preguntas, me sacaron de la casa hacia Villa Marista, sede de los servicios de contrainteligencia. Allí me hicieron la acusación oficial: propaganda enemiga, ¡Cuidado!

Dormía al lado de mi esposa Manena. En el cuarto de al lado estaban nuestros hijos, Abdel, seis años, Michael, unos dos meses. Nos despertaron unas voces irreverentes. Abrí los ojos, me levanté para ver quiénes llamaban. Cuatro policías, tres de uniforme y otro de civil: me mostraron una orden de registro en busca de propaganda enemiga.

Pensé, creo: Rebelión en la granja, 1984, La gran estafa, Mi lucha, Discurso de la Cortina de Hierro, Tratado de Sociología General, El estado burocrático, La doctrina del fascismo, La decadencia de Occidente, Fuera del juego, Tres Tristes Tigres, Eros y la civilización, Los guerrilleros en el poder, Cuba, est-elle socialiste?, Desde mi silla de ruedas, Les temps modernes, Selecciones del Reader’s Digest, Vanidades, Proceso, Diario de las Américas, Mundo Nuevo, Le Point, L”Express, The Washington Post, The New York Times, Cambio 16, El País, Films and Filming


¿Qué rayos es propaganda enemiga? Mi esposa Manena y yo tuvimos que desalojar el cuarto. Los niños podían continuar en sus camas. Un policía se sentó a la mesa del comedor donde ya estaban mi cuñado y su esposa. Menos el agente uniformado, todos nos veíamos desaliñados y desconcertados. El de civil dirigía la requisa. Libro por libro, página por página, papel por papel, gaveta por gaveta, escondrijo por escondrijo, lámpara por lámpara, bombillo por bombillo, cinta por cinta, revista por revista, periódico por periódico, archivo por archivo, lápiz por lápiz, bolígrafo por bolígrafo, armario por armario, ojo por ojo, diente por diente.

Me asomé a la ventana del comedor que tiene rejas gruesas, tantos como los barrotes de una cárcel. Miré hacia lo alto, hacia la luz y las puertas cerradas de las casas de mis vecinos. Las detallé como si fuese un escritor barroco, a lo Carpentier y a lo Lezama, porque no sabía cuándo volvería a verlas. Me sabía condenado aunque nadie me hubiera dicho nada, aunque ninguno de los guardias me lo hubiera gritado a la cara, aunque no existiera aún la acusación del fiscal, aunque no hubiera juicio oral por el momento, aunque no decretaran sentencia, aunque aún no conociera aún las puertas selladas con planchas metálicas, ni las paredes de estuco, ni las literas de hierro, ni las celdas sin ventanas, ni las letrinas turcas, ni los trajes amarillos sin mangas, ni los silbidos de los escoltas, ni la severidad del interrogador, ni los cuartitos de inquisición con aquella luz blanca, ni las sillas para detenidos, ni el terror, ni los pasillos largos, mudos e interminables de Villa Marista.

“Historia de una infamia” es el relato de un oportunista con suerte, escritor y diplomático que deserta durante una misión en el exterior, pero resulta secuestrado por un grupo de opositores al gobierno que aparenta representar. Lo toman de rehén a cambio de la liberación de presos políticos. El hombre muere a manos de sus captores después de sufrir y de confesar su verdadera identidad a quienes lo ejecutaron.

“El automóvil” se basa en la descripción del vehículo donde viajaba Anastasio Somoza, hijo, de quien se decía que había probado él mismo la calidad del blindaje de su coche con una potente ametralladora. No se le ocurrió utilizar una bazuka.

“Cirilo el jefe” se inspira en la historia de un “tapadito”, un simulador, dirigente sindical que salió de Cuba por el puente de El Mariel cuando los demás lo creían ocupado en atender la salud de su esposa.

“Emilio parodia mal a Baudelaire” reproduce el monólogo de un intelectual que se aburre en una reunión de obreros donde la mayoría de sus colegas repiten como loros un discurso en el cual no creen.

“Me voy de viaje” tiene que ver con la traición, la pusilanimidad y la sorpresa extrema que recibe un hombre el día en que se arriesga a escapar de un mundo que aborrece.

En esos relatos había puesto las vidas mías y de mis amigos, hermanos y detractores, de los ilusos y de los crueles, de quienes blasfemaron contra aquéllos que hasta el día anterior habían sido vecinos, compañeros de oficina, de taller, de ómnibus, de barras, de colas, de expectativas y angustias.

Titulé la colección con un préstamo tomado a Vicente García de Diego y de su poema “El juego inacabable de la mar”, que reproduzco a continuación:



Dos tiempos es uno

Lo que fue vive en mí de tal manera

Que es vivir de verdad, no recordar;

No es eso que de pronto viene a verme

O toca con su dedo en mi cristal.

Lo que se fue ha quedado en mí infundido

Y casi todo lo que él fue soy yo;

Creo que es mañana lo que pasa ahora

Y no recuerdo bien si se marchó

Dudo si es él, que al fin se ha detenido,

O si yo, confundido, vuelvo atrás

Y miro con los ojos el pasado

Y es la memoria la que ha de mirar

Vivir entre dos tiempos es hermoso:

Es no sentirse nunca en soledad,

Es el alma entre calmas y mareas,

El juego inacabable de la mar

Casi todo sucede así en la vida

Y es como un entremijo cada ser

Un adobado extraño el de las cosas,

Uno solo el ahora y el ayer.



En 1980, a partir de los sucesos de la Embajada del Perú y el éxodo del Mariel, el país, o sea, los amigos y los enemigos, todos nos habíamos partido en dos, un sector de la población desfilaba y vociferaba contra la otra a lo largo de la quinta avenida, en jornadas que nunca debieron producirse. Unos lanzaban piedras, papas, huevos, insultos contra los que querían emigrar. A veces los forzaban a arrodillarse, a besar los testículos de cartón de un muñeco llamado Tío Sam. La ira oficial ocasionó lesionados y muertos. Mis ojos, mi piel, mis vísceras, mi corazón y lucidez registraron esas conductas. Yo quise escribirlas y perpetuarlas para exorcizarme y liberar las penas de aquellos meses.

No tenía por qué pedir autorización para hacer versos y cuentos sobre aquellos días terribles. O los escribía o no valía la pena ser escritor. En la celda cuatro de Villa Marista seguí armando poemas que ya he olvidado. Uno se llamó “Te amaré”, declaración de amor a mi esposa, abandonada y casi enloquecida, tan parecida a la Jeanne de Modigliani. Dediqué cánticos a mis hijos, a mi padre, a mi madre, al joven Ramón, con quien compartía aquel cementerio de vivos.

La noche en que me condujeron a la fortaleza-prisión de La Cabaña había jaleo en las galeras de los presos comunes. Se entretenían con un campeonato de boxeo mientras yo iba perdiendo las señas de hombre civil en el lapso de un pestañear: la melena de caracoles, la barba, la ropa civil. Me impusieron un uniforme gris, con rayas negras al costado de los pantalones. Me dieron un número de presidiario, 736193. Me llevaron a una zona de la penitenciaría más oscura que las otras, con cuatro grutas bien húmedas donde vivían cientos de hombres, algunos de los cuales nunca saldrían de allí con vida porque se suicidarían, morirían de vejez, de infartos o de balas por fusilamiento. Otros enloquecerían, se volverían decrépitos.

Viví entre espías, ex oficiales del ejército, la marina, la aviación y la policía de Batista, guerrilleros del Escambray, de Sierra Maestra, del llano, de los movimientos 26 de julio y 13 de marzo, del partido comunista de Blas Roca y los hermanos Escalante, antiguos colaboradores de Castro en el asalto al cuartel Moncada y en el desembarco del yate Granma, ex-jueces, ex-fiscales, ex-abogados, conspiradores, saboteadores, piratas del mar y del aire, marineros de esquinas o de botes, antiguos exiliados sacados de embajadas, propagandistas de rumores, de noticias censuradas, de chistes, de malos pronósticos, de versos, de diarios con citas no citables, de poemas, de novelas, de ensayos, de caricaturas humorísticas.

Eran parte del mismo país dejado atrás, silenciados por la prensa única. Podría hacer una lista larga de nombres y apellidos, basta con recordar la extensión de la desgracia con la cifra de presidiario que me tocó, 736193, y que ha seguido creciendo hasta nuestros días.

Lejos y cerca de nosotros se hallaba la otra nación: la participante en zafras azucareras, los estudiantes de las escuelas en el campo, los obreros y los militares internacionalistas, médicos y enfermeras, atletas célebres, informantes de los comités de defensa de la revolución y de la policía política, de escritores y artistas que sirven a los aparatos de represión.

Los familiares de los presos asisten a las visitas programadas, cargan jabas con galletas de sal y de dulce, barras de guayaba, turrones, caramelos, bolígrafos, jabones, desodorantes, talcos, revistas y libros autorizados. ¿De dónde habrán sacado tales mercancías? Van a reunirse con hijos, hermanos, padres, esposos. Se someten a requisas implacables.

En el salón los presos aguardan vestidos con sus mejores uniformes, afeitados, pelados, sonrientes, bromistas, angustiados, inquietos, preocupados, deseosos de hablar, preguntar, indagar, para dejar de sufrir por un par de horas hasta que los guardias ordenan el fin de aquello, sin cesar de caminar y de escudriñar a cada persona, civil y recluso, repitiendo que se acabó la visita entre adioses, tristezas, abrazos, besos, lágrimas, nerviosismos, por los años de los años.

Regreso al mundo de las huelgas de hambre, de los alimentos mal cocinados y magros, del spaghetti blanco e insípido, de los plátanos hervidos y con sabor a plástico, de los huevos salcochados, del arroz con gorgojos, de granos de soya nadando en un líquido indefinible, de pescados sin masa pero con espinas. Vuelta a la atmósfera de las pesquisas sorpresivas, los soldados cayendo en aluviones sobre las celdas. Hurgan para descubrir lo ocultado. Se llevan libros, diccionarios, diarios de apuntes, fotos. En las celdas el paisaje es una perfecta ruina.

De pronto uno se entera que han fusilado al hermano de un compañero y al esposo de su sobrina. Es el hombre que compone décimas, te las ha dado a leer para que revises la ortografía. A veces te ha confiado una carta escrita a la esposa, también sentenciada. Es mediodía, a unas horas de la ejecución ocurrida en la madrugada. Das el pésame, decides no almorzar, aunque te mueres de hambre, te acuestas bajo el peso del silencio que ha reprimido las energías de todos, recuerdas a otros muertos en los fosos de La Cabaña, por ejemplo, Juan Clemente Zenea, recitas en voz tenue sus versos originalmente anotados sobre un pañuelo, con el aceite de la lámpara que iluminaba sus últimos momentos:“¡Y ninguno, ninguno se ha lanzado/A arrebatar la víctima indignado/ ¡De los brazos horribles de la muerte!”

No recuerdo cuándo decidí suicidarme. Comencé a juntar pastillas de psicofármacos, las trituraba con el tacón de mis botas, pacientemente. Me hice de frasquitos de cristal, robados de la enfermería, los molía a pisotones, evitaba los ruidos y las sospechas de los insomnes que apenas descansaban a partir de las 10 p.m. pues andaban afiebrados por la zozobra de las condenas que pendían sobre ellos.

La noche arribó súbita al final de aquel año húmedo. Después de que el oficial de guardia ordenó silencio apagaron los televisores de las galeras. Algunos formaron pequeños grupos en los pasillos que median entre las literas y se dedicaron a conversar de cualquier asunto. Esperé y cuando no pude aguantar más me levanté de la cama.

Empecé a tragar el polvo de las tabletas. A cada sorbo pensaba en mis hijos Abdel y Michael, en Manena, en mis padres, en la vida que iba dejando, en los fulgores del tiempo ido y la miseria del futuro, en la vergüenza de mi acto, en el estupor de mis compañeros al hallarme muerto a la mañana siguiente justo antes del recuento, en la reacción de los guardias, en el impacto que tendrían las cartas que había preparado para mi esposa, las autoridades de la cárcel, los hombres de la galera dos, zona uno, prisión de San Carlos de la Cabaña.

Las ingerí hasta que no quedó más que el papel de los envoltorios. Me dirigí al baño con una cuchilla de afeitar, nueva, entre las manos, que había escamoteado al jefe de la galera a la hora en que mandaron a rasurarnos. Me agaché, me corté el lado izquierdo del cuello con suavidad. Me fijé en el clavo de unas dos pulgadas de largo que servía para cerrar la puerta. En el lugar de la herida introduje el clavo y raspé la piel abierta. La sangre brotaba con fluidez, me sentía débil y mareado.

Con esfuerzo salí de la letrina y me metí en la cama. Me tapé con una colcha, anudé una toalla alrededor del cuello para que nadie se percatara de la sangre derramada. Sin embargo, mi vecino de los altos había venido observando mis pasos, no pasó mucho rato para darse cuenta de lo que sucedía. Gritó bien alto, despertó a todos. Ahora recuerdo en penumbras que alguien me conducía a la enfermería ubicada en la zona de los presos comunes.

Allí había un médico-recluso, el doctor Mario Zaldívar Batista. Al despertar me habían hecho un lavado de estómago y taponado la herida sin coserla hasta que un médico-militar mandó a cerrarla unas seis horas después. Un preso-enfermero, habituado a lidiar con caras sajadas, puñaladas y pinchazos, cerró la zanja del cuello. Quiero repetir unas palabras del Apocalipsis: “El mar entregó sus muertos y el reino de la muerte entregó los muertos que había en él; y todos fueron juzgados, cada uno conforme a lo que había hecho.” Aunque sobreviví algo se había marchado y se fue desde entonces.

Qué poemas escribiría, de qué clase de vida haría cantos, el pasado en fuga, el presente enterrado en una mazmorra, el futuro a cargo de los perros que caminarían entre las alambradas, los reflectores de las garitas, soldados que portarían fusiles con balas prestas a segar la libertad de quienes osaran escapar. De retorno a la galera nadie me trató como víctima, nadie me reprochó por cobarde, pero yo sabía que era un ladrón como afirmó el poeta.

En qué país viviría, en qué calles, cuáles olores abundarían, cómo serían La Habana y Santiago de Cuba, las gentes, las muchachas embarazadas, los primos de la infancia, las avenidas sucias y llenas de baches, los edificios y las casas del barrio, las guaguas, las oficinas, los estudios de radio y televisión donde había trabajado, los hijos, la mujer, este destierro en el hogar sólo visto por los ojos de la memoria, cantando bajito aquel son antiguo: “Oh, La Habana, Oh, La Habana, quien no la ve no la ama”.

Una vez inventé un personaje suicida que apuntó en su cuaderno estas meditaciones: “Con los años he buscado siempre la eternidad, lo que pudiera escapar al tiempo sin envejecer, más allá de la propia vida que nos ha tocado. Un poeta, digamos Lezama Lima, ha creído en la resurrección porque es imposible, sabiendo que la imagen poética es el único don concedido al hombre para alcanzar la fijeza. Es la vía para saldar las deudas con los vivos y con los muertos que forman nuestra existencia, siempre dentro de los límites de la fugacidad (“ah, que tú escapes…”), dando cuerpo y alma a criaturas que luego de estar entre nosotros pasan adentro, llenando con sus voces y sus maneras de ser nuestro universo creador.”

“No puede haber juicio concluyente sobre nadie hasta que la vida no haya sido borrada. Cuánto dejamos, cuál testimonio, ésa es la eternidad, ésa es la poesía, la respuesta a la muerte, la derrota a la vejez y al tiempo devorador, por la intemporalidad de la poesía, hecha en el lapso de una existencia se ha prolongado a sí misma con la sola juventud de la creatividad permanente”.

Poesía de lo sucedido, de lo anterior para anclar en la identidad extraviada, por la responsabilidad violenta de la literatura, capaz de convertir a una persona en un reo no metafórico de sus palabras. Reconquistar lo acontecido hasta que el futuro se imponga y haga la justicia, compartir el hambre, la soledad, las golpizas, los insomnios, el encierro, la incomunicación, la rabia, las furias, los rencores, las polémicas, los ríos divisorios.

Hasta que esa verdad no se asiente como la prueba de lo ocurrido y señal de lo evitable, no aceptar la concordia ni permitir que la vida se falsee ni se esconda en versos clandestinos. ¿Qué me propongo? No traicionarme para no ser traicionado. Seguir la espiral de las imágenes hasta el punto en que la vida merezca ser elogiada y no lamentada, forcejear con mi pasado para no hincarme de rodillas ante el presente y entregar los hilos del mensaje que estoy obligado a tejer para mis relevos.

Ésa es la lección de mi muerte truncada, esos los signos del compromiso. Vencer, incluso, el rencor para poder conversar con el funcionario que proclama: “nadie estuvo preso, jamás, por su obra.” Convencerlo de que miente y engaña, porque aquí más de una ha ido a la cárcel con su dueño. Un verso, una novela, un dibujo, un cuadro, un filme, una sinfonía pueden trastornar a burócratas y delatores.

La evidencia de que una persona escribe sobre estas melancolías es prueba de que el crimen ha sido cometido muchas veces. La propaganda enemiga no existe en materia de creación literaria o artística. No hay excusas para atropellar la razón ni la polémica. La nación pide que no se estanquen las ideas en las oficinas de unos pocos funcionarios jamás elegidos.

La propaganda enemiga promueve la autocensura, el miedo, los exilios internos y externos. Son propagandistas enemigos quienes se confieren la potestad de acallar a quienes discrepan, quienes pretenden imponer de qué forma y fondo son los versos y los destierros.

En una ocasión leí que en Latinoamérica la entrada de un escritor a la prisión constituye un natural accidente de trabajo. Es cierto. Acá, en Cuba, donde la veleidad institucional es la norma, donde los ministros cambian como los partes meteorológicos, nada resulta más permanente que un calabozo. Hágase la estadística y se comprobará que desde 1959 en la Unión de Escritores y Artistas ha habido más bajas, proporcionalmente, que en las unidades militares y policiales.

No nos engañemos. Ni los escritores ni los artistas hacemos propaganda enemiga. Ésa es una clasificación del poder para atemorizar a los que ejercen el pensamiento independiente. Hay muchas incongruencias en Cuba: se fundan editoriales al mismo tiempo que se construyen prisiones, se abren las puertas al turismo extranjero, pero no a las ideas; se inauguran escuelas y se siembra el país con agentes policiales; se repudian la tortura y la pena de muerte en congresos internacionales y se practican ambas detrás de nuestras propias murallas; se cierran cuarteles, pero se levantan unidades militares.

Quienes promueven la propaganda enemiga son los mismos fabricantes de las desigualdades señaladas arriba. Las amparan los colaboracionistas que callan o aplauden el encarcelamiento de un disidente. Felizmente, el pueblo de Cuba no está casado con el gobierno actual hasta que la muerte los separe.

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